El Predicador levantó una vez más su cabeza. Su voz tronó sobre la plaza donde se había empezado a reunir más gente, atraída por aquella extraña figura surgida del pasado.
—¡Así está escrito! —gritó el Predicador—. ¡Aquellos que ruegan por el rocío al borde del desierto están provocando al diluvio! ¡No podrán escapar de su destino a través de los poderes de la razón! La razón nace del orgullo que mueve a un hombre a ignorar el mal que ha hecho. —Bajó la voz—. Fue dicho de Muad’Dib que murió de presciencia, que fue el conocimiento del futuro el que lo mató, y que pasó del universo de la realidad al
alam al-mythal
. Os digo que esta es la ilusión de Maya. Tales pensamientos no tienen realidad independiente. No pueden salir de vosotros y crear cosas verdaderas. Muad’Dib dijo de sí mismo que no poseía ninguna magia Rihani con la cual descifrar el universo. No dudéis de ello.
El Predicador levantó de nuevo los brazos y alzó su voz en un estentóreo grito:
—¡Prevengo a los sacerdotes de Muad’Dib! ¡El fuego del precipicio os quemará! Aquellos que han aprendido la lección del autoengaño perecerán víctimas de este mismo engaño. ¡La sangre de un hermano jamás puede ser borrada!
Bajó los brazos, halló el hombro de su joven guía, y ambos abandonaron la plaza antes de que Alia pudiera arrancarse de la temblorosa inmovilidad que la había dominado. ¡Qué temeraria herejía! Tenía que ser Paul. Era necesario advertir a sus guardias. No debían actuar abiertamente contra aquel
Predicador
. La evidencia en la plaza ahí abajo se lo confirmaba.
Pese a la herejía, nadie impidió la partida del Predicador. Ningún guardia del Templo fue en su persecución. Ningún peregrino intentó detenerlo. ¡Aquel ciego carismático! Cualquiera que lo viera o lo oyera captaba su poder, el reflejo del talento divino.
Pese al calor del día Alia sintió repentinamente frío. Captó casi físicamente lo precario que era su dominio sobre el Imperio. Se aferró al borde de la ventana espía como para aferrar su poder, pensando en su fragilidad. El equilibrio del Landsraad, la CHOAM y los ejércitos Fremen eran el núcleo del poder, mientras que la Cofradía Espacial y la Bene Gesserit tramaban silenciosamente en las sombras. La constante infiltración de prohibidos desarrollos técnicos provenientes de los más lejanos mundos alcanzados por el hombre corroía el poder central. Los productos permitidos de las factorías ixianas y tleilaxu no disminuían la presión. Y Farad’n, de la Casa de los Corrino, heredero de los títulos y reivindicaciones de Shaddam IV, estaba al acecho.
Sin los Fremen, sin el monopolio de la especia geriátrica por parte de la Casa de los Atreides, su dominio del poder hubiera desaparecido. Todo el poder se hubiera disuelto. Lo sentía ya deslizarse de su mano. La gente escuchaba a aquel Predicador. Sería peligroso silenciarlo; casi tan peligroso como dejarle que continuara predicando con palabras como las que había pronunciado hoy en la plaza. Podía ver en ellas el primer presagio de su caída, y el esquema del problema se diseñó claramente en su mente. La Bene Gesserit hubiera codificado así el problema: «Una amplia población controlada por una pequeña pero poderosa fuerza es una situación común en nuestro universo. Y nosotras conocemos las condiciones básicas en las cuales esta amplia población puede volverse contra sus guardianes:
»Uno: Cuando encuentra un líder. Esta es la más terrible amenaza contra el poder; hay que mantener el control de todos los posibles líderes.
»Dos: Cuando la población reconoce sus cadenas. Hay que mantener a la población ciega y sin que se haga preguntas.
»Tres: Cuando la población percibe una esperanza de escapar de sus ataduras. ¡Hay que evitar a toda costa que la población crea que una tal posibilidad de escape es posible!
Alia agitó la cabeza, sintiendo que sus mejillas temblaban con la fuerza del movimiento. Las señales estaban allí, en la población. Cada informe que recibía de sus espías esparcidos a través del Imperio reforzaba esta creencia. La incesante guerra de la Jihad Fremen había dejado su marca en todos lados. En cualquier lugar alcanzado por «el ecumenismo de la espada» la gente conservaba la actitud de una población sumisa: defensiva, encubridora, evasiva. Todas las manifestaciones de autoridad —y eso era aplicable esencialmente a la autoridad
religiosa
— estaban sujetas al resentimiento. Oh, los peregrinos seguían llegando todavía por millones, y algunos de ellos eran probablemente devotos. Pero para la mayor parte de ellos, el peregrinaje tenía otras motivaciones distintas de la devoción. La mayor parte de ellos buscaban una previsora seguridad para el futuro. Enfatizaban su obediencia y adquirían así una real forma de poder que se traducía fácilmente en riqueza. El Hajj que regresaba de Arrakis volvía a casa investido con una nueva autoridad, un nuevo estatus social. El Hajj podía tomar provechosas decisiones económicas que los habitantes de su mundo natal que no podían salir de su planeta no se atrevían a contestar.
