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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

Hijos de Dune (8 page)

BOOK: Hijos de Dune
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La atención de la multitud que abarrotaba la explanada se vio desviada por un repentino espectáculo. Unos Danzarines de la Arena habían penetrado en la plaza al pie de la escalinata, medio centenar de ellos, atados los unos a los otros con cuerdas de elacca. Obviamente llevaban danzando así desde hacía días, buscando alcanzar el éxtasis. La espuma resbalaba por la comisura de sus bocas mientras saltaban y golpeaban el suelo con los pies al ritmo de su secreta música. Más de un tercio de ellos colgaban inconscientes de sus cuerdas, siendo arrastrados y agitados por los otros como marionetas al extremo de sus hilos. Una de aquellas marionetas recuperó en aquel instante el conocimiento, y la multitud pareció comprender lo que iba a ocurrir a continuación.

—¡He
vi-i-isto
! —graznó el recién despertado danzarín—. ¡He
vi-i-i-isto
! —Resistió el empuje de los demás danzarines, mirando a diestra y siniestra con ojos alocados—. ¡Donde ahora está esta ciudad, tan sólo quedará arena! ¡He
vi-i-i-isto
!

Una estruendosa risotada surgió de los espectadores. Incluso los nuevos peregrinos se unieron a ella.

Aquello era demasiado para el Predicador. Levantó ambos brazos y rugió con una voz que seguramente había mandado a conductores de gusanos:

—¡Silencio!

Toda la multitud que atiborraba la plaza calló ante aquel grito de batalla.

El Predicador apuntó una delgada mano hacia los danzarines, y la ilusión de que los estaba viendo realmente originó un estremecimiento.

—¿No oísteis a aquel hombre? ¡Blasfemos e idólatras! ¡Todos vosotros! La religión de Muad’Dib no es Muad’Dib. ¡Él la desprecia como os desprecia a vosotros! La arena cubrirá este lugar. La arena os cubrirá a todos vosotros.

Diciendo esto, bajó sus brazos, apoyó una mano en el hombro de su joven guía, y ordenó:

—Sácame de este lugar.

Quizá fueron las palabras que había elegido el Predicador:
¡El la desprecia como os desprecia a vosotros!
Quizá fue su tono, realmente mucho más que humano, una vocalización a buen seguro adiestrada en las artes de la Voz Bene Gesserit, de ordenar con las variaciones más pequeñas de la más sutil inflexión. Quizá fuera tan sólo el misticismo inherente de aquel lugar, donde Muad’Dib había vivido y andado y gobernado. Alguien gritó desde la explanada, dirigiéndose al Predicador, que le había vuelto la espalda, con una voz que temblaba con un temor religioso:

—¿Es este hombre Muad’Dib que ha vuelto entre nosotros?

El Predicador se detuvo, buscó algo en una bolsa bajo su bourka y sacó un objeto que tan sólo los que estaban más cerca de él reconocieron. Era una mano humana momificada por el desierto, una de las bromas que el planeta jugaba con la muerte, haciéndolas surgir ocasionalmente fuera de la arena, y que eran consideradas universalmente como mensajes de Shai-Hulud. La mano estaba completamente disecada en forma de un puño cerrado, y se truncaba en la muñeca, por donde surgía un blanco hueso fuertemente erosionado por los vientos cargados de arena.

—¡Traigo la Mano de Dios, y eso es todo lo que traigo! —gritó el Predicador—. Hablo en nombre de la Mano de Dios. Soy el Predicador.

Algunos pensaron que la mano era la de Muad’Dib, pero se sintieron fascinados por aquella imperiosa presencia y aquella terrible voz… y así fue como Arrakis supo su nombre. Pero aquella no fue la última vez que oyeron su voz.

