Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
—Bueno, pero todo eso no será necesario —concluyó Pantenus y se llevó el índice a los labios—. Callad un momento.
Los tres proyectaron instintivamente la oreja hacia la puerta. Unos pasos pisaban con fuerza cada escalón. Sobre ellos se alzaba la voz de Claudia Batlle, pero no se entendían sus palabras. Poco a poco, los pasos se fueron acercando y la puerta se abrió.
—Miren, aquí los tienen, de cháchara —y mirando hacia atrás—: Pasen, pasen. Y quítense la chaqueta, que hace un bochorno de mil demonios.
La figura rotunda de Rosendo apareció por la puerta. Tras él entró Roberto. Antes de que pudieran articular el saludo, Claudia se dirigió a Pantenus:
—¡Ah!, ya estás con el coñac. No tienes cuidado, trae. Luego te quedas tres días en cama y con unos gemidos que se oyen hasta las Ramblas. Si es que son como niños, se juntan y ya ven… Señores, no sé qué harían si no estuvieran en este mundo las mujeres. —Claudia asoció ideas y se irguió, copa en mano, para preguntar más seria a Rosendo—: Disculpe la torpeza, señor Roca, ¿cómo se encuentra su mujer?
Rosendo contestó seguro:
—Bien. Bueno, va mejorando.
Todos los presentes miraron al suelo. Sabían que no era cierto, pero, a veces, repetir una cosa ayuda a creerla. Claudia fue quien rompió el silencio.
—Me alegro. Dele recuerdos de mi parte. —Salió llevándose la copa de Pantenus.
Al salir la mujer de la habitación, Pantenus se levantó con cierta dificultad y saludó a su amigo. Pese a la seriedad del momento, le dirigió una sonrisa.
—Veo que vienes algo tenso. Todo el trabajo está hecho, Rosendo. Lo de mañana es un puro trámite.
Y avanzó hacia una estantería llena de libros, al fondo del despacho. De allí sacó un par de volúmenes que apoyó en un taburete. Del hueco que ocupaban extrajo tres copas y una nueva botella de coñac que puso sobre la mesa.
Al día siguiente, Rosendo estaba sentado en el banco de madera junto a Pantenus y Arístides. Parecía un tanto agotado, con profundas ojeras clavadas en el rostro. Nadie hubiera creído que acababa de estar en un balneario. Esperaban en la sala principal de la Audiencia Provincial de Barcelona la vista ante el juez. La fecha del 30 de julio de 1863 había sido la escogida para el juicio de apelación.
Permanecían serios y solemnes, como correspondía a la gravedad de lo que se juzgaba: Rosendo, con las manos apoyadas en las rodillas y la espalda estirada; Pantenus, mano sobre mano, sujetando el bastón de caoba que ya nunca abandonaba, con la barbilla reposando encima y la mirada lejana, pensativa; Arístides, acariciando un botón de su levita con la mano izquierda, mientras la derecha sostenía los documentos que estudiaba con un ligero temblor. Había preparado el caso con entereza, con la energía de la juventud. A su espalda, en la primera fila de asientos, Roberto y Rosendo
Xic
mostraban cierto nerviosismo y estaban dispuestos a seguir la causa con atención. Tras ellos, Pedro
el Barbas
y sus hombres permanecían expectantes. Habían sido desalojados de la colonia y asistían a la resolución del caso, que les afectaba enormemente.
Según Pantenus, el contrato estaba claro. Pese a todo, una extraña desconfianza sembrada durante largos años de injusticias se asentaba cual poso amargo en el presentimiento de Rosendo. Nunca antes había apelado a las instituciones. Su concepto de la justicia se sostenía sobre simples principios absolutos: blanco o negro, bueno o malo. No entendía que ahora estuvieran esperando la decisión de un hombre desconocido vestido de negro que se suponía debía ofrecerles el dictamen apropiado. ¿Podía llegar a conocer la verdad? ¿Tendría en consideración el esfuerzo que suponía levantar una colonia textil? ¿Sabía ese juez que su capital inicial había sido un pico, una pala y unos sacos vacíos? Todos esos interrogantes le obligaban a una inquieta espera a la que no estaba acostumbrado. Era un hombre de acción, y a sus cincuenta y tres años de edad empezaba a ser difícil cambiar.
El alguacil obligó a los presentes a levantarse ante la presencia del juez. Nada más entrar éste tomó asiento y, sin hacer caso de la concurrencia, abrió el inmenso cartapacio con la documentación del proceso. Pese a la lejanía de la audiencia con respecto al Cerro Pelado y Runera, algún espectador autóctono se había acercado a la vista en aquella mañana de verano. El juez vestía una larga toga de color negro, de un tejido brillante que formaba pliegues al caer sobre el cuerpo. Unas puñetas bordadas blancas adornaban las mangas. Pantenus le dijo a Rosendo que ese atavío era buena señal: cuanto más importante fuese el juez, más alejado se suponía de posibles influencias provincianas.
