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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

Hijos de Dune (4 page)

BOOK: Hijos de Dune
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—Ya veremos —murmuró Alia.

Sintió cómo el ornitóptero se posaba en el techo de su Ciudadela, un inconfundible chirrido que la llenó con siniestras anticipaciones.

4

Melange (me’-lange, también mahlanj), S. f., origen incierto (se cree que deriva del antiguo franzh terrestre): a) mezcla de especias; b) especia de Arrakis (Dune), con propiedades geriátricas observadas por primera vez por Yanshuph Ashkoko, químico real en el reinado de Shakkad el Sabio; la melange Arrakeena se encuentra tan sólo en las arenas del desierto profundo de Arrakis, ligado a las proféticas visiones de Paul Muad’Dib (Atreides), primer Mahdi Fremen; es empleada también por los navegantes de la Cofradía Espacial y por la Bene Gesserit.

Diccionario Real
, quinta edición

Los dos grandes felinos surgieron sobre la cresta rocosa a la luz del amanecer, moviéndose suavemente. No estaban todavía a la caza de una presa, sino tan sólo examinando su territorio. Eran llamados tigres laza, una raza especial importada del planeta Salusa Secundus hacia casi ocho mil años. Manipulaciones genéticas hechas sobre las raíces terrestres habían eliminado algunas de las características tigrescas originales y refinado otros elementos. Los colmillos seguían siendo largos. Sus rostros eran aplastados, sus ojos alertas e inteligentes. Sus piernas se habían alargado para mantener el equilibrio incluso en los terrenos más accidentados, y las garras retráctiles surgían unos diez centímetros, con las puntas afiladas como navajas gracias a la acción abrasiva de la vaina. Su pelaje tenía un color acanelado que los hacía casi invisibles entre la arena.

Otra cosa los diferenciaba de sus antepasados: en sus cerebros habían sido implantados servoestimuladores cuando aún eran cachorros. Estos estimuladores los convertían en obedientes esclavos de aquel que poseyera el transmisor.

Hacía frío, y los felinos se detuvieron para observar el terreno, con su aliento condensándose en el aire. A su alrededor se extendía una región propia de Salusa Secundus, mantenida árida y desnuda a conciencia y albergando un reducido número de truchas de arena contrabandeadas de Arrakis y mantenidas precariamente con vida con la esperanza de conseguir vencer el monopolio de la melange. Allá donde se detuvieron los felinos el terreno era abrupto, señalado con rocas cobrizas y algunos resecos matorrales creciendo aquí y allí, poniendo motas de un verde plateado en las prolongadas sombras del sol matutino.

Un movimiento casi imperceptible en el paisaje puso de repente a los dos felinos alerta. Sus ojos giraron suavemente hacia la izquierda, y solo entonces giraron sus cabezas. Muy abajo en el abrupto terreno dos chicos pequeños escalaban trabajosamente un depósito de aluvión seco, dándose la mano. Los niños parecían tener la misma edad, quizá nueve o diez años estándar. Su cabello era rojizo, y llevaban destiltrajes cubiertos en parte con bourkas blancas ricamente bordadas y llevando en su pecho el halcón de los Atreides tejido con hilos brillantes como joyas. Mientras avanzaban, los dos muchachos charlaban alegremente, y sus voces llegaban claramente hasta los felinos al acecho. Los tigres laza conocían aquel juego; lo habían jugado otras veces, pero permanecieron quietos, aguardando la activación de la señal «caza» en sus servoestimuladores.

Entonces un hombre apareció en la cresta superior, tras los felinos. Se detuvo y observó la escena: los felinos, los niños. El hombre llevaba un uniforme Sardaukar de trabajo, gris y negro, con la insignia de un Levenbrech, el ayudante de un Bashar. Un correaje le cruzaba el cuello por detrás y bajo la axila, sujetando ante el pecho el servotransmisor dentro de una estrecha funda, con los controles al alcance para ser utilizados en cualquier momento con cualquiera de las dos manos.

Los felinos no se giraron cuando se les acercó. Conocían a aquel hombre por su sonido y por su olor. Descendió de la cresta y se detuvo a dos pasos tras los felinos, secándose la frente. El aire era frío, pero aquel trabajo lo hacía sudar. Sus pálidos ojos escrutaron una vez más la escena: felinos, niños. Se echó hacia atrás un mechón de rubios cabellos, metiéndolos bajo su casco negro de trabajo, y tocó el micrófono implantado en su garganta.

—Los felinos los han visto.

La respuesta le llegó a través de los receptores implantados detrás de cada uno de sus oídos.

—Los vemos.

—¿Ahora? —preguntó el Levenbrech.

—¿Lo harán sin recibir el impulso de una orden? —calculó la voz.

—Están preparados —dijo el Levenbrech.

—Muy bien. Vamos a ver si cuatro sesiones de condicionamiento son bastantes.

—Avísenme cuando sea el momento.

—Cuando quieras.

—Ahora entonces —dijo el Levenbrech.

