Read La dama del castillo Online
Authors: Iny Lorentz
Michel intentó ponerse de pie, pero volvió a desplomarse con un quejido. Reimo se puso a su lado enseguida y lo ayudó con sumo cuidado a que se levantara y se apoyara en la muleta. Michel intentó dar un par de pasos apoyándose en ella, pero estaba tan débil que se tropezaba con sus propios pies, y se alegró cuando, después de haber hecho un breve tramo, pudo instalarse junto al fuego para mirar a Zdenka mientras ésta trabajaba. Como allí no hacía más que entorpecerle el paso a ella y a su esposo, dejó que Karel, que poco a poco iba perdiéndole el miedo, lo acompañara otra vez a su lecho.
Reimo cogió un taburete y se sentó junto a Michel a arreglar algunas cosas mientras conversaba con él. A pesar de que era un hombre sencillo, oriundo de una aldea apartada, pudo relatarle mucho de lo que estaba sucediendo en Bohemia. Cuando Michel expresó su asombro por todo lo que sabían él y Zdenka, una sonrisa se deslizó subrepticiamente entre sus labios.
—Todo lo que sabemos es a través del primo de mi mujer, que trabaja como buhonero y nos consigue cosas que necesitamos con urgencia. Cuando te encontré a ti, acababa de volver de encontrarme con él, y de no ser por sus advertencias, habría caído directamente en manos de los husitas o de los soldados alemanes, que me habrían tomado por un rebelde y me habrían linchado.
—Le doy gracias a Dios de que no te haya pasado nada —respondió Michel solemnemente. Aquel hombre rechoncho de barba corta y ojos cristalinos como el agua le caía tan simpático como Zdenka, que a los treinta y cinco años seguía siendo muy bonita, a pesar de las huellas que el miedo le había grabado en el rostro, y cada vez que miraba a Karel sentía en su interior el extraño anhelo de abrazar a un hijo propio. Instintivamente se preguntó si habría algún muchacho esperando su regreso.
Reimo llevó sus pensamientos hacia otra dirección.
—¿Y cómo habremos de llamarte entonces? Yo no quiero continuar llamándote Nemec, ya que en los tiempos que corren eso es un insulto.
—¿Qué día me encontraste? —preguntó Michel. —El día de San Francisco de Asís.
—Entonces llamadme provisionalmente Franz. Es un nombre tan bueno como cualquier otro. —Michel respiró profundamente y luego se quedó contemplando sus manos que, a diferencia de las de su salvador, estaban sin hacer nada, y resolvió aliviarles un poco el trabajo a aquéllas—. Reimo, aunque esté herido hay algunas pequeñas cosas que puedo hacer. De modo que si tienes alguna tarea para mí que yo pueda realizar estando sentado...
Zdenka alzó la cabeza, amonestándolo con la mirada.
—Aún estás demasiado enfermo, Nem... digo, Frantischek.
—El nombre que eligió es Franz —acotó Reimo con voz gruñona—. Además, un par de manos más nos vendrán muy bien, ya que debemos abandonar esta cueva y llegar a un lugar seguro antes de que la nieve haga intransitables todos los caminos. Con el viento helado que ya está viniendo del este, van a congelarse hasta los lobos en el bosque. —Reimo se puso de pie, comenzó a revolver entre las cosas que había en el fondo de la cueva y regresó con un canasto medio roto—. Te enseñaré cómo arreglarlo. Karel te traerá el mimbre que necesitas para hacerlo.
Mientras el muchacho se levantaba solícito y salía de la cueva, Michel estudió el entretejido y dejó que Reimo le explicara cómo se componía. Un rato más tarde tuvo que reconocer que no tenía la habilidad suficiente como para entretejer canastos. Reimo lo ayudó pacientemente, pero cuando el canasto quedó terminado, estaba deforme y torcido.
Michel sonrió, disculpándose.
