—La sangre de un hermano no puede ser olvidada —dijo Ghanima—. No me presentaré a mis bienamados Fremen como una traidora a sus principios.
Nunca perdonar, nunca olvidar.
¿No está esto en nuestro catecismo? Os lo advierto, y lo diré públicamente: no podéis proclamar mi compromiso con Farad’n. ¿Quién, conociéndome, podría creer en ello? Ni el propio Farad’n podría creerlo. Los Fremen, al oír de un tal compromiso, reirían dentro de sus mangas y dirían: «¡Mirad! Lo está atrayendo a una trampa». Si vosotras…
—Lo comprendo —dijo Alia, moviéndose hasta situarse al lado de Irulan. Irulan, observó, permanecía inmóvil en un impresionado silencio, casi consciente de adónde había llevado aquella conversación.
—Así que pensáis atraerlo a una trampa —dijo Ghanima—. Si esto es lo que deseáis, estoy de acuerdo, pero no creo que él caiga en ella. Si deseas este falso compromiso como una moneda falsa con la que comprar el rescate de mi abuela y de tu precioso Duncan, de acuerdo. Pero serás tú quien dé la cara. Rescátalos así. Pero Farad’n, de todos modos, es mío. Seré yo quien lo mate.
Irulan se giró hacia Alia antes de que ella pudiera hablar.
—¡Alia! Si faltamos a nuestra palabra… —dejó en suspenso la frase por un momento, mientras la agria sonrisa de Alia reflejaba la ira de las Grandes Casas en la Asamblea de Faufreluches, las destructivas consecuencias de creer en el honor de los Atreides, la pérdida de la fe religiosa, todas las grandes y pequeñas estructuras que iban a derrumbarse.
—Se volverán contra nosotros —protestó Irulan—. Todas las creencias en Paul como profeta quedarán destruidas. El Imperio…
—¿Quién se atreverá a poner en entredicho nuestro derecho a decidir lo que es correcto y lo que no es correcto? —preguntó Alia, en voz muy baja—. Nosotros mediamos entre el bien y el mal. Tan sólo necesito proclamar…
—¡No puedes hacer eso! —protestó Irulan—. La memoria de Paul…
—No es más que otro instrumento de la Iglesia y el Estado —dijo Ghanima—. No digas tonterías, Irulan. —Ghanima tocó el crys en su cinto y miró a Alia—. He juzgado mal a mi hábil tía, Regente de todo lo que es Sagrado en el Imperio de Muad’Dib. Lo confieso, te he juzgado mal. Atrae a Farad’n hasta nuestra alcoba si quieres.
—Esto es demasiado temerario —protestó Irulan.
—¿Consientes en ese compromiso entonces, Ghanima? —preguntó Alia, ignorando a Irulan.
—Bajo mis propios términos —dijo Ghanima, con la mano aún sobre su crys.
—Yo me lavo las manos en esto —dijo Irulan, e hizo explícitamente el ademán para reforzar sus palabras—. No me hubiera importado discutir todo lo que fuera necesario con tal de conseguir un auténtico compromiso que pudiera cicatrizar…
—Alia y yo te proporcionaremos una herida mucho más difícil de cicatrizar —dijo Ghanima—. Tráelo rápido hasta aquí, si es que viene. Y quizá lo haga. ¿Sospechará nunca de una niña de mi tierna edad? Organizaremos una ceremonia formal de compromiso que requiera su presencia. Entonces dame una oportunidad de quedarme a solas con él… tan sólo un minuto o dos…
Irulan se estremeció ante la evidencia de que Ghanima era, después de todo, enteramente Fremen, una niña cuyo terrible instinto sanguinario no se diferenciaba en nada del de los adultos. Después de todo, los niños Fremen eran adiestrados a rematar a los heridos en el campo de batalla, aliviando de aquel trabajo a las mujeres, que así podían dedicarse a recoger los cuerpos y llevarlos a los destiladores de muertos. Y Ghanima, hablando con la voz de un niño Fremen, acumulaba horror sobre horror con la estudiada madurez de sus palabras, con el antiguo sentimiento de vendetta que la ceñía como una aureola.
