Read La dama del castillo Online
Authors: Iny Lorentz
—Esa Kunigunde quería matarme de hambre. ¡Que el diablo se la lleve, a ella y a toda su chusma!
Mientras Ischi volvía a guardar el recipiente y se ataba la canasta al hombro con unas tiras de cuero, Marie cogió el bastón, dirigiendo todos sus pensamientos hacia el peligroso camino que tenía por delante. Incluso en la ciudad podía sentirse la furia de la tormenta, que arreciaba sobre los techos, llenaba todos los rincones de nieve y se depositaba sobre las fachadas de las casas como una piel de oveja recién esquilada, haciendo que las callejuelas parecieran abismos que llegaban hasta el cielo. El día seguía negándose a darle paso a la noche, y sin embargo todos los postigos estaban cerrados. Sólo de vez en cuando podía advertirse desde fuera un tenue resplandor luminoso que demostraba que en el interior de las casas cubiertas de nieve aún había vida. El clima había empujado a las personas junto al calor de sus hogares y las lumbres de sus ahumaderos, en donde las manzanas asadas desparramaban una agradable fragancia y el vino aromático se tornaba tan tibio que descendía amablemente por la garganta, ahuyentando de los miembros todo vestigio de frío.
Marie e Ischi no se toparon con un alma hasta alcanzar la puerta de la ciudad, en donde llamaron la atención de los guardianes. Se trataba de centinelas que no estaban sometidos en forma directa al nuevo alcaide, sino que respondían en primera instancia al consejo de Rheinsobern. Cuando reconocieron a ambas mujeres, intercambiaron unas miradas muy significativas, les dieron la espalda y volvieron a dedicarse al brasero de hierro en el que el carbón de leña les daba un hálito de calor.
Ischi descorrió el pasador de la puerta con los dedos agarrotados y la abrió para dejar salir a Marie. Al sentir en la cara el viento que pasaba aullando por las paredes y ver los torbellinos de nieve arremolinándose, detuvo a su señora.
—Mejor quedaos aquí. Con este clima, pereceréis antes de haber llegado a la granja de cabras. Venid conmigo, os llevaré con mis suegros. Ellos os recibirán con gran júbilo.
Marie sacudió la cabeza con decisión y apartó los dedos de Ischi de su abrigo.
—Puede ser, pero ése es el primer lugar en donde me buscaría la señora Kunigunde. No creo que se imagine que me he ido a casa de mi amiga en medio de esta tormenta y estando embarazada. Para cuando se le ocurra enviar a alguien a la granja de la pastora de cabras, tal vez yo ya tenga en mis manos la carta de protección del conde palatino.
Ischi se tapó el rostro con las manos y rompió a llorar.
—Este clima me da miedo. ¡Moriréis en el camino!
Marie le acarició la mejilla, sonriendo.
—Créeme, Ischi, he andado por los caminos en condiciones climáticas mucho peores que éstas.
—Pero no con una criatura en vuestro vientre que nacerá en unos pocos días.
Por un instante, Ischi consideró la posibilidad de llamar a alguno de los guardianes de la puerta para que retuvieran a su señora, pero antes de que pudiera decidirse, Marie ya se había soltado de sus manos y había comenzado a marchar pesadamente en la nieve.
—¡Que Dios y la Virgen Santa os protejan! —alcanzó a gritarle Ischi, cerró la puerta y regresó hacia la casa de su prometido con los hombros caídos y llenándose de reproches.
Uno de los guardianes se dio cuenta de que había olvidado volver a poner el pasador y se levantó gruñendo para hacerlo él mismo.
—¡Mujeres! —protestó, mientras pensaba cuánto preferiría estar con su propia mujer para compartir con ella la tibieza del lecho en lugar de tener que estar sentado allí, en aquel frío y húmedo puesto de vigilancia, en un día como ése, en el que probablemente no arribaría ningún viajero.