—Lo hice lo mejor que pude, pero me temo que no ha sido suficiente. Supongo que mi oficio no era entretejer canastos... si es que alguna vez aprendí oficio alguno.
—Nadie nace sabiendo —lo consoló Reimo, riendo—. Yo tampoco lo habría hecho mucho mejor. Lo importante es que ahora podremos volver a usar este canasto viejo.
Michel se dio cuenta muy pronto de que sus anfitriones estaban contentos de haber encontrado a alguien con quien compartir su soledad. Al cabo de dos días, el muchacho ya lo consideraba algo así como un hermano mayor; le mostró toda su colección de piedras de formas extrañas y otros objetos de lo más variado que había hallado en el bosque e hizo que le reparara su pelota de cuero rellena de afrecho de avena. Zdenka alabó a Michel por su excelente trato con los niños, y creía que debía de tener hijos propios. Esa idea le agradó a Michel, pero no pudo recordar ningún rostro infantil. Muy pronto aprendió a desplazarse por la cueva con ayuda de la muleta; ayudaba a sus salvadores en todo lo que podía y conversaba durante horas con ellos acerca de lo que sabían sobre el mundo más allá de la cueva.
De los ejércitos de caballeros alemanes se decía que ya no estaban en condiciones de amenazar el centro del territorio de los husitas, y que ahora se limitaban a defender los territorios cercanos a la frontera en Austria, Baviera, Franconia y Sajonia. Las patrullas de los taboritas aprovechaban la ocasión para efectuar ataques rápidos y precisos, que sus enemigos —más lentos— rara vez podían resistir, y amenazaban en su propio territorio a los castillos y a las ciudades que habían permanecido fieles al emperador. También salían a buscar fugitivos como Zdenka y Reimo para acabar con cualquier atisbo de resistencia. Según el primo de Zdenka, la cueva en la que se había refugiado la pareja se hallaba demasiado cerca de la aldea natal de ella como para ser un lugar seguro, ya que también era conocida por gente que estaba en contacto con los rebeldes. Cuando Michel le preguntó a Reimo dónde creía que podía haber un lugar seguro para ellos, el hombre se desmoronó por un instante, perdiendo todas sus fuerzas.
—Si lo supiera, nos habríamos ido de aquí hace ya tiempo. Quisiera irme de Bohemia, alejarme lo suficiente e instalarme en alguna parte entre alemanes. Pero temo que ellos no acepten a Zdenka por ser checa. Además, el riesgo de toparnos en nuestro camino hacia el oeste con soldados o merodeadores es demasiado grande. La única salida posible es que partamos hacia el castillo de Falkenhain. Dicen que el conde Václav Sokolny se mantiene fiel al emperador y que su fortaleza aún no ha sido conquistada.
—Esa misma fama la tienen todos los castillos hasta el día en que el enemigo se apodera de ellos.
Michel se enojó consigo mismo nada más acabar de pronunciar esas palabras irreflexivas, ya que sentía que no debía arrebatarles a Reimo y a Zdenka el valor y la esperanza a la que se aferraban.
Reimo alzó las manos en un gesto desesperado.
—En Falkenhain estaremos más seguros que aquí. Sólo tengo miedo del trayecto hacia allá, ya que en el camino estaremos indefensos, expuestos a muchos ladrones y patrullas husitas. íbamos a partir de todos modos, pero primero quisimos esperar a que reunieses fuerzas suficientes como para soportar el viaje con este frío.
Como Michel le había asegurado que ya se sentía con fuerzas suficientes, comenzaron con los preparativos para la partida. Zdenka buscó ese mismo día restos de mantas y pieles de conejo curtidas para confeccionarle a Michel ropa que le permitiese soportar el viento helado, mientras Reimo se ocupaba de la carreta y reunía las provisiones que llevarían. A la noche del segundo día, la mayor parte de sus pertenencias estaba cargada y el equipamiento de Michel preparado. Durante la cena, mientras debatían si les convenía partir la tarde misma del día siguiente o esperar a la madrugada del próximo, oyeron fuera el sonido de unas ramas quebrándose.
