Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
—Siempre has estado bien relacionado. Esa fecha será el punto de arranque de una nueva etapa. —Rosendo inspiró profundamente y añadió—: Espero que Henry también participe.
—¿Qué le pasa a Henry? ¿No se encuentra bien? —preguntó Pantenus preocupado.
—No, no es eso. No sé qué le pasa. Desde la vuelta de Escocia a veces se le ve un tanto abatido, desmotivado. Ha abandonado su labor en manos de Rosendo
Xic.
—Echará de menos su país —supuso Pantenus.
—Puede ser, pero después de tantos años… —dudó Rosendo.
—Nunca se sabe. Yo mismo me estoy haciendo mayor y tengo nuevas manías cada día. Pregúntale a Arístides. Y es que yo, amigo mío, ya he pasado de los sesenta.
Rosendo notó entonces cómo la edad de su abogado adquiría la impiedad de la cifra. Esperó a que continuara.
—No digo que en breve me vaya a retirar. Tengo cuerda para años, pero poco a poco hay que ir cediendo el paso a la juventud. Nuestra experiencia es útil, sin embargo son la ambición y el coraje los que mueven el mundo. Poco a poco, Arístides se irá convirtiendo en tu enlace legal, es ley de vida. Piénsalo. A ti te pasará lo mismo, ya verás. El relevo ha empezado —sentenció Pantenus.
Rosendo se dio cuenta de cómo el devenir transcurría ante sus ojos y la certeza de su propia madurez le golpeó el espíritu como un martillo. Sus vidas habían sido provechosas y Henry, Pantenus y él mismo, ahora se daba cuenta, pensaban en la cercanía del retiro. En cualquier caso, él era el más joven de los tres.
—Dejemos las cosas tristes y tejamos la trama de nuestro negocio —dijo Pantenus de forma enigmática—. Hemos estado pensando que debemos preparar el terreno por si las cosas fallan. Se nos ha ocurrido la figura del hombre de paja.
—¿Un hombre de paja? ¿Un espantapájaros? —preguntó Rosendo sin entender muy bien a qué se refería el abogado.
—Algo parecido. El espantapájaros simula ser una persona para sembrar el desconcierto entre las aves. El hombre de paja, en términos de negocio, es una persona que aparenta ser el jefe para sembrar el desconcierto entre los buitres, léase, los acreedores —rió Pantenus—. Arístides te lo puede explicar. De hecho, la idea es suya.
El sexagenario se levantó y, con las manos entrelazadas en la espalda, miró al exterior con sosiego. Arístides empezó su explicación:
—He observado que el acuerdo con los Casamunt dispone explícitamente que si al finalizar el contrato usted no paga la cláusula final, todo pasaría a formar parte de la propiedad de ellos. Creo que eso lo podríamos minimizar si la infraestructura no le perteneciera a usted sino al susodicho hombre de paja, una persona vinculada a su entorno pero que no tuviese ningún tipo de parentesco lejano o cercano con usted. Él le cedería el aprovechamiento en usufructo de la maquinaria y los equipamientos.
—Pero eso significaría perder la mina y algo así no va a pasar —dijo Rosendo, un poco perplejo ante el raudal de palabras técnicas.
Pantenus, sin dejar de mirar por la ventana, sugirió:
—Ahora, tradúceselo, Arístides.
—No es más que registrar la maquinaria y todas las inversiones a nombre de una tercera persona de su confianza pero no de su familia para que no le afecte el contrato. Por medio de un alquiler o una cesión, completamente independiente del trato que tiene vigente, que le permitiría a usted utilizar esas máquinas. En caso de que las Casamunt se quedaran con todo, no podrían reclamar esas posesiones o el pago equivalente por su valor. De este modo se minimiza la pérdida en un futuro hipotético, que nadie desea.
—Entiendo. Y esa persona podría ser alguien cercano a mí y sacar un rendimiento de esa cesión, digamos el pago de un alquiler.
—En efecto. Además, ese alquiler, al ser un gasto, reduciría los beneficios —agregó Arístides, que veía con agrado cómo su propuesta empezaba a calar en el ánimo de su cliente.
—O sea que, legalmente, podríamos reducir el porcentaje de pago.
—El porcentaje no, puesto que está fijado en el contrato —corrigió—, pero sí el montante anual. Además, aún hay otra ventaja. Esas posesiones se pueden utilizar para avalar un préstamo en época de vacas flacas o para realizar ampliaciones que de otra manera no sería posible abordar —remató Arístides.
Tenía razón Pantenus cuando decía que las nuevas generaciones los irían arrinconando. Rosendo
Xic
haría buenas migas con Arístides. Ya los veía a los dos en un palco del Liceo, como de vez en cuando hacían él y Pantenus. Allí hablarían de negocios y pensarían mejoras y soluciones a sus problemas. El desafío que le había prometido a Ana a su regreso de Escocia tenía, finalmente, forma definitiva.
