La dama del castillo (11 page)

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Authors: Iny Lorentz

BOOK: La dama del castillo
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Capítulo VII

Marie se despertó de su pesadilla, sobresaltada, pero no consiguió ahuyentar aquellas imágenes. Había visto a Michel en medio de una batalla sangrienta, rodeado de enemigos que lo hacían caer. De alguna manera, él había logrado liberarse con golpes contundentes de su espada y había obligado a sus enemigos a huir. Sin embargo, sus oponentes no eran bohemios husitas, sino caballeros alemanes, y el que con mayor dureza le atacaba era Falko von Hettenheim.

Las imágenes eran tan nítidas como si realmente hubiese visto lo que estaba sucediendo, y tuvo que recordarse a sí misma, como tantas otras veces en los últimos tiempos, que no había sido más que un sueño provocado por el miedo de que algo le sucediera a su amado esposo. Consideró la posibilidad de confesarse con el capellán del castillo, pero éste habría empezado otra vez con ese cuento de que quienes le enviaban esas imágenes eran demonios malignos y la habría hecho rezar durante horas en la capilla por el alma de Michel y por la suya propia. Tal como le había sucedido con el ama de llaves, Marie tampoco había podido establecer una relación de confianza con este hombre, pero en su caso no le importaba demasiado. Después de que la Iglesia la condenara injustamente y del trato inhumano que había recibido de parte de algunos de sus hombres, nunca había vuelto a tener confianza en ningún sacerdote. Por eso tenía que arreglárselas sola con su preocupación y su angustia, y solo podía rezarle a la madre de Dios para que Michel superara todos los peligros y regresara con ella sano y salvo.

Marie sabía que su rechazo hacia los caballeros que habían acompañado a Michel la llevaba a transformarlos en enemigos en sus fantasías, e intentó ignorar las imágenes espantosas que aún seguían danzando ante sus ojos. Volvió a acostarse y a escuchar los latidos de su corazón, que golpeaba contra su garganta con la fuerza de un martillo. Desde fuera llegaba la voz estentórea con la que Marga hacía trabajar a las criadas y a los sirvientes. Marie se dijo que ya era hora de levantarse también y de ocuparse de sus obligaciones. Sin embargo, tardó un buen rato en decidirse, y cuando finalmente se incorporó, un fuerte malestar le atravesó el cuerpo. Alcanzó apenas a asomar la cabeza fuera de la cama antes de vomitar. Su estómago sufrió dolorosas contracciones y pasó bastante tiempo hasta que pudo sentarse en el borde de la cama sin que la atormentaran más esos espasmos sofocantes, temblorosa y bañada en sudor.

Marie seguía dominada por los malestares cuando alguien golpeó a su puerta. Ella respondió apenas con un gemido medio ahogado, y así se arrastró a través de la habitación y abrió. Frente a ella estaba Marga, que miró el rostro pálido de su señora con gesto extrañado para luego olfatear como un perro en busca dé una pista. El olor agrio del vómito le hizo desviar la vista hacia la jarra de vino que estaba sobre una rinconera y tuvo que reprimir una sonrisa de desdén. Al parecer, su señora había abusado del vino como remedio para su soledad.

Marie se sentía demasiado mal como para notar el sarcasmo en los ojos del ama de llaves, y se sintió avergonzada por no haber llegado siquiera a usar el bacín. Por eso le pidió amablemente a Marga que enviara a una criada a recoger y lavar la alfombra manchada.

Marga señaló con el mentón hacia el lugar que se había ensuciado.

—Puede que la mancha no salga.

Marie asintió afligida y abandonó la habitación detrás de ella, ya que el olor a vómito le provocaba nuevamente aquel malestar en el estómago. Notó que aún llevaba puesto su camisón, y quiso regresar, pero entonces vio que su criada personal estaba subiendo las escaleras.

—Ischi, ¿podrías llevar la alfombrilla de al lado de mi cama al lavadero y ponerla en remojo? Vomité y la manché.