9

Se dice comúnmente, mi querido Georad, que existe una gran virtud natural en la experiencia de la melange. Quizá sea cierto. Pero quedan profundas dudas en mi interior acerca de que cualquier uso que se haga de la melange dé como resultado alguna virtud. Me parece que ciertas personas han corrompido el uso de la melange, desafiando así a Dios. En palabras del Ecumenon, han desfigurado el alma. Se limitan a rozar la superficie de la melange y creen alcanzar con ello la gracia. Así se burlan de sus seguidores, causan gran daño a la devoción, y distorsionan maliciosamente el significado de este abundante don, sin duda una mutilación que va más allá del poder humano de restauración. Para identificarse realmente con la virtud de la especia, incorrupto en todos los aspectos, colmado de grandes honores, un hombre debe hacer que sus palabras y sus actos concuerden. Si tus acciones describen un sistema de perversas consecuencias, deberás ser juzgado por esas consecuencias y no por tus justificaciones. Es por eso por lo que no debemos juzgar a Muad’Dib.

La Herejía Pedante

Era una pequeña estancia oliendo a ozono, reducida a un penumbroso grisor a causa de los globos apagados y de la luz azul metálica que emergía de una única pantalla monitora de telecámara. La pantalla tenía casi un metro de ancho y tan solo dos tercios de metro de alto. Revelaba con todo detalle un árido valle rocoso, donde dos tigres laza devoraban los sangrantes restos de una reciente presa. En la ladera de la colina, por encima de los tigres, podía verse a un hombre con uniforme de trabajo Sardaukar, con insignias de Levenbrech en el cuello. En su pecho llevaba un dispositivo de servocontrol.

Una amplia silla a suspensor estaba situada frente a la pantalla, ocupada por una mujer de edad indeterminada, pelirrubia. Su rostro tenía forma de corazón, y sus dos delgadas manos se aferraban a los brazos de la silla mientras miraba. Su cuerpo quedaba oculto debajo de su amplia ropa blanca bordada en oro. A su derecha, a un paso de ella, permanecía de pie un fornido hombre vestido con el uniforme bronce y oro de un Ayudante de Bashar de los antiguos Sardaukar Imperiales. Sus grisáceos cabellos estaban cortados al ras sobre su rostro cuadrado, duro, desprovisto de emociones.

La mujer tosió y dijo:

—Ha ocurrido tal como habías predicho, Tyekanik.

—Evidentemente, Princesa —dijo el Ayudante de Bashar con voz ronca.

Ella sonrió al captar la tensión en la voz del hombre y preguntó:

—Dime, Tyekanik, ¿cómo crees que se sentirá mi hijo bajo el título de Emperador Farad’n I?

—El título le sienta como un guante, Princesa.

—Esta no era mi pregunta.

—Pienso que quizá no apruebe algunas de las cosas que hemos hecho y debemos hacer para, esto, conseguirle el título.

—Tú siempre… —se giró, mirándolo duramente en la penumbra—… serviste bien a mi padre. No fue culpa tuya que se dejara arrebatar el trono por los Atreides. Pero seguramente el resquemor de esta pérdida debe arder en tu interior tanto como en el de…

—¿Tiene la Princesa Wensicia alguna otra tarea especial para mí? —preguntó Tyekanik. Su voz seguía siendo ronca, pero ahora había un tono cortante en ella.

—Tienes la mala costumbre de interrumpirme —dijo ella.

Él sonrió, desplegando la hilera de sus dientes, que resplandecieron a la luz de la pantalla.

—A veces me recordáis a vuestro padre —dijo—. Siempre los mismos circunloquios antes de hacer una… esto, pregunta delicada.

Ella apartó bruscamente su mirada de él para ocultar su irritación, y dijo:

—¿Crees realmente que esos tigres laza pondrán a mi hijo en el trono?

—Es muy posible, Princesa. Debéis admitir que esos pequeños bastardos de Paul Atreides no serán más que dos jugosos bocados para los dos tigres. Y con los gemelos eliminados… —se alzó de hombros.

