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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (13 page)

BOOK: La dama del castillo
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En ese mismo momento se dio cuenta de que uno de los caballeros estaba observando el ataque y se detuvo para defenderse de aquel contrincante. Sin embargo, el hombre se dio la vuelta, atravesándole el cuerpo con la espada desde atrás a uno de los amigos de Vyszo, con una sonrisa casi provocadora en el rostro. El husita apretó los dientes y corrió hacia su contrincante tomando impulso con todas sus fuerzas. Sin embargo, su golpe alcanzó a darle únicamente en el muslo, haciendo que el hombre se doblara sobre la montura. Vyszo vio que la sangre manaba a través del pantalón con apliques metálicos del alemán y retiró con un violento tirón el arma que se había quedado atascada en la armadura del contrincante. Al hacerlo, la cabeza del martillo se quebró. Vyszo gruñó, furioso, tomó impulso antes de que el alemán volviera a recuperar el equilibrio y le descargó el palo sobre el casco con todas sus fuerzas. El hombre resbaló de la montura silenciosamente mientras era arrastrado por su caballo desbocado.

Vyszo se volvió hacia sus camaradas, que por lo visto no podían resistir más, y les ordenó dando gritos que se internaran en el bosque. Sólo dos de ellos lograron seguirlo; el resto ya había sido abatido por los alemanes. Sin embargo, para alivio de Vyszo, los alemanes desistieron de ir tras ellos, tal vez porque ellos también habían sufrido pérdidas demasiado grandes.

Falko von Hettenheim había sido el primero en ser derribado de su caballo, pero apenas si había sufrido algún rasguño, en tanto que Gunter von Losen y dos siervos más tenían heridas más considerables. Mientras los dos soldados a caballo revisaban a sus camaradas para determinar si alguno de ellos aún estaba con vida y Gunter von Losen les separaba a los bohemios muertos y heridos las cabezas de los hombros con furiosos hachazos, Falko se dirigió hacia donde estaba Michel, cuyo cuerpo había quedado enganchado en un arbusto. La herida del muslo seguía sangrando, y debajo de su casco también brotaba un torrente púrpura constante. Sin embargo, para asombro de Falko, Michel movió los dedos y soltó un quejido largo y suave.

Falko apretó los puños.

—Este hombre es más duro de lo que pensé. Pero no le servirá de nada —comentó, apartándose con una mueca burlona en los labios—. Debemos desaparecer de aquí cuanto antes —le dijo a Losen—. Donde hay un husita, nunca tardan en aparecer más.

—¿Vamos a dejar a nuestros muertos aquí tirados? —preguntó uno de los siervos, indignado.

—¿Acaso quieres quedarte aquí esperando a que uno de estos herejes bohemios te rompa el cráneo con su maza hasta hacértelo puré? Rápido, coged los caballos que podáis encontrar y trepad enseguida a vuestras monturas. ¡Debemos regresar a nuestro campamento cuanto antes!

Los siervos estaban acostumbrados a obedecer y cogieron las riendas. Falko von Hettenheim esperó a que se pusieran en marcha y luego montó él también. Cuando pasó por donde estaba Michel, lo miró desde arriba y escupió.

—¡Ahí tienes tu título de caballero, tabernero bastardo! Los lobos y los osos se disputarán tu cadáver.

En ese momento, Michel abrió los ojos y miró a Falko como desde muy lejos. El caballero alzó su espada como si fuera a rematarlo con saña, pero después la dejó caer soltando una carcajada maligna.

Gunter von Losen, que estaba observando a Falko, se giró y se puso con su caballo a la par de él.

—¿Qué pasa con ese tabernero bastardo?

—¡Aún sigue con vida! Se lo dejaremos a los bohemios. Ellos volverán, seguro, y se encargarán de enviarlo al infierno.

Falko von Hettenheim no hacía ningún esfuerzo por ocultar su satisfacción.

Gunter von Losen soltó una carcajada maliciosa.

—Ahí tiene su merecido por el vaso de vino que me negó. Si entonces se hubiese comportado de otra manera, ahora lo llevaría de regreso al campamento.

—No creo que yo te lo hubiese permitido.

Falko von Hettenheim giró a su caballo y le hizo señas a Gunter de que lo siguiera. Una hora más tarde, Falko le informaba a Heribald von Seibelstorff de que habían sido atacados por una horda de bohemios y que habían logrado escapar en el último momento.

—Un ejército de herejes viene pisándonos los talones. Debemos retirarnos de aquí de inmediato, antes de que sus jinetes nos alcancen.

Heribald von Seibelstorff vio la sangre que había en la armadura de Falko para dar fe de sus palabras, asintió con los dientes apretados y dio orden de prepararse para partir. Los que no podían sostenerse sobre la montura fueron recostados sobre el lomo de sus caballos, y la tropa emprendió la retirada a toda prisa.