Marie no se sentía en absoluto tan valiente como le había hecho creer a Ischi. En condiciones climáticas favorables, el camino hacia la granja de Hiltrud le llevaba una hora de marcha, y con semejante tormenta de nieve cada paso se convertiría en una lucha en la que podía perecer con facilidad. Su mirada se deslizó por la llanura nevada del Rin, que se desplegaba ante sus ojos casi sin contornos, como una mortaja.
Marie cerró los puños.
—¡No será la mía! —exclamó al viento para infundirse ánimos.
Si hubiese tenido que avanzar con viento en contra, habría muerto a los pocos pasos, pero por suerte para ella, la tormenta caía en forma oblicua, chocando contra su espalda, lo cual le permitía aprovechar el ímpetu del viento y dejarse llevar por él. Lo más difícil era no salirse de la senda y no equivocarse en los desvíos, ya que bajo aquel manto de nieve, los árboles y los arbustos cambiaban totalmente su aspecto comparados con las estaciones del año más cálidas, y los muros de la ciudad, que podrían haberle brindado un punto de referencia, desaparecieron al cabo de un rato en medio de la intensa nevada. Marie tuvo que detenerse en varias ocasiones para reorientarse, y de todos modos no estaba segura de haber tomado el camino correcto. Cuando la tormenta cedió por un instante, oyó a lo lejos el aullido de un lobo, y otro que parecía estar bastante más cerca le respondió con voz ávida.
Marie se estremeció. Si bien era cierto que los lobos rara vez andaban merodeando las llanuras a orillas del Rin, cuando los inviernos eran muy crudos solían bajar al llano. Se abrazó al bastón, como si estuviese buscando que aquel trozo de madera inanimada la protegiera, y siguió avanzando lo más rápido que pudo. Aquel esfuerzo extraordinario y el peso adicional del bebé que cargaba en el vientre hicieron que pronto comenzara a sudar. Las gotas que resbalaban por sus mejillas se congelaban al contacto con el frío, de modo que a cada rato tenía que limpiarse las perlas de hielo que se le formaban en el rostro, y al mismo tiempo comenzó a picarle terriblemente la espalda. Ya habían transcurrido casi diecisiete años desde que la habían azotado en Constanza y los guardias la habían arrastrado medio muerta por el camino, pero, de repente, le parecía que aquello había sucedido el día anterior.
Al rato, Marie ya estaba resoplando como una yegua espantada, rogando a Dios y a María Magdalena que la ayudasen. Aún seguía prefiriendo rezarles a las santas de las cortesanas antes que a la Virgen María, ya que veía en la antigua prostituta de Galilea a una compañera de desventuras. Enfrascada en sus pensamientos, Marie estuvo a punto de pasar de largo por la granja de cabras, pero el balido de un cabrito y el contorno del establo que se divisaba no muy lejos de ella en medio de la nevada le marcaron el rumbo. Se precipitó hacia la casa y golpeó la puerta con sus últimas fuerzas. Durante algunos instantes no sucedió nada hasta que, finalmente, le abrió Hiltrud. Su amiga se quedó mirándola con los ojos desorbitados, como si temiera estar siendo burlada por un demonio invernal, pero finalmente le extendió los brazos para recibirla.
—¡Dios mío, Marie! ¿Acaso te has vuelto loca como para venir con semejante tormenta? ¡Si me hubieses enviado una nota, habría ido a buscarte de inmediato!
—Tú sí que eres buena —logró soltar Marie con los dientes castañeteándole—. ¿Acaso querías que te enviase a Ischi? Se habría perdido por el camino y habría hallado una muerte segura.
—Pero tú sí lo has logrado. —La voz de Hiltrud aún tenía un tono de reproche, pero tuvo que darle la razón a su amiga para sus adentros. Solamente una mujer con la voluntad de Marie era capaz de atravesar el camino con semejante tormenta—. Ven, te llevaré junto al fuego y te calentaré un poco de vino aromático.