—De acuerdo —dijo Alia, y se obligó a evitar que su voz y su rostro traicionaran su alegría—. Prepararemos la ceremonia formal de compromiso. Convocaremos como testigos de la firma a una adecuada asamblea escogida entre las Grandes Casas. Farad’n no podrá sospechar de ningún modo…
—Sospechará, pero vendrá —dijo Ghanima—. Y se rodeará de guardias. ¿Pero quién pensará en protegerlo de mí?
—Por el amor de todo lo que Paul intentó hacer —protestó Irulan—, dejad al menos que hagamos parecer la muerte de Farad’n como un accidente, o como consecuencia de la acción de un tercero…
—¡Será una alegría para mí mostrar mi ensangrentado puñal a mis hermanos! —dijo Ghanima.
—Alia, te lo suplico —dijo Irulan—. Abandona esta temeraria locura. Declara el
kanly
contra Farad’n, cualquier cosa que…
—No necesitamos una declaración formal de vendetta contra él —dijo Ghanima—. Todo el Imperio sabe lo que nosotros sentimos. —Señaló la manga de su vestido—. Llevamos el amarillo del luto. Cuando lo cambie por el negro del compromiso Fremen, ¿crees que esto va a engañar a alguien?
—Ruega para que engañe a Farad’n —dijo Alia—, y a los delegados de las Grandes Casas que invitaremos para dar testimonio de…
—Cada uno de esos delegados se revolverá contra vosotros —dijo Irulan—. ¡Lo sabes muy bien!
—Una excelente observación —dijo Ghanima—. Escoge con cuidado a esos delegados, Alia. Deben ser personas que puedan ser eliminadas luego sin problemas.
Irulan alzó desesperadamente los brazos, se giró y salió en tromba.
—Ponla bajo estrecha vigilancia para que no intente advertir a su sobrino —dijo Ghanima.
—No intentes enseñarme cómo se conduce un complot —dijo Alia. Se giró y siguió a Irulan, pero a pasos lentos. Los guardias de afuera y los ayudantes que esperaban torbellinearon a su alrededor como partículas de arena en el vértice de un gusano emergiendo a la superficie.
Ghanima agitó tristemente la cabeza de un lado a otro cuando la puerta se cerró, pensando:
Es tal como el pobre Leto y yo pensábamos. ¡Dioses de las profundidades! Me hubiera gustado que el tigre me matara a mí en lugar de a él.
Muchas fuerzas intentaron controlar a los gemelos Atreides y, cuando fue anunciada la muerte de Leto, su movimiento de complots y contracomplots se intensificó. Consideremos ahora las relativas motivaciones: la Hermandad temía a Alia, una Abominación adulta, pero al mismo tiempo deseaba aquellos caracteres genéticos contenidos en los Atreides. Las jerarquías del Auqaf y del Hajj de la Iglesia veían sólo el poder implícito en el control de los herederos de Muad’Dib. La CHOAM deseaba una puerta que la condujera a las riquezas de Dune. Farad’n y sus Sardaukar añoraban un retorno a la gloria para la Casa de los Corrino. La Cofradía Espacial temía la ecuación Arrakis = melange; sin la especia no podían navegar. Jessica deseaba reparar aquello que su desobediencia a la Bene Gesserit había creado. Pocos pensaron en preguntar a los gemelos qué planes propios tenían ellos, hasta que fue demasiado tarde.
