La Guerra de los Dioses (50 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickmnan

Tags: #Fantástico

BOOK: La Guerra de los Dioses
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—Creí que habías muerto. Estaba sola, completamente sola, y las estrellas eran diferentes, y todos habíais muerto...

—Me encuentro bien —dijo Palin, que comprendió, atónito, que realmente era así, cuando lo último que recordaba era un torturante dolor.

Retiró suavemente el hermoso cabello plateado, se miró en los dorados ojos que estaban enrojecidos por las lágrimas.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Sí. No... estaba herida. El coloso... Tas... ¡Oh, dioses benditos! —Usha apartó las manos de Palin y se incorporó, tambaleándose—. ¡Tas! ¡El coloso!

Se giró, y empezó a sollozar.

Palin miró detrás de la muchacha, y entonces vio a los muertos.

Los cadáveres de los Caballeros de Solamnia yacían junto a los de los oscuros Caballeros de Takhisis. De todos los que habían volado hacia el Abismo para combatir a Caos y sus horribles legiones no había sobrevivido ninguno. Estaban tumbados, como si descansaran en un plácido sueño, cada hombre con las manos cruzadas sobre el pecho, el semblante relajado y en paz, todo rastro de sangre, miedo y dolor borrado por la mansa lluvia que caía sobre todos por igual.

Atisbando a través de la lluvia, Palin vio que algo se movía. Se había equivocado. Uno de los caballeros aún vivía. El joven pasó deprisa entre las filas de muertos. Al acercarse, reconoció a Steel.

El caballero tenía el rostro cubierto de sangre; estaba de rodillas, tan débil que apenas podía sostenerse. Puso las frías manos de un joven Caballero de Solamnia sobre su pecho, y después, fallándole las fuerzas, Steel cayó sobre la húmeda y agostada hierba.

Palin se agachó junto a él. De una sola mirada abarcó la armadura rota, quemada, manchada de sangre, el pálido semblante, la trabajosa respiración.

—Steel —llamó suavemente—. Primo.

El caballero abrió los ojos, que estaban velados.

—Majere... —Esbozó una fugaz sonrisa—. Luchaste bien.

Palin le cogió la mano. Estaba helada.

—¿Puedo hacer algo por ti para aliviarte?

—Mi espada. —Steel giró la cabeza y miró hacia un lado.

Palin vio el arma, tirada cerca del caballero. La cogió y se la puso a Steel en la mano. El caballero cerró los ojos.

—Ponme junto a los demás.

—Lo haré, primo. —Palin estaba llorando—. Lo haré.

Los dedos de Steel se cerraron sobre la empuñadura de la espada. Intentó, una vez más, levantarla.


Est Sularis... -
-apenas sin fuerza musitó las palabras solámnicas, «Mi honor», y con su último aliento finalizó la frase:—
oth Mithas -
-«es mi vida».

—Palin. —Usha estaba a su lado.

El joven alzó los ojos y se limpió la lluvia y las lágrimas.

—¿Qué? ¿Has encontrado a Tas?

—Ven y verás —contestó la muchacha en tono quedo.

Se incorporó. Tenía la túnica empapada con la lluvia, pero el aire era cálido para principios de otoño. Pasó entre los cadáveres de los caballeros, preguntándose, ahora que lo pensaba, qué había ocurrido con los dragones.

Y entonces, con una punzada de miedo, recordó su bastón y el libro de hechizos.

Pero los dos estaban allí; el Bastón de Mago tirado en la hierba, y cerca de él, el libro de hechizos. La encuademación de cuero rojo estaba ennegrecida y chamuscada. Palin la tocó con reparo y levantó la cubierta. No quedaba ninguna página; todas se habían consumido, destruidas con el último conjuro.

El joven suspiró al pensar en la gran pérdida. Sin embargo, estaba seguro de que a Magius lo habría complacido saber que su magia había ayudado a derrotar a Caos. Palin recogió el bastón y se sintió sorprendido y algo alarmado al notar en él algo distinto. La madera, que siempre había sido cálida y grata al tacto, estaba fría, y la superficie era áspera e irregular. Le resultaba incómodo sostenerlo, como si no encajara en su mano. Lo dejó de nuevo en el suelo, aliviado de soltarlo, y se preguntó qué iba mal.