El juez siguió inmerso en su lectura hasta que, llegado un momento, cerró el cartapacio con las alegaciones e informes y tendió la mirada entre los presentes. El silencio fue roto por el insistente zumbido de una mosca. El juez miró al alguacil y éste dijo finalmente:
—Pueden sentarse.
—A ver, qué tiene que decir la propiedad —pronunció el juez sin preámbulos.
Moisés Ramírez, el letrado de los Casamunt, empezó su defensa de la sentencia ya emitida. Estaba solo, con su legajo desplegado sobre la mesa gemela a la de la acusación. Se amparaba en la experiencia del juez Padilla y en su probada integridad al dictar sentencia.
El magistrado escuchó impertérrito el extenso discurso. Cuando el abogado concluyó, volvió a hacerse el silencio. Tras un espacio de tiempo prudencial, el juez habló:
—Caballeros, les toca entonces a ustedes presentar sus argumentos.
Pantenus dio un leve codazo a su pupilo para que se levantara. Los nervios no le habían dejado percatarse de la situación. Mientras Arístides Expósito recogía el contrato, su principal argumento, y se levantaba para presentar su versión, Pantenus le susurró algo al oído:
—Sin prisa, Arístides, sin prisa pero sin pausa.
Arístides entonces se levantó, se aclaró la voz y comenzó su exposición:
—Con la venia y el debido respeto, señoría, mi colega alude aquí explícitamente a la validez de la sentencia firme del juez de Runera. Pone, por tanto, en duda la necesidad de este juicio y nos acusa —se volvió y miró a Pantenus y a Rosendo— de hacerle perder a su señoría el tiempo. Nada más lejos de la realidad. Usted posee una copia del contrato entre los papeles presentados por este letrado y en él basaré mi súplica. Es cierto y probado que en su momento el terreno fue concedido para abrir una mina y que posteriormente se pactó una ampliación del contrato inicial. Al acordar dicha ampliación nadie negó la posibilidad de destinar los nuevos terrenos a cualquier otro tipo de explotación. De hecho, en el contrato, como bien sabrá su señoría, consta textualmente en el séptimo párrafo que el trato está habilitado, y abro comillas: «para cualquier tipo de explotación», cierro comillas.
Tras esta aseveración, Arístides realizó una pausa retórica. Y continuó.
—No es que no se indique el tipo de explotación al que se destinará el inmueble, que eso ya evidenciaría el vacío legal y la posibilidad de cambiarla a voluntad, dando la razón al señor Roca. No es eso, como digo, sino que se bendice explícitamente dicha posibilidad. Y por eso nos encontramos aquí —remarcó la última palabra con su dedo índice apuntando al suelo, quizá queriendo resaltar las ausencias—, defendiendo un contrato que se ha tergiversado. En la sentencia que nos hemos visto obligados a apelar, se equiparaba el contrato de explotación del señor Roca con la caducidad que tienen los campesinos que cuidan la viña, también llamado de «cepa muerta». Y, perdone mi ingenuidad, pero ¿ese contrato no se aplica sólo a los viñedos? Es más, ¿no es verdad que se aplica única y exclusivamente a las viñas cuyos dos tercios de las cepas han tenido que sustituirse por otras nuevas? Y no es menos verdad que ni en Runera ni en la comarca no hay ninguna viña, que no aparecen, si me permite su señoría, en menos de treinta kilómetros a la redonda.
Arístides se acercó a la mesa de madera donde reposaban el resto de los informes y alzó el vaso de agua hasta su boca. De momento, los compases iniciales habían conseguido crear el clima previsto por su mentor. Dejó el vaso medio lleno encima de la mesa y continuó el discurso mirando al estrado.
—Evidentemente, representa un abuso la prorrogación y ampliación de los contratos mediante subterfugios. En nuestro caso, sin embargo, no ha habido tales prácticas: la mina lleva abierta más de treinta años y sobre ella no se ha aplicado restricción alguna. Extender legalmente un acuerdo no debería ser enmendado dos años después en base a unas razones que se nos escapan. Más allá del caso particular que nos ocupa, este juicio pone en duda el sistema de contratos que se viene aplicando desde tiempo inmemorial. Avalado por nuestros ancestros los romanos, permite qué cualquiera con inteligencia e intuición pueda acceder a un trato justo. ¿Quién sería capaz de arriesgar su dinero si esta sentencia sigue adelante? Y no lo digo ya por hombres sin tierras pero con ambición, sino también por los terratenientes que reciben la oferta de poner su hacienda al servicio de una actividad más fructífera que la agraria. ¿Qué harían ellos cuando los agricultores se van a las ciudades? El señor Roca abona a los señores Casamunt parte de sus beneficios como pago por el terreno donde se ubica la fábrica. Creo hablar en boca de la mayoría de los presentes al decir que nos hubiese gustado escuchar en base a qué oscuros motivos equipara el señor letrado un negocio industrial próspero y emergente con uno agrícola alejado por una distancia mínima, y vuelvo a insistir, perdóneme su señoría, de no menos de treinta kilómetros en cualquier dirección. Confiamos totalmente en la sabiduría de su excelentísimo señor juez don Baldomero Conde, que imparta justicia y acataremos su sentencia sea cual fuere, presenciándola aquí mismo, con humildad y sumisión, sentados en el lugar que nos han asignado. Gracias señoría. Nada más que añadir.