El Libro de Kreos
Poco después de la comida de la tarde, Leto vio a un hombre pasando al otro lado de la arcada que daba acceso a su estancia, y su mente siguió al hombre. El corredor había quedado abierto a su izquierda y Leto había notado una cierta actividad allí afuera: hombres arrastrando grandes cestos con ruedas llenos de especia, tres mujeres con ropas cuya sofisticación provenía obviamente de fuera del planeta y que las marcaba como contrabandistas. Aquel hombre al que seguía la mente de Leto mientras andaba no era distinto de todos los demás, excepto que se movía como Stilgar, un Stilgar mucho más joven.
Su mente tomó extraños derroteros. El Tiempo llenó la consciencia de Leto como un globo estelar. Pudo ver infinitos espacio-tiempos, pero tuvo que retirarse hacia su propio futuro antes de saber en qué momento exacto se hallaba su carne. Sus multifacetadas vidas-memoria surgieron y se retiraron, pero ahora eran él. Eran como olas en una playa, pero si se volvían demasiado altas, podía controlarlas y retrocedían, dejando tras ellas tan sólo al real Harum.
Ahora escuchaba de nuevo a esas vida-memoria. Una a una se iban irguiendo, asomando su cabeza fuera del decorado y diciéndole cómo debía comportarse. Su padre surgió entre toda aquella caminata mental y le dijo:
—Eres un niño que quiere ser un hombre. Cuando seas un hombre, buscarás en vano al niño que fuiste una vez.
Las pulgas y los piojos propios de un viejo sietch lastimosamente cuidado mordisqueaban incesantemente su cuerpo. Ninguno de los sirvientes que le traían la comida espantosamente cargada de especia parecía impresionado por aquellas criaturas. ¿Acaso aquella gente estaba inmunizada contra tales cosas, o era tan sólo que habían vivido con ellas durante tanto tiempo que simplemente ignoraban sus incomodidades?
¿Quiénes eran aquellas gentes reunidas en torno a Gurney? ¿Cómo habían llegado hasta aquel lugar? ¿Era realmente Jacurutu? Sus multimemorias producían respuestas que no eran de su agrado. Eran gentes desagradables, y Gurney era el más desagradable de todos. Sin embargo, pensó, la perfección flotaba allí, aletargada y aguardando bajo aquella desagradable superficie.
Parte de él sabía que permanecía aún atado a la especia, atrapado por las espantosas dosis de melange incluidas todas sus comidas.
Su cuerpo de niño intentaba rebelarse contra aquello, pero el adulto que había en él reclamaba a grandes voces la inmediata presencia de las memorias que surgían a través de los miles de eones.
Su mente regresó a su andadura, y se preguntó si su cuerpo seguiría realmente inmóvil tras él. La especia confundía sus sentidos. Sintió las presiones de su autolimitación, acumulándose contra él como las largas dunas barachan del
bled
se construían a sí mismas formando una rampa contra los promontorios rocosos del desierto. Un día unos pocos granos de arena revolotearían al otro lado por encima del promontorio, y luego otros, y otros, y otros más… hasta que finalmente sólo quedaría la arena expuesta al cielo abierto.
Pero el promontorio seguiría existiendo allí debajo.
Todavía estoy en el trance
, pensó.
Sabía que muy pronto alcanzaría una bifurcación entre la vida y la muerte. Sus captores seguían hundiéndole en el trance de la especia, insatisfechos de sus respuestas a cada regreso a la superficie. Y siempre el ominoso Namri estaba aguardando allí, con su cuchillo. Leto conoció incontables pasados y futuros, pero todavía nada que satisficiera a Namri… o a Gurney Halleck. Esperaban algo que estaba más allá de sus visiones. Aquella bifurcación entre la vida y la muerte atraía a Leto. Su vida, supo, debía adquirir algún significado interior que lo conduciría mucho más arriba de aquellas visiones circunstanciales. Pensando en aquella demanda, sintió que su consciencia interior era su auténtica esencia, y su existencia exterior era el trance. Aquello lo aterró. Se dio cuenta dé que no deseaba regresar al sietch, con sus pulgas y sus piojos, su Namri, su Gurney Halleck.
