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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

Hijos de Dune (42 page)

BOOK: Hijos de Dune
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¡Una trampa de estigma!

Resistió el urgente impulso de revolverse; aquello tan solo haría que el estigma se apretara aún más. Soltó el snork y flexionó los dedos de su mano derecha, intentando alcanzar el cuchillo en su funda. Se sintió como un estúpido inocente por no haber echado nada en la hendidura desde una prudente distancia, tanteando la oscuridad y sus peligros. Su mente había estado demasiado ocupada con los fuegos entre las rocas.

Cada movimiento apretaba más la trampa de estigma, pero finalmente sus dedos tocaron el mango del cuchillo. Lentamente, cerró su mano en torno al mango y empezó a sacar la hoja.

Una cegadora luz lo envolvió, paralizando todos sus movimientos.

—Ahhh, una magnífica presa en nuestra red. —Era una enérgica voz masculina procedente de detrás de Leto, con algo vagamente familiar en su tono. Leto intentó girar la cabeza, consciente de la peligrosa propensión del estigma a estrujar cualquier cuerpo que se moviera demasiado rápidamente.

Una mano tomó su cuchillo antes de que pudiera ver a su captor. La mano se movió expertamente sobre su cuerpo, extrayendo los pequeños utensilios que él y Ghanima habían llevado como elementos de supervivencia. Nada escapó al buscador, ni siquiera el lazo estrangulador de hilo shiga oculto en su cabello.

Leto seguía sin haber podido ver al hombre.

Los dedos hicieron algo con la trampa de estigma, y Leto descubrió que podía respirar más fácilmente. Pero el hombre advirtió:

—No intentes revolverte, Leto Atreides. Tengo tu agua en mi taza.

Leto consiguió permanecer tranquilo con un supremo esfuerzo.

—¿Sabes mi nombre? —dijo.

—¡Por supuesto! Cuando uno prepara una trampa es para un propósito determinado. Uno mira siempre hacia una presa en particular, ¿no?

Leto permaneció silencioso, pero sus pensamientos eran un torbellino.

—¡Te sientes traicionado! —exclamó la estentórea voz. Dos manos le hicieron dar media vuelta, suavemente pero con una obvia demostración de fuerza. Un hombre adulto le estaba diciendo al niño cuán pequeñas eran sus posibilidades de salirse de aquello.

Leto levantó la mirada hacia dos flotantes destellos, entrevió el negro perfil de un rostro oculto por la capucha de un destiltraje. Cuando sus ojos se habituaron distinguió una oscura franja de piel, unos ojos con el azul profundo de la adicción a la melange.

—Te preguntas por qué nos hemos tomado todas estas molestias —dijo el hombre. Su voz surgía de la oculta parte inferior de su rostro, cuyo curioso aspecto protuberante hacía pensar en alguien que intentaba ocultar un acento.

—Hace ya tiempo que he dejado de preguntarme por qué hay tanta gente que desea la muerte de los gemelos Atreides —dijo Leto—. Sus razones son obvias.

Mientras hablaba, la mente de Leto se proyectó contra lo desconocido como si fueran los barrotes de una jaula, buscando frenéticamente respuestas. ¿Una trampa con cebo? ¿Pero quién lo sabía aparte de Ghanima? ¡Imposible! Ghanima nunca traicionaría a su propio hermano. ¿Entonces había alguien que le conocía tan bien como para predecir sus acciones? ¿Quién? ¿Su abuela? ¿Cómo podría?

—No se te podía permitir que siguieras por este camino —dijo el hombre—. Era muy malo. Antes de acceder al trono necesitas ser educado. —Los ojos desprovistos de blanco le miraron fijamente. ¿Te preguntas cómo alguien puede presumir de educar a una persona como tú? ¿Tú, con el conocimiento de toda una multitud metida en tus recuerdos? ¡Es esto precisamente, entiéndelo! Te crees a ti mismo educado, pero todo lo que eres es un repositorio de vidas muertas. Todavía no posees una vida tuya propia. Eres tan sólo un recipiente andante de otros, todos ellos con una única finalidad… aspirar a la muerte. No es bueno que un gobernante se convierta en un aspirante a la muerte. Terminarías rodeándote de cadáveres. Tu padre, por ejemplo, no comprendió nunca el…

—¿Te atreves a hablar así de él?