Alia conocía la adivinanza popular: «¿Qué hay en el interior de la bolsa vacía que has traído a casa desde Dune?». Y la respuesta: «Los ojos de Muad’Dib (los diamantes de fuego)».
Los medios tradicionales de contener los fermentos de rebelión fueron desfilando por la consciencia de Alia: la gente tenía que creer que la oposición era siempre castigada y la ayuda al gobernante era siempre premiada. Las fuerzas Imperiales debían ser movidas de uno a otro lado frecuente e imprevisiblemente. Había que tener siempre preparados nuevos decretos que añadieran una mayor fuerza al poder Imperial. Todos los movimientos de la Regencia destinados a contener un ataque potencial requerían una delicada puesta a punto para sorprender al enemigo a contrapié.
¿He perdido mi sentido de la oportunidad?
, se preguntó.
—¿Qué vana especulación es ésta? —preguntó una voz dentro de ella. Sintió que sus dudas se calmaban. Si, el plan del Barón era bueno. Eliminaremos la amenaza de Dama Jessica y, al mismo tiempo, desacreditaremos a la Casa de los Corrino. Sí.
Del Predicador podría ocuparse más tarde. Comprendía su postura. El simbolismo era claro. Era el antiguo espíritu del librepensador, el espíritu de la herejía viva y activa en el desierto de la ortodoxia. Aquella era su fuerza. No importaba que fuera o no Paul… siempre que se pudiera mantener la duda. Pero el conocimiento Bene Gesserit le decía a Alia que era probable que en su propia fuerza se hallase la llave de su debilidad.
El Predicador tiene un defecto que descubriremos. Lo haré espiar, observar en todo momento. Y cuando surja la oportunidad, lo desacreditaremos.
No discutiré las afirmaciones de los Fremen de que están inspirados por la divinidad para transmitir una revelación religiosa. Es su afirmación concurrente de una revelación ideológica la que inspira mi burla. Por supuesto, ellos mantienen su doble afirmación con la esperanza de que refuerce su supremacía y les ayude a mantener un universo que los juzga cada vez más opresivos. Es en nombre de todos esos pueblos oprimidos que advierto a los Fremen: ningún éxito a breve plazo lo es también a largo plazo.
El P
REDICADOR
a Arrakeen
Leto salió por la noche con Stilgar al estrecho saliente en la cresta del bajo promontorio rocoso que el Sietch Tabr llamaba «El Que Espera». Bajo la débil luz de la Segunda Luna, el saliente ofrecía una vista panorámica: la Muralla Escudo, con el Monte Idaho al norte, la Gran Extensión al sur, y las dunas rodantes al este, extendiéndose hasta la Cresta Habbanya. Torbellinos de polvo, los últimos residuos de una tormenta, cubrían el horizonte en el sur. La luz de la luna ponía un reflejo de escarcha en el borde de la Muralla Escudo.
Stilgar lo había acompañado hasta allí a regañadientes aceptando tan sólo porque Leto había despertado su curiosidad. ¿Por qué era necesario correr el riesgo de una travesía nocturna por la arena? El muchacho había planteado la alternativa de ir él solo si Stilgar se negaba a acompañarlo. La forma en que lo estaban haciendo era lo que más le preocupaba. ¡Dos blancos tan importantes, solos en la noche!
Leto se había detenido en el saliente, mirando al sur a través de la llanura. Ocasionalmente se golpeaba la rodilla, como sintiéndose frustrado.
Stilgar esperó. Sabía esperar en silencio, y permanecía a dos pasos al lado de su protegido, con los brazos cruzados, sus ropas agitándose suavemente bajo la brisa nocturna.
Para Leto, el cruzar aquella arena representaba una respuesta a su desesperación interior, una necesidad de buscar un nuevo equilibrio para su vida en un silencioso conflicto que Ghanima no podía seguir arriesgando. Había maniobrado de tal modo que Stilgar se le uniese en aquello debido a que había cosas que Stilgar tenía que saber para estar preparado para los días que se avecinaban.
Leto volvió a golpear su rodilla. ¡Era tan difícil reconocer un inicio! A veces se sentía como una extensión de todas aquellas incontables otras vidas, todas ellas tan reales e inmediatas como la suya propia. En el fluir de todas aquellas vidas no había un fin, ningún objetivo: tan sólo un eterno inicio. Podían revelarse también como una multitud, convulsa y vocinglera, que quería asomarse a él como si fuera la única ventana a través de la cual todos deseaban mirar. Y allí acechaba el peligro que había destruido a Alia.
Leto contempló los restos de la tormenta que brillaban a lo lejos a la plateada luz de la luna. El falso oleaje de las dunas se extendía a lo largo de la llanura: polvo de sílice arrastrado por el viento, acumulado en forma de olas… motas impalpables, granos de arena, pequeños guijarros. Se sintió atrapado por uno de aquellos momentos de calma absoluta que precedían siempre al alba. El tiempo lo presionaba. Era ya casi el mes del Akkad, y tras él se extendía el final de un interminable tiempo de espera: largos días cálidos y secos vientos cálidos, noches como aquella atormentadas por las ráfagas y por el interminable soplar exhalado por las tierras tórridas del Bled del Halcón. Miró por encima de su hombro a la Muralla Escudo, una línea quebrada delimitándose sobre la luz de las estrellas. Al otro lado de aquella muralla, en el Sink del Norte, se hallaba el foco de sus problemas.
