Read La dama del castillo Online
Authors: Iny Lorentz
Michel alzó las manos dudoso.
—No lo sé porque perdí la memoria de un golpe en la cabeza.
—¿Alguien habrá escuchado algo semejante alguna vez? —se burló el vigía, pero en ese momento intervino en aquella conversación a gritos otra voz, una voz acostumbrada a mandar.
—¿Quiénes sois y de dónde venís?
Reimo inclinó instintivamente la cabeza y respondió.
—Soy Reimo, el alemán, y ellos son mi mujer Zdenka, mi hijo Karel, y el primo de Zdenka, Vúlko. Somos del pueblo de Kyselka y tuvimos que huir de los husitas.
—¿Precisamente ahora, después de tantos años con los husitas al mando? ¡Hombre, no esperarás que te creamos esos cuentos!
La voz del vigía sonaba mordaz, pero el hombre que había intervenido en la conversación lo reprendió.
—Cállate, Huschke, y deja hablar a esta gente.
—Gracias, noble señor. —Zdenka suspiró aliviada y luego explicó que ella, su marido y su hijo habían huido hacía varios años de Kyselka y que se habían ocultado en una cueva—. Pero nuestro escondite fue descubierto por nuestros enemigos, y si Frantischek no nos hubiese salvado, ahora estaríamos todos muertos.
El vigía de la torre no daba su brazo a torcer.
—Frantischek, qué nombre más extraño para un guerrero alemán.
—No es su verdadero nombre, pero es que él se olvidó del suyo. Lo llamamos Firanz porque lo encontré el día de San Francisco de Asís.
Mientras Reimo estaba aclarando los hechos, la tormenta de nieve comenzó a arreciar nuevamente, y Karel, que estaba tan muerto de frío como los adultos, comenzó a gimotear en voz baja.
Desde el puesto del vigía de la torre se oía una conversación en voz baja pero muy acalorada, y el pequeño grupo esperaba que no se impusiera el vigía desconfiado, sino el otro hombre cuya voz había sonado tan compasiva como curiosa. Al poco tiempo, el ruido de un pasador o de una tranca descorriéndose los liberó de aquella angustiosa espera, que conmovía incluso a Michel. Las dos hojas de la puerta se abrieron, haciendo a un lado el montón de nieve que se había acumulado delante.
—Soy Václav Sokolny, el señor de este castillo. Os doy la bienvenida.
Aunque hablaba bien el alemán, su acento dejaba entrever que no se trataba de su lengua materna.
—Os lo agradecemos, noble señor. —Zdenka salió a su encuentro, se hincó de rodillas y tomó su mano para besarla. Pero como el hombre llevaba unos guantes gruesos y forrados, se contentó con apoyar un instante su frente en ellos.
El hombre se percató de su turbación y se sonrió, divertido, pero la ayudó a ponerse de pie enseguida.
—En primer lugar, debéis entrar al calor. Estáis completamente congelados. Que Wanda os caliente unas cervezas. Eso os quitará el frío. Hynek se ocupará de vuestro caballo.
El hombre que se sintió aludido se inclinó ante el señor del castillo y contestó.
—Ov^sem, pán!
Entretanto, Michel había aprendido de Zdenka suficientes palabras en checo como para entender que había dicho «sí, señor». Estaba contento de poder escapar de aquel frío penetrante, aunque tenía el doble de ropa y la dureza de la marcha le había hecho sudar abundamentemente. Sin embargo, ahora que estaban parados sin moverse, el viento le soplaba a través de cada pliegue de la túnica.