Soy un cobarde
, pensó.
Pero un cobarde, incluso un cobarde, podía morir valerosamente con sólo realizar un único gesto. ¿Pero cuál era ese gesto que podía hacer de él una entidad completa? ¿Cómo podía despertar del trance y de la visión en el universo que exigía Gurney? Sin aquel giro, sin un despertar a visiones a la deriva, sabía que podía morir en una prisión elegida por él mismo. En aquello estaba en último término dispuesto a colaborar con sus captores. En algún lugar debía hallar la sabiduría, el equilibrio interior que se reflejara en el universo y le devolviera una imagen de tranquila fuerza. Sólo entonces podría buscar su Sendero de Oro y hacer que sobreviviera aquella piel que no era la suya.
Alguien estaba tocando el baliset allá afuera en el sietch. Leto se dio cuenta de que probablemente su cuerpo estaba escuchando la música en el presente. Sintió el camastro bajo su espalda. Podía oír la música. Era Gurney, al baliset. No había otros dedos que pudieran compararse a los suyos en maestría en aquel difícil instrumento. Estaba tocando una antigua canción Fremen, una de aquellas llamadas
hadith
a causa de que su narrativa interna y la voz empleada invocaban los esquemas necesarios para la supervivencia en Arrakis. La canción relataba la historia de las ocupaciones humanas en el interior de un sietch.
Leto sintió que la música lo trasladaba a través de una maravillosa caverna antigua. Vio mujeres pisoteando residuos de especia para obtener combustible, fermentando especia, tejiendo fibras de especia. La melange estaba por todos lados en el sietch.
Llegó un momento en que Leto no pudo distinguir entre la música y la gente de la visión en la caverna. Los gemidos y los golpes de un telar mecánico eran los puntuados y los rasgueos del baliset. Pero sus ojos interiores contemplaron tejidos de cabellos humanos, las largas pieles de ratas mutantes, filamentos de algodón del desierto, y tiras curtidas a partir de pieles de pájaro. Vio una escuela del sietch. El ecolenguaje de Dune resonó en su mente en alas de la música. Vio la cocina alimentada por energía solar, la amplia estancia donde eran fabricados y conservados los destiltrajes. Vio los encargados de las predicciones meteorológicas leyendo los palos con los que habían empalado la arena.
En algún punto a lo largo de su viaje, alguien le trajo comida y la fue metiendo en su boca con una cuchara, teniéndole levantada la cabeza con un fuerte brazo. Supo que ésta era una sensación en tiempo real, pero aquel maravilloso juego de movimientos prosiguió en su interior.
Al instante siguiente, o al menos así le pareció, tras la comida atiborrada de especia, vio el desencadenarse de una tormenta de arena. Las movientes imágenes en el interior de los torbellinos de arena se convirtieron en los reflejos de los ojos de una polilla, y toda su vida se vio reducida al viscoso rastro de un insecto arrastrándose.
Las palabras de la Panoplia Prophetica deliraron a través suyo: «Fue dicho que no hay nada firme, nada equilibrado, nada durable en todo el universo… que nada permanece en su estado, que cada día, a veces cada hora, trae consigo un cambio».
La vieja Missionaria Protectiva sabía ya lo que estaba haciendo
, pensó. Sabía acerca de la Terrible Finalidad.
Sabía cómo manipular gente y religiones. Ni siquiera mi padre consiguió escapar de ella, no al menos al final.
Allí yacía el indicio que había estado buscando. Leto lo estudió. Sintió la fuerza fluyendo a través de su carne. Toda su multifacetada existencia giró sobre sí misma y miró afuera hacia el universo. Se sentó, y se descubrió a sí mismo solo en la penumbrosa celda iluminada tan sólo por la luz que penetraba del pasillo exterior donde aquel hombre había pasado, arrastrando consigo a su mente, hacía de ello eones.