Leto mordió nuevamente el tubo que remataba la membrana, sorbió el jarabe mientras escrutaba el estrellado cielo sobre él. Calculó que habría recorrido unos quince kilómetros desde Shuloch. Al cabo de un momento un tóptero se diseñó sobre el cielo tachonado de estrellas, un gran aparato en forma de pájaro seguido por otro y luego por otro. Oyó el suave batir de sus alas, el susurro de sus silenciosos jets.
Sorbiendo el viviente tubo, aguardó. La Primera pasó por encima suyo, luego la Segunda Luna.
Una hora antes del alba Leto salió fuera y trepó hasta la cresta de la duna, examinando el cielo. No había cazadores. Ahora sabía que se había embarcado en un camino sin retorno. Ante él estaba la trampa en el Tiempo y en el Espacio preparada como una lección inolvidable para él mismo y para toda la humanidad.
Leto se giró hacia el nordeste y recorrió a largos saltos otros cincuenta kilómetros antes de enterrarse en la arena por todo el día, dejando tan sólo un estrecho orificio hacia la superficie mantenido abierto por un tubo moldeado con las truchas de arena. La membrana estaba aprendiendo convivir con él, al mismo tiempo que él aprendía cómo vivir de ella. Intentó no pensar en las otras cosas que la membrana le estaba haciendo a su carne.
Mañana haré una incursión en Gara Rulen
, pensó.
Destruiré su qanat y esparciré su agua por la arena. Luego iré a la Bolsa de Viento, a la Vieja Hendidura y al Harg. En un mes la transformación ecológica se verá retrasada al menos por toda una generación. Esto nos dará tiempo para desarrollar una nueva escala de tiempos.
Y los hechos serían imputados a las feroces tribus rebeldes, por supuesto. Algunos revivirían los recuerdos de Jacurutu. Alia se encontraría con las manos llenas. Y Ghanima… Silenciosamente, Leto musitó las palabras que restaurarían sus recuerdos. Habría tiempo para aquello más tarde… si sobrevivía a aquella terrible mezcolanza de hilos.
El Sendero de Oro lo atraía hacia el desierto, en una forma casi física que podía ver con los ojos abiertos. Y pensó en cómo ocurría todo aquello: al igual que los animales deben moverse a través de su territorio, dependiendo su existencia de este movimiento, el alma de la humanidad, bloqueada desde hacía eones, necesitaba un sendero a través del cual pudiera moverse.
Entonces pensó en su padre, diciéndose a sí mismo:
Pronto discutiremos de hombre a hombre, y sólo una visión emergerá.
Los límites de la supervivencia son fijados por el clima, ese lento fluir de los cambios que muchas veces no pueden ser apreciados por una generación. Y son los extremos del clima los que fijan los modelos. Aislados, los limitados sentidos de los seres humanos pueden observar tan sólo provincias climáticas, fluctuaciones anuales del tiempo y, ocasionalmente, pueden observar cosas tales como «Este es el año más frío que jamás hayamos conocido». Tales cosas son perceptibles. Pero los seres humanos son raramente conscientes de los lentos cambios que se producen a lo largo de un enorme número de años. Y es precisamente teniendo consciencia de estos lentos cambios que los seres humanos pueden sobrevivir en un planeta. Deben aprender a conocer el clima.
Arrakis, la Transformación
, según H
ARQ AL
-A
DA
Alia permanecía sentada con las piernas cruzadas sobre su lecho, intentando calmarse recitando la Letanía Contra el Miedo, pero burlonas risas resonaban en su cráneo, bloqueando todos sus esfuerzos. Podía escuchar la voz, controlando sus oídos, su mente.
—¿Qué tontería es ésta? ¿De qué tienes miedo?
Los músculos de sus pantorrillas se contrajeron cuando sus pies intentaron echar a correr. Pero no había ningún lugar adónde correr.
Iba vestida tan sólo con una túnica dorada de la más pura seda paliana, que revelaba una obesidad que había empezado a hinchar su cuerpo. La Hora de los Asesinos acababa de pasar; el alba estaba cerca. Los informes relativos a los últimos tres meses estaban esparcidos ante ella en el cubrecama rojo. Podía oír el zumbido del acondicionador de aire y la débil brisa agitando las etiquetas de las bobinas de hilo shiga.
Sus ayudantes la habían despertado hacía dos horas, atemorizadas, trayéndole noticias del último ultraje, y Alia había pedido que le trajeran todos los informes, intentando encontrar un esquema comprensible.
Interrumpió la Letanía.
Aquellos ataques tenían que ser obra de los rebeldes. Obviamente. Cada vez más y más de ellos se revolvían contra la religión de Muad’Dib.
—¿Y qué es lo que hay de equivocado en ello? —preguntó la burlona voz en su interior.
Alia agitó ferozmente la cabeza. Namri le había fallado. Había sido una estúpida confiando en un instrumento de doble filo tan peligroso como aquél. Sus ayudantes susurraban que el culpable era Stilgar, que Stilgar era en secreto un rebelde. ¿Y qué había sido de Halleck? ¿Se había ocultado entre sus amigos contrabandistas? Probablemente.
