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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

Hijos de Dune (6 page)

BOOK: Hijos de Dune
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Ghanima tabaleó el suelo con el pie en prueba de impaciencia, siguiendo inconscientemente el ritmo de la música que interpretaba su hermano.

Haciendo con la boca una mueca de concentración, Leto interrumpió la melodía familiar y escogió una canción más antigua incluso que cualquiera que hubiera interpretado Gurney. Era ya vieja cuando los Fremen emigraron de su quinto planeta. Las palabras resonaron con un tema Zensunni, y las escuchó con su memoria mientras sus dedos pulsaban una titubeante versión de la melodía.

La maravillosa forma de la naturaleza

Contiene una esencia maravillosa

Llamada por algunos… decadencia.

Por esa maravillosa presencia

Nuevas vidas hallan su camino.

Las lágrimas derramadas silenciosamente

Son como el agua del alma;

Llaman a la nueva vida

Con el dolor de existir…

Un apartado de esta visión

Que la muerte convierte en completa.

Ghanima habló a sus espaldas, cuando se perdió el eco de la última nota:

—Es una canción vieja y sucia. ¿Por qué la has escogido?

—Porque es la adecuada.

—¿Se la cantarías a Gurney?

—Quizás.

—Diría que es estúpida y taciturna.

—Lo sé.

Leto miro a Ghanima por encima de su hombro. No le sorprendía que ella conociera aquella canción y su letra, pero se sintió de pronto maravillado ante aquella identidad de sus vidas paralelas. Uno cualquiera de ellos podía morir, y sin embargo permanecería vivo en la consciencia del otro, con todos recuerdos compartidos intactos. Hasta tal punto estaban unidos. Sintió un estremecimiento ante la trama de aquella comunión, y apartó su vista de ella.

Aquella trama contenía desgarrones, lo sabía. Su miedo surgía del último de aquellos desgarrones. Sintió que sus vidas empezaban a separarse y se preguntó:
¿Cómo podré hablarle de esto que tan sólo me ha ocurrido a mí?

Miró hacia el desierto, viendo las profundas sombras tras las barrancas… aquellas altas dunas migratorias en forma creciente que se movían como olas en torno a Arrakis. Aquello era el
Kedem
, el desierto profundo, y sus dunas eran señaladas raramente en aquellos días por las irregularidades del avance de un gusano gigante. El ocaso diseñaba sangrientas estrías en las dunas, derramando una luz en sus crestas. Un halcón se lanzó en picado desde el cielo carmesí, llamando su atención cuando capturó en vuelo una perdiz de las rocas.

Directamente debajo de él, en el suelo del desierto, crecían plantas en una profusión de verdes, irrigadas por un qanat que fluía parcialmente al aire libre, parcialmente en túneles cubiertos. El agua venía de los gigantescos colectores de las trampas de viento situadas tras él, en la parte superior de las rocas. El verde estandarte de los Atreides ondeaba allí.

Agua y verde.

Los nuevos símbolos de Arrakis: agua y verde.

Un oasis de dunas cultivadas en forma de diamante se extendía bajo su alto pedestal, atrayendo su atención con la agudeza propia de un Fremen. El musical canto de un pájaro nocturno surgió del macizo a sus espaldas, amplificando su sensación de que había vivido ya aquel momento en un salvaje pasado.

Nous avons changé tout cela
, pensó, utilizando fácilmente una de las antiguas lenguas que él y Ghanima utilizaban en privado.
«Hemos cambiado todo esto».
Suspiró.
Oublier je ne puis. «No puedo olvidar».

Más allá del oasis, pudo ver a la decreciente luz el lugar Fremen llamado «El Vacío»… el lugar donde no crecía nada, el lugar que nunca había sido fértil. El agua y el gran plan ecológico estaban cambiando aquello. Ahora había lugares en Arrakis donde uno podía ver el suave terciopelo verde de las boscosas faldas de las colinas. ¡Bosques en Arrakis! Algunos de los componentes de las nuevas generaciones tenían dificultades para imaginar que aquellas ondulantes colinas verdes recubrían en realidad dunas. Para tales ojos jóvenes no representaba ninguna sorpresa el ver las anchas hojas de los árboles de lluvia. Pero Leto se descubrió a sí mismo pensando ahora a la antigua manera Fremen, reacia al cambio, temerosa ante cualquier novedad.

—Los chicos dicen que ahora es difícil encontrar truchas de arena cerca de la superficie —murmuró.

—¿Y qué se supone que significa eso? —preguntó Ghanima. Había petulancia en su voz.

—Las cosas están empezando a cambiar muy rápidamente —dijo él.

El pájaro volvió a lanzar su reclamo en el macizo, y la noche cayó sobre el desierto como el halcón había caído sobre la perdiz. A menudo la noche sojuzgaba a Leto con un asalto de recuerdos… todas aquellas vidas interiores que clamaban reclamando su momento, Ghanima aceptaba aquel fenómeno mucho más fácilmente que él. Sabía sin embargo de su inquietud, y posó una mano sobre su hombro a modo de aliento.