Mientras sus acompañantes siguieron a Sokolny con la cabeza gacha, sin mirar a izquierda o a derecha, su mirada se paseó por los alrededores, examinándolo todo. El castillo había sido erigido en un lugar estratégico, ya que los flancos escarpados del espolón de la montaña lo protegían por tres lados. Las murallas, que surgían del despeñadero casi sin que se viera su inserción, eran la mitad de altas y un poco menos macizas que las del frente, que constituía el lado más expuesto a un ataque, y una torre de entrada maciza aunque no desmedidamente grande protegía la entrada. El castillo era de corte ovalado y más bien podía denominarse pequeño, eso era algo de lo que Michel estaba seguro aunque no pudiera recordar si había visto otra fortaleza alguna vez. Salvo el edificio principal, el resto parecían más bien chozas que se apoyaban contra las piedras grandes pero toscamente talladas de la muralla como si se tratase de niños asustados.
El conde Sokolny condujo a sus invitados a través del patio angosto del castillo, que a pesar de la fuerte nevada estaba limpio, llevándolos hasta un anexo que se encontraba junto al edificio principal y en donde estaba la cocina. Allí, la cocinera estaba llenando unos vasos con cerveza humeante.
—Aquí tenéis, bebed —instó a los invitados. Los dos soldados que venían acompañando al grupo interpretaron que esa invitación también iba dirigida hacia ellos y se apresuraron a coger un vaso. En los labios de Sokolny se insinuó una sonrisa, pero no dijo nada, sino que se sirvió él también. La cocinera hizo una reverencia, fue a buscar de un estante un par de vasos vacíos más, los llenó también del líquido humeante que impregnaba con su aroma la cocina entera y se los puso en las manos a Michel y sus acompañantes. Mientras los hombres bebían la bebida caliente a pequeños sorbos para no quemarse los labios, Zdenka inició una conversación con la cocinera. Ambas hablaban en checo, ya que les resultaba más familiar que el alemán hablado por los habitantes de las grandes ciudades y, a juzgar por la avidez con que conversaban, parecía que tenían mucho para contarse.
El conde Sokolny aguardó a que sus inesperados invitados se hubieran recobrado un poco y luego señaló hacia la puerta.
—Seguidme al salón. Ya casi es la hora de cenar y no queremos seguir molestando a Wanda y a su gente.
Zdenka señaló hacia las ollas, que emanaban un delicioso aroma.
—Si se me permite, me gustaría ayudar.
—Hoy deberías tratar de recobrar fuerzas. Pero si Wanda está de acuerdo, a partir de mañana puedes ayudar en la cocina por el sueldo correspondiente.
Sokolny dirigió al grupo hacia la puerta, como si fuera una campesina que echa fuera a la bandada de gallinas que se le ha metido dentro de la casa. Cuando vio el efecto imponente que causaba en sus invitados el salón principal, con su cielo raso sostenido por vigas de madera tallada, sus armas y trofeos en las paredes y su mesa larga enmarcada por unas sillas macizas, Sokolny asintió, satisfecho, y les dio tiempo a Reimo, Zdenka, Karel y Vúlko para que observaran tranquilos. Los cuatro estuvieron de acuerdo en que las cuatro casas más grandes de su aldea podrían caber allí dentro. Ante aquellas exclamaciones de admiración, Michel meneó la cabeza en forma casi imperceptible, ya que el salón no le parecía particularmente grande y consideraba esos muebles inusualmente anticuados. En lugar de tener alfombras, el suelo estaba cubierto de espigas de abeto, y al menos una docena de perros se peleaba debajo de la mesa por un hueso.
—Eh, grandullón —dijo Michel cuando se le acercó un gran perro y se le quedó mirando con sus ojos amarillos. El perro emitió un gruñido suave, pero Michel no se dejó amedrentar y le cogió del cuello con audacia.
—Si vamos a ser amigos, será mejor que me trates de un modo un poco más amable.
El perro frunció el ceño como si estuviese pensando cómo debía reaccionar, olfateó minuciosamente a Michel y finalmente apoyó su cabeza contra el muslo de él. Se trataba de la pierna que Michel tenía lastimada, y ese contacto le había dolido. Sin embargo, Michel se aguantó el dolor, palmeó al macizo animal y se alegró de haber encontrado a su primer amigo en el castillo de Sokolny.
