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Authors: Andrés Vidal

La herencia de la tierra (55 page)

BOOK: La herencia de la tierra
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—¡Uy, sí, señora Helena! Estos tomates son como traídos del cielo. Llévese algunos.

—Le compro media docena. Pero se los compro, ¿eh? —repitió poniendo especial énfasis a la última parte.

Nieves le dedicó una afable sonrisa mientras introducía los tomates en la cesta de Helena.

—Ahí los tiene, señora, y le pongo también este pimiento morrón. Ya verá si lo asa qué delicia.

—Muchísimas gracias —respondió Helena sonriente—. Pero no tiene por qué. Aquí tiene su dinero. Quédese el cambio.

—Muchas gracias, señora. A ver si se deja usted ver más.

Helena caminaba con la cesta hacia su caballo cuando vio a alguien que le llamó la atención cruzando la plaza. Observó durante unos segundos a aquel individuo tratando de hacer memoria. Lo primero que advirtió fue la poblada barba rubia y las cejas. Tras seguir sus pasos con la mirada, pudo distinguir la hoz brillando en su cinto. Entonces lo reconoció. Era el mismo campesino que semanas atrás había comunicado que abandonaba sus tierras para marcharse a trabajar lejos. Por lo visto, no se había ido tan lejos. Deshizo sus pasos hasta la tienda.

—Nieves —llamó Helena sin perder su tono simpático—, ¿puedo pedirle un favor?

—Claro, señora —dijo complacida.

—He visto a alguien que me resulta familiar y no sé de qué. Tiene una barba muy espesa y rubia.

La comerciante respondió a la velada pregunta sin darle mayor importancia.

—Ah, sí. Es sólo un campesino que ha venido hace poco, señora. Pero apenas he cruzado dos palabras con él, no sé ni cómo se llama. Siento no poder ayudarla más.

—¿Ha venido para trabajar en la mina?

—Pues no lo sé. Diría que no. Conozco a todos los mineros por mi marido y creo que él no está entre ellos. La verdad es que no sé en qué trabaja. Creo que se le ha adjudicado una de las últimas casas que el señor Roca ha construido.

—Ya veo, las fincas nuevas no son para los mineros…

—Pues no había caído yo en la cuenta, señora. Lo cierto es que con tanta gente que últimamente llega, ¡se nos ha quedado pequeña la aldea! —exclamó Nieves soltando una risotada mientras señalaba su propia silueta.

Helena siguió la broma y agradeció la información. La sospecha que la atenazaba se estaba convirtiendo en una certeza: Rosendo planeaba algo y era el responsable encubierto de que su familia hubiera perdido progresivamente alguno de sus más antiguos y productivos arrendatarios.

Rosendo Roca se hallaba supervisando las últimas obras. Paralelas a las casas más al norte del Cerro Pelado, unas viviendas sencillas dibujaban nuevas calles. Los adoquines recién plantados contrastaban con los antiguos, desgastados e irregulares.

Ahí estaba él ahora, a punto de dar el siguiente paso, decidido a seguir la huella de un pionero como Robert Owen. La creación de la mina y la aldea se había producido de manera espontánea, como respuesta a las diferentes necesidades. Ahora, tras la experiencia acumulada y el modelo estudiado en Escocia, seguía una planificación hecha a conciencia. La nueva colonia empezaba a tomar cuerpo y sintió una especie de hormigueo en el estómago.

De repente, una voz conocida lo sacó de sus cavilaciones y le puso en guardia.

—Parece que está ampliando el pueblo una vez más, Rosendo —don Roque lo observaba con mirada desconfiada, esperando descubrir los planes del minero.

—Padre, usted sabe mejor que nadie que los caminos del Señor son inescrutables —le respondió Rosendo, enigmático, para a continuación empezar a caminar.

—¿A qué se refiere? —preguntó el sacerdote inclinando la cabeza como si no hubiera oído bien. Al seguirlo, los faldones de la sotana se movían como dos alas negras.

