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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (14 page)

BOOK: La dama del castillo
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Con súbita decisión se dio la vuelta y salió corriendo detrás del siervo que estaba llevando el caballo del mensajero a los establos.

—Kunz, engancha los caballos a la carreta más pequeña. Iré a la granja de cabras.

El enjuto siervo arrojó una mirada desconfiada hacia el cielo cubierto de nubes.

—Yo no tomaría la carreta descapotada, señora. Si bien ahora el tiempo está bastante templado por ser un día de noviembre, más tarde lloverá.

Marie se rio.

—Hablas directamente como si la granja de cabras estuviese más lejos que Heidelberg, donde reside actualmente el conde palatino. En menos de media hora estaremos allí. Para combatir el frío puedes poner sobre el asiento las pieles que uso siempre para el trineo, y para protegerme de la lluvia, un toldo alquitranado.

El siervo asintió, refunfuñando, le entregó el caballo del mensajero a uno de los muchachos encargados del establo y se dirigió al cobertizo para empujar la carreta al patio. Le había hecho esa advertencia más preocupado por sí mismo que por la seguridad de su señora. Él estaba más expuesto que ella a las inclemencias del tiempo, ya que no tenía una prenda larga que lo protegiera, ni tampoco pieles que le calentaran el regazo y las piernas, sino sólo una capa de fieltro que se empapaba completamente con la lluvia y le hacía sentir el reúma en los huesos con el doble de intensidad. Pero cuando a la señora se le metía algo en la cabeza, no le quedaba más remedio que obedecer. De modo que se puso a trabajar de mala gana, y tardó tanto en terminar los preparativos que antes de partir ya habían empezado a caer las primeras gotas.

Marie se había cambiado, y dejó que Ischi la arropase dentro de la carreta hasta que sólo su nariz quedó al descubierto.

—¡Vamos, Kunz, apresúrate! —le instó la criada. El hombre se caló su viejo sombrero en la cabeza y se cubrió con la capa. Molesto por tener que abandonar el cálido establo por un capricho de su señora, descargó su furia en el caballo, de modo que la carreta liviana iba rebotando por los baches del camino como una pelota de cuero. Marie tenía que sujetarse con ambas manos, pero no dijo nada: estaba tan nerviosa que disfrutó de aquel viaje rápido a pesar del traqueteo y de los golpes. Cuando llegaron a la granja de cabras, dejó que Mariele la ayudara a quitarse las pieles y esperó hasta que Hiltrud pusiera sobre la mesa comida abundante y una jarra de vino para Kunz. La expresión del anciano se iluminó al ver el tocino y las salchichas.

Su amiga se volvió hacia ella y la condujo a la sala de estar, donde podían sentarse cómodamente a conversar en unos bancos cubiertos con almohadones de crin. Cuando se sentó, la emoción le impedía hablar.

Hiltrud le acarició el cabello.

—¡Tranquila, querida! Piensa en tu bebé. ¿Qué novedades te hacen llegar tan jadeante?

—He recibido noticias de parte de Michel o, mejor dicho, sobre él. Se ha comportado de manera tan valerosa que el emperador lo ha nombrado caballero imperial.

Marie casi no podía estarse quieta a causa de la emoción. Hiltrud se rascó la cabeza, asombrada.

—¿El emperador? ¿Se trata del mismo Segismundo que en Constanza se daba tantas ínfulas, el que andaba tan inflado que parecía a punto de reventar?

Marie asintió enérgicamente y le puso el documento en la mano.

—¡Aquí! ¡Lee! Me lo ha traído hoy un mensajero del conde palatino.

Hiltrud había aprendido a deletrear con ayuda de Marie, sin embargo le costó mucho descifrar aquel escrito plagado de expresiones desconocidas. Pero lo que sabía le alcanzó para comprender que ahora Michel Adler era un caballero libre del Sacro Imperio Romano Germánico, por lo cual era subdito únicamente del emperador.

Hiltrud suspiró y contempló a su amiga con emociones mezcladas.

—Mis felicitaciones, Marie. Realmente es una gran noticia para ti. Lo único que me apena es que tal vez debamos separarnos pronto.

Marie meneó la cabeza.

—Pero ¿por qué? No entiendo...

—¡Mira! Ahí dice que el emperador quiere cederle a Michel un feudo imperial. Eso significa que no permaneceréis mucho tiempo más en Rheinsobern, sino que deberéis mudaros al lugar que el emperador le asigne a Michel.

Marie leyó por encima el pasaje al que su amiga hacía referencia y suspiró profundamente.

—No se me había ocurrido pensar en ello.

Toda la alegría de Marie se disipó en ese mismo momento y casi deseó no haber recibido ese escrito. Habría preferido recibir un saludo breve de puño y letra de Michel asegurándole que se encontraba bien.

Hiltrud descifró como pudo el resto del texto y frunció la nariz, —Aquí dice que lo armaron caballero en junio. Vaya si se han tomado su tiempo en avisarte... —¿En junio, dices?