—Son muchas las veces que me he atrevido a hacerlo. Después de todo, tan sólo era Paul Atreides. Bueno, muchacho, bienvenido a tu escuela.

El hombre sacó una mano de debajo de sus ropas y tocó la mejilla de Leto. Leto sintió el impacto de una palmada como un disparo, y se encontró precipitándose hacia abajo en dirección a una oscuridad donde ondeaba una bandera verde. Era el estandarte verde de los Atreides, con sus símbolos del día y de la noche y su asta de Dune que ocultaba un tubo de agua. Pudo oír el gorgoteo del agua cuando la inconsciencia lo invadió. ¿O era alguien riéndose?

36

Podemos recordar todavía los días dorados antes de Heisenberg, que mostró a los seres humanos las paredes que encierran nuestras predestinadas argumentaciones. Las vidas dentro de mí encuentran esto divertido. El conocimiento, sabéis, no sirve sin una finalidad, pero es precisamente la finalidad quien construye las paredes que nos encierran.

L
ETO
TREIDES
II, su Voz

Alia se descubrió a sí misma hablando ásperamente a los guardias que estaban frente a ella en el vestíbulo del templo. Eran nueve en total, con los polvorientos uniformes verdes de las patrullas suburbanas, y todavía sudaban y jadeaban por el esfuerzo. La luz del anochecer entraba por la puerta a sus espaldas. La zona había sido limpiada de peregrinos.

—Así pues, ¿mis órdenes no significan nada para vosotros? —preguntó Alia.

Y se maravilló de su propia irritación, no intentando contenerla sino dejándola surgir. Su cuerpo temblaba con incontroladas tensiones: Idaho desaparecido… Dama Jessica… ningún informe… sólo rumores de que se hallaban en Salusa ¿Por qué Idaho no le había enviado ningún mensaje? ¿Por qué había hecho aquello? ¿Había sabido finalmente lo de Javid?

Alia ostentaba el color amarillo del luto en Arrakeen, el color del ardiente sol de la historia Fremen. Dentro de pocos minutos iba a presidir la segunda y última procesión fúnebre a la Vieja Hendidura, para completar la lápida de piedra de su difunto sobrino. El trabajo sería completado por la noche, rindiendo así homenaje a aquel que estaba destinado a conducir a los Fremen.

Los guardias sacerdotales parecían desafiantes frente a su irritación, en absoluto avergonzados. Permanecían inmóviles ante ella, recortados sobre la agonizante luz. El olor de su transpiración era fácilmente detectado a través de los ligeros e ineficientes destiltrajes de los habitantes de la ciudad. Su jefe, un alto y rubio kaza con las Insignias de bourka de la familia Cadelam, echó a un lado la máscara del destiltraje para hablar más claramente. Su voz estaba llena de las orgullosas entonaciones que podían esperarse del retoño de la familia que en un tiempo había gobernado en el Sietch Abbir.

—¡Por supuesto que hemos intentado capturarlo! —El hombre se sentía obviamente ultrajado por su ataque. ¡Blasfemaba! ¡Conocíamos vuestras órdenes, pero lo oímos con nuestros propios oídos!

—Y no habéis conseguido capturarlo —dijo Alia, con voz baja y acusadora.

Otro de los guardias, una mujer joven y baja, intentó defenderse.

—¡La gente era muy densa allí! ¡Juro que la gente interfirió nuestro trabajo!

—Seguiremos tras él —dijo el Cadelam—. No siempre fallaremos.

Alia frunció el ceño.

—¿Por qué no intentáis comprender y me obedecéis?

—Mi Dama, nosotros…

—¿Qué haréis vosotros, retoño de Cade Lamb,
[1]
si lo torturáis y descubrís que es en realidad mi hermano?