Se dirigió hacia donde Usha estaba parada, con la mirada prendida en un montón de saquillos desperdigados. Palin se olvidó del bastón y se inclinó sobre las posesiones más preciadas del kender.

Repasó los diversos objetos. No reconocía ninguno de ellos; no era de sorprender, tratándose de las bolsas de un kender, y casi había llegado a convencerse de que los bultos pertenecían a algún otro kender que los había abandonado probablemente para huir más rápido, cuando encontró un saquillo del que cayó un envoltorio de mapas.

—Son de Tasslehoff —dijo, sintiendo el corazón estrujado por el miedo—. Pero ¿dónde está él? Jamás se habría marchado dejándose sus mapas.

—¡Tas! —llamó Usha al tiempo que buscaba en derredor—. ¡Palin, mira! Aqui está su jupak. Está... está tirada sobre un montón de plumas de gallina.

Palin apartó las plumas, y allí, debajo de ellas y de la jupak, había un pañuelo con las iniciales «FB», una cucharilla de plata (de manufactura y diseño elfos), y una daga manchada de sangre.

—¡Ha muerto! —sollozó Usha—. Jamás se habría marchado dejándose su cuchara!

Palin alzó la vista hacia la calzada, una calzada que corría, anhelante, hasta unirse a otra calzada, y a otra después, confluyendo, bifurcándose, pero siempre siguiendo adelante, yendo a todas partes, sólo para conducir, al final, de vuelta a casa.

De repente la calzada se volvió un manchón borroso ante sus ojos llorosos.

—Sólo puede haber un motivo para que Tas haya dejado atrás sus más preciadas posesiones —dijo suavemente—. Ha encontrado algo más interesante.

* * *

La mansa lluvia dejó de caer, y el día gris dio paso a la oscura noche. Las extrañas estrellas despuntaron, esparcidas por el firmamento como un puñado de piedras adivinatorias arrojadas sobre un paño negro. La pálida e indiferente luna salió, alumbrándoles el camino.

Palin alzó la vista hacia las estrellas, a la solitaria luna. Se estremeció, bajó la mirada y se encontró con los dorados ojos de Raistlin.

—¡Tío! —dijo el joven, alegre, aunque un poco incómodo.

El bastón ya no le servía de apoyo, sino que era pesado e incómodo de llevar. No entendía qué andaba mal.

—¿Has venido para quedarte con nosotros ahora que la guerra ha terminado? Ha terminado, ¿verdad? —preguntó, anhelante.

—Ésta sí —repuso Raistlin secamente—. Habrá otras, pero no me conciernen. Y no, no he venido para quedarme. Estoy cansado, y volveré a mi largo sueño. Simplemente hice un alto en mi camino para despedirme.

—¿Tienes que marcharte? —Palin miraba a su tío con expresión decepcionada—. Todavía me queda mucho que aprender.

—Eso es verdad, sobrino. Lo será hasta el día de tu muerte, incluso si para entonces eres muy viejo. ¿Qué pasa con el bastón? Lo sostienes como si te hiciera daño tocarlo.

—Le ocurre algo —contestó Palin con creciente temor; temor de lo que suponía, sospechaba, pero no sabía.

—Dámelo —dijo Raistlin suavemente.

El joven le tendió el cayado con una inesperada renuencia.

Raistlin lo cogió y lo contempló con admiración. Su delgada mano acarició la madera.


Shirak -
-susurró.

La luz del bastón se encendió, pero después el brillo empezó a debilitarse, parpadeó y se apagó.

Palin miró el cayado, consternado, y a continuación alzó la vista hacia la solitaria luna. El miedo le estrujaba el corazón.

—¿Qué está ocurriendo? —gritó, aterrado.

—Oh, tal vez yo pueda responderte a eso, jovencito.