Reimo dejó su cuenco a un lado y cogió el hacha.
—Espero que no sea un oso buscando un lugar para hibernar.
Pero entonces se oyeron voces, y en ese mismo momento alguien arrancó la protección contra el viento. Tres hombres armados irrumpieron en la entrada, estudiaron al pequeño grupo que se haliaba dentro de la cueva con miradas socarronas e hicieron gestos despectivos al ver las vendas de Michel y la muleta que había apoyado sobre su pierna sana. Un cuarto hombre, de aspecto infernal, se deslizó entre ellos y se quedó parado junto al caballo, temblando. Debajo de sus abrigos de piel de oveja, los cuatro vestían pantalones gastados, llenos de remiendos, y camisas de lienzo; sus pies estaban enfundados en unos zapatos de madera que habían acolchonado con pasto. El primero de los intrusos, un hombre de mediana estatura, bien fornido, con el rostro lleno de hollín, brazos musculosos y manos grandes llenas de cicatrices, soltó una carcajada y dijo algo en checo que hizo gritar a Reimo y a Zdenka.
—¿Qué quiere?—preguntó Michel.
Zdenka lo miró con el rostro exangüe.
—Es Bolko, el herrero de nuestro pueblo. Quieren mataros a ti, a Reimo y a Karel, pero antes me van a... —Su voz se ahogó en una catarata de llanto.
Bolko la señaló con el mentón y habló en un alemán apenas comprensible.
—Yo quería casarme con Zdenka, pero ella prefirió a ese nemec roñoso. Por eso, os cortaremos los huevos, Reimo, a ti y también al mocoso, y os los haremos comer antes de enviaros al infierno, y a la amante de los alemanes, una vez que nos hayamos hartado de ella, le clavaremos tu bastón por abajo hasta que vuelva a salirle por arriba, y nos quedaremos mirando cómo muere lentamente.
Reimo dio un resoplido y se abalanzó sobre Bolko blandiendo el hacha en alto. Pero los otros dos hombres saltaron, lo cogieron y lo tumbaron en el suelo. Después lo sujetaron a pesar de su enérgica resistencia y le quitaron los pantalones. Bolko sacó el cuchillo y apoyó la hoja sobre el miembro de Reimo con una sonrisa maligna.
Zdenka dio un grito que llamó la atención de los demás, y entonces Michel aprovechó la ocasión. A pesar de que su pierna herida aún no lo sostenía bien del todo, se incorporó ayudándose con la muleta y avanzó cojeando lo más rápido que pudo hacia el herrero, que cogió su arma, muy relajado. Pero antes de que pudiera alzar el cuchillo, Michel le hundió con todas sus fuerzas el extremo de su muleta en el estómago. Bolko abrió la boca, pero pareció que el dolor no lo dejaba gritar, y después cayó de rodillas. Michel le quitó el arma de las manos y le destrozó el cráneo en el mismo movimiento.
El herrero murió antes de que los otros intrusos comprendieran qué estaba sucediendo, pero cuando su cadáver se desplomó sobre el suelo de la cueva, volvieron a reaccionar. Dando unos gritos salvajes, alzaron sus armas y se abalanzaron sobre Michel. Reimo derribó al primero a pesar de seguir atado, Michel lo vio tropezarse, le asestó un golpe y le dio muerte también, al tiempo que hacía trastabillar al último con la muleta. Antes de que el hombre pudiese volver a ponerse de pie, el golpe que le dio Michel lo desnucó.
Cuando Michel comenzó a avanzar hacia el cuarto checo, saltando sobre una pierna, éste se hincó de rodillas, unió sus manos y comenzó a suplicar perdón atropelladamente. Como hablaba en su lengua materna, Michel no entendió nada y alzó el arma para golpearlo.
Zdenka se lo impidió.