Obviamente él no captó el especial énfasis en su nombre, aunque no hubiera podido formar parte de la guardia sacerdotal sin haber recibido alguna educación que debía haberle permitido captarlo. ¿Acaso se estaba sacrificando?

El guardia tragó saliva y dijo:

—Deberemos matarlo nosotros mismos, porque causa desórdenes.

Los demás permanecieron horrorizados ante aquello, pero siguieron desafiantes. Sabían qué significaba lo que habían oído.

—Llama a las tribus a unirse contra vos —dijo el Cadelam. Ahora Alia sabía cómo manejarlo. Habló en tono tranquilo, desapasionado.

—Entiendo. Entonces, si tú deseas sacrificarte de esta forma, matándolo abiertamente para que todos puedan ver quién eres y lo que estás haciendo, entonces creo que eres tú quien debe hacerlo.

—Sacrificarme… —el guardia se interrumpió, miró a sus compañeros. Como kaza de aquel grupo, su jefe elegido, tenía derecho a hablar en su nombre, pero en aquel instante dio señales de que hubiera deseado más permanecer silencioso. Los otros guardias se agitaron inquietos. En el calor de la caza, habían desafiado a Alia. Ahora tan sólo podían reflexionar sobre el significado de tal desafío al «Seno del Cielo». Con obvio nerviosismo, los guardias abrieron un pequeño espacio entre ellos y su kaza.

—Por el bien de la Iglesia, nuestra reacción oficial debería ser severa —dijo Alia—. Comprendes esto, ¿no?

—Pero él…

—Lo he oído por mí misma —dijo ella—. Pero este es un caso especial.

—¡Él no puede ser Muad’Dib, mi Dama!

¡Qué poco sabes!
, pensó ella. Y dijo:

—No podemos arriesgarnos a hacerlo abiertamente, hiriéndole allá donde otros puedan verlo. Si se presentara alguna otra oportunidad, por supuesto…

—¡Pero últimamente siempre está rodeado por la multitud!

—Entonces me temo que deberás ser paciente. Por supuesto, si insistes en desafiarme… —dejó que las consecuencias colgaran en el aire, inexpresadas pero bien comprendidas. El Cadelam era ambicioso, tenía una brillante carrera ante sí.

—Ni soñaba en desafiaros, mi Dama —el hombre había recuperado de nuevo el control—. Actuamos precipitadamente, ahora lo comprendo. Perdonadnos, pero él…

—Nada ha ocurrido, nada hay que perdonar —dijo ella, usando la habitual fórmula Fremen. Era una de las muchas formas en las cuales una tribu mantenía la paz en sus filas, y aquel Cadelam seguía siendo lo suficientemente Viejo Fremen como para recordarlo. Su familia arrastraba una larga tradición de jefes. La culpabilidad era el látigo de los Naib, que debía ser usado parcamente. Los Fremen servían mejor cuando se veían libres de la culpabilidad o del resentimiento.

El hombre mostró haber comprendido su juicio inclinando la cabeza y diciendo:

—Por el bien de la tribu; comprendo.

—Entonces id a refrescaros —dijo ella—. La procesión empezará dentro de pocos minutos.

—Sí, mi Dama. —Se alejaron apresuradamente, revelando en cada uno de sus movimientos su alivio por escapar así. Dentro de la cabeza de Alia una voz de bajo retumbó:

—Ahhhhh, has llevado esto astutamente. Uno o dos de ellos siguen creyendo todavía que deseas ver muerto al Predicador. Intentarán complacerte.

—¡Cállate! —silbó ella—. ¡Cállate! ¡Nunca hubiera debido escucharte! Mira lo que has hecho…

—Te he puesto en el camino de la inmortalidad —dijo la voz de bajo.

Ella sintió cómo creaba ecos en su cráneo como un distante dolor, y pensó:
¿Dónde puedo esconderme? ¡No hay ningún lugar adonde ir!