Tomó una de las bobinas.
¡Y Muriz!
El hombre era un histérico. Aquella era la única explicación posible. De otro modo no tenía más alternativa que creer en los milagros. Ningún ser humano, y mucho menos un niño (ni siquiera un niño como Leto) podía saltar de la alta escarpadura de la colina rocosa de Shuloch y sobrevivir para huir a través del desierto en saltos que lo llevaran de cresta en cresta de las dunas.
Alia sintió la frialdad del hilo shiga bajo su mano.
¿Dónde estaba Leto, entonces? Ghanima se negaba a creer que no estuviera muerto. Una Decidora de Verdad había confirmado su historia: Leto había caído bajo las garras de un tigre laza. Entonces, ¿quién era el niño que habían informado Namri y Muriz?
Se estremeció.
Cuarenta qanats habían sido destruidos, su agua esparcida por la arena. Los Fremen leales, y los rebeldes también, eran todos una pandilla de supersticiosos. Sus informes estaban repletos de historias de misteriosos acontecimientos. Las truchas de arena saltaban a los qanats y se fragmentaban en una multitud de pequeñas réplicas de sí mismas. Los gusanos se ahogaban deliberadamente. La sangre se derramaba de la Segunda Luna y caía sobre Arrakis, despertando a los grandes gusanos. ¡Y la frecuencia de las tormentas estaba
aumentando
!
Pensó en Duncan incomunicado en el Tabr, inquieto por las restricciones que ella le había impuesto a través de Stilgar. Él e Irulan no hacían otra cosa que hablar del
real
significado que se ocultaba tras todos aquellos presagios. ¡Estúpidos! ¡Incluso sus espías evidenciaban estar influenciados por aquellas absurdas habladurías!
¿Por qué insistía Ghanima en su historia del tigre laza?
Alia suspiró. Sólo uno de los informes en las bobinas de hilo shiga la tranquilizaba. Farad’n había enviado un contingente de sus guardias personales «para ayudaros en vuestros problemas y para preparar el camino para el Rito Oficial del Compromiso». Alia sonrió para sí misma y compartió la risotada que resonó en su cráneo. Aquel plan, al menos, permanecía intacto. Se habían encontrado explicaciones lógicas para disipar todas aquellas estúpidas supersticiones.
Mientras tanto, había utilizado a los hombres de Farad’n para que la ayudaran a cerrar Shuloch y a arrestar a todos los disidentes conocidos, especialmente entre los Naibs. Había dudado en actuar también contra Stilgar, pero la voz interior la había advertido al respecto.
—Todavía no.
—Mi madre y la Hermandad poseen aún un plan propio —había susurrado Alia—. ¿Por qué están adiestrando a Farad’n?
—Quizás eso la excite —había dicho el Viejo Barón.
—No a alguien tan frío como ella.
—¿Quizás estás pensando en pedirle a Farad’n que te la devuelva?
—¡Sé los peligros que eso representaría!
—Muy bien. Mientras tanto, hay ese joven ayudante que Zia te ha traído recientemente, creo que su nombre es Agarves… Buer Agarves. Si lo invitaras aquí esta noche…
—¡No!
—Alia…
—¡Está a punto de amanecer, viejo estúpido insaciable! Hay una reunión del Consejo Militar esta mañana, y los sacerdotes…
—No confíes en ellos, querida Alia.
—¡Por supuesto que no!
—Muy bien. Ahora, con respecto a ese Buer Agarves.
—¡He dicho que no!
El Viejo Barón permaneció silencioso en ella, pero Alia empezó a sentir el dolor de cabeza. Un lento dolor empezó a crecer desde su mejilla izquierda y a penetrar en su cráneo. Ya una vez la había obligado a doblegarse, echando a correr por los pasillos, con aquel truco. Esta vez decidió resistir.
—Si insistes, tomaré un sedante —dijo.
Él se dio cuenta de que estaba hablando en serio. El dolor de cabeza empezó a disminuir.
—Muy bien —dijo, petulante—. Lo dejaremos para otra vez, entonces.
—Exacto —asintió ella—. Lo dejaremos para otra vez.
Tú divides la arena con tu fuerza; tú abres la cabeza de los dragones en el desierto. Sí, te veo como una bestia surgiendo de entre las dunas; llevas en tu frente los cuernos del cordero, pero hablas como el dragón.
Biblia Católica Naranja Revisada, Arran 11:4
Era la inmutable profecía, los hilos se convirtieron en una cuerda, algo que Leto tenía ahora la impresión de haber conocido toda su vida. Miró por encima de las sombras del atardecer en el Tanzerouft. A ciento setenta kilómetros hacia el norte estaba la Vieja Hendidura, el profundo y retorcido corte a través de la Muralla Escudo por el cual los primeros Fremen habían emigrado al desierto.