Arrancó un rabioso acorde del baliset.

¿Cómo podía decirle lo que le estaba ocurriendo?

Dentro de su cabeza había guerras, incontables vidas derramando sus antiguos recuerdos: accidentes violentos, amores lánguidos, los cambiantes colores de muchos lugares y muchos rostros… los ardientes dolores y las explosivas alegrías de multitudes. Oyó elegías a la primavera de planetas que ya no existían, danzas en el bosque en torno a las hogueras, sollozos y llamadas, un caleidoscopio de innumerables conversaciones.

Su asalto era peor al anochecer, al aire libre.

—¿Quieres que regresemos? —preguntó ella.

Él agitó la cabeza, y ella captó el movimiento y se dio cuenta al fin de que los problemas de su hermano eran mucho más profundos de lo que ella había sospechado.

¿Por qué aguardo tan a menudo la llegada de la noche allí afuera?
, se preguntó él. Ni siquiera se dio cuenta de que Ghanima había retirado la mano de su hombro.

—Sabes por qué te atormentas a ti mismo de este modo —dijo ella.

Él captó el suave reproche de su voz. Sí, lo sabía. La respuesta yacía allí, obvia, en su consciencia:
Porque ese gran conocido-desconocido se agita dentro de mí como una ola.
Sintió su pasado crecer en su interior como si estuviera esquiando sobre una ola. Los recuerdos de la presciencia de su padre se desparramaban en su interior sobreponiéndose a lo demás, y quería conservar todos aquellos pasados, conservar aquél precisamente. Y sabía que era muy peligroso. Ahora estaba completamente seguro de ello, gracias a aquella nueva cosa de la que tendría que haberle hablado a Ghanima.

El desierto empezaba a resplandecer bajo la naciente luz de la Primera Luna. Miró fijamente la falsa inmovilidad de los pliegues de arena que se extendían hasta el infinito. A su izquierda, a media distancia, se hallaba El Que Espera, un amasijo de rocas que los vientos cargados de arena habían reducido a forma baja y sinuosa parecida a un oscuro gusano arrastrándose entre las dunas. Algún día incluso la roca bajo él se erosionaría hasta tal punto que el Sietch Tabr ya no existiría, ni siquiera en los recuerdos de alguien. No dudaba de que existiera algún otro como él.

—¿Por qué estás mirando a El Que Espera? —preguntó Ghanima.

Leto se encogió de hombros. Desafiando las órdenes de sus guardianes, él y Ghanima iban a menudo a El Que Espera. Habían descubierto un refugio secreto allí, y Leto sabía ahora por qué aquel lugar lo atraía tanto.

Bajo ellos, con las distancias alteradas por la oscuridad, la superficie al aire libre de un qanat se reflejaba a la luz de la luna; su superficie se agitaba con los movimientos de los peces predadores que los Fremen situaban siempre en ellos para mantener alejadas a las truchas de arena.

—Estoy entre los peces y el gusano —murmuró.

—¿Qué?

Leto repitió más alto su frase.

Ghanima se llevó una mano a la boca, empezando a sospechar lo que estaba impulsando a su hermano. Su padre había actuado así; ella no tenía que hacer más que escrutar en su interior y comparar.

Leto se alzó de hombros. Recuerdos que lo ataban a lugares que su carne nunca había conocido se le presentaban con respuestas a preguntas que nunca había formulado. Veía las relaciones entre cosas y hechos desplegarse dentro de él en una gigantesca pantalla interior. El gusano de arena de Dune no podía cruzar el agua; el agua era un veneno para él. Pero el agua había existido allí en tiempos prehistóricos. Los blancos y yesosos pans atestiguaban antiguos lagos y mares. La excavación de profundos pozos había encontrado el agua que la trucha de arena había enquistado. Vio con absoluta claridad lo ocurrido, supo los acontecimientos que se habían producido en aquel planeta, y aquello lo llenó con agoreros presagios sobre los cataclísmicos cambios que estaba desencadenando la intervención humana.

Con una voz que apenas era un susurro, dijo:

—Sé lo que ocurrió, Ghanima.

Ella se inclinó hacia él.

—¿Sí?

—La trucha de arena…

Se interrumpió, y Ghanima se preguntó por qué razón seguía hablando de la fase haploide del gigantesco gusano de arena del planeta, pero no se atrevió a insistir.

—La trucha de arena —repitió él— fue introducida aquí de algún otro planeta. Este era por aquel entonces un planeta húmedo. Pero la trucha de arena proliferó hasta más de la capacidad de equilibrio de los ecosistemas que luchaban contra ella. La trucha de arena enquistó toda el agua que había en estado libre, convirtiendo el planeta en un desierto… y lo hizo para sobrevivir. En un planeta ya lo suficientemente seco, pudo pasar a su fase de gusano de arena.

—¿La trucha de arena? —agitó la cabeza, no porque dudara de él, sino intentando bucear hasta qué profundidades se había sumergido él para extraer aquella información. Pensó:
¿Truchas de arena?
Muchas veces, en su propia carne en otras carnes, había jugado a aquel juego infantil, hurgando con un palo en busca de truchas de arena, atrapándolas con una membrana en forma de guante y llevándolas a los desecadores para que les extrajeran su agua. Era difícil pensar en aquella pequeña criatura sin cerebro como en el origen de fenómenos tan gigantescos.

Leto asintió para sí mismo. Los Fremen habían sabido que había que situar peces predadores en sus cisternas de agua. La haploide trucha de arena resistía activamente e incluso grandes acumulaciones de agua cerca de la superficie del planeta; por eso los predadores nadaban en aquel qanat bajo él. Los gusanos de arena tan sólo toleran pequeñas cantidades de agua… la contenida en las células del cuerpo humano por ejemplo. Pero enfrentados con grandes cantidades de agua, su química orgánica se volvía loca, estallaba en una mortífera concentración que producía el peligroso concentrado de melange, la droga de la máxima consciencia empleada en forma muy diluida en las orgías del sietch.

Aquel concentrado puro era el que había conducido a Paul Muad’Dib a través de los muros del Tiempo, hasta las profundidades de un pozo de disolución que ningún otro ser macho había alcanzado hasta entonces.

Ghanima sintió que su hermano se estremecía en su asiento, frente a ella.

—¿Qué te ocurre? —preguntó.

Pero él siguió desenrollando la madeja de sus pensamientos.

—Cada vez menos truchas de arena… la transformación ecológica del planeta…

—La resistirán, por supuesto —dijo ella, y se dio cuenta de pronto de que había temor en su voz, sintiéndose implicada en todo aquello.

—Cuando desaparezcan las truchas de arena, desaparecerán también los gusanos —dijo él—. Hay que advertir a las tribus.

—No habrá más especia —dijo ella.

Pero aquellas palabras apenas rozaban el terrible encadenamiento de peligros que ambos veían cernirse sobre la intrusión humana en el antiguo equilibrio ecológico de Dune.

—Esto es lo que Alia sabe —dijo Leto—. Y siente un placer maligno con ello.

—¿Cómo puedes estar seguro de eso?

—Estoy seguro.

Así supo ella lo que preocupaba a su hermano, y se sintió aliviada por este hecho.

—Las tribus no nos creerán si ella lo niega —dijo.

Aquella aseveración era el problema fundamental de su existencia: ¿qué Fremen esperaría una tal claridad de juicio en un niño de nueve años? Alia, madurando más y más cada día gracias a las múltiples vidas que anidaba en su interior, jugaba con aquello.

—Tenemos que convencer a Stilgar —dijo Ghanima.

Sus cabezas giraron al unísono, y miraron al desierto iluminado por la luna. Ahora era un lugar distinto, cambiado por unos pocos momentos de profunda consciencia. Las interacciones entre el hombre y aquel medio ambiente nunca habían sido tan claras para ellos como ahora. Se sintieron partes integrantes de un sistema dinámico mantenido en un orden delicadamente equilibrado. Aquel nuevo modo de ver las cosas involucraba un real cambio de consciencia que los inundaba con una nueva perspectiva. Tal como había dicho Liet-Kynes, el universo era un lugar de constante diálogo entre las poblaciones animales. La haploide trucha de arena les había hablado como animales humanos.

—Las tribus comprenderán si el agua se ve amenazada —dijo Leto.

—Pero se trata de una amenaza que va mucho más allá del agua. Es una… —Ghanima se interrumpió, comprendiendo el significado mucho más profundo de sus palabras. El agua era el supremo símbolo del poder de Arrakis. En sus raíces los Fremen seguían siendo animales altamente especializados, supervivientes del desierto, expertos en el gobierno bajo condiciones durísimas. Y a medida que el agua se había ido haciendo más abundante, una extraña transferencia de símbolos se había ido produciendo con la sacramentalización de las antiguas necesidades.

—Estas hablando de una amenaza al poder —le corrigió finalmente Ghanima.

—Por supuesto.

—Pero ¿quién nos va a creer?

—Si ven como ocurre, si ven la pérdida del equilibrio.

—El equilibrio —dijo ella, y repitió las palabras que había pronunciado su padre hacía mucho tiempo—: Esto es lo que distingue un pueblo de un populacho.

Aquellas palabras evocaron también en Leto a su padre, y prosiguió:

—Economía contra belleza… una historia tan vieja como Saba —suspiró, miró a Ghanima por encima de su hombro—. Estoy empezando a tener sueños prescientes, Ghani.

Un áspero gemido escapó de la boca de ella.

—Cuando Stilgar nos dijo que nuestra abuela se había retrasado —murmuró él—… yo había vivido ya aquel momento. Ahora todos mis otros sueños son sospechosos.

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