—A lo que oye, don Roque, sólo a lo que oye.

—Siempre tan a la defensiva… —le reprochó el sacerdote—. Haría bien en mostrar un poco más de respeto —recomendó casi jadeante, le costaba mantener el rápido paso del minero.

—Y usted haría bien en servir sólo al Señor —respondió Rosendo a sus insinuaciones.

La necesidad de fingir un trato deferente con él se terminó el día en que lo atacó delante de todo el pueblo después de la explosión en la mina. Finalmente, detuvo su paso y concretó la alusión anterior:

—Cuando vaya a besar la mano de Fernando Casamunt, dígale que quiero hablar con él. Tengo un trato que ofrecerle.

Don Roque se quedó perplejo ante la insolencia de Rosendo y no supo qué responder. El cura resopló y, al verse ahora solo, en mitad de la calle, se preguntó nervioso qué estaría planeando el díscolo Roca y, sobre todo, cómo le iban a afectar a él esos inminentes cambios que se avecinaban.

Capítulo 69

Jubal Fontana miraba hacia el final del camino y se mordía el labio inferior. La diligencia que estaba esperando llevaba ya un considerable retraso, demasiado incluso para lo que era habitual en Runera. Tenía la responsabilidad de llevar al invitado a la casa de Rosendo y temía que llegara demasiado cansado, enfadado o molesto. Se trataba de alguien con unas referencias extraordinarias. Para los Roca, y por supuesto también para Jubal, era un lujo que se hubiera desplazado hasta allí Ernesto Stockhaus: ingeniero, arquitecto, matemático, químico y quién sabe cuántas cosas más.

Por otra parte, la persona de contacto le advirtió que era un tanto «peculiar» en el trato. Le insinuó que si por cualquier motivo el profesor se sentía contrariado, era capaz de dejar plantado hasta al mismo Papa de Roma. Era, pues, lógica la preocupación de Jubal por ese absurdo retraso.

El ruido de los cascos lo alejó de sus pensamientos. Ahí estaba el transporte de línea, una vetusta diligencia pintada de amarillo. Varias personas se arremolinaron frente a la fonda donde tenía parada obligatoria. En cuanto llegó, la gente le preguntó al conductor a qué se debía tanta demora, y él contestó que a una carretera cortada por un corrimiento de tierras.

Los pasajeros empezaron a bajar de la diligencia y Jubal estiraba el cuello para ver si reconocía de alguna manera a Stockhaus. Un hombre calvo, rechoncho y bien vestido descendió visiblemente molesto, limpiándose el polvo de la chaqueta con manotazos enérgicos. Por un momento, el maestro de obras pensó que ése debía ser el ingeniero.

—¡Un día perdido! ¡Un día perdido! —refunfuñaba.

Pero la mirada de Jubal se fijó entonces en otro hombre. De estatura media y delgado como un junco, llevaba el pelo castaño un tanto revuelto. La levita y el sombrero negros hacían juego con el maletín oscuro. Bajo el otro brazo tenía una carpeta de cartón y del bolsillo de su levita asomaban unas lentes. Jubal se acercó y le preguntó:

—Disculpe, ¿es usted Ernesto Stockhaus?

El hombre entrecerró los párpados y fijó su mirada en Jubal, acercándose a su rostro un poco más de lo normal.

—Efectivamente, ése es mi nombre. ¿Es usted quien debe llevarme hasta Rosendo Roca? Me figuro que así es, porque no creo que todo el pueblo sepa de mi llegada y me hayan preparado un recibimiento, ¿verdad? Ayúdeme si es tan amable. —Le dejó el pesado maletín—. Por cierto, no me ha dicho su nombre. ¿Hacia dónde tengo que dirigirme? ¿Hacia allí? ¿Ese coche de caballos es suyo? Bien, parece más cómodo que la diligencia. Ha sido un viaje horrible. No parábamos de dar saltos. Creo que a estas alturas mi estómago y mi cerebro se han hecho íntimos amigos. Y luego la carretera cortada… ¡Por favor! Tuve que bajarme para ayudar al cochero, porque se puso a apartar las piedras con una parsimonia digna de un caracol. Si hubiese sido por él creo que hubiéramos llegado quizá la semana que viene.