Capítulo X

Cuando los tres checos que habían logrado escapar vieron que nadie los seguía, se detuvieron, apoyándose casi sin aliento contra los troncos de los árboles. Vyszo volvió a mirar hacia el lugar donde habían caído cinco de sus compañeros y apretó los dientes para no estallar en gritos de furia.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó uno de sus hombres.

—Lo que nos hemos propuesto. Seguiremos a los alemanes y le dejaremos a nuestra gente señales para que sepan hacia dónde deben dirigirse, y entonces...

Vyszo simuló con sus manos un degollamiento y le indicó a uno de sus hombres que mantuviera vigilado el campamento de los enemigos. Para su asombro, éste regresó al poco rato.

—Los alemanes han abandonado la aldea y se repliegan con tanta prisa que parece que los persiguiese el diablo.

Vyszo alzó las manos al cielo y aceptó aquel regalo inesperado sin hacer más preguntas.

—Vamos, hombres, sigamos a esos cerdos. Pero primero veamos si allá en la quebrada alguno de nuestros camaradas aún sigue con vida.

Enseguida, los checos llegaron al lugar donde se había producido el ataque, apretaron de rabia los puños al descubrir los cuerpos decapitados de sus amigos y comprobaron luego que los alemanes habían dejado tirados a sus propios muertos, como si hubiesen huido presa del pánico. Mientras sus dos acompañantes saqueaban a los siervos, Vyszo se quedó de pie junto al caballero armado que había descubierto la emboscada y miró satisfecho el charco de sangre que se había formado debajo de su cuerpo. La cota de malla de aquel hombre estaba intacta, y parecía estar hecha a su medida. Se la quitó, ayudado por sus hombres, la limpió con unos manojos de pasto y se la puso. Caminó un par de pasos hacia delante y hacia atrás, balanceando los hombros.

—Esto es exactamente lo que estaba buscando hace mucho tiempo.

Uno de sus camaradas asintió y señaló hacia las figuras inertes diseminadas por el camino.

—¿Qué hacemos con los muertos? Si los enterramos, los alemanes se nos escaparán.

—Nuestra gente se encargará de ellos cuando pase por aquí. A los alemanes, arrojadlos allá, al río.

Vyszo señaló hacia un torrente de agua que corría un tramo en forma paralela al camino, más allá de la quebrada, para luego volver a desaparecer en las profundidades oscuras del bosque. Él mismo se inclinó sobre Michel y le pareció que su ropa también le sería útil. Por eso, fue quitándole todas sus prendas hasta dejarlo completamente desnudo, lo arrastró hasta la orilla ayudado por un camarada y lo arrojó al agua. Se quedó allí parado un instante más, mirando cómo la corriente capturaba al hombre y se lo llevaba. Luego se dio la vuelta y ordenó a los otros dos que se dieran prisa. La guerra aún no había terminado, y cada triunfo que obtuvieran los acercaba un paso más a liberarse del yugo alemán.

SEGUNDA PARTE

LA VIUDA

Capítulo I

Marie se despertó con sus propios gritos. Se incorporó temblando, puso con fuerza las manos sobre su corazón, que latía salvajemente, y luchó por tomar aire, pues se sentía tan fatigada como si acabara de subir corriendo todas las escaleras del castillo. Había vuelto a soñar con Michel, y las imágenes aún seguían danzando ante sus ojos y burlándose de ella. Esta vez también lo había tenido tan cerca que casi podía tocarlo, al igual que a los caballeros que lo acompañaban. Ellos se burlaban cruelmente de él y lo dejaban luchando solo contra unas figuras demoníacas muy superiores que terminaban por enterrarlo debajo de sus cuerpos. Esta pesadilla había sido aún peor que las anteriores, ya que esta vez había tenido que contemplar cómo Michel caía bañado en sangre a un río cuyas aguas ya estaban teñidas de rojo. En vano había extendido la mano hacia él para salvarlo, y el agua lo había alejado de ella, llevándolo hasta un remolino espumoso que lo había atraído hacia las profundidades.

Una fuerte patada del bebé, que aún estaba en su vientre, la arrancó de su parálisis y le recordó que no podía pensar solamente en Michel y en el pasado, sino sobre todo en el futuro. Apoyó las manos sobre su vientre y comenzó a acariciarlo con suavidad. El bebé volvió a tranquilizarse, y Marie volvió a repasar mentalmente: Michel había partido en marzo, y ahora estaban a principios de noviembre, de modo que su bebé nacería como muy tarde en un mes y medio. Hasta entonces debía seguir siendo sumadamente cautelosa y hacer todo lo posible por impedir que le hicieran daño a ella o a la criatura que llevaba en sus entrañas.

