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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

Hijos de Dune (41 page)

BOOK: Hijos de Dune
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Ya está hecho
, pensó.
Y ellos podrán interpretarlo tan sólo de una manera.

35

Tan sólo en el reino de las matemáticas puede uno comprender la exacta visión del futuro de Muad’Dib. Así: primero, postulamos un número indeterminado de dimensiones puntiformes en el espacio. (Este es el clásico agregado extendido n-pliegues, un agregado de n dimensiones). En estos términos, el Tiempo tal como lo consideramos comúnmente se convierte en un agregado de propiedades unidimensionales. Aplicando esto al fenómeno Muad’Dib, observamos que, o bien nos hallamos ante nuevas propiedades del Tiempo o (por reducción a través del cálculo infinitesimal) estamos enfrentándonos con sistemas separados que contienen propiedades físicas. Para Muad’Dib, asumimos la segunda hipótesis. Como queda demostrado por la reducción, las dimensiones puntiformes del n-pliegues tau sólo pueden tener existencia separada en el interior de diferentes estructuras de Tiempo. Así queda demostrada la coexistencia de dimensiones separadas de Tiempo. Esto lleva a una consecuencia inevitable: las predicciones de Muad’Dib requieren que este haya percibido n-pliegues no como un agregado extendido sino con una sola operación en el interior de una única estructura. En efecto, ha cristalizado a su universo en esa única estructura que era su visión del Tiempo.

P
ALIMBASHA
,
Lecciones en el Sietch Tabr

Leto estaba tendido en la cresta de una duna, escrutando a través de la extensión de arena hacia la sinuosa prominencia rocosa. La prominencia yacía como un inmenso gusano surgiendo de la arena, plana y amenazadora bajo la luz matutina. Nada se movía allí. Ningún pájaro trazaba círculos sobre ella; ningún animal correteaba entre las rocas. Podía ver las rendijas de una trampa de viento casi en el centro mismo del lomo del gusano. Había agua allí. La prominencia-gusano tenía la familiar apariencia de la parte externa de un sietch, excepto por la ausencia de cosas vivas. Permaneció quieto allí, confundiéndose con la arena, observando.

Una de las tonadas de Gurney Halleck flotaba en su mente, con una persistente monotonía:

Bajo la colina donde el zorro corre ligero,

Un moteado sol reluce brillante

Allá donde permanece mi amor.

Bajo la colina entre las matas de hinojo

Espío a mi amor que ya no puede despertarse.

Se oculta en una tumba

Bajo la colina.

¿Dónde estaba la entrada de aquel lugar?, se preguntó Leto.

Tenía la certeza de que aquel debía ser Jacurutu/Fondak, pero había algo erróneo allí, aparte la falta de movimientos animales. Algo se agitó en el borde de su percepción consciente, alertándole.

¿Qué se ocultaba bajo la colina?

La ausencia de animales era lo más inquietante. Aquello alertaba su sentido Fremen de precaución:
La ausencia dice más que la presencia cuando se trata de sobrevivir en el desierto.
Pero aquello era una trampa de viento. Allí había agua, y seres humanos que la usaban. Aquel era el lugar tabú que se ocultaba bajo el nombre de Fondak, con su otra identidad perdida incluso en los recuerdos de la mayor parte de los Fremen. Y no se veía allí ningún pájaro ni animal.

Ningún ser humano… entonces allí era donde se iniciaba el Sendero de Oro.

Su padre había dicho en una ocasión:

—A cada momento nos rodea lo desconocido. Es allí donde uno tiene que buscar el conocimiento.

Leto miró a su derecha a lo largo de las crestas de las dunas. Había habido recientemente una madre de las tormentas. El lago Azrak, la llanura de yeso, había quedado al descubierto, despojado de su cobertura de arena. Las supersticiones Fremen decían que a cualquiera que viera el Biyan, las Tierras Blancas, le era concedido un deseo de doble filo, un deseo que podía destruirle a uno. Pero Leto había visto tan sólo una llanura de yeso donde según le habían dicho había existido una vez agua al aire libre, allí en Arrakis.

Y existiría de nuevo.

Levantó la mirada, observando a su alrededor en busca de algún movimiento. El cielo tenía un aspecto poroso tras la tormenta. La luz que lo atravesaba generaba la sensación de una presencia lechosa, de un sol plateado oculto en algún lugar allí arriba, al otro lado del velo de polvo que persistía en las grandes altitudes.

Leto centró de nuevo su atención en el sinuoso promontorio rocoso. Tomó los binoculares de su fremochila, enfocó sus lentes móviles y miró al desnudo grisor, aquellas rocas en las que en un tiempo habían vivido los hombres de Jacurutu. La amplificación reveló un arbusto espinoso, del tipo llamado Reina de la Noche. El arbusto anidaba en las sombras de una hendidura que podría ser la entrada del viejo sietch. Exploró el promontorio en toda su longitud. El plateado sol transformaba los rojos en grises, aplanando difusamente la larga extensión rocosa.