A la luz turbia de la lámpara de sebo, Marie se quedó contemplando la nieve que el viento filtraba en la habitación a través de la ventana rota y que iba formando un montoncito blanco debajo de ella. Hacía tanto frío en esa habitación que los copos ya no se derretían, y Marie creyó que moriría de frío a pesar de los tres vestidos que tenía puestos uno encima del otro y de la manta que se había envuelto alrededor de los hombros. Como la habitación carecía de chimenea y además le habían negado un calentador con carbón de leña, su cama se había mojado y cubierto de una capa delgada de hielo allí donde se condensaba su aliento.
Estaba a punto de dar a luz, y tenía dolorosa conciencia de que en esas condiciones su bebé no lograría sobrevivir ni siquiera la primera noche. En sus momentos de mayor tristeza había pensado en darse por vencida y entregarse al destino que le había asignado la señora Kunigunde. A fin de cuentas, se trataba del bebé de Michel, cuya vida no podía poner en riesgo por simple obstinación. Pero cada vez que estaba a punto de ir a ver a la nueva señora del castillo y someterse a sus designios, el orgullo y el deseo de independencia se alzaban en su interior. Podía imaginarse la clase de vida miserable que llevaría bajo el influjo de aquella mujer, ya que el hombre con quien se debía desposar de acuerdo con los designios de Kunigunde estaba completamente sometido a sus órdenes y no movería ni un dedo para proteger a su esposa de su prima. Y, sobre todo, un matrimonio con ese Götz von Perchtenstein, aquel hombre desabrido y desanimado, mancharía la memoria de Michel.
Marie se abrazó el vientre, donde su bebé se revolvía inquieto, apretó los dientes y lanzó un rosario de imprecaciones contra el piso de abajo, donde la estirpe de Kunigunde devoraba presa de la gula todos sus víveres, mientras que ella allí arriba no probaba bocado desde hacía veinticuatro horas. Hacía ya varios días que había comenzado a sentirse tan pesada y tan mal que no podía sostenerse sobre los flojos peldaños de aquellas empinadas escaleras. Ischi solía traerle la comida, pero el día anterior se había ido a la casa de su futuro esposo, y la tormenta de nieve que arreciaba desde la noche anterior probablemente la había retenido allí.
Marie se frotó las manos agarrotadas y se acurrucó más contra el borde de la cama para no quedar tan expuesta a la corriente de aire. Justo en ese momento oyó ruidos provenientes del desván, que se encontraba en un anexo debajo de la torre. Supuso que se trataría nuevamente de alguno de los mocosos de la señora Kunigunde, que ya le habían abierto y saqueado dos cofres, pero ya no tenía las fuerzas necesarias para bajar y ahuyentarlos. En ese momento oyó pasos en la escalera que conducía a su recámara y se incorporó tensa.
Unos instantes más tarde, Ischi asomaba la cabeza por la puerta. La joven criada estaba envuelta en un abrigo, y la pañoleta de lana gruesa que se había anudado sobre la cabeza sólo le dejaba libres los ojos, la nariz y la boca. Pero esta vez no llevaba ningún plato en la mano, sino el abrigo de piel más grueso de Marie y sus botas de invierno. Mientras apoyaba las cosas sobre la cama, le sonrió a su señora para darle ánimos.
—Hoy la tormenta arrecia con singular fuerza, señora —dijo en voz baja—, con fuerza suficiente como para retener a la señora Kunigunde y a toda su estirpe en la habitación de la chimenea, y los guardias de las puertas están más preocupados por sus braseros que por la entrada. Por eso puedo llevaros por fin a la granja de cabras, tal como me lo encargó vuestra amiga hace ya varios días. Es cierto que el camino no será fácil, pero hasta ahora no había podido encontrar una ocasión propicia para sacaros del castillo a escondidas.