Ischi la condujo de regreso a su habitación, enrolló la alfombra y se la llevó. Apenas la muchacha hubo abandonado la habitación, en traron dos criadas jóvenes que vertieron agua fresca en la palangana y dejaron listas unas toallas. Saludaron a su señora con sonrisas tímidas y se retiraron tan silenciosamente como habían entrado, aunque Marie las oyó conversar excitadas en la escalera. Ambas eran aún casi niñas y estaban desbordantes de felicidad de poder servir en el castillo, pero el comportamiento autoritario de Marga las intimidaba tanto que no se atrevían a levantar la cabeza y mirar a los ojos a la señora del castillo. Marie había querido tomar confianza con ambas para ver cuál de las dos podía llegar a ser la sucesora de Ischi, pero en ese momento la atormentaban demasiadas preocupaciones de otra índole. Marie se enjuagó bien la boca y se lavó. Como Ischi estaba ocupada con otras tareas, se buscó ella misma la ropa que se pondría ese día y se vistió sin ayuda. Cuando dejó la habitación para dirigirse a la cocina, aún seguía sintiendo cierto malestar, pero esperaba sentirse mejor después del desayuno. Al contemplar las viandas que le habían servido, el olor de la comida le dio náuseas, por lo que dejó el plato a un lado sin haber probado un solo bocado.

' La cocinera, ofendida, se quedó mirando a su señora, pero Marie no le prestó atención, sino que abandonó precipitadamente la sala. Por eso no llegó a ver que Marga entraba en la cocina por otra puerta y le murmuraba a la cocinera que la señora había empinado demasiado el codo la noche anterior.

La cocinera meneó la cabeza, sorprendida.

—¿La señora Marie, ebria? No me lo imagino. Ella nunca ha bebido demasiado.

—Ahora que su esposo se ha ido lo necesita para que se le hagan más cortas las noches solitarias. Ya sabemos lo fogosa que es en la cama, y seguramente no le habrá de resultar nada fácil renunciar a la polla erecta de un hombre.

—No está bien hablar así de los señores —la amonestó la cocinera.

Marga hizo un gesto de desdén, riendo. —Yo sé lo que me digo.

Y diciendo esto, el ama de llaves desapareció de la habitación, dejando a la cocinera víctima de sentimientos encontrados. Hasta entonces, aquella mujer rolliza, cuya madre ya había servido en ese mismo castillo, siempre había tenido la mejor de las opiniones de su señora, pero entonces recordó muchos otros comentarios del ama de llaves y comenzó a dudar.

Entretanto, Marie había ido a la recámara en la que Michel solía recibir los informes de sus súbditos, se había sentado a la mesa de nogal macizo y estaba ocupada revisando la pequeña pila de documentos que contenían listas de mercados y de impuestos sin examinar, solicitudes e inventarios de las mercancías encargadas a ios mercaderes que aún no habían sido entregadas. Los dominios de Rheinsobern estaban muy bien administrados, y tenía muy poco trabajo pendiente. Aún faltaba una semana para el próximo día de audiencias, y había muy pocas quejas por parte de los burgueses de la ciudad. Marie examinó a conciencia todo lo que encontró, olvidándose así por un rato de su malestar.

Sin embargo, cuando apoyó la pluma y cerró el tintero, las molestias físicas regresaron con toda su violencia. Marie salió disparada para llegar a tiempo al retrete, y allí expulsó dolorosa y ruidosamente la bilis amarillenta que tenía atragantada. Al final ya no sabía ni cuánto tiempo llevaba atormentada por esos dolores. Cuando por fin se le fueron las náuseas, se recostó en un sillón mullido, con una manta tibia envolviéndole los hombros, sorbiendo un té que le calmara el dolor. Pero por encima de todo echaba de menos no contar con una persona que le enjugara el sudor del rostro con mano suave y la consolara en su desdicha. Marga no era a quien ella se encomendaría si llegaba a estar realmente enferma, ya que el ama de llaves no le demostraba paciencia ni cariño.

