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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (43 page)

BOOK: La dama del castillo
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Eva lo miró torciendo la cabeza.

—¿Entonces creéis que habrá más soldados que continúen fugándose en secreto?

—Yo no apostaría a lo contrario. Pero ahora debo ocuparme urgentemente de mi propia gente para que no se les ocurra a ellos también salir disparando en la dirección errónea.

El caballero se despidió de las dos mujeres con un gesto breve y luego desapareció con paso rápido.

Marie se quedó observándolo y suspiró.

—Espero que se equivoque.

—Puedes esperar todo lo que quieras, pero no te asombres de nada. Parece que la gente del mariscal está llamando a los soldados a proseguir la marcha. Iré a mi carreta a preparar todo para estar lista.

Eva se bajó de la carreta de Marie y trepó a su propio carro. Marie echó un vistazo a la yunta y vio que los bueyes estaban sin abrevar ni alimentar.

—Michi, ¿dónde estás? —exclamó, furiosa. El muchacho no apareció por ningún lado. Se juró darle una filípica en cuanto apareciera y le ordenó a Trudi permanecer en la carreta mientras ella misma se encargaba de hacer el trabajo. Mucho antes de que terminara se acercó un guardia y le exigió con rudeza que enganchara a los animales y se alineara en la caravana de la expedición. Marie les quitó el alimento a los bueyes a pesar de sus gruñidos de decepción y aparejó los arreos. Por lo general, Michi al menos la ayudaba a hacer eso, pero esta vez tuvo que arreglárselas sola. El guardia regresó, golpeó una de las ruedas de la carreta con su vara y la increpó.

—¡He dicho que te apures, mujerzuela estúpida!

—Podría hacerlo más rápido si tú me echaras una mano —le espetó Marie por toda respuesta. Se apresuró a atar las correas de tiro a la carreta, cogió las riendas y se sentó en el pescante.

—Bien, ya estoy lista..

Sin embargo, el guardia ya había proseguido su marcha. Marie agitó el látigo sobre las orejas de los bueyes. Los animales se pusieron en movimiento, pero pronto tuvieron que detenerse porque la columna del ejército se había atascado, y así siguió durante todo el día. A pesar de todos los esfuerzos del mariscal y de sus guardias, la expedición se detenía una y otra vez. Marie se alegró de las pausas, ya que le daban la oportunidad de ocuparse de la niña herida que había encontrado. Por la tarde, la pequeña volvió a despertarse, bebió un sorbo de agua y también masticó un bocado del trozo de pan que Marie le ofreció. Mientras comía, se quedó observando a su cuidadora, abriendo mucho los ojos y sin pronunciar palabra.

Marie le acarició la frente y le sonrió como para darle ánimos.

—Yo soy Marie, ¿y tú?

La muchacha abrió la boca e intentó decir algo, pero no pudo emitir palabra. Con un gesto desesperado, levantó la mano y se la llevó a la garganta.

Marie se inclinó sobre ella, preocupada.

—¿Qué te sucede? ¿Te pegaron en el cuello o trataron de ahorcarte? ¿Es por lo que no puedes hablar?

La niña agitó los brazos como si estuviera remando y emitió algunos sonidos guturales.

Marie pensó si acaso una tisana de salvia y plantago mayor podría ayudar a la muchacha, pero en ese momento el guardia golpeó el acoplado de la carreta, gritando que había que seguir.

—Debo regresar al pescante —le explicó Marie a la muchacha al retirarse. Antes de poner en marcha a los bueyes, volvió a asomar la cabeza y le pidió a Trudi que le suministrara un poco de agua a la niña herida. Su hija arrastró la botella hasta donde estaba la muchacha y trató de llevársela a la boca, pero no logró levantar el recipiente, que era demasiado pesado. La niña le quitó a Trudi la botella de cuero de las manos antes de que se le cayera en la cara. Marie, que miraba a cada rato hacia el interior de la carreta, suspiró aliviada al ver que la muchacha podía arreglárselas sola, ya que ella ya no podía dejar el pescante porque ahora la expedición arrancaba y volvía a detenerse a intervalos cada vez más breves.

Al cabo de un rato en el que Marie se quedó con la mirada fija en las espaldas de los infantes que marchaban delante de ella, medio perdida en sus pensamientos, sintió que alguien le tiraba de la manga. Era Trudi, que señalaba enérgicamente hacia el interior de la carreta.

—Nena aua —explicó la pequeña.

Marie echó un vistazo a su alrededor para ver si había alguien cerca que pudiera sostenerle las riendas por un rato, pero como no divisó a nadie, las enganchó en el palo previsto para esos casos y descendió. La muchacha que había encontrado señalaba hacia su bajo vientre con el rostro desfigurado, temblando casi del esfuerzo que debía hacer para retener el contenido de su vejiga. Marie extrajo de una de las cajas un recipiente adecuado para estos casos y se lo puso debajo del cuerpo.

—Creo que esto va a funcionar. Yo sé lo que es estar muy apurada y no querer mojar el lecho en donde una está acostada.