Tocó un control rojo en el lado derecho de su servotransmisor, desbloqueándolo antes. Los felinos dejaron de recibir el impulso que los frenaba. Apoyó la mano sobre otro control negro situado debajo del rojo, preparado para detener a los animales en el caso de que se volvieran contra él. Pero ni se ocuparon de él; se agazaparon y empezaron a avanzar hacia abajo, en dirección a los dos niños. Sus grandes patas pisaban silenciosamente el irregular piso.

El Levenbrech se ocultó para observar, sabiendo que en algún lugar a su alrededor una telecámara oculta transmitía la escena al monitor secreto en el interior de la Ciudadela donde vivía su Príncipe.

Ahora los felinos avanzaban aprisa, luego empezaron a correr.

Los niños, intentando escalar el rocoso terreno, aún no habían visto el peligro. Uno de ellos se echó a reír, un sonido alto y tintineante en el límpido aire. El otro trastabilló y, al recuperar el equilibrio, giró la cabeza y vio a los felinos. Señalo hacia allí.

—¡Mira! —gritó.

Ambos niños se detuvieron y observaron la sorprendente intrusión en sus vidas. Permanecían aún inmóviles, mirando, cuando los dos tigres laza cayeron sobre ellos, uno sobre cada niño. Murieron con una impensada brusquedad, con las gargantas fácilmente desgarradas. Los felinos empezaron a comer.

—¿Debo llamarles? —preguntó el Levenbrech.

—Déjales terminar. Se han portado bien. Sabía que lo conseguirían: son una pareja soberbia.

—Lo mejor que haya visto nunca —admitió el Levenbrech.

—Muy bien. Hemos enviado un transporte a buscarte. Corto y fuera.

El Levenbrech se puso en pie y flexionó los músculos. Contuvo los deseos de mirar directamente hacia arriba a su izquierda, donde un destello le había indicado el emplazamiento de la telecámara, que había retransmitido el magnífico logro a su Bashar, muy a lo lejos, en las verdes tierras del Capitolio. El Levenbrech sonrió. Aquel día de trabajo iba a representar una promoción. Ya podía sentir las insignias de Bator en su cuello… y, algún día las de Burseg… o incluso quizá las de Bashar. La gente que servía bien en los cuadros de Farad’n, nieto del difunto Shaddam IV, alcanzaba ricas promociones. Un día, cuando el Príncipe se sentara en el trono que le correspondía por derecho, habría promociones aún mucho mayores. El rango de Bashar podría revelarse tan sólo como un peldaño más. Había Baronías y Condados que distribuir en muchos mundos de aquel reino… una vez hubieran sido eliminados los gemelos Atreides.

5

El Fremen debe retornar a su fe original, a su genio en formar comunidades humanas; debe retornar al pasado, de donde aprendió esa lección de supervivencia en su lucha con Arrakis. La única preocupación del Fremen debe ser el abrir su alma a las enseñanzas internas. Los mundos del Imperio, el Landsraad y la Confederación de la CHOAM no tienen ningún mensaje que ofrecerle. Lo único que pueden hacer es robárselo de su alma.

El P
REDICADOR
en Arrakeen

Todo en torno a Dama Jessica, hasta los confines que se perdían en la grisácea llanura del campo de aterrizaje donde se había posado su transporte, hormigueaba con un océano de humanidad. Estimó que habría allí como medio millón de personas, y probablemente tan sólo un tercio de ellos serían peregrinos. Permanecían sumidos en un terrible silencio, con toda su atención centrada en la plataforma de salida del transporte, cuyas sombras la ocultaban a ella y a su séquito.

Todavía faltaban dos horas para el mediodía, pero el aire por encima de aquella multitud reflejaba un impalpable polvo que era una promesa de un día caluroso.

Jessica tocó sus cobrizos cabellos, moteados de plata, que enmarcaban su ovalado rostro bajo la capucha de Reverenda Madre. Sabía que su aspecto no era el mejor tras aquel largo viaje, y el negro de la aba no era su color preferido. Pero otras veces, antes, había llevado aquel mismo hábito aquí. El significado de la aba no se habría perdido para los Fremen. Suspiró. Detestaba los viajes espaciales, y en esta ocasión había además la pesada carga de los recuerdos… aquel otro viaje desde Caladan a Arrakis, cuando su Duque se había visto obligado a aceptar aquel feudo contra su voluntad.

Lentamente, utilizando su habilidad proporcionada por el adiestramiento Bene Gesserit de detectar las más insignificantes minucias, rastreó aquel mar de gente. Había capuchas gris opaco de destiltrajes, ropas características de los Fremen del desierto profundo; había peregrinos vestidos de blanco con marcas de penitencia en sus hombros; había esparcidos algunos ricos comerciantes, con la cabeza descubierta y vistiendo ropas ligeras que evidenciaban su desdén por la pérdida de su agua en el seco aire de Arrakeen… y había también la delegación de la Sociedad de los Creyentes, vestidos de verde y cubiertos con pesadas capuchas, manteniéndose aparte de los demás, rodeados por la santidad de su propio grupo.