Un viejo hechicero, vestido con una túnica parda y tocado con un sombrero astroso que tenía la punta rota, se acercaba por la calzada de la dirección donde estaba la posada El Ultimo Hogar. El hechicero se limpió la boca con el reverso de la mano.

—Buena cerveza —lo oyeron comentar—. Una de las mejores cosechas de Caramon. Será un año excelente. —Suspirando, sacudió la cabeza—. Ah, voy a echar de menos eso.

—Saludos, anciano —dijo Raistlin, sonriente, apoyándose en el bastón.

—¿Qué? ¿Cómo? ¿Es eso algún tipo de comentario sobre mi edad? —El hechicero lo miraba con expresión furibunda por debajo de sus espesas cejas.

Se volvió hacia Palin, reparó en el pañuelo del kender, que el joven había metido debajo de su cinturón, y se le erizó la barba.

—¡Eso es mío! —chilló al tiempo que alargaba la mano hacia el pañuelo. Tras recuperarlo, se lo mostró—. Aquí están mis iniciales, «FB». Significan... Mmmmmm. Fesbun. No, no es eso. Fazbin. No, tampoco...

—Fizban —dijo Palin.

—¿Dónde? —El anciano giró rápidamente—. Ese puñetero siempre me está siguiendo.

—¡Fizban! —Usha lo miraba de hito en hito—. ¡Os conozco! ¡Prot me lo contó! ¡En realidad sois Paladine!

—No sé quién es ése —manifestó el anciano, malhumorado—. ¡La gente siempre nos está confundiendo a los dos, pero yo soy mucho mejor parecido que él!

—¡No estáis muerto! —exclamó Palin con alivio—. Caos dijo que sí. Es decir, que Paladine había muerto.

Fizban tuvo que hacer una corta pausa para considerar el asunto.

—Pues no, creo que no lo estoy. —Frunció el entrecejo—. No me dejasteis entre un montón de plumas de gallina otra vez, ¿verdad?

Palin se sintió reconfortado, alegre, olvidados sus temores.

—Señor, contadnos lo que ha ocurrido. Ganamos, ¿verdad? ¿Caos fue derrotado?

Fizban sonrió. Su expresión aturdida se borró dejando la de un rostro envejecido, benigno, triste, pesaroso, pero triunfante.

—Fue derrotado, hijo mío. Pero no destruido. El Padre de Todo y de Nada no podría ser destruido jamás. Lo obligasteis a abandonar este mundo. Accedió a hacerlo, pero a un alto precio. Dejará Krynn, pero sus hijos también tienen que marcharse.

—No... no os vais, ¿verdad? —gritó Usha—. ¡No podéis!

—Los otros ya han partido —repuso Fizban en tono quedo—. Yo vine para daros las gracias y —volvió a suspirar— a tomar una última jarra de cerveza con mis amigos.

—¡No podéis hacer esto! —dijo Palin, aturdido, incrédulo—. ¿Cómo podéis abandonarnos?

—Hacemos este sacrificio para salvar la creación que amamos, hijo mío —respondió Fizban. Su mirada fue hacia los cuerpos de los caballeros, al pañuelo que tenía en la mano—. Igual que ellos se sacrificaron para salvar lo que amaban.

—¡No lo entiendo! —musitó Palin, angustiado—. ¿Y qué pasa con el bastón? ¿Y mi magia? —Se llevó la mano al corazón—. Ya no la siento dentro de mí.

Raistlin puso su mano sobre el hombro de Palin.

—Una vez dije que llegarías a ser el mago más grande de todos los tiempos —dijo—. Cumpliste mi vaticinio, sobrino. Ni siquiera el propio Magius fue capaz de ejecutar ese hechizo. Estoy orgulloso de ti.

—Pero el libro se ha destruido...

—No importa —le aseguró Raistlin, que se encogió de hombros—. ¿Verdad que no, sobrino?

Palin lo miro fijamente, sin comprender todavía. El sentido de lo que le decía su tío llegó de repente, clavándosele en el alma.

—Ya no queda magia en el mundo... —balbució.

