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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (18 page)

BOOK: La dama del castillo
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Michel asintió.

—Lo entiendo. Pero primero lava esas cosas. Me resultaría muy desagradable ponérmelas así. —No te preocupes, lo haré.

Una vez que los tres hombres quedaron desnudos, tendidos en un rincón, la mujer volvió a acercarse a Bolko, rozándole el miembro fláccido con la punta del pie.

—Ya no volverás a tomar a ninguna otra mujer por la fuerza.

Hablaba en voz tan baja que sólo los agudos oídos de Michel la oyeron, y por un instante fugaz, el rostro de la mujer se desfiguró de odio. Bolko debía de haberla ultrajado alguna vez, ya fuese antes o durante su matrimonio con Reimo. La mirada de Michel se posó en Karel, pero éste era demasiado parecido a su padre como para ser hijo de otro hombre. Resolvió guardar aquel secreto de Zdenka y no molestar a Reimo con él.

—¿Qué hacemos con estos tres? ¿Los dejamos aquí tirados o los enterramos? —preguntó al cabo de un rato.

—No tengo ganas de enterrarlos —gruñó Zdenka, enojada. Al principio, Reimo también meneó la cabeza, pero después se rascó la nuca y se quedó pensando.

—Yo tampoco tengo ganas, pero, a fin de cuentas, eran nuestros vecinos. Si queremos volver a vivir entre los nuestros algún día, no deberíamos dejar que sirvan de alimento a los lobos y a los osos.

—Entonces, que Vúlko lo haga. Al fin y al cabo, fue él quien los condujo hasta aquí —respondió su mujer, tajante. La forma en que miró a su primo al decirlo le hizo comprender que no estaba dispuesta a perdonarle tan rápidamente su traición.

—No tenía otra opción —comenzó a gemir él nuevamente—. Me amenazaron con cosas horribles si no les revelaba vuestro escondite.

Zdenka echó la cabeza hacia atrás.

—¡Seguro que no tan terribles como las que iban a hacernos a nosotros!

El rostro de Vúlko se oscureció de vergüenza.

—Querían... —se detuvo un instante, luchando por mantener la compostura, y después continuó—. Querían tomarnos a mi mujer y a mí por la fuerza delante de nuestros hijos y luego continuar con ellos.

—¡Qué cerdos asquerosos! —prorrumpió Michel. Reimo meneó la cabeza, angustiado.

—La guerra embrutece a los hombres. No creas que los nuestros son muy diferentes. ¡He visto niños destripados en la aldea! A una niña que era apenas mayor que nuestro Karel primero la violaron y después la degollaron.

—Yo nunca dije que los alemanes fuesen mejores —replicó Michel—. Pero aquí se trata de salvar nuestro pellejo. ¿Realmente crees que podremos llegar hasta el castillo de Falkenhain? ¿Y qué haremos con Vúlko?

Reimo levantó las manos, desconcertado.

—No podemos dejarlo regresar a su casa. La gente preguntaría dónde están Bolko y los demás, y él les diría hacia dónde nos dirigimos, y entonces los amigos de los muertos nos buscarían para vengarlos.

Vúlko dejó escapar un grito.

—¡Por favor, dejadme ir! Os aseguro que no os delataré.

—¡Ya lo hiciste una vez! ¡Así que vendrás con nosotros, y si intentas huir, correrás la misma suerte que tus amigos!

La expresión en el rostro de Michel habría logrado amedrentar a alguien más valiente que Vúlko. El checo lo miró con unos ojos tan llenos de pánico como si el alemán fuese a partirle el cráneo en ese mismo momento. Solo se atrevió a respirar con cierta tranquilidad cuando Reimo le alcanzó una pala de madera y le ordenó ir con él a cavar las tumbas de los tres hombres.

—Partiremos mañana temprano —declaró Reimo, al tiempo que miraba a Michel con gesto interrogante, como si sólo dependiera de su opinión.