Sólo cuando apartó sus ojos de la multitud la escena adquirió una similitud con aquella otra que la había recibido a su llegada al lado de su querido Duque. ¿Cuánto tiempo hacía de ello?
Más de veinte años.
Siempre se negaba a pensar en cuántos latidos había dado su corazón desde entonces. El tiempo yacía en su interior como un peso muerto, y parecía como si los años que había pasado alejada de aquel planeta no hubieran existido nunca.

Estoy de nuevo en la boca del dragón
, pensó.

Allá, en aquella llanura, su hijo le había arrebatado el Imperio al difunto Shaddam IV. Una convulsión de la historia había impreso aquel lugar en las mentes y creencias de los hombres.

Oyó inquietarse a su séquito tras ella, y suspiró de nuevo. Estaban esperando a Alia, que se retrasaba. Finalmente, el séquito de Alia fue visible a lo lejos, aproximándose desde un ángulo del gentío, creando un oleaje humano a medida que la Guardia Real se abría paso.

Jessica contempló el paisaje una vez más. De repente aparecieron delante de sus ojos muchas diferencias. A la torre de control del campo de aterrizaje le había sido añadido un balcón de plegarias. Y, visible a lo lejos, a la izquierda y más allá de la llanura, se erguía la imponente mole de plastiacero que Paul había edificado como su fortaleza… su «sietch sobre la arena». Era la mayor construcción individual que jamás hubiera sido edificada por mano humana. Ciudades enteras hubieran podido ser alojadas en el interior de sus paredes, hubiera sobrado espacio. Ahora albergaba la más potente fuerza gubernativa del Imperio, la «Sociedad de los Creyentes» de Alia, que ésta había erigido literalmente sobre el cuerpo de su hermano.

Este lugar debe desaparecer
, pensó Jessica.

La delegación de Alia había alcanzado el pie de la rampa de salida, y permanecía allí, expectante. Jessica reconoció las angulosas facciones de Stilgar. Y, ¡Dios nos guarde!, allí estaba la princesa Irulan, ocultando su crueldad en aquel cuerpo seductor cuyos dorados cabellos flotaban a los caprichos del viento. Irulan parecía no haber envejecido ni un solo día; era una afrenta. Y allí, al extremo de la cuña, estaba Alia, sus rasgos imprudentemente jóvenes, sus ojos mirando fijamente la oscuridad de la escotilla. La boca de Jessica se convirtió en una delgada línea mientras sus ojos escrutaban el rostro de su hija. Una repentina sensación pulsó a través del cuerpo de Jessica, y sintió como si la resaca de toda su vida resonara en sus oídos. ¡Los rumores eran ciertos! ¡Horrible! ¡Horrible! Alia había penetrado en los caminos prohibidos. La evidencia estaba allí, para cualquier iniciado que supiera leer.
¡Abominación!

En los pocos instantes que necesitó para recuperarse, Jessica se dio cuenta de cuánto había estado deseando que los rumores se hubieran revelado falsos.

¿Y los gemelos?
, se preguntó.
¿También se han perdido?

Lentamente, con el porte de la madre de un dios, Jessica salió de las sombras y se detuvo en el borde de la rampa. Su séquito permaneció tras ella, de acuerdo con sus instrucciones. Los próximos instantes iban a ser cruciales. Jessica permaneció inmóvil, sola, frente a la multitud. Oyó a Gurney toser nerviosamente tras ella. Gurney había objetado:
«¿Ni siquiera un escudo personal? ¡Por el amor de Dios, mujer! ¡Estáis loca!».

Pero entre las más valiosas cualidades de Gurney estaban el respeto y la obediencia. Hacía su escena, pero luego acataba. Y ahora acataba también.

La marea humana emitió un sonido parecido al siseo de un gigantesco gusano de arena cuando Jessica apareció. Levantó sus brazos en el signo de bendición que los Sacerdotes habían condicionado en todo el Imperio. Con significativos grupos de retardados, pero obedeciendo como si fuera un solo organismo, la multitud cayó de rodillas. Incluso los séquitos oficiales.

Jessica anotó los lugares donde se habían producido los retrasos, y supo que otros ojos tras ella, así como entre sus agentes en la multitud, habían memorizado un mapa de tiempos con sus respectivas localizaciones.

Mientras Jessica permanecía con los brazos alzados, Gurney y sus hombres emergieron. Avanzaron sibilinamente por sus lados y descendieron la rampa, ignorando las sorprendidas miradas del séquito oficial que les recibía y uniéndose a los agentes que se identificaron a sí mismos con una seña de su mano. Rápidamente se abrieron camino a través de la marea humana, saltando masas de figuras arrodilladas, fintando en los estrechos pasillos que quedaban libres. Unos pocos de sus blancos se dieron cuenta del peligro e intentaron huir. Esos fueron los más fáciles: un golpe de cuchillo, un lazo en el cuello, y los fugitivos se derrumbaron. Otros fueron inmovilizados en sus lugares y sacados de entre la multitud, las manos atadas, los pies trabados.

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