—No como la conoces. Puede que haya otra magia. De ti depende descubrirla —le dijo Fizban dulcemente—. Ahora comienza lo que se conocerá en Krynn como la Era de los Mortales. Creo que será la última. La última, la más larga, y, quizá, la mejor. Adiós, hijo mío. Adiós, hija mía. —Fizban les estrechó las manos, y después se volvió hacia Raistlin.

»
Bueno, ¿vienes o no? No dispongo de todo el día, ¿sabes? Tengo que construir otro mundo. Veamos, ¿cómo se hacía? Se cogía un poco de tierra y se mezclaba con una pizca de guano de murciélago...

—Adiós, Palin. Cuida de tus padres. —Raistlin se volvió hacia Usha—. Adiós, Hija de los Irdas. No sólo estuviste a la altura de los tuyos, sino que los redimiste. —Miró de reojo al abatido Palin—. ¿Le has dicho ya la verdad? Creo que eso lo animaría considerablemente.

—Todavía no, pero lo haré —contestó Usha—. Lo prometo, tío —añadió tímidamente.

—Adiós —volvió a decir Raistlin, sonriente.

Apoyándose en el bastón, él y Fizban dieron media vuelta y echaron a andar por el campo, donde yacían los muertos.

—¡Tío! —llamó Palin desesperadamente—. ¡Los dioses se han marchado! ¿Qué haremos ahora que nos hemos quedado solos?

Raistlin se detuvo y miró atrás. Su piel emitía un tenue brillo metálico a la luz de las nuevas estrellas; sus dorados ojos centellearon.

—No estáis solos, sobrino. Ya lo dijo Steel Brightblade: os tenéis los unos a los otros.

* * *

Palin y Usha se quedaron solos, juntos, en la campiña cercana a Solace, una campiña que, con el paso del tiempo, se consideró sagrada.

En este campo, las gentes de Ansalon se reunieron para construir una tumba de piedra traída desde Thorbardin por un ejército de enanos. Era un mausoleo sencillo, elegante, construido con mármol blanco y obsidiana negra. Alrededor de la tumba los humanos plantaron árboles traídos de Qualinesti y Silvanesti por los elfos, dirigidos por su soberano, el rey Gilthas.

Los cuerpos de los Caballeros de Solamnia fueron enterrados dentro de la cripta, al lado de los cuerpos de los Caballeros de Takhisis.

En el centro, Steel Brightblade descansaba sobre un sepulcro hecho de raro mármol negro. Sostenía la espada de su padre en las manos. En otro sepulcro, tallado en mármol blanco, yacía el cuerpo de Tanis el Semielfo, vestido con ropas verdes y coselete de cuero. A su lado estaba la Vara de Cristal Azul, colocada allí por los hijos de Riverwind y de Goldmoon.

La cripta fue cerrada y sellada con dobles puertas hechas de plata y oro. Los Caballeros de Solamnia hicieron cincelar en una de las hojas una rosa, y en la otra, un lirio. Los nombres de los caballeros fueron grabados en los bloques de piedra.

Pero sobre las puertas se puso sólo un nombre en memoria de uno de los héroes de Ansalon más famosos: Tasslehoff Burrfoot.

Debajo de su nombre, se cinceló una jupak.

La tumba de los Últimos Héroes, se la llamó, y con ella se conmemoró a todos aquellos que habían muerto en la batalla al final de aquel terrible verano.

Lejos de ser un lugar solemne, el mausoleo se convirtió en un sitio bastante alegre, con gran desagrado de los caballeros. Kenders de todos los rincones de Ansalon peregrinaban a este lugar, llevaban a sus hijos y hacían comidas campestres en los terrenos aledaños. Mientras comían, los kenders relataban historias sobre su famoso héroe.

Al cabo de un tiempo —en la siguiente generación, como mucho— resultó que todos los kenders con los que uno se encontraba te mostraban algún objeto interesante, como por ejemplo una cucharilla de plata, y juraban por su copete que poseía todo tipo de poderes maravillosos.

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