Giró sobre sí mismo, dando la espalda a Jacurutu y trazando un escrutador círculo a todo su alrededor a través de los binoculares. Nada en aquella soledad conservaba huellas del paso de seres humanos. El viento había borrado incluso sus propias huellas, dejando tan sólo una vaga concavidad allá donde había saltado de su gusano por la noche.

Miró una vez más a Jacurutu. Excepto por la trampa de viento, no había el menor signo de que los hombres hubieran pasado nunca por aquel lugar. Y sin aquel sinuoso promontorio de roca, no había allí nada que desviara la atención de la blanqueada arena, una desolación que iba de horizonte a horizonte.

Leto tuvo repentinamente la impresión de que estaba en aquel lugar debido a que había rehusado ser confinado en el sistema que sus antecesores le habían legado. Pensó en cómo le miraba la gente, aquel universal error en todas las miradas excepto la de Ghanima.

Debido a esa disonante turbamulta de otras memorias, ese niño nunca ha sido un niño.

Debo aceptar la responsabilidad de las decisiones que hemos tomado
, pensó.

Volvió a mirar al promontorio rocoso. Según todas las descripciones, aquello tenía que ser Fondak, y ningún otro lugar podía ser Jacurutu. Experimentó un extraño y resonante vínculo con el tabú de aquel lugar. A la manera Bene Gesserit, abrió su mente a Jacurutu, intentando no saber nada acerca de él.
Saber
era una barrera que impedía aprender. Por unos pocos instantes se abandonó simplemente a la resonancia, no exigiendo nada, no haciendo preguntas.

El problema estribaba en aquella ausencia de vida animal, pero había una cosa en particular que lo había puesto sobre aviso. Lo percibió entonces: no había pájaros predadores… ni águilas, ni buitres, ni halcones. Aunque las otras formas de vida se ocultaran, esas permanecerían visibles. Cada lugar de abrevaje en aquel desierto contenía su cadena de vida. Al final de la cadena estaban los omnipresentes predadores. Nadie había acudido a investigar su presencia. Conocía muy bien los «perros guardianes del sietch», aquella línea de agazapados pájaros en el borde del risco, en el Tabr, primitivos funerarios acechando a por carne. Tal como decían los Fremen: «Nuestros competidores». Pero lo decían sin ningún sentimiento de celos, ya que aquellos vigilantes pájaros les advertían a menudo cuando se acercaban extraños.

¿Y si Fondak ha sido abandonado incluso por los contrabandistas?

Leto hizo una pausa para beber de uno de sus tubos de recuperación.

¿Y si realmente no hay agua aquí?

Revisó su posición. Había cabalgado dos gusanos cruzando la arena hasta aquí, conduciéndolos despiadadamente a través de la noche hasta abandonarlos medio muertos. Aquello era el Desierto Profundo, donde los contrabandistas habían edificado su paraíso. Si allí existía vida, si podía existir, sólo podía ser en presencia de agua.

¿Y si no hay agua? ¿Y si esto no es Fondak/Jacurutu?

Apuntó de nuevo sus binoculares sobre la trampa de viento. Sus partes visibles estaban corroídas por la arena, necesitaba mantenimiento, pero debía seguir funcionando. Debía haber agua.

Pero ¿y si no hay?

Un sietch abandonado podía perder su agua en el aire a la menor catástrofe. ¿Por qué no había pájaros predadores? ¿Habían sido muertos para extraer su agua? ¿Por quién? ¿Cómo podían haber sido eliminados todos? ¿Con veneno?

Agua envenenada.

La leyenda de Jacurutu no contenía ninguna historia de envenenamiento de la cisterna, pero podía haber ocurrido. Pero, aunque las bandadas originales hubieran sido aniquiladas, ¿cómo no se habían regenerado tras tanto tiempo? Los iduali habían desaparecido hacía muchas generaciones, y las historias nunca habían mencionado veneno. Examinó de nuevo las rocas con sus binoculares. ¿Cómo podía haber sido aniquilado todo un sietch? Ciertamente algunos de sus habitantes tenían que haber escapado. No todos los habitantes de un sietch estaban en él en un momento dado. Algunos estaban en el desierto, otros en las ciudades.

Con un suspiro de resignación, Leto guardó sus binoculares. Se deslizó a lo largo de la cara oculta de la duna, y extremó sus precauciones para excavar el hueco para su destiltienda y borrar todas las señales de su intrusión mientras se preparaba a pasar las horas ardientes. Las lentas oleadas de fatiga fueron infiltrándose a lo largo de sus miembros cuando se encerró en la oscuridad. En el interior del húmedo espacio de la tienda dejó transcurrir la mayor parte del día adormilado, imaginando los errores que podía haber cometido. Sus sueños eran defensivos, pero no podía haber ninguna autodefensa en aquella prueba que él y Ghanima habían elegido. Un fracaso quemaría sus almas. Comió galletas de especia y durmió, se despertó para comer de nuevo, bebió y volvió a dormirse. Había hecho un largo viaje hasta aquel lugar, una dura prueba para los músculos de un niño.