El silbido penetrante de Eva arrancó a Marie de sus pensamientos, y al mismo tiempo oyó el grito de advertencia de Theres.

—¡La expedición se ha detenido!

Marie corrió hacia delante y tiró de las riendas. Por suerte para ella, al no contar con la presencia de su guía, sus bueyes ya habían aminorado la marcha, por lo que los infantes que la precedían no tuvieron necesidad de saltar a la zanja.

Capítulo VII

A la mañana siguiente, el caballero Heinrich trajo la noticia de que la noche anterior había desertado un grupo de infantes francos. Echando espuma por la boca, el emperador había enviado a algunos caballeros detrás de esos hombres para atraparlos, y luego había impartido la orden de permanecer todo el día en ese campamento. El tiempo transcurría inexorablemente, aumentando de forma constante la inquietud de los hombres; mientras tanto, las vivanderas se miraban, preocupadas. La inactividad forzada aumentaba el peligro de que el ejército se desmoronara, y al llegar la noche, el espectro gris del miedo se había apropiado incluso de los caballeros, ya que para el atardecer sus compañeros aún no habían regresado. A la mañana siguiente volvieron a desaparecer unas docenas de soldados, entre los cuales había también algunos soldados a caballo pertenecientes a la escolta directa del emperador, y el grito furioso de Segismundo se oyó en todo el campamento.

Eva salió a buscar a Donata para que la acompañara a coger leña para el fuego, y la encontró tirada entre sus cajas y cofres en parte saqueados, con la garganta degollada. Cuando la vieja vivandera volvió a salir, su rostro se asemejaba más que nunca a una calavera.

—¡Donata está muerta! ¡Saqueada y asesinada por nuestros propios soldados! ¡Santo Dios, qué horrible final para esa pobre desgraciada!

Oda comenzó a chillar.

—¡Engancharé mi yunta y me largaré de aquí! ¡No me quedaré ni un minuto más!

Theres lanzó una estruendosa carcajada.

—¿Acaso crees que podrías sobrevivir? Si no te pillan los bohemios, lo harán nuestros propios desertores, y temo que ellos no serán menos brutales que el enemigo a la hora de matarte.

Marie sentó a Trudi en el interior de la carreta y le dijo que se quedara con la enferma. Luego miró la carreta de Donata y se estremeció.

—Debemos informar al mariscal del asesinato y luego pedirle al caballero Heinrich que nos ponga guardias. De otro modo corremos peligro de que los próximos desertores vengan a buscar entre nosotras el dinero para financiar su viaje.

—Marie tiene razón —coincidió Eva—. Acompañadme, iremos a ver a Pauer de inmediato. —Se cubrió los hombros con la pañoleta a pesar de que el sol ya estaba entibiando el paisaje y partió con pasos pesados. Marie y las demás la siguieron. Sin embargo, cuando se entrevistaron con el mariscal, éste no les prestó demasiada atención. Pauer tenía que atender otros problemas más importantes que el asesinato de una simple vivandera, y cuando Eva mencionó a Heinrich von Hettenheim, pareció sentirse directamente aliviado.

—Sí, id a hablar con él, informadle acerca del asunto y decidle de mi parte que ponga algún guardia para que os custodie.

Tras pronunciar esas palabras, se dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas.

Eva dejó escapar un comentario soez, pero lo hizo en voz tan baja que él ya no alcanzó a percibirlo, y después cogió del brazo a Marie.

—Esperemos que el caballero Heinrich sepa entender mejor nuestra situación; de lo contrario, tendremos que hacer guardia nosotras mismas por turnos.

Marie extendió sus manos.

—Probablemente, eso sería lo mejor.

—Yo prefiero a un muchacho fornido armado con una lanza. A esos tíos no se les puede sorprender por detrás, cosa que, al menos tratándose de Oda, no puedo asegurar. —Eva vio pasar a Anselm, el escudero de Heinrich, y lo llamó—. ¡Hey, muchacho! ¿Dónde está tu señor?

Anselm se detuvo, vacilante, y comenzó a escarbar el suelo con el pie, nervioso.

—¡Con nuestra gente! No creo que tenga tiempo para vosotras, ya que en nuestro campamento hay un lío infernal.

—Anoche asesinaron a Donata y le robaron todo su dinero —le informó Eva.

Anselm apretó los puños.

—¿Donata está muerta? ¡Que el diablo se lleve a los que hicieron eso!

Marie se impacientó.

—Las maldiciones no nos servirán de ayuda cuando deserten los próximos y nos degüellen antes de largarse. Necesitamos hombres que monten guardia para protegernos.

Anselm se estremeció ante el tono enérgico de Marie, pero luego asintió, solícito.

—No os preocupéis, no os sucederá nada, aunque para ello Görch y yo tengamos que pasar todas las noches en vela. Por supuesto, le contaré a mi señor lo que ha sucedido y regresaré más tarde con su respuesta. ¿Os viene bien que regrese a mediodía?