Marie le arrebató el escrito de las manos a su amiga y volvió a leer el texto completo. Hiltrud tenía razón, hacía ya seis meses que Michel había sido nombrado caballero imperial. Eso le daba a aquella noticia apenas la mitad de su valor, ya que las campañas contra los bohemios habían continuado hasta entrado el otoño, y Michel podía haber sido herido o incluso asesinado en cualquiera de ellas. Marie recordó el sueño cuyas imágenes aún no había podido ahuyentar y se estremeció de golpe.

Hiltrud la vio temblar y se levantó de un salto.

—No deberías haber salido con la carreta descapotada con este clima. Te prepararé una bebida para que entres en calor.

Hiltrud se dirigió a la despensa, regresó con un par de ramitas de los manojos de hierbas que tenía colgados allí y los echó en una olla. En la cocina, extrajo agua del caldero de cobre que estaba sobre el horno junto a la pared y llevó el preparado a la sala, que inmediatamente se inundó de un agradable y fresco aroma.

Mientras el té reposaba, la sala se cubrió de un silencio que resultaba opresivo. Hiltrud se dio cuenta de que Marie se había ensimismado en sus sombríos pensamientos y decidió levantarle el ánimo. Sirvió una jarra de té endulzado con una buena porción de miel y la puso en manos de su amiga.

—Aquí tienes, bebe, y luego olvídate de tus preocupaciones. Si tu Michel ha sido nombrado caballero imperial, seguro que no tiene motivos para temer a un par de husitas.

Marie pensó en contarle a su amiga la pesadilla que había tenido, pero después cambió de idea. Hiltrud se ocupaba de ella como si fuese su madre y no quería parecer desagradecida, así que se esforzó por esbozar una sonrisa.

—Tienes razón. Deberíamos alegrarnos por el mensaje. Quién sabe, tal vez Michel ya se encuentre camino a casa, porque no creo que el emperador continúe la guerra durante el invierno.

Con esa esperanza en el corazón y con dos jarras de té tibio pero refrescante en el estómago, el mundo ya comenzaba a verse mucho mejor otra vez, y cuando Marie se sentó poco más tarde en la carreta y emprendió el regreso a la ciudad, no le molestó ni el viento frío que bajaba de las montañas ni la lluvia que caía del cielo a cántaros.

Capítulo II

Dos semanas más tarde llegó el invierno. Alrededor de Rheinsobern, el paisaje estaba cubierto de escarcha, pero los picos de la Selva Negra y de los Vosgos, que podían verse en las escasas horas de sol en las que se desvanecían la niebla y las espesas nubes grises, ya estaban cubiertos de nieve. Marie esperaba cada mañana que Michel regresara a su lado ese mismo día, así que cuando sus ocupaciones se lo permitían, solía sentarse junto a la ventana que daba al patio del castillo.

Una mañana especialmente lluviosa y tormentosa, Marie se estremeció de solo pensar que Michel podría estar cabalgando bajo la lluvia helada en ese momento, o incluso bajo la tormenta de nieve que arreciaba en las alturas. Se envolvió más en la manta que le cubría los hombros y se dedicó a su bordado, una funda para la almohada de su futuro bebé. Mientras bordaba con delicadas puntadas los zarcillos alrededor de las flores, pensó esbozando una sonrisa lo sorprendido y feliz que estaría Michel de encontrarla embarazada a su regreso. Ahora que se había convertido en un caballero del Sacro Imperio Romano Germánico se alegraría más que nunca de tener un hijo varón. Aunque una hija podría casarse con un noble caballero y heredar de ese modo para sus hijos el feudo cedido por el emperador, tal como se había dejado asentado en el diploma de su nombramiento.

Enfrascada en sus sueños de un futuro feliz junto a Michel, al principio Marie no advirtió los tres carros que atravesaron las puertas del castillo, tirados por dos bueyes cada uno. Sólo levantó la vista al oír el ruido de las ruedas de hierro sobre el adoquinado. Al principio pensó que se trataba de Michel con el equipaje que por entonces se había llevado, pero sus esperanzas se desvanecieron ante la vista de aquellos carros decrépitos y de los enjutos animales de tiro. Seis hombres a caballo escoltaban la caravana, y sus gruesos abrigos brillaban de tan mojados que estaban, al igual que los toldos de los carros, mientras que los cuatro hombres y las tres mujeres que iban caminando junto a los carros se protegían de la lluvia y el frío apenas con unas capas sencillas hechas de paja entretejida. Marie se sorprendió al ver la cantidad de huéspedes que irrumpían en el castillo sin haber anunciado previamente su llegada, y se preguntó quiénes serían esas personas. Cuando los carros se detuvieron, el toldo del primero se descorrió, dejando al descubierto a una señora gorda, vestida con el traje y el tocado de una dama de la nobleza, que asomó la cabeza con curiosidad. A su lado comenzaron a descender del carro una mujer vestida con sencillez y un grupo de niños de distintas edades. Para alivio de Marie, en los otros dos coches parecía que sólo viajaban los cocheros. Marie recordó sus deberes como señora del castillo y bajó deprisa al salón.