—El nieto de Shaddam IV se convierte en el sucesor lógico —dijo ella—. Si conseguimos anular las objeciones de los Fremen, del Landsraad y de la CHOAM, sin mencionar a los posibles supervivientes Atreides que puedan…

—Javid me garantiza que su gente puede encargarse de Alia fácilmente. Y no cuento a Dama Jessica como una Atreides. ¿Quién más queda?

—El Landsraad y la CHOAM se inclinarán siempre hacia el lugar donde esté el beneficio —dijo ella—. Pero, ¿y los Fremen?

—¡Los ahogaremos en su religión de Muad’Dib!

—Es más fácil de decir que de hacer, mi querido Tyekanik.

—Lo sé —dijo él—. Estamos de nuevo con la antigua argumentación.

—La Casa de los Corrino ha hecho cosas peores para obtener el poder —dijo ella.

—Pero abrazar esta… ¡esta religión Mahdi!

—Mi hijo te respeta —dijo ella.

—Princesa, ansío que llegue el día en que la Casa de los Corrino regrese al lugar de poder que le corresponde por derecho. Y lo mismo puede decirse de todos los Sardaukar que hay aquí en Salusa. Pero si vos…

—¡Tyekanik! Este es el planeta Salusa Secundus. No te pongas tú también en la indolencia que se está extendiendo por todo el Imperio. Todo el nombre, el título completo… Hay que prestar atención a los menores detalles. Estos atributos ¡Los que derramarán la sangre de la vida de los Atreides en las arenas de Arrakis! ¡Los menores detalles, Tyekanik!

El hombre sabía lo que había tras aquel ataque. Formaba parte de la furtiva astucia que había aprendido de su hermana, Irulan. Hizo ademán de irse.

—¿Me has oído, Tyekanik?

—Os he oído, Princesa.

—Quiero que abraces esa religión de Muad’Dib —dijo ella.

—Princesa, caminaré sobre el fuego por vos, pero eso…

—¡Es una orden, Tyekanik!

El hombre tragó saliva y miró a la pantalla. Los tigres Laza habían acabado su festín y estaban ahora echados en la arena haciendo su toilette, con sus largas lenguas lamiendo sus patas delanteras.

—Una
orden
, Tyekanik… ¿has comprendido?

—He oído y obedezco, Princesa —su voz no cambió de tono.

Ella suspiró.

—Oh, si al menos mi padre estuviera vivo…

—Si, Princesa.

—No te burles de mi, Tyekanik. Sé lo desagradable que esto es para ti. Pero si tú das el ejemplo…

—Puede que él no lo siga, Princesa.

—Lo seguirá. —Ella señaló la pantalla—. Se me ocurre que el Levenbrech de ahí fuera podría convertirse en un problema.

—¿Un problema? ¿Cómo?

—¿Cuánta gente sabe eso de los tigres?

—Ese Levenbrech, que es quien los ha adiestrado… un piloto de transporte, vos, y por supuesto… —se golpeó el pecho.

—¿Y los que los compraron?

—No saben nada. ¿De qué tenéis miedo, Princesa?

—Mi hijo es, bueno, muy sensible.

—Los Sardaukar no revelan ningún secreto —dijo él.

—Ni tampoco los muertos —avanzó una mano y pulsó un botón rojo bajo la iluminada pantalla.

Inmediatamente los tigres Laza alzaron sus cabezas. Se levantaron y miraron hacia la ladera de la colina, hacia el Levenbrech. Moviéndose al unísono, se giraron y empezaron a avanzar a grandes zancadas hacia él.