—El cuchillo de Ghanima es afilado —dijo el Barón—. Recuerda esto.

Alia parpadeó. Sí, era algo que debía recordar. El cuchillo de Ghanima era afilado. Aquel cuchillo podía librarla de aquella actual difícil situación.

37

Si creéis en ciertas palabras, creed en sus ocultos significados. Cuando uno cree que algo es cierto o está equivocado, es verdadero o falso, cree en realidad en las suposiciones inscritas en las palabras que expresan estos argumentos. Tales suposiciones están a menudo llenas de lagunas, pero siguen siendo preciosas para los convencidos.

La Prueba Abierta de la Panoplia Prophetica

La mente de Leto flotaba en una masa de olores selváticos. Reconoció el fuerte olor a canela de la melange, el sudor de cuerpos trabajando en un ambiente cerrado, la acritud de un destilador de muertos sin cubrir, polvo de varias clases el que dominaba el pedernal. Aquellos olores formaban indicio a través del arenoso sueño, creando manchas niebla en una tierra muerta. Supo que aquellos olores debían decirle algo, pero parte de él no conseguía escuchar.

Pensamientos espectrales flotaban a través de su mente:
En este momento no poseo rasgos definidos; soy todos mis antecesores. El Sol que surge en la arena es el sol que surge en mi alma. Hubo un tiempo en que esa multitud dentro mí era grande, pero esto ha terminado. Soy Fremen y tendré un fin Fremen. El Sendero de Oro ha terminado antes de empezar. No es más que una pista barrida por el viento. Nosotros los Fremen conocíamos todos los trucos para ocultarnos; no dejábamos ni heces, ni agua, ni huellas… Ahora mira cómo mi pista se desvanece.

Una voz masculina habló cerca de su oído:

—Podría matarte, Atreides. Podría matarte, Atreides. —La frase fue repetida una y otra vez hasta perder su significado, hasta convertirse en un sonido indistinto dentro del sueño de Leto, una especie de letanía—: Podría matarte, Atreides.

Leto carraspeó, y el sentido de realidad de aquel simple acto sacudió sus sentidos. Su seca garganta consiguió articular:

—¿Quién…?

—Soy un Fremen instruido y he matado a mi hombre —dijo la voz junto a él—. Vosotros nos robasteis nuestros dioses, Atreides. ¿Qué puede importarnos vuestro hediondo Muad’Dib? ¡Vuestro dios está muerto!

¿Aquella era una auténtica voz Ouraba, u otra parte de su sueño? Leto abrió los ojos, descubriéndose tendido en una superficie dura, sin nada que lo sujetara. Miró hacia arriba, hacia el techo de roca, hacia la suave luz de unos globos, hacia el rostro sin máscara que lo contemplaba desde tan cerca que podía oler su aliento con todos los aromas familiares de la dieta de un sietch. El rostro era Fremen; uno no podía equivocarse respecto a aquella piel oscura, aquellos rasgos angulosos y aquella epidermis reseca por la usura de agua. No era un gordo habitante de la ciudad. Era un Fremen del desierto.

—Soy Namri, padre de Javid —dijo el Fremen—. ¿Me conoces ahora, Atreides?

—Conozco a Javid —dijo Leto roncamente.

—Sí, tu familia conoce muy bien a mi hijo. Estoy orgulloso de él. Tú, Atreides, podrás conocerlo mejor dentro de muy poco.

—¿Qué…?

—Yo soy uno de tus educadores, Atreides. Tengo tan sólo una función: soy el que puede matarte. Lo haré con gusto. En esta escuela, graduarse es vivir; suspender es ser puesto en mis manos.

Leto captó la implacable sinceridad de aquella voz. El frío lo invadió. Aquello era un gom jabbar humano, un despótico enemigo cuya misión era poner a prueba su derecho de entrada en la competición con los demás seres humanos. Leto sintió la mano de su abuela en todo aquello y, tras ella, la masa anónima de la Bene Gesserit. Se rebeló ante aquel pensamiento.

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