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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

Hijos de Dune (7 page)

BOOK: Hijos de Dune
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—Leto… —ella agitó la cabeza, con ojos húmedos—. Eso le ocurrió a nuestro padre. No pienses que…

—Me he soñado a mí mismo encerrado en una armadura través de las dunas —dijo él—. Y he estado en Jacurutu.

—Jacu… —Ghanima jadeó—. ¡Ese viejo mito!

—Un lugar real, Ghani! Debo encontrar a ese hombre, al Predicador. Debo encontrarlo e interrogarle.

—¿Crees que es… nuestro padre?

—Hazte tú misma esa pregunta.

—Eso sería algo propio de él —admitió ella—, pero…

—No me gustan las cosas que sé que va a hacer —dijo él—. Por primera vez en mi vida comprendo a mi padre.

Ella se sintió excluida de sus pensamientos y dijo:

—Probablemente el Predicador es tan solo un viejo místico.

—Rezo porque sea así —susurró él—. ¡Oh, como rezo porque sea así! —Se inclinó hacia adelante y se puso en pie. El baliset resonó entre sus manos cuando se movió—. Ojalá sea tan sólo un arcángel Gabriel sin su trompeta. —Se quedó mirando silenciosamente al desierto bañado por la luna.

Ella se giró para seguir la dirección de su mirada, vio la fosforescencia de la vegetación pudriéndose en el límite de las plantaciones del sietch, con su luminosidad fundiéndose en la ondulada línea de las dunas. Aquel era un lugar viviente al aire libre. Incluso cuando el desierto dormía, algo permanecía despierto en él. Captó aquella vigilia, oyendo bajo ella a los animales bebiendo en el qanat. La revelación de Leto había transformado la noche: aquel era un momento vivo, un tiempo para descubrir las regularidades del perpetuo cambio, un instante en el cual sentir aquel largo movimiento desde su lejano pasado terrestre, todo él encapsulado en sus memorias.

—¿Por qué Jacurutu? —preguntó ella, y su voz átona revelo tensión.

—Porque… no lo sé. Cuando Stilgar nos contó por primera vez cómo fue muerta toda la gente que vivía allí y cómo se convirtió en un lugar tabú, pensé… lo mismo que has pensado tú. Pero ahora viene un peligro de allí… y el Predicador.

Ella no respondió, no pidió que él compartiese con ella algún otro de sus sueños prescientes, que sabían iba a llenarla de terror. Aquel camino conducía hasta la Abominación, y ambos lo sabían. La palabra permaneció inexpresada entre ellos dos, mientras él se giraba e iniciaba su camino entre las rocas en dirección a la entrada del sietch.
Abominación.

7

El Universo es de Dios. Es una sola cosa, una totalidad frente a la cual todas sus separaciones pueden ser identificadas. La efímera vida, incluso aquella auto-consciente y razonadora que nosotros llamamos vida sensitiva, detenta tan sólo un derecho hereditario de custodia de una porción pequeñísima de la totalidad.

Comentarios de la C.T.E. (Comisión de Traductores Ecuménicos)

Halleck usó el código de las manos para transmitir el mensaje mientras hablaba en voz alta de otras cosas. No le gustaba la pequeña antesala que los sacerdotes le habían asignado para su informe, sabiendo cómo debía estar atiborrada de dispositivos de espía.
Dejemos que intenten decodificar las imperceptibles señales de las manos
, pensó.

Los Atreides habían usado esos medios de comunicación durante siglos sin que nadie llegase a captarlo nunca.

Afuera de noche, pero la estancia no tenía ventanas, dependiendo de la luz emitida por cuatro globos situados en lo alto de los cuatro ángulos.

—Muchos de los de los que hemos cogido eran hombres de Alia —hizo notar Halleck con las manos, mientras observaba el rostro de Jessica y decía en voz alta que los interrogatorios todavía continuaban.