Hiltrud cerró la puerta, condujo a Marie a la cocina y la ayudó a sentarse en el banco que estaba junto al horno. Después llenó de vino una jarra de cerámica, le agregó algunas hierbas y algunas especias y envolvió con un trapo el mango del hurgón cuya punta estaba en el fuego. Al sumergir el extremo del hierro candente dentro del líquido se oyó un siseo y el vapor comenzó a ascender hasta el cielo raso. Hiltrud contó lentamente hasta diez, volvió a sacar el hurgón, aspiró el aroma del cántaro humeante y llenó dos vasos con aquella bebida de fuerte aroma.
—Después del susto que me has dado, necesito un trago —dijo en un intento lastimero de reír. Le alcanzó un vaso a Marie, cogió el de ella y le indicó a su hija mayor que trajera a la mesa algo de comer. Mariele hubiese preferido quedarse, ya que sentía curiosidad por saber qué había movido a su madrina a ir a su casa con semejante tormenta, pero obedeció sin rechistar. Fue a la despensa, llenó una tabla de delicias campesinas tales como jamón, queso, morcilla y salchichas de hígado ahumadas, y con una sonrisa tímida puso todo sobre la mesa, delante de su madrina. Cuando Hiltrud cortó unas rebanadas gruesas de pan fresco de delicioso aroma, a Marie se le hizo la boca agua. Se abalanzó sobre la comida con avidez y no dejó de comer hasta que la tabla estuvo casi vacía.
Hiltrud la miraba sin salir de su asombro.
—Es evidente que estaban haciéndote pasar mucha hambre. Gracias a Dios estás otra vez con nosotros. Yo te alimentaré bien, así te recuperarás y tendrás fuerzas suficientes como para dar a luz a tu bebé. Pero ahora debes ir a la cama. ¡Ven conmigo! Mientras Thomas no esté, dormirás en mi cama.
Marie alzó la cabeza, sorprendida.
—¿Thomas no está? Pero ¿adonde se ha ido?
—¡Tú sí que me haces reír! —Hiltrud le dio a su amiga un golpecito en la nariz—. ¡Se fue a entregarle tu carta al conde palatino! Creo que será mejor que se quede allí hasta que el clima mejore un poco, ya que esta tormenta es lo suficientemente fuerte como para matar a un hombre adulto.
—Lamento causaros tantas molestias —respondió Marie, angustiada.
Pero se equivocaba con Hiltrud.
—Mi querida amiga, si no podemos hacer algo por ti después de todo lo bueno que tú y Michel habéis hecho por nosotros, no merecemos estar vivos. Así que arriba ese ánimo y deja de pensar cosas malas. ¡Tu bebé necesita una madre alegre, no una cobarde llorona, o él también se transformará en un desdichado!
Marie agitó la mano en un gesto despectivo.
—¡Si los hijos no se dan cuenta del ánimo que tienen sus madres!
—No te engañes. Los hijos saben perfectamente lo que sienten sus madres. Pero ahora, ven conmigo. Los demás ya se han metido todos en sus camas.
Hiltrud sonaba tan resuelta y al mismo tiempo tan preocupada por ella como Marie la había conocido, y por primera vez en mucho tiempo se sintió protegida. Aquí podría dar a luz a su bebé sin miedo alguno; lo único que la entristecía era que Michel no pudiese vivir junto a ella el momento del nacimiento.