—¡A él no! Es mi primo Vúlko. Dice que estos tres canallas lo obligaron a que los condujera hasta aquí.
—¡Lo juro por Dios y por todos los santos! —soltó Vúlko en alemán con gran dificultad.
Michel, indeciso, contempló al hombre, pero bajó el arma cuando Reimo se unió al ruego de su esposa. Se apoyó en la pared a pesar de la muleta, ya que de pronto había comenzado a temblar de agotamiento y sentía como si un puñal ardiente estuviese atravesándole el muslo, destrozándole el músculo.
Sin poder moverse, observó cómo Karel liberaba a su padre. Reimo se puso de pie, se subió los pantalones y los sujetó con la cuerda que usaba de cinturón. Después se volvió hacia Michel, tan tenso y cansado como un anciano, y se quedó mirándolo, incrédulo.
—No... no puedo creer lo que acabo de ver. A pesar de tu pierna rota, has derrotado a tres hombres sanos y fuertes como si fuesen perros sin dientes que se atrevieron a alzarse contra un oso.
Zdenka se arrodilló al lado de Michel, apretó la frente contra el dorso de las manos de él y luego le besó ambas manos.
—Rara vez una buena acción fue recompensada en forma tan rápida y grandiosa... Si Reimo no te hubiese salvado, habríamos sufrido todos una muerte horrenda.
Su esposo siguió su ejemplo, y luego abrazó a Zdenka como si no fuese a soltarla nunca más.
Karel se arrimó tímidamente a Michel y levantó la vista hacia él con los ojos brillantes.
—¿Puedo sostenerte y ayudarte a recostarte en tu cama? Debes de estar agotado.
Michel apenas comprendió los efusivos agradecimientos, ya que no podía apartar la vista de los muertos, y se preguntaba qué era lo que había sucedido en su interior. Había actuado como por una orden interna, matando a los intrusos con una facilidad que le hacía pensar que estaba acostumbrado a hacerlo. Ahora tenía que suponer que realmente había pertenecido a esa clase de bestias que atracaban a personas indefensas en sus aldeas, sacrificaban a los hombres y vejaban a sus mujeres. La idea le causaba repulsión, pero se alegró de haber podido rescatar de tan espantoso destino a los que lo habían salvado.
Retiró las manos de los tres y se dirigió cojeando hacia la salida de la cueva para echar un vistazo fuera. A la luz del sol que se escondía, la escarcha hacía brillar el borde de las lomas boscosas que había alrededor, y las copas de los árboles se mecían en el viento. El aire estaba despejado y desagradablemente frío. Debía de estar terminando el otoño, o tal vez ya había comenzado el invierno, ya que olía como sí estuviera a punto de empezar a nevar. Aunque conocía el clima de allí tan poco como la región, comenzó a temer que Reimo hubiese dilatado demasiado su partida. Si no tenían suerte, tal vez a la mañana siguiente ya no podrían abandonar la cueva, o el invierno los sorprendería en el camino. Cuando regresó junto al fuego se lo comentó a Reimo, y le reprochó un poco que hubiese sido tan considerado con su herida.
Reimo aún seguía temblando a causa de la conmoción y se golpeaba el pecho como si se sintiese culpable de todo lo que había sucedido.
—En realidad, no me quedé aquí sólo por ti, Franz, sino por miedo a partir con mi familia hacia lo desconocido. De algún modo, tenía la esperanza de que pudiésemos quedarnos aquí, esperar a que la guerra se terminara y luego regresar a nuestro pueblo. Pero ahora debemos dejar este lugar cuanto antes.
Señaló hacia los tres muertos, a quienes Zdenka y Vúlko estaban despojando de sus ropas.
La mujer miró a Michel. con una sonrisa amarga.
—No es mi costumbre robarle a los muertos. Pero si queremos sobrellevar el invierno, necesitaremos sus cosas. Cuando Reimo te encontró estabas desnudo, y él tuvo que compartir su ropa contigo.