Capítulo VI

Kunigunde von Banzenburg paseó su mirada sobre los cofres y los armarios del castillo de Sobernburg. Realmente allí había abundancia de todo. Las sábanas y los edredones de plumas alcanzaban para albergar a todo el cortejo del conde palatino, al igual que la vajilla de cerámica, y las tablas, y las copas de estaño y plata. En las despensas había tocino y salchichas ahumadas que colgaban una junto a la otra de una media docena de palos largos, y se habría necesitado un día entero para contar los barriles repletos de vino de cepas escogidas.

Marga, que acompañaba a la señora Kunigunde en su recorrida por sus nuevos dominios, advirtió satisfecha la profunda impresión que se había llevado aquella dama al contemplar tanta abundancia. Para alguien que había pasado toda su vida en un miserable castillo, la fortaleza de Rheinsobern debía de parecer un verdadero paraíso.

—Como veréis, me he esforzado mucho en reunir todos estos víveres —explicó Marga con orgullo, olvidándose por completo de que había comprado todo eso con el dinero de Marie. Luego se acercó un poco más a su señora y le tiró de la manga, agregando en tono confidencial—: Estimada señora Kunigunde, no os imagináis cuánto me alegro de poder volver a servir por fin a una dama de origen noble en lugar de a una mujerzuela como esa Marie.

El tono de desprecio en las palabras de Marga llamó la atención de Kunigunde.

—¿Qué insinúas con ello? ¿Acaso Marie no es una dama noble? ¿Es de origen burgués o campesino? Marga soltó una breve carcajada.

—¡Si tan sólo fuera eso! Antes de contraer matrimonio, era una ramera que iba de feria en feria y se vendía por un par de peniques a cualquier imbécil.

—¡No me digas!

La señora Kunigunde no podía creerlo, pero Marga le aseguró que era la pura verdad, y reforzó sus palabras con un par de historias que decía haber oído sobre Marie.

—Su esposo tampoco era de origen noble, sino el hijo de un simple tabernero. Durante el Concilio de Constanza supo ganarse el favor del conde palatino y fue nombrado alcaide de este castillo. Sin embargo, a pesar de su ascenso, ambos continuaron siendo escoria, y me daba asco tener que servir a esa gente.

Al principio, Kunigunde von Banzenburg se quedó un poco confusa, pero enseguida recobró la serenidad y se puso a pensar cómo podría utilizar esa noticia a su favor. Hubiese querido tratar a la tal Marie como le correspondía a una ramera, esto es, arrojándola fuera de la ciudad y despojándola de todos sus bienes. Pero lamentablemente no podía emplear medidas semejantes, ya que, por motivos que ella ignoraba, esa sucia mujerzuela gozaba del favor del conde palatino.

—Lo más probable es que Marie haya entregado sus favores al conde palatino a cambio de una cuantiosa recompensa —dijo, malhumorada, y sólo al oír su propia voz se dio cuenta de que había pronunciado esas palabras en voz alta.

Marga asintió con vehemencia, y además le contó que Marie también había compartido lecho con el duque de Württemberg.

—Aunque al final siempre permaneció fiel a su esposo —se apresuró a agregar para no salir malparada, porque si la señora Kunigunde llegaba a preguntarle al resto de los criados, éstos le responderían lo mismo.

Ensimismada en sus propios planes, la señora Kunigunde ya se había olvidado de la presencia del ama de llaves. Aunque después de oír aquellas escandalosas novedades le dolía en el alma proponerle a Marie un casamiento con su primo, le seguía pareciendo la mejor solución para apropiarse del patrimonio de aquella mujer. Ahora estaba convencida de que Marie no opondría gran resistencia, ya que teniendo en cuenta su pasado de ramera, la viuda debía darse por contenta si un hombre de la aristocracia se dignaba a rebajar su rango para casarse con ella.

—¿Tenéis indicaciones para mí, señora Kunigunde? —preguntó Marga con devoción.

La esposa del nuevo castellano meneó la cabeza.

—Puedes ir a la cocina y comprobar si la cena que pedí estará lista a tiempo.