La voz de Pantenus lo sacó de sus ensoñaciones:
—Un golpe genial, ¿verdad, Rosendo?
Cuando Helena desmontó de su caballo lo primero que vio fue a un campesino que se alejaba. Iba calzado con alpargatas a medio atar. Sobre ellas, unos pantalones de paño oscuro que clareaban a la altura de las rodillas y una faja alta. Completaban su atuendo una camisa y una raída chaqueta de pana. El pelo rubio, pajizo, y la barba espesa escondían sus facciones.
Helena entró en la casa y fue a ver a su hermano para que le aclarase el movimiento que últimamente había detectado, quería saber el porqué de tanta visita cuando todavía no era época de pago. En su estancia Fernando apuntaba con un catalejo el horizonte.
—¿Qué haces? —preguntó Helena con sorpresa.
Un sobresalto hizo a Fernando golpearse con el catalejo. Se volvió hacia su hermana con la mano tapando el ojo dañado y, desabrido, dejó la lente de alcance sobre la mesa.
—Me has asustado. ¿Qué quieres? —rezongó Fernando.
—¿Qué hacen tantos campesinos visitándote? ¿Estás tramando algo sin consultarme?—disparó Helena.
—No, más bien son ellos los que traman algo. El que acaba de salir era el último de nuestros arrendatarios por encima de Runera. Se marchan. Ya no tenemos a nadie cuidando de esas tierras.
—¿Todos? Pero si eran casi una docena —conjeturó Helena—. Supongo que al menos te habrán pagado…
—Eran nueve y me han pagado puntualmente. Incluso los más remolones.
—¿Y a qué fábrica han ido? —preguntó Helena, apostando por algún motivo.
—Todos me han dado razones más o menos difusas. Y he investigado. No se ha abierto ninguna factoría nueva desde Berga hasta Terrassa. Están las de siempre —contestó Fernando, exponiendo la falta de motivos—. Sus tierras eran las más fértiles. Tan cerca del río, nunca les faltaba el agua. Para el año que viene nos quedamos sin una buena fuente de ingresos.
—Bueno, ya vendrán otros —dijo Helena para tranquilizarlo.
—Eso pensé yo, que vendrían espoleados por la noticia, o que los mismos que ocupaban las tierras de al lado vendrían a pedir hacerse cargo de mayor superficie, pero hasta hoy no ha sido así —negó Fernando con la cabeza y chasqueó la lengua en un gesto de fastidio.
—¿Es grave entonces? —preguntó Helena al ver el gesto de preocupación de su hermano.
—Si el año que viene esas tierras no se ocupan y la cosecha no es buena, lo vamos a notar. —Fernando cogió su catalejo y se giró para volver a otear por la ventana.
Helena se tocó la barbilla mientras reflexionaba. Su hermano no parecía esperar su opinión pese a las innumerables ocasiones en las que lo había ayudado. Ajena a su desdén, Helena pensaba que algo no estaba del todo claro: antes de finalizar el ciclo del cereal los arrendatarios se iban sin motivo aparente y pagaban sus cánones sin haber vendido todavía la cosecha. Helena se mostró ante su hermano desconcertada por primera vez en su vida. Sólo una leve chispa de intuición que se destapó en su mente le hizo hablar en voz alta al salir de la habitación:
—Tiene que haber algo más. Algo que se nos escapa.
A finales del verano de ese mismo año, el pueblo del Cerro Pelado se desperezaba en la madrugada de un día laborable. El sol todavía no relucía en el horizonte y los quinqués que alumbraban los pasos de los mineros simulaban luciérnagas que, revoltosas, anticipaban el inicio de la nueva jornada. Algunos volvían del yacimiento a sus casas para descansar después de doce horas trabajando; otros iniciaban su turno medio adormilados y pensando en el domingo siguiente. Todo parecía seguir su curso, como el río que acompasaba la vida de los habitantes de la aldea.
Rosendo, en cambio, hacía ya algunos días que había recibido una triste noticia que, a pesar de haberlo disgustado, no lo había sorprendido en demasía: su socio, su compañero, su viejo amigo, se marchaba. Henry Gordon y Sira abandonaban el pueblo para trasladarse a Escocia. El viaje a New Lanark había despertado en Henry una melancolía creciente a lo largo del último año. Aquel día de septiembre los dos amigos se despedirían por primera vez en veintisiete años, se dirían adiós dejando atrás media vida compartida.
¿Qué hacer sin él? ¿Cómo seguir sin su alegría y todas esas extravagancias que tanto le desconcertaban al principio? Era mucho más que un socio o un amigo. Era un cómplice. Un hermano. Sí, el hermano mayor, comprensivo y honesto, dispuesto a enseñarle y guiarle, que nunca había tenido.
—Vamos, cariño, Henry y Sira vendrán en un rato para despedirse.