Al atardecer se despertó, de nuevo fresco, y escuchó intentando captar signos de vida. Se arrastró fuera de su sudario de arena. Había polvo muy alto en el cielo, arrastrado en una dirección, pero sintió la arena azotando sus mejillas desde otra dirección… un signo seguro de que el tiempo iba a cambiar. Se estaba acercando una tormenta.

Se arrastró cautelosamente hasta la cresta de su duna, miró una vez más aquella enigmática prominencia rocosa. El aire que lo separaba de ella era amarillento. Los signos hablaban de una tormenta de Coriolis acercándose, el viento que llevaba la muerte en su seno. Un inmenso y torbellineante lienzo de arena arrastrado por el viento a lo largo de cuatro grados de latitud. El desolado vacío del yesoso pan era ahora una superficie amarilla, reflejando las nubes de polvo. La falsa paz del atardecer lo invadió. Luego el día desapareció y era de noche, la rápida noche del Desierto Profundo. Las rocas se convirtieron en angulosos perfiles escarchados por la luz de la Primera Luna. Sintió la punzante arena picoteando su piel. El seco estruendo de un trueno resonó como un eco de lejanos tambores y, en el espacio entre la luz de la luna y la oscuridad, captó un repentino movimiento: murciélagos. Pudo oír el excitado movimiento de sus alas, sus agudos chillidos.

Murciélagos.

Intencionadamente o por accidente, aquel lugar comunicaba un sentimiento de abandonada desolación. Era el lugar donde debería encontrarse la semilegendaria fortaleza de los contrabandistas: Fondak. ¿Pero y si no era Fondak? ¿Y si el tabú seguía vigente y aquello era tan sólo la concha vacía del fantasmal Jacurutu?

Leto se acurrucó al amparo de su duna y aguardó a que la noche impusiese sus propios ritmos. Paciencia y precaución… precaución y paciencia. Por un tiempo se entretuvo avistando el camino que hizo Chaucer de Londres a Canterbury, pasando revista a todos los lugares desde Southwark: dos millas hasta el abrevadero de St. Thomas, cinco millas hasta Deptford, seis millas hasta Greenwich, treinta millas hasta Rochester, cuarenta millas hasta Sittingbourne, cincuenta y cinco millas hasta Boughton bajo el Blean, cincuenta y ocho millas hasta Harbledown, y sesenta millas hasta Canterbury, Le daba una sensación de intemporal optimismo el saber que pocos en su universo recordaban a Chaucer o conocían ningún Londres excepto el poblado de Gansireed. St. Thomas había sido preservado del olvido de la Biblia Católica Naranja y el Libro de Azhar, pero Canterbury había desaparecido de la memoria de los hombres, como había desaparecido el planeta que lo había conocido. Aquel era el tremendo peso de sus memorias, todas aquellas vidas que amenazaban con engullirlo. Había habido un tiempo en que él había hecho aquel viaje a Canterbury.

Aquel viaje de ahora era mucho más largo, sin embargo, y mucho más peligroso.

Poco después se arrastró rebasando la cresta de la duna e inició su camino por el otro lado en dirección a la prominencia bañada por la luna. Se fundió con las sombras, se deslizó por las crestas, sin hacer el menor ruido que pudiera señalar su presencia.

El polvo había desaparecido como ocurría a menudo justo antes de una tormenta, y la noche era brillante. El día no había revelado ningún movimiento, pero ahora podía oír pequeñas criaturas moviéndose en la oscuridad a medida que se acercaba a la prominencia.

En una depresión entre dos dunas tropezó con una familia de jerbos que huyeron precipitadamente al acercarse él. Rebasó la siguiente cresta, con el corazón latiéndole al compás de sombrías aprensiones. Aquella hendidura que había observado… ¿era realmente una entrada? Y había otros detalles: antiguamente los sietch estaban siempre protegidos por trampas… estacas envenenadas en el fondo de pozos, espinas envenenadas en las plantas. Le vino a la memoria la antigua expresión Fremen:
La noche del oído mental.
Y escuchó para captar el menor sonido.

Las grises rocas eran como torres sobre él ahora, convertidas en gigantes por la proximidad. Escuchó, y oyó invisibles pájaros en aquella prominencia, la angustiada llamada de una alada presa. Eran sonidos de pájaros diurnos, pero surgían de noche. ¿Qué era lo que había hecho cambiar al mundo a su alrededor? ¿Predadores humanos?

Bruscamente, Leto se inmovilizó contra la arena. Había fuego entre las rocas, un ballet de destellantes y misteriosas gemas contra el velo negro de la noche; el tipo de señal que un sietch enviaría a los vagabundos del
bled
. ¿Quiénes eran los ocupantes de aquel lugar? Se arrastró sumergido en las más profundas sombras en dirección a la base de la prominencia, avanzó tanteando la roca con una mano y moviendo cautelosamente el cuerpo tras ella en busca de la hendidura que había visto a la luz del día. La localizó tras ocho pasos, sacó el snork de arena de su mochila y tanteó la oscuridad. Al moverse, algo saltó y cayó sobre sus hombros y brazos, inmovilizándole.

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