Marek Lasicek se consideraba tan buen checo como el que más, pero toda su fidelidad la reservaba para el conde Sokolny y su familia. No le quedaba nada de esa fidelidad para Segismundo, rey de Bohemia y emperador de los alemanes, ni para el tosco de Prokop, que le causaba igual rechazo, dado que era el comandante de los husitas y el líder de los fanáticos taboritas. Con su guerra, ambos perturbaban la vida bella y pacífica que había reinado en Bohemia hasta la muerte de Jan Hus. Él también se rompía la cabeza pensando en aquel extraño que se hacía llamar Franz. Si el hombre hubiese sido un simple recluta a quien hubiese podido moldear e incorporar a su grupo como a Vúlko y a Reimo, tal vez hasta le habría resultado simpático. Pero en los pocos días que llevaba participando de los ejercicios militares, el alemán había demostrado ser un guerrero extraordinariamente diestro, y en una lucha de entrenamiento le había hecho caer el arma. Eso era algo de lo que Marek Lasicek no se olvidaba tan fácilmente, sobre todo porque no le había vuelto a suceder desde los tiempos en que él mismo era recluta.
Marek se quedó mirando cómo Michel intentaba enseñarle a Vúlko, que se comportaba como un torpe, la forma correcta de empuñar la espada; luego vio que su señor estaba observando la escena desde arriba, detrás de la ventana, y sonrió. Ya le mostraría a ese alemán cuál de los dos era mejor guerrero.
—Eh, nemec, ¿qué tal una lucha de entrenamiento conmigo, pero no sólo entrechocando las espadas, sino una lucha fuerte?
Michel se dio la vuelta hacia él y asintió.
—¿Por qué no? Con este entrenamiento tan liviano que hacemos aquí ni siquiera llego a entrar en calor.
Marek dio un paso adelante y examinó la manera de afirmarse sobre la nieve pisoteada. El resto de los soldados se paró formando un semicírculo, mientras Michel cambiaba la espada de madera que se usaba para practicar por una de hoja verdadera y después se paraba en medio del círculo. Antes de que Marek y él pudiesen cruzar sus espadas, apareció el conde y alzó la mano.
—Se me ocurre una idea para matar el tiempo mejor que permitir que os rompáis mutuamente la cabeza. El día está soleado y no muy frío, de modo que deberíamos ocuparnos de volver a llenar nuestras despensas.
—¿Queréis salir de cacería, señor? —Marek, que normalmente solía ser el primero en estar listo cuando se mencionaba esa palabra, torció el gesto. Pero después de mirar brevemente al conde y comprobar que no se dejaría convencer de lo contrario, volvió a guardar la espada en la vaina con un enérgico movimiento.
—Tendremos que medir nuestras fuerzas en otro momento, nemec. Ahora veremos si no te lo haces en los pantalones al oír el aullido de los lobos.
Los amigos de Marek se rieron, mientras que Michel se limitó a menear suavemente la cabeza. Comprendía al checo, que hasta entonces había sido indiscutiblemente el mejor guerrero, y que como tal había reinado sobre los soldados a caballo como un pequeño monarca. El hombre no podía acostumbrarse a que hubiese aparecido alguien no ya de su misma condición, sino incluso mejor.
—Hasta ahora rara vez he tenido miedo de un lobo.
Michel se pasó la mano por el abrigo de piel de lobo que Zdenka le había cosido con las pieles de los animales que había matado. Ahora las risas estaban de su lado.
Marek hizo un gesto como si quisiera saltar sobre la yugular de Michel, pero, enojado, se limitó a hacer un ademán despectivo.
—Eso está por verse, nemec. Ya veremos quién de los dos es mejor. —Tras decir eso, le dio la espalda a Michel y se dirigió a su señor—: ¿La señorita vendrá con nosotros, pán?
—No sabría cómo prohibírselo, ya que estoy seguro de que no hará caso a lo que yo le diga —respondió Sokolny, riendo.
Como si lo hubiese intuido, en ese momento apareció en la escalinata del edificio principal su hija Janka. Llevaba, tal como se requería para salir de cacería, unas botas de piel, un traje de montar largo con varias faldas de lana superpuestas y, encima de todo, un abrigo de piel. Tenía la cabeza cubierta con una capa abrigada forrada en piel que le llegaba hasta las orejas, y las manos las tenía embutidas en unos guantes firmes diseñados de tal modo que con ellos podía empuñar la ballesta.