—Tu ya lo anticipaste —replicó Jessica con dedos inquietos. Hizo una inclinación de cabeza y dijo en voz alta—: Espero un informe completo cuando te consideres satisfecho de los resultados, Gurney.

—Por supuesto, mi Dama —dijo él, y sus dedos continuaron—: Hay otra cosa, bastante inquietante. Bajo la acción de drogas profundas, algunos de nuestros cautivos han hablado de Jacurutu y, apenas pronunciar el nombre, han muerto.

—¿Un bloqueo cardíaco condicionado? —preguntaron los dedos de Jessica. Y dijo en voz alta—: ¿Has dejado en libertad a alguno de los cautivos?

—Unos pocos, mi Dama… los más obviamente inocuos. —Y sus dedos añadieron—: Sospechamos un bloqueo cardíaco, pero no estamos seguros todavía. Las autopsias aún no se han completado. He pensado que desearíais saber lo antes posible todo lo referente a Jacurutu y he venido inmediatamente.

—Mi Duque y yo hemos pensado siempre que Jacurutu era una leyenda interesante, basada probablemente en un hecho real —dijeron los dedos de Jessica, ignorando la habitual punzada de dolor que la atravesaba cada vez que hablaba de su hacía tanto tiempo perdido amor.

—¿Tenéis órdenes para mí? —preguntó Halleck en voz alta.

Jessica respondió de igual modo diciéndole que regresara al campo de aterrizaje e informara cuando poseyera información positiva. Pero sus dedos formaron otro mensaje:

—Entra de nuevo en contacto con tus amigos entre los contrabandistas. Si Jacurutu existe, debe sobrevivir vendiendo especia. No hay otro mercado para ellos excepto los contrabandistas.

Halleck inclinó brevemente su cabeza, mientras sus dedos decían:

—Estoy siguiendo ya esta pista, mi Dama. —Y como no podía ignorar el adiestramiento de toda una vida, añadió—: Sed muy cuidadosa en este lugar. Alia es vuestra enemiga, y la mayor parte de los sacerdotes la siguen.

—Javid no —respondieron los dedos de Jessica—. Odia a los Atreides. Dudo que nadie que no sea un adepto lo detecte, pero estoy positivamente segura de ello. Conspira, y no lo sabe.

—Asignaré una guardia adicional a vuestra persona —dijo Halleck en voz alta, ignorando el destello de desagrado que brilló en los ojos de Jessica—. Hay peligros, estoy seguro. ¿Pasaréis aquí la noche?

—Iremos más tarde al Sietch Tabr —dijo ella, y vaciló, a punto de decirle que no le enviara más guardias, pero se detuvo. El instinto de Gurney no había fallado nunca. Más de un Atreides había aprendido aquello, para su placer o su dolor—. Tengo otra entrevista… con el Maestro de Novicios esta vez —dijo—. Es la última, y después me sentiré muy feliz de irme de este lugar.

8

Y vi a otra bestia surgiendo de la arena; y tenía dos cuernos como un cordero, pero su boca estaba repleta de colmillos y era feroz como la de un dragón, y si cuerpo resplandecía y ardía como un horno y silbaba como una serpiente.

Biblia Católica Naranja Revisada

Se hacía llamar
El Predicador
, y mucha gente de Arrakis, presa de reverencial temor, pensaba que podía ser realmente Muad’Dib de regreso del desierto, no muerto en absoluto. Muad’Dib podía estar vivo; ¿acaso alguien había visto alguna vez su cuerpo? Claro que, ¿quién había visto nunca algún cuerpo de los que se tragaba el desierto? Pero… ¿Muad’Dib? Podían ser establecidos puntos de comparación, aunque nadie de los que lo habían conocido en los viejos días podía decir: «Sí, es Muad’Dib. Lo reconozco».