La señora Kunigunde agitó la mano como si estuviese espantando a un molesto insecto y luego se alejó a toda prisa, haciendo flamear su falda. A Marga le habría encantado saber cuáles eran los planes de la señora, y pensó en poner cualquier excusa para seguirla. Pero como dependía del favor de la señora Kunigunde, se dio la vuelta suspirando y se fue a cumplir con sus obligaciones.

Entretanto, la señora Kunigunde había llegado a la puerta de la habitación de Marie y había irrumpido en ella sin llamar antes. Marie estaba sentada junto a la ventana, bordando una manta para su bebé, que ya estaba a punto de nacer. Cuando tuvo enfrente a la señora Kunigunde, alzó la vista de su bordado, disgustada por no poder librarse de las interrupciones ni siquiera entre sus cuatro paredes.

—¿Qué deseáis?

—Necesito hablar contigo.

Kunigunde fue en busca de una silla y se sentó cerca de Marie. Mientras tanto, su mirada se paseaba por los muebles de la habitación, que le agradaba más que todo lo que había visto hasta entonces en el castillo. Vivir allí debía de ser un verdadero placer. Se quitó esos pensamientos de la cabeza de inmediato e intentó aparentar preocupación.

—Como sabes, el conde palatino le ha encomendado a mi esposo la responsabilidad de ocuparse de ti. Marie meneó la cabeza, irritada. —¿Qué se supone que significa eso?

—Que ahora estás bajo la tutela de mi esposo, y se hará contigo lo que él disponga.

La afirmación de Kunigunde sólo logró arrancarle una carcajada a Marie.

—Os equivocáis. Tras la muerte de mi esposo, estoy bajo la tutela del conde palatino.

La calma suprema que irradiaba Marie hizo que la señora Kunigunde montara en cólera, y se golpeó el muslo con el puño cerrado.

—Pero el conde delegó esa obligación en mi esposo, y el deseo de mi esposo es que una mujer tan bella... —Al pronunciar esas palabras se le escapó un suspiro de envidia, y tuvo que respirar profundamente antes de poder seguir hablando—. En fin, mi esposo cree que no está bien alojar en nuestra casa a una viuda tan bella como tú.

Marie se encogió de hombros.

—Entonces tengo que abandonar el castillo. Bien, lo haré. La señora Kunigunde la miró furiosa, echando chispas por los ojos.

—¡Escúchame bien, mujer! Mi esposo quiere que te cases con mi primo, Götz von Perchtenstein. ¡Y no hay más que hablar!

El discurso no le había salido exactamente como lo había planeado, pero la indiferencia de Marie la había provocado más de lo que había imaginado.

La joven viuda la examinó con una mirada burlona y meneó la cabeza.

—¿Acaso os habéis vuelto loca?

La señora Kunigunde reaccionó furiosa y cogió a Marie de los hombros.

—¡Ya me encargaré de torcer esa terquedad! Más te vale obedecer, o si no...

Marie se liberó de las manos de la mujer y se apartó.

—¿Qué queréis decir? ¿Acaso me estáis amenazando?

A la señora Kunigunde le habría gustado llamar a su esposo para que le diera una paliza a Marie hasta amansarla y lograr que se casara con Götz. Pero si la mujerzuela llegaba a conseguir quejarse ante el conde palatino, toda la furia de éste recaería sobre ella. Por eso, tenía que buscar otra forma de poner en su lugar a aquella ramera indómita. Kunigunde se dio la vuelta y admiró una vez más el mobiliario de la habitación, complacida. Y en ese mismo momento supo qué debía hacer.

—Como mi esposo es el nuevo castellano, la habitación de la chimenea me corresponde a mí. ¿O acaso crees que voy a dormir en una habitación fría y llena de corrientes de aire mientras que una sucia ramera como tú ocupa mis aposentos a sus anchas?

Marie recibió aquellas palabras como una sonora bofetada y luchó por encontrar la forma de replicarle. Una mirada al rostro encendido de ira de Kunigunde le hizo comprender que una riña con aquella mujer no la llevaría a ninguna parte, y se encogió de hombros.

—Ya que así lo queréis, haré sacar mis cosas de aquí para que podáis instalar vuestros muebles y cofres.