Marie se levantó y llenó una copa con té frío que ya estaba preparado para ella en la mesita junto a la cama, y le agradeció en silencio a Hiltrud que hubiera reunido todas las hierbas que le hacían bien a una embarazada y las hubiera mezclado siguiendo una de sus recetas. Durante el verano, Marie había pasado más tiempo en la granja de cabras que en el castillo de Sobernburg, que se le antojaba más sombrío y opresivo con cada día que pasaba sin que Michel regresara. Odiaba la idea de tener que pasar el invierno entre aquellos muros helados, pero como ya no podía cabalgar y la carreta sacudía con saña sus huesos cada vez que la usaba, el camino hacia la granja de cabras se había vuelto demasiado fatigoso para ella. Hiltrud le había aconsejado que se quedara en su casa, y ahora era ella la que realizaba casi todos los días el largo trayecto hacia el castillo. Si bien Marie se alegraba de las visitas de su amiga, hubiese preferido que Hiltrud la malcriara en su hogareña granja de cabras. Marga no comprendía sus necesidades y la miraba con desaprobación cada vez que ella hacía o decía algo que hería la moral del ama de llaves.

—¡Al diablo con Marga y al diablo con este castillo! —la maldecía Marie. Habría querido pedirle al conde palatino que eligiese un sustituto temporal para Michel, de modo que ella pudiese mudarse a la granja de cabras. Pero si hubiese dado un paso semejante, habría decepcionado profundamente a su esposo. Ambos habían dirigido juntos los destinos de Rheinsobern durante más de diez años, y ella sabía que su esposo confiaba en ella y suponía que cumpliría con su deber., ,

«Si es que aún está vivo», pensó, y la idea la estremeció por completo. Mientras volvía a acostarse y respiraba profundamente para relajarse, se preguntó, como tantas otras veces, por qué hasta entonces no había recibido una sola noticia de Michel. Ella ya le había escrito dos veces a Núremberg, suponiendo que las tropas imperiales se reunían allí antes de cada nuevo avance contra los bohemios. En la primera carta le había comunicado que estaba esperando un bebé, y a finales del verano le había asegurado que tanto ella como el bebé que llevaba en el vientre estaban bien. Sin embargo, Michel no le había enviado respuesta alguna ni le había hecho llegar sus saludos a través del conde palatino. Las únicas noticias que le llegaban de Bohemia provenían de mercaderes y de juglares, y no auguraban nada bueno. Aquel año, el emperador tampoco había conseguido derrotar a los rebeldes husitas; ni siquiera había podido evitar que los ejércitos enemigos volvieran a penetrar una vez más en los territorios vecinos y dejaran una masacre a su paso.

Los pensamientos de Marie volvieron a girar en torno a Michel, y ella sintió que todas las preocupaciones y todos los miedos renacían en su interior. Intentó dejarlos a un lado para volver a conciliar el sueño, pero no logró más que dar vueltas y vueltas en la cama, luchando con las lágrimas. Las horas transcurrieron con tortuosa lentitud hasta que una franja de luz opaca en el este anunció la llegada de un nuevo día y al fin pudo levantarse.

Poco después de que dieran las diez, un heraldo del conde palatino franqueó las puertas y detuvo su caballo frente al edificio principal del castillo.

—¡Traigo noticias para la señora! —le anunció a Marga, que había asomado la cabeza por la puerta con su curiosidad habitual.

—Veremos de qué se trata —respondió el ama de llaves, encogiéndose de hombros.

El heraldo abrió su zurrón de piel de oveja, se alisó la chaqueta adornada con un blasón que llevaba debajo y soltó una alegre carcajada.

—El emperador ascendió al señor Michel Adler a la categoría de caballero imperial debido a la valentía demostrada en combate. Si eso no constituye un buen motivo para festejar y para poner un buen vino en las manos del mensajero, entonces no sé cuál puede serlo.

—Claro que recibirás tu copa de vino, y más también.

Marie había aparecido en la puerta del edificio principal y, tras extender la mano para coger el escrito provisto de múltiples sellos, lo abrió. Estaba tan nerviosa que apenas podía leer lo que decía el documento, pero lo que el mensajero le había informado era cierto. Su Michel había sido elevado a la categoría de caballero imperial libre, por lo que ahora estaba al mismo nivel que Dietmar, el esposo de Mechthild von Arnstein.

—Lleva al mensajero a la cocina, Marga, y dale vino y una buena comida. Pero antes llama a Kunz para que se ocupe de su caballo. Que no les falte nada, ni al hombre ni al animal —le indicó al ama de llaves. La mujer asintió, tan malhumorada como si tuviese que pagar de su propio bolsillo la ración del heraldo, y lo invitó bruscamente a seguirla. Marie no se fijó en el mal humor de Marga, sino que apretó contra su mejilla el mensaje que contenía la primera señal de vida de su esposo. Sentía ganas de bailar y cantar, y lamentó enormemente no poder andar más a caballo, ya que todo en su interior pugnaba por salir corriendo a la granja de Hiltrud y compartir esa alegría con ella.

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