No quedaba ninguna duda en Leto. Sabía por qué estaba allí, solo en el desierto, sintiendo que toda aquella tierra le pertenecía, que debía obedecer sus órdenes. Sintió la cuerda que lo conectaba con toda la humanidad, y aquella profunda necesidad de un universo de experiencias que tuviera un sentido lógico, un universo de regularidades reconocibles dentro de sus perpetuos cambios.
Conozco este universo.
El gusano que lo había conducido hasta allí había acudido cuando él había golpeado rítmicamente el suelo con su pie e, irguiéndose ante él, se había inmovilizado como una bestia obediente. Había subido a su lomo y, utilizando tan sólo las manos amplificadas por la membrana, había dejado al descubierto el sensible extremo de uno de sus anillos para mantenerlo en la superficie. El gusano había quedado exhausto tras su caminata de toda la noche hacia el norte. Su «factoría» interna de silicio y sulfuro había trabajado a toda su capacidad, exhalando densas fumarolas de oxígeno que el viento había lanzado contra Leto, envolviéndolo en torbellineantes vapores. A veces las intensas y ardientes exhalaciones lo habían aturdido, llenando su mente con extrañas percepciones. La reflexiva y circular subjetividad de sus visiones lo habían arrojado hacia sus antepasados, obligándole a revelar porciones de su pasado terrestre, comparando luego esas porciones con su cambiante yo.
Podía sentir ya cuán lejos estaba de algo que fuera reconociblemente humano. Seducida por la especia, de la que engullía hasta el más mínimo rastro, la membrana que lo recubría ya no era un conjunto de truchas de arena, al igual que él ya no era un ser humano. Los cilios se habían hundido en su carne, formando una nueva criatura que experimentaría su propia metamorfosis en los eones futuros.
Tú viste esto, padre, y lo rechazaste
, pensó.
Era algo demasiado terrible de afrontar.
Leto sabía lo que se había creído de su padre, y el porqué.
Muad’Dib murió de presciencia.
Pero Paul Atreides había pasado del universo de la realidad al alam
al-mythal
, donde seguía vivo, huyendo de aquello que su hijo había afrontado.
Ahora tan sólo existía el Predicador.
Leto se acurrucó en la arena y dirigió su atención hacia el norte. El gusano tenía que llegar de aquella dirección, y a su lomo cabalgarían dos personas: un joven Fremen y un hombre ciego.
Una bandada de pálidos murciélagos pasó sobre la cabeza de Leto, siguiendo su camino hacia el sudeste. Eran minúsculos puntos en el cada vez más oscuro cielo, pero el adiestrado ojo Fremen podría seguir su curso para descubrir dónde se hallaba su refugio. El Predicador evitaría aquel refugio, pensó. Su destino era Shuloch, donde los murciélagos salvajes no eran permitidos porqué podían guiar a los extranjeros hasta aquel lugar secreto.
El gusano apareció en un principio como un oscuro movimiento entre el desierto y el cielo septentrional.
Matar
, la lluvia de arena que caía de las grandes altitudes procedente de una moribunda tormenta, lo oscureció durante unos pocos minutos, para volver a aparecer luego, más nítido y cercano.
La fría línea en la base de la duna donde se había acurrucado Leto empezaba a condensar su humedad nocturna. Notó la frágil humedad en sus fosas nasales, ajustó la burbuja formada por la membrana sobre su boca. Ya no tenía ninguna necesidad de beber agua o sorber humedad de cualquier cosa impregnada en ella. De los genes de su madre había heredado el largo y ancho intestino Fremen que permitía absorber el agua de cualquier cosa que pasara por él. Y su viviente destiltraje absorbía y retenía cualquier indicio de humedad que encontrara. Incluso mientras permanecía sentado allí, la membrana que estaba en contacto con la arena había emitido una serie de cilios seudópodos que capturaban cualquier asomo de energía que pudiera almacenar.
Leto estudió el gusano que se acercaba. Sabía que en aquel entonces el joven guía ya debía haberlo visto, notando la mancha en la cima de la duna. El conductor del gusano no podía discernir por el momento qué era aquel objeto que veía en la distancia, pero aquel era un problema que el adiestramiento Fremen le había enseñado cómo afrontar: Cualquier objeto desconocido era peligroso. Las reacciones del joven guía eran predecibles, incluso sin ninguna visión.
De acuerdo con esta predicción, el rumbo del gusano se desvió ligeramente y se centró directamente en Leto.
Los gusanos gigantes eran un arma que los Fremen habían empleado multitud de veces. Los gusanos habían ayudado a vencer a Shaddam y a Arrakeen. Aquel gusano, sin embargo le falló a los designios de su montura. Hizo alto a diez metros de distancia, y no hubo forma de hacerlo avanzar ni siquiera un grano más de arena.
Leto se puso en pie, sintiendo que los cilios se replegaban en la parte de su membrana que había estado en contacto con el suelo. Liberó su boca y gritó en voz alta: