La dama del castillo (19 page)

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Authors: Iny Lorentz

BOOK: La dama del castillo
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La señora Kunigunde se había vengado con abierta maldad de su primera derrota, confinando a Marie en aquella habitación diminuta a la que sólo se podía acceder a través de numerosas escaleras estrechas y empinadas, y se había apoderado de todo cuanto Marie no había llegado a poner a resguardo. El caballero Manfred, sus hijos mayores y Perchtenstein vestían ahora las ropas de Michel. Si bien al caballero Götz los pantalones le caían enormes alrededor de las piernas y su torso habría podido caber dos veces en el sayo de Michel, el hombre llevaba aquellas telas caras y abrigadas con ridículo orgullo. Las provisiones y las delicias que Marie había adquirido a precios muy altos pertenecían ahora al nuevo castellano, al igual que la bodega, cuyos barriles contenían en su gran mayoría caldo de las cepas de los viñedos de Marie.

Mientras que la señora Kunigunde y su familia se deleitaban con el tocino, las salchichas y el vino de Marie, ella tenía que contentarse con la comida más simple de los criados, que Ischi le subía, ya que con su embarazo tan avanzado tenía dificultades para bajar sola tantas escaleras. Marie sabía que bastaba con una sola palabra suya para cambiar toda su situación, pero no daría el brazo a torcer. Se imaginaba lo que podía llegar a suceder con todas sus tierras y demás posesiones si el caballero Götz echaba mano de ellas. Y aun cuando Perchtenstein fuese el hombre más dulce y amable que pudiera imaginarse, Marie jamás aceptaría casarse con él a tan poco tiempo de haber recibido la noticia de la muerte de Michel, ya que aún no se sentía viuda. Tal vez el bebé que estaba creciendo en su interior fuese lo que le daba la ilusión de que Michel aún seguía estando con ella de algún modo y le hacía casi imposible creer en la noticia de su muerte.

Por un momento la atormentó la certeza de que sin Michel estaba perdida y que estaba esperando en vano que él regresara a liberarla de aquella difícil situación en la que se encontraba. Pero luego reaccionó con rabia y determinación. Jamás se había resignado a su destino sin luchar, como lo hacían otras mujeres, y tampoco se daría por vencida esta vez. Como la habitación estaba en penumbras debido a que la ventana estaba tapada, iba a llamar a Ischi para que le trajera una astilla de resina de la cocina del castillo para encender la lámpara de sebo cuando sintió unos pasos pesados subiendo las escaleras. Los pasos no sonaban corno los de Ischi, y por eso empuñó la daga que llevaba consigo para poder defenderse de cualquier intruso en un caso extremo. Sin embargo, volvió a bajar el arma de inmediato porque aquella sombra entrante resultó ser Hiltrud.

—¡Por Dios, Marie, esto está tan oscuro como una iglesia en medianoche! —exclamó su amiga por todo saludo. Marie le señaló la ventana tapada.

—La ventana está destrozada y tengo que cubrirla con una manta para no dejar pasar las corrientes de aire.

—Las hay de todos modos —respondió Hiltrud, preocupada. Se acercó a la ventana con paso rápido y quitó la manta—. Así está mejor, ahora por fin puedo verte bien. En realidad, vine a consolarte por la muerte de Michel y a acompañarte un poco. Pero, por lo visto, necesitas otra clase de ayuda muy distinta.

Marie agitó su mano derecha en el aire, furiosa.

—No estoy tan desamparada como parece. Sólo necesito un mensajero que no tema emprender la ruta que lleva hacia el conde palatino, ya que dudo de que el señor Ludwig apruebe la forma en que me trata su nuevo castellano.

Hiltrud no opinaba lo mismo en lo concerniente a los soberanos, pero no quería angustiar aún más el corazón de Marie.

—Mi Thomas irá por ti a ver al conde palatino y le llevará tus reclamos.

—Sería un gesto muy amable por parte de ambos. Espera, escribiré una carta enseguida, ya que el señor Ludwig debe enterarse de que su nuevo castellano me ha robado sin ningún tipo de pudor.

Marie revolvió en el cofre pequeño que estaba junto al lugar donde dormía buscando papel, tinta y una pluma, y escribió algunas líneas con los dedos agarrotados por el frío. Continuamente tenía que detenerse a soplarse las manos para calentarlas un poco,

—Bien, ahora sólo falta la firma y el sello y ya termino.

Dobló el papel, tomó el lacre y lo sostuvo un instante en la mano sin saber qué hacer. Después se levantó, se dirigió hacia la puerta y la abrió.

—¡Ischi, tráeme una astilla de resina, quiero encender la lámpara!

Sus palabras resonaron fuertemente por la torre y el almacén que había debajo, y poco después la joven criada apareció con una astilla ardiente tan pequeña que tuvo que subir las escaleras empinadas casi volando para que no se le consumiera en las manos antes de tiempo. Llegó justo para sostener la llama, que ya casi estaba rozándole los dedos, junto a la lámpara de sebo. La mecha se encendió, pero la luz flameaba considerablemente entre tanta corriente de aire, de modo que Hiltrud tuvo que volver a cubrir la ventana con la manta. La llama se calmó y Marie pudo por fin dejar caer unas gotas de lacre sobre el papel.

Presionó su anillo con el sello en el lacre y le entregó el escrito a su amiga.

—Por favor, cuando abandones el castillo escóndelo para que la señora Kunigunde no lo descubra. Hiltrud cerró el puño. —¡Que se atreva a acercarse a mí!

Marie asintió, agradecida, pero de pronto se frenó y se quedó pensando.

—¿Podrás sacarme de aquí un par de cosas más de contrabando? Quisiera asegurarme de que mis certificados de propiedad y mis joyas más valiosas estén a salvo.

—¡Dámelos! —la instó Hiltrud.

Marie cogió unos papeles y una bolsita de cuero de un cofrecito que extrajo de debajo de su cama.

—¿Puedes sacar todo esto del castillo sin ser vista? —le preguntó insegura.

—Me lo esconderé allí donde ningún hombre se atreve a llegar si no desea recibir una buena bofetada de mi parte.

Hiltrud le guiñó un ojo a Marie en un gesto cómplice, se subió la falda y se dio unos golpes en el bajo vientre.

—Se ve que te has olvidado de las enseñanzas de nuestros años de vida errante, Marie, y que ya no sabes cuál es el mejor lugar para ocultar esa clase de cosas. Por aquel entonces, tú misma le llevaste al duque de Württemberg de esa manera todas las pruebas que tenías en contra del conde de Keilburg. —El recuerdo hizo que se le escapara una risita, pero pronto recordó que Marie acababa de enviudar y se contuvo avergonzada—. Vendré con más frecuencia este invierno y te traeré salchichas o tocino. Ese puré no es suficiente alimento para ti y tampoco para tu bebé.

Al decir eso, señaló el tazón que Ischi le había traído junto con la astilla y que había dejado sobre el taburete tambaleante que hacía las veces de mesa.

—Sí, hazlo, por favor.

De pronto, a Marie le entraron unas ganas voraces de degustar alguna de las exquisitas salchichas ahumadas de Hiltrud. Hubiese querido levantarse de un salto y acompañar a su amiga hasta la granja de cabras. Pero había oído más de una vez las amenazas de Kunigunde de lo que le sucedería si osaba abandonar el castillo de Sobernburg sin permiso, y en medio de la discusión que inevitablemente se suscitaría, podía a llegar a ocurrir que Kunigunde descubriera los certificados y las joyas que Hiltrud llevaba escondidas. De solo pensarlo, las lágrimas comenzaron a brotarle de los ojos, y maldijo al conde palatino, que la había puesto bajo la tutela del nuevo castellano, de tal modo que no podía refugiarse en casa de Hiltrud ni de Hedwig sin causarles problemas.

—Ven, siéntate, Hiltrud, hablemos de otros tiempos mejores —dijo, y se hizo a un lado para dejarle sitio a su amiga.

Hiltrud permaneció varias horas con Marie, consolando a su amiga como podía. Estuvo allí hasta la hora de la cena, cuando el nuevo castellano y su familia se sentaron a la mesa y ella no corría peligro de que la interrogaran o la examinaran. Mientras descendía las escaleras empinadas en medio de una semipenumbra, iba lanzando imprecaciones en voz baja contra la calaña que se había instalado allí. Hubiese querido irrumpir en la sala y cantarle las cuarenta a esa víbora mandona de Kunigunde y al pusilánime de su marido. Sin embargo, el encargo que le había hecho Marie era más importante que su furia, y por eso se apuró a dejar atrás las puertas del castillo. Una vez fuera, se sacudió, dejó escapar un suspiro de alivio y se acomodó el rollo de papeles que llevaba sujeto al muslo. Después avanzó a toda marcha, haciendo flamear su falda, adentrándose en la noche que comenzaba. No temía ni a los ladrones ni a los animales salvajes, ya que el bastón que utilizaba de apoyo al caminar tenía una punta afilada que podía llegar a convertirse, llegado el caso, en un arma peligrosa. Además, estaba segura de que Thomas saldría a su encuentro muy pronto.

Capítulo VIII

La nieve había tardado en aparecer ese invierno, pero ahora comenzaban a caer los primeros copos del cielo en tales cantidades como no sucedía desde tiempos inmemoriales. El enjuto jamelgo apenas si podía tirar de la carreta, a pesar de que Reimo y Vúlko le abrían el paso con sus propios cuerpos a través de la nieve, que les llegaba casi a la altura de las caderas. Durante los primeros días, Michel, Zdenka y Karel habían podido ir sentados sobre el coche, pero ahora avanzaban pesadamente detrás de él, malhumorados y agotados. Cada vez que la carreta se quedaba varada y los hombres se apretaban contra las ruedas, Zdenka revisaba sus pertenencias y arrojaba todo aquello de lo que creía que podrían prescindir para facilitarle el trabajo al esforzado jamelgo. Por lo general, Michel se quedaba mirando, impotente, ya que apenas podía desplazarse sobre sus muletas con gran dificultad, sintiendo que el frío le calaba hasta los huesos. La pierna, que ya casi se le había curado, ahora se negaba a sostenerlo, ya que el clima helado y la sobrecarga habían hecho que la herida se le volviera a abrir.

Al percibir el aullido de una manada de lobos no muy lejos de donde ellos se encontraban, Zdenka se abrió paso hacia delante a duras penas a través de la nieve y se abrazó a su marido.

—Debemos dejar la carreta, Reimo. De lo contrario, jamás lograremos llegar a Falkenhain con vida.

Los lobos ya habían atacado al grupo en tres ocasiones, pero hasta ahora los hombres habían logrado ahuyentar a los animales.

De la carreta colgaban tres pieles de lobo congeladas que el viento mecía y hacía entrechocar entre sí. Michel había matado a dos de los lobos y Reimo al tercero. Pero ambos sabían que el próximo ataque podía ser el último.

Como su esposo no le respondió de inmediato, Zdenka comenzó a tirarle de la manga.

—¿No me has oído, Reimo? Debemos dejar la carreta.

Reimo sacudió enérgicamente la cabeza.

—Si renunciamos a la carreta, seremos mendigos. Allí está todo cuanto poseemos.

Sin embargo, él también sabía que, a no ser que Falkenhain emergiese tras el próximo recodo del camino, no tendrían otra opción.

Michel siguió las huellas que Zdenka había dejado en la nieve y se unió a los otros tres.

—¿Estáis seguros de que aún seguimos avanzando en el rumbo correcto?

Reimo alzó las manos, desconcertado, pero Vúlko respondió afirmativamente a esa pregunta. Añoraba a su esposa y a sus hijos, pero había comprendido que para su familia sería mejor que lo consideraran desaparecido y no que hubiera regresado a casa sin sus acompañantes. Por eso, a instancias de Zdenka, se había unido a Reimo. Era el único de ellos que ya había recorrido el camino hacia Falkenhain en tiempos de paz, y su presencia iba revelándose cada vez más como un afortunado giro del destino.

Vúlko señaló hacia la izquierda.

—Si bien las nubes están bajas, estoy seguro de que aquella cordillera de allá enfrente es la estribación norte del Lom, donde se encuentra el castillo de Falkenhain. Deberíamos llegar a Falkenhain antes de caer la noche.

Reimo miró dudoso hacia la masa gris que apenas dejaba distinguir algún débil contorno.

—Esperemos que sea así. De lo contrario, les serviremos de festín a los lobos.

Michel entrecerró los ojos y oteó el paisaje que se abría ante él. La intensa nevada había cedido; le pareció distinguir a lo lejos unos contornos que parecían ser los de un castillo, y se lo hizo notar a los demás. Vúlko lanzó un grito de júbilo, aliviado. Evidentemente no estaba tan seguro de sus afirmaciones como les había hecho creer. Aquel descubrimiento renovó las energías de todos ellos, y el alivio de saberse tan cerca de su meta pareció transmitirse incluso al caballo, que redobló sus esfuerzos de tal manera que al cabo de dos horas estaban frente a las puertas del castillo, agotados pero felices. Sin embargo, sus esperanzas de salvación se esfumaron cuando como respuesta a su llamada obtuvieron una negativa malhumorada y reticente.

—¡Desapareced, gentuza! ¡Apenas si tenemos algo en qué hincar el diente nosotros mismos este invierno! ¡No hay nada aquí para gente de vuestra calaña!

—Tened piedad de nosotros, somos unos pobres fugitivos que lo han perdido todo —suplicó Zdenka mirando hacia arriba, donde estaba el puesto del vigía de la torre, detrás de cuya aspillera la silueta del centinela más que verse se adivinaba.

—Si no nos ayudáis, nos moriremos de frío —exclamó Vúlko.

El vigía no se dejó ablandar.

—Es preferible que vosotros os muráis de frío y no que nosotros nos muramos de hambre por vuestra causa.

Hasta ese momento, Michel había guardado silencio, pero entonces avanzó cojeando y golpeó fuertemente contra la puerta.

—Ábrenos, muchacho, ¿o quieres que te arranque el pellejo?

Michel no supo quién le había puesto aquellas palabras en la boca. Sus acompañantes lo miraron azorados, e incluso el vigía de la torre se quedó mudo por un instante. Al recordar que había un muro y una puerta cerrada que lo separaba de aquel extranjero soltó una carcajada irónica.

—Eso quisieras. Pero creo que primero tendrás que arrancarles el pellejo a un par de lobos.

Sus palabras le dieron una idea a Reimo. Regresó a la carreta, cogió los pellejos de los lobos congelados y los sostuvo en alto, de manera que el guardián pudiera verlos.

—Eso mi amigo ya lo hizo. Es un gran guerrero. No solamente mató estos lobos, sino también a tres husitas que querían asesinarnos, y eso que estaba herido y únicamente tenía su muleta como arma para defenderse.

—Es un nemec, un alemán —se apresuró a agregar Zdenka.

El vigía pareció empezar a vacilar.

—¿Acaso eres un soldado del rey Segismundo?

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