Primero aparentando calma, el Levenbrech pulsó un botón en su consola de control. Sus movimientos eran seguros de sí, pero cuando los felinos siguieron su ascensión hacia donde estaba él empezaron a hacerse frenéticos, apretando el botón cada vez más fuertemente. Una luz de repentina comprensión iluminó entonces su rostro, y su mano saltó en busca del cuchillo que colgaba de su cintura. Pero ya era demasiado tarde. Unas afiladas garras golpearon su pecho, derribándolo de espaldas. Mientras caía, el otro tigre alcanzó su cuello en un gran salto y cerró la potente tenaza de sus mandíbulas. Sus vértebras cervicales crujieron.

—Hay que prestar atención a los detalles —dijo la Princesa. Se giró, envarándose al ver que Tyekanik tenía su cuchillo en la mano. Pero presentaba la empuñadura hacia ella, manteniendo la hoja apuntada a su propio cuerpo.

—Quizá deseéis usar mi propio cuchillo para cumplir así con otro detalle —dijo.

—¡Mete ese cuchillo en su funda y deja de hacer el estúpido! —restalló ella, furiosa—. A veces, Tyekanik, parece que estás intentando que yo…

—Ese era un buen elemento, Princesa. Uno de mis mejores hombres.

—Uno de
mis
mejores hombres —le corrigió ella.

El suspiró profunda y temblorosamente, mientras enfundaba el cuchillo.

—¿Y el piloto del transporte?

—Sufrirá un accidente —dijo ella—. Le recomendarás que emplee la máxima prudencia cuando reciba de nuevo los tigres. Y, por supuesto, cuando haya entregado nuestras mascotas a los hombres de Javid en el transporte… —miró el cuchillo.

—¿Es una orden, Princesa?

—Lo es.

—Y luego, ¿deberé dejarme caer sobre la punta de mi propio cuchillo, u os encargaréis vos misma de este… detalle?

—Tyekanik, si no estuviera absolutamente convencida de que te
dejarías caer
sobre la punta de tu propio cuchillo a orden mía, no estarías de pie aquí a mi lado… armado.

El hombre tragó saliva, mirando a la pantalla. Los tigres estaban comiendo de nuevo.

Ella evitó mirar la escena, siguiendo con la vista fija en Tyekanik mientras decía:

—Además, diles a nuestros proveedores que no nos proporcionen más parejas de chicos que correspondan a la descripción.

—Como ordenéis, Princesa.

—No uses ese tono conmigo, Tyekanik.

—Sí, Princesa.

Los labios de la mujer se convirtieron en una delgada línea. Luego:

—¿Cuántos pares de trajes como esos tenemos todavía?

—Seis pares, completos con destiltrajes y botas de arena, todos ellos con la insignia de los Atreides bordada.

—¿Ropajes tan ricos como los que llevaban ese par? —señaló con la cabeza hacia la pantalla.

—Dignos de reyes, Princesa.

—Hay que prestar atención a los detalles —dijo ella—. Las ropas deben ser enviadas a Arrakis como regalo para nuestros reales primos. Regalo de mi hijo. ¿Comprendes, Tyekanik?

—Por completo, Princesa.

—Hazle que escriba una nota adecuada a las circunstancias. Algo así como que les envía esos pocos indignos atuendos como muestra de su devoción a la Casa de los Atreides.

—¿Y la ocasión?

—Puede ser un cumpleaños o algún día sagrado o algo parecido, Tyekanik. Lo dejo a tu elección. Tengo plena confianza en ti, amigo mío.

El la miró en silencio.

El rostro de ella se endureció.

—Tú lo sabes bien. ¿En qué otra persona puedo confiar desde la muerte de mi marido?

Él se alzó de hombros, pensando en cómo imitaba ella a la araña. Debía evitar a toda costa el intimar con ella, como sospechaba que había hecho aquel desgraciado Levenbrech.

—Y, Tyekanik —dijo ella—, otro detalle más.

—Sí, Princesa.

—Mi hijo está siendo adiestrado para gobernar. Llegará un tiempo en el que deberá tomar la espada con sus propias manos. Tú sabrás cuando llegará ese momento. Quiero ser inmediatamente informada de ello.

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