Marie sólo oyó la palabra granja de cabras y pensó en el calor de hogar que se sentiría en la cocina de Hiltrud. Allí también encontraría comida suficiente y la ayuda necesaria para traer a su bebé al mundo sano. Esos pensamientos le levantaron enseguida el ánimo, y miró a la criada, asintiendo aliviada.
—Eres un tesoro, Ischi. Ya casi había perdido el valor, pero gracias a tu ayuda podré burlar a la señora Kunigunde.
Se levantó, se calzó las botas y se puso encima el abrigo de forma semicircular. Como había sido confeccionado antes de su embarazo, la tela se estiraba en la zona del vientre, dejándole un espacio sin cubrir. Ischi observó con ojo crítico las ropas apretujadas de su señora, que le parecían muy poco apropiadas para el largo viaje que emprendería, y salió en busca de algunas prendas más. Volvió a quitarle el sobretodo y fue superponiéndole las prendas más abrigadas que pudo encontrar. Después volvió a ayudarla a enfundarse en el abrigo y le puso otra pañoleta más sobre los hombros para sostenerle sobre la cabeza una caperuza forrada en piel. Finalmente, sujetó a su señora para que ésta pudiese bajar las empinadas escaleras paso a paso a pesar de su informidad.
A pesar de que a Marie le urgía dejar ese castillo inhóspito lo antes posible, se detuvo en el almacén junto a la torre, abrió un par de cofres y extrajo algunas cosas por las que sentía un apego especial. Se trataba de un par de joyas que Michel le había regalado a lo largo de los años y que todavía no había podido dar a Hiltrud para que las pusiera a resguardo, además de un par de cosillas pertenecientes a Michel que aún no habían caído en las codiciosas garras de la estirpe de Kunigunde. No quería dejarlas allí porque estaba convencida de que, si lo hacía, no volvería a verlas.
El frío en el castillo también tenía su lado bueno, ya que mantenía a los criados refugiados en el calor de la cocina y a las criadas preferidas de la señora Kunigunde en la habitación de la chimenea. Eso les permitió a Ischi y a Marie atravesar el patio sin ser vistas y avanzar hasta las puertas con la nieve llegándoles hasta las pantorrillas. Si bien las dos hojas grandes del portal estaban cerradas, la pequeña puerta lateral estaba abierta y sin vigilancia. Poco después, Marie se dio la vuelta para echarle un último vistazo a aquellos muros que habían sido su hogar durante once años y a los que ya no quería regresar. Se sacudió los recuerdos de los últimos meses para que no la persiguieran como una nube de malos espíritus y luego le volvió la espalda al castillo con un enérgico movimiento.
—En realidad, la idea era que Thomas o Hiltrud estuviesen esperándonos en la puerta, pero con este clima tan espantoso no pude salir a buscarles, así que tendremos que ir solas —le gritó Ischi en el oído para sobrepasar el rugido de la tormenta. Marie examinó a la joven y meneó la cabeza preocupada. La ropa de Ischi alcanzaba para ir a ver a algún vecino en la ciudad o para poder ir a la iglesia, pero no era adecuada para una caminata de horas a campo traviesa. Se congelaría antes de llegar a la mitad del camino hacia la granja de cabras. Marie comprendió que tendría que ir sola.
La criada extrajo de un pequeño nicho entre dos casas un bastón fuerte y una canasta bien acolchada que había escondido al dirigirse al castillo. La canasta contenía un recipiente aún tibio sellado con una tapa que contenía un guiso muy nutritivo de cebada troceada, nabos y algunas tajadas de pollo. Marie casi le arrancó a la criada de las manos la cuchara que ésta había rescatado de entre la paja y devoró la comida con avidez, sin darle siquiera las gracias a la joven entre bocado y bocado. Una vez que el recipiente quedó vacío, volvió a mirar hacia arriba, donde el castillo ya casi no podía distinguirse a causa de la tormenta de nieve, y agitó el puño.