Pese a la aparente zozobra que la imagen de Arístides denotaba, había conseguido cuadrar un discurso sobre la necesidad de garantizar unos mínimos derechos. Pantenus pensaba, con una media sonrisa en los labios, que al principio de su carrera seguramente lo hubiesen detenido de inmediato si hubiese proferido semejante cantidad de veladas acusaciones hacia una sentencia dictada por un juez. Los tiempos habían cambiado, a pesar de todo.
Al terminar el discurso, una especie de runrún empezó a crecer entre el público. De repente las puertas se abrieron y varios hombres vestidos con largos abrigos negros se colocaron silenciosamente al fondo de la sala, a ambos lados de la puerta de entrada. El último de ellos avanzó por el pasillo central y se colocó en un lugar vacío de la segunda fila. Concentrando todas las miradas, Efrén Estern abrió su abrigo negro, inadecuado para el calor que hacía, y se sentó en la incómoda banqueta de la Audiencia Provincial de Barcelona.
El juez reconoció al colectivo y observó unos instantes la extraña figura del recién llegado. A continuación, inexpresivo, se recogió la toga y se levantó con presteza, sin tiempo a que el alguacil ordenara levantarse a los presentes y cerrar la sesión. Éste se quedó mirando la puerta cerrada por la que había salido el señor juez sin saber qué hacer. Se mantuvo completamente inmóvil, firme, intentando aparecer ajeno a las miradas que se clavaban en él. Ante la ausencia del juez, fue emergiendo de la sala un murmullo creciente de parabienes hacia Rosendo Roca y todos los que le rodeaban. El público había tomado partido y mostraba su postura con claridad. Rosendo pudo observar entonces el rostro sonriente de Efrén Estern. Ladeó su angulosa cara en señal de saludo y el patriarca Roca se lo devolvió cortés. A su lado, Pantenus observaba la escena sentado en el banco, con el codo apoyado hacia atrás, para conseguir la mejor perspectiva de los dos hombres que él mismo había puesto en contacto. Sabía que Efrén Estern llegaría a la Audiencia Provincial a ratificar su apoyo porque, para él, la manera más segura de recuperar su inversión era confiar en el buen hacer de Rosendo. Su amigo judío había hecho una aparición precisa cargada de firmeza —como las de los personajes de las óperas que tanto le gustaban— y, sin duda, no había dejado indiferente al juez. Como tampoco lo habrían hecho las palabras que tan bien había sabido conjugar Arístides apelando al bienestar general y al progreso.
A primera hora de la tarde, después de comer, la puerta se abrió y el juez apareció con gesto decidido. Todos volvieron a sus asientos y el silencio se fue enseñoreando poco a poco de la sala. Cuando incluso la mosca se hubo posado, el juez emitió su dictamen:
—Declaro anulada la sentencia promulgada por el juzgado…
Rosendo no pudo escuchar más. Una especie de zumbido se coló en sus oídos y una sensación de liberación vino en su auxilio. Cerró los ojos y pudo contemplar a Ana a su lado, los dos de nuevo en el mirador, tibio por la luz del sol, las manos entrelazadas y la mirada perdida en el horizonte. Cuando recuperó la cordura, entre el griterío, pudo distinguir la voz de Arístides dirigiéndose al juez con firmeza.
—Señoría, si me permite, este letrado quisiera instar el auxilio de la fuerza pública para la ejecución de la sentencia y la restitución del orden alterado.
—Efectivamente se producirá ese desalojo, que supongo pacífico por cuanto la sentencia es firme e irrevocable. Daré instrucciones para que las fuerzas del orden los acompañen mañana por la mañana y hagan cumplir la sentencia evitando cualquier desarreglo.
—A tenor de la resolución y con la venia, también pediría a su señoría la reparación del agravio, los daños y los perjuicios ocasionados por el ciudadano Fernando Casamunt que con conocimiento de causa tomó indebidamente posesión de unas tierras cuyo contrato fue estipulado en su presencia —dijo Arístides, quien sentía la necesidad de reclamar mayor justicia.
—No ha lugar, letrado, no ha lugar. Aquí estamos para resolver causas presentadas, no para emitir sentencias sobre hechos que no se ha dictaminado juzgar. Espero que lo tenga en cuenta de aquí en adelante si quiere evitarse disgustos. —Pese al tono paternalista empleado por el juez, parecía quedar claro que no iría más allá y que esa vía podía resultar peligrosa—. La sentencia emitida en su momento lo fue por un juez todavía en activo. ¿Está claro, letrado?
—Muy claro, señoría. Gracias —concluyó Arístides obediente.
Rosendo saludó con austeridad a Pantenus y a Arístides que, tras ello, se fundieron en un abrazo. Rosendo se dirigió a sus hijos, que no cabían en sí de contentos. Los dos se acercaron a su padre y le dieron la mano con efusividad.