Con excepción de Michel, que estaba a una distancia inalcanzable, sólo contaba con una única persona con la cual se sentía protegida, y esa persona era Hiltrud. Marie consideró la posibilidad de enviar a buscar a su amiga con un mensajero. Sin embargo, la sola idea de permanecer en cama en ese castillo frío y lleno de corrientes de aire le generaba un inmenso rechazo, y anheló la calidez acogedora de la granja de Hiltrud. Regresó a su habitación, afirmándose sobre sus pies no sin cierta dificultad, y volvió a enjuagarse la boca. Pero el sabor amargo de las náuseas se le había quedado pegado en la lengua y en el paladar como si las llamas del infierno lo hubiesen grabado a fuego.

Ya estaba a punto de dar la orden de enganchar una carreta cuando comprobó con alivio que lentamente iba recobrando sus fuerzas. Ansiosa por degustar algún té curativo de los que preparaba Hiltrud, se puso su traje de montar y bajó al establo.

—¡Kunz, ensíllame a Liebrecilla! —le ordenó al primer siervo que se le cruzó en el camino. El enjuto hombrecillo salió a toda pri sa y regresó pocos minutos más tarde con la yegua. Liebrecilla alzó la cabeza con altivez y saludó a Marie resollando y dando empujoncitos con la cabeza, como si estuviese feliz de volver a salir al aire libre. La última semana había estado lloviendo, y por eso Marie había renunciado a sus acostumbradas cabalgatas. Cuando se sentó en la montura, el animal, que todavía no se había tranquilizado del todo, mordió el freno y giró de golpe. Marie tensó las riendas e impulsó a la yegua.

Cuando por fin atravesó cabalgando la gran puerta del castillo, que formaba un amplio arco, y divisó la ciudad, toda su sensación de debilidad había desaparecido, y en su lugar comenzó a sentir un apetito voraz que casi la hizo regresar. Sin embargo, la perspectiva de tomar un bocado en la granja de cabras la impulsó a continuar. Espoleaba a Liebrecilla de tal modo que los cascos del animal tamborileaban el adoquinado con un agudo staccato y los buenos burgueses asomaban las cabezas por puertas y ventanas para ver por qué la señora del castellano llevaba tanta prisa.

Hiltrud estaba alimentando a los animales cuando Marie entró barriendo con todo y dominando a Liebrecilla en el último momento.

—¿Te pasa algo? ¿Has tenido alguna noticia de Michel?

Marie sacudió enérgicamente la cabeza.

—Lamentablemente, no. Simplemente tenía ganas de visitarte. En realidad, quería que me prepararas alguna de tus bebidas curativas, porque esta mañana me sentía muy mal, pero ahora sólo tengo un apetito voraz.

Mientras decía esto, miraba con tanta avidez los restos de comida que Hiltrud estaba arrojándoles a los cerdos como si quisiese abalanzarse sobre ellos.

—Realmente pareces estar muy hambrienta. Ven a la casa.

Hiltrud volcó los restos de comida que quedaban en el comedero de los cerdos, se lavó las manos en el aljibe y condujo a Marie hacia la cocina. Allí le cortó un par de rebanadas de pan y le puso sobre la mesa salchichas, tocino, queso y un perol con mermelada de escaramujo, que sabía preparar como nadie.

Marie se abalanzó sobre la comida como un lobo hambriento. Cuando hubo limpiado el plato de madera que tenía delante, escudriñó hambrienta en la despensa donde Hiltrud tenía guardados sus nutritivos tesoros.