Pero… Como Muad’Dib, el Predicador era ciego; sus órbitas eran negras y estaban cauterizadas de un modo que tan sólo podía causar un quemador de piedras. Y su voz poseía aquella crujiente penetración, aquella misma fuerza compulsiva que exigía una respuesta desde lo más profundo de uno. Muchos habían notado aquello. El Predicador era delgado, su rostro estaba curtido y lleno de arrugas, sus cabellos eran grisáceos. Pero el desierto profundo le hacía esto a la mayoría de la gente. Uno sólo tenía que mirar a su alrededor para darse cuenta de ello. Y había otro punto de discusión: El Predicador iba guiado por un joven Fremen, un muchacho de quien ningún sietch conocido había oído hablar, que cuando era preguntado respondía que trabajaba a cambio de un salario. Se argumentaba que Muad’Dib, puesto que conocía el futuro, no había necesitado ningún guía excepto al final, cuando el dolor lo había abrumado. Y entonces lo había utilizado, todos lo sabían.

El Predicador había aparecido una mañana de invierno en calles de Arrakeen, una curtida y venosa mano sobre el hombro de su joven guía. El muchacho, que dijo llamarse Assan Tariq, se movía a través de la multitud ciudadana que olía a polvo y a roca, guiando a su pupilo con la práctica agilidad de un gazapo, sin perder ni una vez el contacto.

Fue observado que el hombre ciego llevaba una tradicional bourka sobre un destiltraje que llevaba todas las señales de aquellos que se hacían tan sólo en las cavernas sietch del desierto profundo. No era como los destiltrajes de escasa calidad que se hacían actualmente. El tubo nasal que cambiaba la humedad de la respiración hacia los depósitos de recuperación situados bajo la bourka era en espiral, y estaba recubierto con fibras vegetales en la forma tradicional. La máscara que le cubría la parte inferior del rostro tenía manchas verdosas producidas por la erosión del viento cargado de arena. Todo en el aspecto de aquel Predicador parecía surgido del pasado de Dune.

Muchos entre la madrugadora multitud de aquel día de invierno notaron su paso. Después de todo, un Fremen ciego era una rareza. La Ley Fremen entregaba a los ciegos a Shai-Hulud. La palabra de la Ley, aunque era menos honrada en los tiempos modernos ricos en agua, seguía inalterada desde los primeros días. Los ciegos eran un regalo a Shai-Hulud. Eran expuestos al abierto
bled
para ser devorados los grandes gusanos. Cuando esto ocurría —y circulaban habladurías al respecto por todas las ciudades—, ocurría allá donde todavía reinaban los grandes gusanos, aquellos llamados los Hombres Viejos del Desierto. Un Fremen ciego era pues una curiosidad, y la gente se detenía para contemplar paso de aquella extraña pareja.

El muchacho aparentaba unos catorce años estándar, un componente de las nuevas generaciones que llevaba uno de aquellos destiltrajes modificados que dejaban el rostro descubierto al aire ávido de humedad. Tenía rasgos delgados, ojos completamente azules, una nariz respingona, y aquella inocua mirada inocente que tan a menudo enmascara en los jóvenes un cínico conocimiento de las cosas. Como contraste, el ciego era un recuerdo de tiempos ya casi olvidados: pasos mesurados, y una resistencia que hablaba de muchos años pasados en la arena con tan sólo sus pies o un gusano cautivo para trasladarse de un lugar a otro. Erguía su cabeza con aquella rigidez del cuello que tan sólo algunos ciegos consiguen evidenciar. Su encapuchada cabeza se movía tan sólo cuando algún sonido interesante llegaba hasta su oído.

La extraña pareja siguió avanzando durante todo el día a través de la muchedumbre, llegando finalmente ante la escalinata que era en realidad una serie de amplias terrazas que ascendían hasta la escarpadura donde se hallaba el Templo de Alia, un digno compañero de la Ciudadela de Paul. El Predicador y su joven guía ascendieron hasta la tercera gran explanada, allá donde los peregrinos del Hajj aguardaban por la mañana a que se abrieran las gigantescas puertas sobre ellos. Eran unas puertas tan grandes que admitirían por ellas toda una catedral de cualquiera de las antiguas religiones. Se decía que pasar a través de ellas reducía el alma del peregrino a una mota infinitésima, lo suficientemente pequeña como para pasar a través del ojo de una aguja y penetrar en el paraíso.