Jubal no pudo abrir la boca, pero respiró aliviado: pese a todo, no parecía de mal humor.

En cuanto Jubal y el profesor llegaron a la casa de Rosendo, fueron recibidos por Ana. Ernesto Stockhaus se mostró efusivamente caballeroso con la esposa de Rosendo, quien arqueó las cejas divertida ante tanta galantería. Jubal tomó asiento, no así Stockhaus, que se paseó en silencio con las manos enlazadas a la espalda. Al poco apareció Rosendo Roca. Se dirigió hacia su invitado ofreciéndole la mano.

—¡Por fin lo conozco en persona! —dijo el profesor—. Quizá no es usted consciente, pero su nombre empieza a oírse por los círculos industriales. Y ahora que me ha contratado, más que se oirá. Bien, he traído ya planos y esbozos de lo que me pidió por carta. Están aquí. —Cogió la carpeta que descansaba en una silla—. ¿Dónde los podemos ver? Esta mesa servirá. Ayúdeme, caballero —se dirigió a Jubal—, por cierto, ¿cómo dijo que se llamaba? Déjela aquí, eso es. ¿Puede acercar esa lámpara? Perfecto, así veremos mejor. Aproxímese, señor Roca. Veamos…

En ese momento entraron Rosendo
Xic
y Roberto. Estaban deseosos de conocer a quien había despertado tantas expectativas. Rosendo realizó las presentaciones:

—Son mis hijos, éste es Rosendo
Xic,
y éste, Roberto. El señor Stockhaus va a mostrarnos sus esbozos para el diseño de la fábrica.

Los dos jóvenes mostraron su entusiasmo y clavaron sus miradas en los planos extendidos sobre la gran mesa.

Durante un buen rato, Stockhaus estuvo explicando los bocetos que había diseñado, el espacio requerido para las instalaciones, la capacidad de ampliación, los costes aproximados de las sucesivas fases y el tiempo necesario para tener la fábrica operativa. Roberto escuchaba embelesado. En cierta medida, se había formado como ingeniero y siempre había ansiado ser uno de ellos. Ahora contemplaba a uno de los mejores en plena efervescencia. Seguramente él era el único que lo entendía todo, y a la vez, quien más valoraba la inteligencia intuitiva y calculadora de Stockhaus. Su capacidad para evaluar posibles problemas era también admirable: en cada pregunta el profesor denotaba un conocimiento exhaustivo del proyecto y una decidida voluntad de mejorarlo. La idea seguía concretándose y adaptándose.

—Todo esto, señor Roca, como ya le indiqué por correo al señor Miral, son esbozos que deben ser desarrollados a conciencia y en detalle. Me comentó en la carta que tenía pendiente asegurar los terrenos, ¿es así?

—Espero resolver el asunto mañana.

—¡Ah! ¡Perfecto! En tal caso y si no es molestia, me quedaré un par de días más. Me gustaría estudiar el lugar donde se va a instalar todo el equipamiento. Me dijo que habría un maestro de obras que me ayudará, ¿no es cierto? —Rosendo señaló a Jubal, que estaba al otro lado de Stockhaus—. ¿Es usted? Bien, bien, mucho gusto, señor… Me da la impresión de que está un poco abrumado, ¿le preocupan las dimensiones del proyecto? No se apure, ¡todo es cuestión de números! Y de ingenio e inventiva, claro está. ¡La cantidad de gente que cree que eso se puede sustituir por dinero! Si ustedes vieran… ¿Y qué es un hombre sin inventiva? ¡Un vegetal! No, no. Prefiero algo menos de dinero y algo más de emoción. Y su idea y su proyecto, señor Roca, me interesan.