Miró una vez más hacia el desierto. Mientras contemplaba la cálida oscuridad, el día amaneció, el sol surgió entre los estratos de polvo y adquirió una tonalidad amarillo limón estriada de rojo a causa de la tormenta. Cerró los ojos, obligándose a sí mismo a ver aquel nuevo día tal como se vería desde Arrakeen, y la ciudad estaba allí en su consciencia, como un amasijo de cajas, esparcidas entre la luz y las nuevas sombras. Desierto… cajas… desierto… cajas…
Cuando abrió de nuevo los ojos, el desierto seguía allí: una extensión de color rojizo llena de arena esparcida por el viento. Sombras oleosas en la base de cada duna se extendían como rayos de oscuridad de la noche recién terminada. Unió un tiempo con el otro. Pensó en la noche, aguardando allí con Stilgar inmóvil a su lado, el viejo hombre preocupado por el silencio y las no explicadas razones que los habían llevado hasta aquel lugar. Stilgar debía tener muchos recuerdos de permanencia en aquel mismo lugar con su idolatrado Muad’Dib. Incluso ahora permanecía inquieto, atento a todo a su alrededor, intentando descubrir cualquier peligro. A Stilgar no le gustaba estar al aire libre a la luz del día. En aquello era puro Fremen.
La mente de Leto era reluctante a abandonar la noche y la reconfortante fatiga de la travesía por la arena. Cuando llegaron a las rocas, la noche los había sumido con su negra inmovilidad. Simpatizaba con los temores de Stilgar a la luz del día. La oscuridad era una sola cosa, aunque estuviera repleta de bullentes terrores. La luz podía ser muchas cosas. La noche exhalaba los olores del miedo, y sus criaturas se acercaban con siniestros siseos. Las dimensiones se separaban en la noche, todo se amplificaba… las espinas eran más punzantes, las hojas más cortantes. Pero los terrores del día podían ser mucho peores.
Stilgar carraspeó.
—Tengo un problema muy serio, Stil —dijo Leto, sin girarse.
—Lo sospechaba —la voz al lado de Leto era baja y cautelosa. El muchacho había hablado de una forma tan inquietante como su padre. Había algo de la magia prohibida que pulsaba una cuerda de repulsión en Stilgar. Los Fremen conocían los terrores de la posesión. Los poseídos eran muertos inmediatamente, y su agua esparcida por la arena por temor a que contaminara la cisterna tribal. Los muertos debían seguir estando muertos. Era correcto transmitir la inmortalidad personal a través de los hijos, pero los hijos no tenían derecho a asumir demasiado exactamente una forma surgida de su pasado.
—Mi problema es que mi padre dejó demasiadas cosas inconclusas —dijo Leto—. Especialmente en un punto focal de nuestras vidas. El Imperio no puede seguir por este camino, Stil, sin dar su propia importancia a la vida humana. Estoy hablando de la vida, ¿comprendes? De la vida, no de la muerte.
—En una ocasión, cuando se hallaba turbado por una visión, vuestro padre me habló de la misma forma —dijo Stilgar.
Leto se sintió tentado a minimizar aquel interrogativo miedo que palpitaba a su lado con una respuesta brillante, quizá una sugerencia a interrumpir su ayuno. Repentinamente se dio cuenta de que tenía mucha hambre. Habían comido por última vez el mediodía anterior, y Leto había insistido en ayunar toda la noche. Pero otra hambre lo devoraba ahora.
El problema con mi vida es el problema con este lugar
, pensó Leto.
No hay ninguna creación preliminar. Simplemente voy hacia atrás, hacia atrás, hacia atrás, hasta que las distancias desaparecen. No puedo ver el horizonte; no puedo ver la Cresta Habbanya. No puedo descubrir el lugar original de la prueba.
—Realmente no existe ningún sustituto para la presciencia —dijo Leto—. Quizá debiera correr el riesgo con la especia…
—¿Y ser destruido como lo fue vuestro padre?
—Es un dilema —dijo Leto.
—Una vez vuestro padre me confió que conocer el futuro demasiado bien era verse encerrado en este futuro, con exclusión de cualquier posibilidad de cambio.
—Esta paradoja es nuestro problema —dijo Leto—. La presciencia es algo sutil y poderoso. El futuro se convierte en el ahora. Poseer el don de la vista en el país de los ciegos trae muchos peligros. Si intentas interpretar lo que ves para el ciego, tiendes a olvidar que el ciego actúa de una forma condicionada por su ceguera. Son como una máquina monstruosa moviéndose a lo largo de su propio camino. Posee su propio impulso, su propio modo de funcionar. Temo a los ciegos, Stil. Les temo. Pueden aplastar tan fácilmente todo lo que encuentran a su paso…