—Al que le viene bien acudir a mediodía es a ti, ya que entonces podrás servirte un plato de nuestra sopa. Pero no seáis tímidos y acercaos con confianza. Tenemos comida suficiente para vosotros también. Hasta entonces, ve con Dios. —Eva despidió a Anselm con un gesto afirmativo, aliviada, al tiempo que animaba a sus compañeras con la mirada—. Vamos, volvamos a ocuparnos de las cosas de Donata; de lo contrario, Oda se quedará con las mejores mercancías.

Marie la miró, asustada.

—¿Insinúas que nos repartamos las posesiones de Donata entre todas?

—¿Y qué otra cosa podemos hacer? ¿Acaso quieres esperar hasta que otras personas le hayan vaciado la carreta?

—Pero seguramente tendrá algún pariente o algún otro heredero.

Eva lanzó una carcajada furiosa.

—Si hubiese tenido hijos o un esposo, habríamos guardado para ella una parte de las ganancias resultantes de la venta de sus mercancías. Pero Donata nunca mencionó a ningún pariente, de modo que sus herederas somos el resto de las vivanderas. Ésa es la costumbre, hija.

Marie no opuso más reparos, y cuando hallaron a Oda revolviendo la carreta de Donata, Marie terminó incluso por darle la razón a Eva en silencio.

—¿No podías esperar hasta que le hayamos dado a Donata cristiana sepultura? —le espetó a aquella codiciosa mujer.

Oda señaló con la mano hacia un lugar algo apartado donde un par de soldados estaba cavando una tumba.

—Les ofrecí a esos tíos tocino y un vaso de vino a cada uno para que enterraran a Donata. Así que ahórrate tus discursos santurrones y no me hagas perder más tiempo.

Mientras decía eso, volvió a trepar al interior de la carreta con la agilidad de una ardilla, sin que su abultado vientre le resultara obstáculo alguno, para continuar revolviendo ruidosamente entre las cosas de Donata. Marie no quiso participar de aquel saqueo propio de chacales y se dirigió a la tumba, que ya tenía la profundidad suficiente como para que los lobos no pudieran desenterrar el cadáver. Rezó una oración por Donata, ya que, a pesar de que durante los meses compartidos no había llegado a trabar amistad con ella, sí habían sido buenas compañeras.

Trudi, que en el ínterin ya había aprendido a bajarse sola de la carreta, corrió hacia su madre con pasitos apurados, temerosa, se abrazó a ella y se quedó observando cómo los soldados terminaban de echar tierra sobre el cadáver y la apisonaban con los pies. La pequeña no comprendía lo que acababa de suceder. Sin embargo, cuando Marie unió sus manos, la soltó y la imitó. Poco después, Eva y Theres también llegaron a despedirse de su camarada muerta. La única que no apareció fue Oda.

Después de pronunciar una breve oración, Eva apoyó su mano derecha en el hombro de Marie.

—Hemos llevado a tu carreta la parte que te corresponde. Si bien no hay nada de gran valor, al menos tienes tela, mantas y algunas prendas que podrás utilizar para tu protegida. Claro que tendrás que arreglar* un poco las prendas de Donata, ya que obviamente son demasiado grandes para ella.

A Marie le resultaba difícil darle las gracias, pero tampoco quería ofender a la anciana. Por eso asintió con la cabeza, al tiempo que dirigía la vista hacia su carreta.

—Ha sido un gesto muy amable por vuestra parte el haber pensado en Anni.

—¡Ah! ¡Así que se llama Anni! ¿Por fin comenzó a hablar?

—No, todavía no. Pero como yo quería poder llamarla de algún modo, anoche comencé a decirle un nombre tras otro hasta que por fin asintió con la cabeza. En realidad, fue muy sencillo. Debería ir a ver cómo está.

Marie alzó a Trudi en brazos y regresó a su carreta. Junto a la rueda delantera halló sobre una manta las cosas que Eva había escogido para ella de la herencia de Donata. Sólo les echó un breve vistazo, y luego subió a la carreta para ocuparse de Anni. Para su sorpresa, encontró asombrosamente animada a la niña herida. La fiebre había cedido y la muchacha estaba masticando un trozo de pan viejo. Marie replicó a la mirada tímida de la niña con una sonrisa, le sirvió un vaso de agua de la cantimplora y comenzó a cambiarle los vendajes.

—Esto parece ir muy bien —comentó, satisfecha—. Muy pronto podrás salir de la carreta. Mientras estemos acampando aquí, te pondré una lona para protegerte del sol, así puedes tenderte en el pasto, y cuando reanudemos la marcha te sentarás a mi lado, en el pescante. Porque para una convaleciente, el aire y la luz son tan importantes como dar con la medicina adecuada. —Anni asintió, solícita, y comenzó a instarla con gestos para que la sacara al aire libre. Marie soltó una carcajada suave—. No tan rápido, pequeña. No querrás andar por ahí fuera toda desnuda como si fueses un bebé. Al menos espera a que te haya arreglado alguno de los vestidos de Donata.

Marie dejó la carreta para ir a retirar la parte de la herencia de Donata que le había tocado y dejó a un lado la blusa más fácil de reformar. Después se sentó sobre el pescante y comenzó a deshacer las costuras y a volver a coser las partes entre sí.

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