La señora Kunigunde se quedó mirándola, confundida.

—¿Qué muebles y cofres? No he traído nada de eso.

—Entonces tendréis que conseguirlos. El mobiliario actual me pertenece. Fue pagado con mi dinero y no tengo intenciones de cedéroslo.

Antes de que Kunigunde atinara a decir algo, Marie se asomó a la puerta y llamó a su doncella. Cuando Ischi entró, le ordenó ir en busca de un par de sirvientes para que sacaran los muebles de la habitación de la chimenea.

—¡Te lo prohibo! —exclamó la señora Kunigunde llena de furia.

Marie se volvió hacia ella con rostro gélido.

—No tenéis derecho a prohibirle nada. Ischi es mi criada, y los sirvientes han recibido su paga de este año de mi bolsillo. Hasta el día de la Candelaria harán lo que yo ordene, y si ya os permito que trabajen para vos es por pura cortesía.

La señora Kunigunde no se dio por vencida, sino que salió deprisa al pasillo y llamó a Marga con un chillido estridente.

—¿Cuál es la habitación más miserable de todo el castillo? —le preguntó al ama de llaves cuando ésta llegó corriendo, asustada—. Ocúpate de que esta ramera repugnante sea alojada allí. No vale más que eso.

Al escuchar esa orden, los ojos de Marga brillaron. Por fin podría demostrarle a su antigua señora lo que opinaba de ella. Una sonrisa fugaz se reflejó en su rostro cuando respondió a las indicaciones de la señora Kunigunde asintiendo enérgicamente con la cabeza.

—Confiad en mí, señora mía. Hallaré la habitación adecuada para esa mujerzuela.

Capítulo VII

Marie estaba sentada junto a la ventana del diminuto desván que le había asignado la señora Kunigunde, mirando fijamente hacia fuera. La única ventaja que le brindaba aquel cuartucho frío y lleno de corrientes de aire eran sus vistas, que le permitían contemplar el paraje y los campos hasta llegar a la Selva Negra y a los Vosgos. A pesar de que aquella pequeña ciudad llevaba el nombre de Rheinsobern, no estaba emplazada a orillas del río, sino a una distancia de al menos una hora a pie. Desde el lugar donde estaba, Marie tenía una amplia visión de la franja de la ribera cuyas aguas avanzaban indolentes en dirección hacia el norte bajo el resplandor de la pálida luz del sol invernal. La nieve aún no cubría las tierras, pero el viento ya la hacía tiritar.

Con un movimiento rápido cerró el postigo abierto y lo cubrió con una manta vieja, ya que la piel raída del animal que llenaba la ventana en lugar de un cristal estaba rasgada en varios lugares y el viento llenaba el interior de la habitación de un frío gélido e insoportable. No habría requerido más de media hora arreglar la ventana, pero ninguno de los sirvientes se atrevía a hacer nada por ella, ya que todos temían las amenazas del caballero Manfred. Unas semanas antes, cuando los hombres habían llevado los cofres y los muebles de Marie al altillo que estaba debajo de la torre en cuya habitación más alta estaba confinada Marie, el alcaide había caminado entre los sirvientes como un azor, amenazándoles con echar sin ningún miramiento a quienes le hiciesen el más mínimo favor a Marie. Probablemente alguno que otro habría intentado asistir a su antigua señora de todos modos, pero Marga se había encargado de instaurar un ejemplo con una de las criadas que había osado llevarle a hurtadillas algo de comida. El ama de llaves había golpeado violentamente a la muchacha con su bastón para luego arrojarla al frío apenas vestida con un delantal delgado. Marie sólo deseaba que su prima Hedwig o Hiltrud se hubiesen apiadado de la muchacha y la hubiesen adoptado. Ella sólo podía confiar en Ischi, que dejaría el castillo de Sobernburg la próxima primavera y no le temía a Marga. Su criada personal desafiaba a los nuevos soberanos y hacía todo lo que estaba a su alcance para que Marie tuviese una vida lo más llevadera posible en medio de aquellas penosas circunstancias.

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