Guardó inusitadamente silencio durante unos instantes mientras se llevaba la mano al pecho. Roberto sonrió levemente. El profesor volvió en sí al segundo.

—Dejo los planos aquí, confío en que estarán a buen recaudo. Hoy estoy agotado y debo descansar. Llevo cuarenta y ocho horas sin dormir y ése es mi límite. Antes de que me quede dormido de pie, mejor me retiro. ¿Dónde se encuentra mi habitación? ¿Usted me acompaña? Muy amable. Tiene unos hijos muy atentos, señor Roca. Adiós, caballeros. Y usted no sea tan tímido, hombre, a ver si mañana se anima y me informa de su nombre. ¡Buenas noches a todos!

Stockhaus salió de la sala acompañado de Rosendo
Xic,
quien llevaba con esfuerzo el maletín negro. En cuanto cerró la puerta, Roberto exclamó:

—¡Vaya! Un tipo realmente curioso, ¿verdad?

Rosendo asintió:

—Sí, me gusta. ¿Y a ti, Jubal?

Jubal pestañeó durante unos instantes.

—He de confesar que estoy un poco aturdido… ¡Menudo torbellino! Pero bueno, ya me habían avisado de que era un tanto… peculiar…

Rosendo articuló una leve sonrisa mientras Roberto rompía a reír. Finalmente, se acabó añadiendo Jubal.

Rosendo bajó del caballo en mitad del patio interior. Tras varios años encargándoselo a otros, acudía de nuevo a realizar en persona el pago anual a los Casamunt. Sin esperar a ser anunciado, atravesó el zaguán y se encontró con Álvaro, que le tendió amablemente la mano.

—Buenos días, señor Roca. Sea bienvenido a nuestro hogar —dijo. Rosendo notó cómo el joven imprimía energía a su saludo. Éste continuó—: Espero que todos en su casa estén bien. Sepa que para mí es un honor recibirlo. Mi padre y mi tía están esperándolo en su despacho. Si es tan amable, me gustaría acompañarlo.

Rosendo miraba con cierta suspicacia al hijo de Fernando. No lo podía evitar después de tantos años de decepciones con los Casamunt. Aun así le impresionó la serenidad y la afabilidad con la que se conducía Álvaro. En cierta medida, Rosendo no podía evitar confiar en el criterio de su hija. Si se sentía atraída por ese joven, tendría sus buenos motivos. Mientras que avanzaba por el interior del caserón, intentó apartar esos pensamientos y se concentró en el asunto que lo había llevado allí. De lo que consiguiera dependía su futuro. Y el de mucha gente.

Fernando estaba sentado en la butaca tras la mesa del escritorio y Helena, que lo acompañaba, en una silla cercana a la pared, a cierta distancia de su hermano. Rosendo saludó con corrección a los dos Casamunt y se sentó frente a la mesa sin esperar a ser invitado. Álvaro abandonó el despacho y cerró la puerta suavemente.

Rosendo sacó el dinero correspondiente al diez por ciento de sus beneficios y los libros de contabilidad. Por un momento, Rosendo pensó que el ahora patriarca de los Casamunt no se iba a molestar en comprobar las cifras. Sin embargo, Fernando se incorporó de inmediato sobre su asiento y procedió a consultar la contabilidad de forma minuciosa, sin mediar palabra. Rosendo esperó paciente, notando la mirada de Helena en la nuca.

—Es correcto —dijo finalmente el señor—. ¿Y el canon?

Rosendo dejó la bolsa de cuero sobre la mesa. Fernando la abrió y fue contando una a una las monedas de oro.

—Bien. Está todo, otro año saldado. ¿Algo más? —preguntó Fernando recordando el aviso de don Roque. Esperaba que Rosendo le hiciera alguna propuesta. Si creía que le iba a rebajar algo para el año siguiente, iba listo, pensó ufano.

—Sí.

Extrajo del interior de su chaqueta unas hojas que desdobló sobre la mesa. Fernando lo miró con cierta aprensión.

—¿Qué es eso? —preguntó serio.

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