Cuando llegó, el grupo de visitantes estaba entrando por la puerta principal. Iban encabezados por la dama noble, cuya silueta era de la misma anchura y altura. Cuando fue alumbrada por las lámparas de sebo, que a esa altura del año estaban todo el día encendidas, Marie comprobó que el vestido de la señora y su capota adornada con piel de conejo correspondían a una moda que, como podía verse en los cuadros de la capilla del castillo, había sido popular hacía cincuenta años. Hoy únicamente se vestiría de ese modo la esposa de un caballero empobrecido cuyos dominios se encontraran lejos de toda gran ciudad y de las rutas comerciales conocidas. Los hombres que seguían a la mujer pisándole los talones también parecían venir de algún confín apartado del imperio. Dos de ellos habían franqueado hacía tiempo la barrera de los cuarenta, mientras que los cuatro más jóvenes parecían ser descendientes de uno de ellos con la mujer gorda, y los hijos más pequeños de esos jóvenes entraron en el salón junto con los criados y se pusieron a probar de inmediato si las paredes del castillo les devolvían el eco de sus gritos.

La mujer gorda paseó su mirada codiciosa por los muebles del salón, como un niño que espera abalanzarse sobre sus regalos. Avanzó hacia donde se encontraba Marie y la miró de arriba abajo.

—¿Vos sois Marie Adlerin? —Marie asintió y se dispuso a saludar a la dama, pero ella continuó hablando sin parar—. Yo soy Kunigunde von Banzenburg. Mi esposo, Manfred, es el nuevo castellano y alcaide del conde palatino en Rheinsobern —explicó, señalando al mejor vestido de los dos hombres mayores.

Marie casi no le prestó atención a aquel hombre, sino que hizo una mueca burlona, torciendo el gesto y meneando la cabeza como si estuviese tratando de espantar alguna mosca obstinada. Al parecer, el conde palatino Ludwig no había perdido el tiempo buscando un sustituto para el puesto de Michel en cuanto éste había sido nombrado caballero imperial. Marie pensó que aquel noble señor al menos podría haber aguardado a que Michel regresara de la guerra.

Como Marie no respondía, la señora Kunigunde arrastró hacia delante al más viejo de sus acompañantes.

—Éste es mi primo, Götz von Perchtenstein.

Von Perchtenstein estaba tan flaco como si no hubiese recibido alimento suficiente en toda su vida, y su cabeza se veía rodeada por una rala corona de cabellos grises. Parecía prematuramente envejecido y, cuando abrió la boca, Marie pudo ver que no le quedaban más que un par de dientes partidos, amarillentos y casi podridos.

—Me alegra enormemente conoceros, señora Marie. Permitidme que os transmita mis más sinceras condolencias por vuestra pérdida —dijo con una desagradable voz, seguramente producto de su falta de dientes.

Marie lo miró sin entender.

—¿Qué pérdida?

La señora Kunigunde torció la cabeza. —¿Acaso no lo sabéis aún?

Su esposo, que hasta el momento no había emitido sonido alguno, se puso a su lado, apoyando su mano derecha en el mango gastado de su espada.

—Vuestro esposo, el caballero imperial Michel Adler, cayó en la batalla hace siete semanas mientras luchaba contra los herejes bohemios.

Marie sintió que aquellas palabras la atravesaban como un rayo. Apretó las manos sobre su boca para reprimir el grito que quería escaparse de sus labios y sacudió la cabeza, desesperada.

—Os doy mi más sincero pésame yo también —continuó Manfred von Banzenburg, en un tono tan informal como si estuviese preguntándole a un siervo si el establo ya estaba limpio—. Sucedió durante un ataque en territorio bohemio en el cual él participaba bajo las órdenes del honorable Heribald von Seibelstorff. La tropa cayó en una emboscada y la mayor parte fue masacrada por los herejes husitas. Los supervivientes se salvaron gracias a la heroica intervención del caballero Falko von Hettenheim, que cubrió la retirada a pesar de la superioridad de los rebeldes. Como hubo que dejar a los muertos, vuestro consorte no pudo recibir cristiana sepultura.

Era imposible comunicar la noticia de la viudedad con palabras más desabridas, crueles y brutales. En el interior de Marie pugnaban la furia por la insensibilidad del nuevo castellano con la desdicha que se apoderaba de ella. Marie apretó los dientes para no perder el dominio de sí misma. Lo único que atinaba a pensar era que Michel había sobrevivido apenas unos pocos meses a su gloria y ascenso, y sólo con imaginarse el cruel final que había padecido se sentía tan mal que quería esconderse como un animalito asustado.

—Ocúpate de nuestros huéspedes —le ordenó a Marga, para luego desaparecer sin pronunciar una sola palabra más. Pocos minutos más tarde, mientras estaba tendida sobre su cama y daba rienda suelta a sus lágrimas, de pronto se dio cuenta de que ahora el huésped en ese lugar era ella, y no el caballero Manfred y su familia.

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