Su amiga lo notó y meneó la cabeza, con asombro. —¿Quieres más? No sientas vergüenza de pedir. Marie se pasó la mano por el vientre y tuvo la sensación de que últimamente había engordado. Claro que ya no estaba tan delgada como antes, pero hasta entonces había conservado su buena figura y su aspecto juvenil, así que no quería perderlos. Sin embargo, el agujero que sentía en el estómago aún no se había llenado, y por eso pidió una pequeña porción extra. Hiltrud asintió con un tono de picardía y desapareció en la despensa. Cuando regresó, llevaba en la mano una rebanada de pan que había untado con manteca y mermelada, y a la que además le había añadido un trozo de tocino del grosor de un dedo. Marie apenas lo miró y devoró el pan como si fuese su plato favorito.

—¡Estaba muy bueno! —exclamó cuando por fin dejó de tener la boca llena.

Hiltrud giró alrededor de ella y le acarició el rostro.

—¿Ya habías tenido esos ataques repentinos de apetito voraz?

—En realidad, no —respondió Marie—. Y espero no volver a tenerlos en mucho tiempo. De lo contrario, cuando Michel regrese estaré redonda como un tonel.

—¿Dijiste que te habían dado ganas de vomitar cuando te despertaste?

Marie asintió enérgicamente.

—¡Vaya que sí! Ni siquiera pude levantarme de la cama.

—¿Cuándo tuviste tu última menstruación?

—¿Por qué lo preguntas? —Marie alzó la cabeza, asombrada, pero intentó recordar—. Bueno, hace cierto tiempo ya. Creo que Michel aún estaba aquí cuando la tuve. Yo no soy tan regular como tú. Ha de ser por las cosas que tomaba para no quedarme embarazada cuando estábamos juntas. Temo que esas tisanas de hierbas me hayan dejado estéril.

Hiltrud sonrió y luego sacudió enérgicamente la cabeza.

—Sin embargo, todos tus síntomas indican que tendrás un hijo.

—¡Tonterías! —Marie soltó una amarga carcajada e hizo una mueca como si fuera a llorar. Luego tomó aire profundamente—. ¿Acaso es posible?

—No hay por qué descartarlo. —Hiltrud estrechó a Marie en sus brazos—. ¡Deseo tanto por ti que así sea, pequeña!

A Marie le brillaron los ojos.

—¡Sería tan maravilloso que así fuera! Le escribiré a Michel de inmediato y le enviaré un mensajero a caballo. Hiltrud negó con la cabeza.

—En tu lugar, yo esperaría hasta que estemos seguras. No querrás que se haga ilusiones y que luego se lleve una decepción.

—¡Es cierto, no puedo hacer eso! —Marie suspiró y trató de escuchar en su interior. Pero lo único que oyó fue el latido de su propio corazón, que se aferraba a una esperanza desesperada—. Dime, Hiltrud, ¿cuando podré estar segura?

—Ten un poco de paciencia. En un par de semanas comenzarás a sentir al bebé. Bueno, ahora prepararé un buen té para las dos. Seguramente estarás sedienta.

Hiltrud salió de la cocina para ir a buscar fuera agua del pozo y, cuando regresó, le señaló con el mentón hacia donde estaba Liebrecilla.

—No deberías cabalgar de la manera en que lo hiciste al venir. Lo mejor será que dejes de montar a caballo. Después de esperar diez años para tener un hijo, no puedes ponerlo en peligro por nada.

—¡Y no lo haré, no te preocupes!

Marie abrazó a Hiltrud sin prestar atención a la marmita que su amiga llevaba en la mano, y se quedó mirándola con los ojos bien abiertos.

—¡Si tienes razón, hoy es el día más feliz de mi vida!

Hiltrud se apartó de sus brazos sonriendo y colgó el recipiente en el trípode sobre el fogón de la cocina.

—Entonces nos encargaremos de que siga siéndolo.

Cuando Marie regresó al castillo al caer la tarde, estaba radiante de felicidad. Su buen talante llamó la atención de Marga, que se dirigió a sus aposentos a la hora de siempre a informarle de lo que había sucedido ese día en el hogar. Sin embargo, aquel día encontró sumamente distraída a su señora.

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