Al extremo de la tercera explanada el Predicador se giró, y pareció como si estuviera mirando a su alrededor, viendo con las vacías órbitas de sus ojos los fatuos habitantes de la ciudad, algunos de los cuales eran Fremen, con ropas que simulaban destiltrajes pero que eran tan sólo tejidos decorativos,
viendo
los anhelantes peregrinos desembarcados apenas de los transportes espaciales de la Cofradía y esperando dar aquel primer devoto paso en el camino que iba a asegurarles un lugar en el paraíso.

La explanada era un lugar ruidoso: allí estaban los Cultistas del Espíritu Mahdi, con sus ropas verdes y llevando halcones amaestrados a graznar su «llamada a los cielos». Gritones vendedores ofrecían comida. Se vendía todo tipo de cosas, y las voces que las proclamaban resonaban competitiva estridencia: allí estaba el Tarot de Dune con sus opúsculos de comentarios impresos en hilo shiga. Un vendedor mostraba exóticos trozos de tela, «¡garantizados de haber sido tocados por el propio Muad’Dib en persona!».

Otro exhibía ampollitas de agua «certificada su procedencia del Sietch Tabr, donde vivió Muad’Dib». A través de todo ello se oían conversaciones en un centenar o más de dialectos del Galach, entremezclados con los sonidos secos, ásperos y guturales de las muchas otras lenguas de planetas anexionados al Sagrado Imperio. Danzarines rostro y otros pequeños seres presumiblemente procedentes de los planetas artesanos de los tleilaxu danzaban y saltaban a través de multitud, destacando en sus brillantes ropas. Había rostros delgados y rostros gordos, repletos de agua. El susurro de nerviosos pies surgía del granuloso plastiacero que formaba los amplios peldaños. Y ocasionalmente una voz lamentosa se alzaba de entre la cacofonía reinante con una plegaria:

—¡Mua-a-a-ad’Dib! ¡Mua-a-a-ad’Dib! Te suplico que acojas mi alma! Tú, que has sido ungido por Dios, acoge mi alma! Mua-a-a-ad’Dib!

Allá cerca, entre los peregrinos, dos actores callejeros actuaban por unas pocas monedas, recitando los versos de la popular «Disputa entre Armistead y Leandgrah».

El Predicador irguió la cabeza para escuchar.

Los actores eran hombres de ciudad de mediana edad, con voces aburridas. A una voz de mando, el joven guía se los describió al Predicador. Iban vestidos con ropas sueltas, largas, que ni siquiera pretendían simular destiltrajes sobre sus cuerpos ricos en agua. Assan Tariq los encontró divertidos pero el Predicador se lo recriminó.

El actor que representaba la parte de Leandgrah estaba en aquellos momentos concluyendo su perorata:

—¡Bah! El universo puede ser asido tan sólo por la mano sensitiva. Esa mano es la que guía tu precioso cerebro, y guía todas las cosas que emanan de este cerebro. Puedes ver lo que has creado, puedes
empezar
a sentir, ¡tan sólo después de que la mano haya realizado su trabajo!

Unos diseminados aplausos premiaron su actuación. El Predicador olisqueó, y las aletas de su nariz recogieron los intensos olores de aquel lugar: exhalaciones de destiltrajes mal ajustados, almizcles de diverso origen para disimular el olor corporal, el habitual olor a pedernal del polvo, exhalaciones de incontables dietas exóticas, y el aroma de raros inciensos prendidos en el interior del Templo de Alia y que surgían ahora al exterior arrastrados por las corrientes de aire. Los pensamientos del Predicador se reflejaron en su rostro mientras absorbía los alrededores:
¡A esto hemos llegado, nosotros los Fremen!

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