Ana intentaba sacarlo de la cama. No era frecuente en Rosendo permanecer en ella más de lo necesario. Sentada en el lecho, le acariciaba el pelo como a un niño grande.
—Sé que te entristece, pero seguro que volvéis a veros muy pronto —le decía con voz cálida.
—Sí, seguro que sí —respondió él nada convencido.
—Es normal que quiera retirarse, Rosendo. Henry es mayor que tú, aunque nunca nos haya dicho su edad —dijo Ana guiñándole un ojo—. Y ahora quiere disfrutar de su esfuerzo junto a su mujer en su país natal. No es tan extraño. A lo mejor nos sorprenden con algún chiquillo también… —esbozó una sonrisa mientras imaginaba la figura impecable de Henry sosteniendo a un bebé entre sus brazos.
Rosendo inspiró con fuerza antes de pronunciar:
—¿Tú quieres que también yo me retire? —preguntó mirando con sus grandes ojos los de ella.
—Yo quiero que hagas lo que te haga sentir bien. Tú eres más joven. Sólo le doy una explicación a la decisión de Henry.
Rosendo permaneció en silencio. Miró al techo de la habitación. Las cortinas estaban recogidas y la luz comenzaba a penetrar en el cuarto, empalideciendo las facciones del minero.
—¡Venga! Vístete —exclamó Ana mientras le revolvía el pelo—. No es el fin del mundo, Rosendo —dijo, tratando de hacerle olvidar su desasosiego—, te espero en la cocina con un buen desayuno.
Cuando Henry llegó en la calesa acompañado de Sira, Rosendo salió a la entrada de su casa con gesto ceñudo y en silencio. El resto de la familia ya estaba fuera, aguardando a su amigo para despedirse.
—Qué envidia me das, Henry —le decía Roberto, para quien Escocia representaba un recuerdo feliz y valioso.
—Ya verás cómo te encanta, Sira —le decía Ana—. Los chicos cuentan que en Escocia hay trajes increíbles. Si los de Henry te gustan, en Edimburgo te vas a quedar abrumada.
—Henry, ¿y qué vas a hacer allí? ¿Vas a abrir algún negocio? —preguntó Rosendo
Xic,
curioso.
—¡Uff! ¡Todavía no lo sé! Lo veremos sobre la marcha, ¿verdad,
darling?
—preguntó a Sira antes de darle un beso en la mejilla.
—Sí, cariño, claro.
Para Sira, aquello también suponía el inicio de una nueva etapa. Su padre, Jep Lluna, había muerto hacía tres meses y sobrellevaba un sentido duelo. No pudo evitar que algunas lágrimas brotasen sobre sus morenas mejillas.
—Oh, sweetheart…
—Henry la rodeó tiernamente con sus brazos.
Al verla, Ana y Anita se sumaron enternecidas al abrazo.
—Os vamos a echar mucho de menos… —susurró la mujer del minero secándose las lágrimas con un pañuelo.
Todos se abrazaban y se dedicaban buenos presagios. Rosendo observaba la escena desde el umbral de su casa, callado, sin saber muy bien qué palabras escoger o qué gestos regalar. No se le daban bien las despedidas.
—Rosendo…
Henry se alejó del ruidoso grupo con una mueca triste y se aproximó a su amigo. Se atusó la perilla tratando de encontrar el tono adecuado mientras caminaba con paso vacilante. Al final decidió prescindir de toda retórica y sin decir nada abrió los brazos para estrechar con fuerza a su viejo socio.
En silencio, los dos amigos se abrazaron largo rato con los ojos cerrados.
Cuando se separaron, Henry escondió su rostro tras la manga, la cabeza baja. Se subió a las escaleras de la elegante calesa con cubierta y cochero que habían alquilado y se ajustó su bombín. Habían decidido visitar París aprovechando la ocasión. Con gesto solemne elevó su sombrero y dijo:
—Nos volveremos a ver, amigos. Pronto, muy pronto.
El matrimonio Gordon, ya dispuesto en sus asientos, agitó las manos por fuera de la capota, despidiéndose de los Roca que, uno a uno, fueron entrando poco a poco en la casa. El único que permaneció allí de pie, inmóvil, contemplando cómo se alejaba su hermano fue Rosendo, que no se marchó de allí no ya hasta que la calesa dejó de verse en la lejanía, sino hasta que se apagó la última luz de ese día.
Rosendo Roca permaneció allí sin comer, ni beber, ni hablar con nadie, ni descansar Fue la primera vez en toda su vida que dejó pasar un día laborable en el Cerro Pelado sin ir a trabajar.
El número de casas que componían el Cerro Pelado se había incrementado rápidamente en esos últimos meses. El movimiento en la aldea era constante: nuevos habitantes, nuevas familias, nuevos comercios… En este contexto, no resultaba difícil descubrir casi a diario caras desconocidas.
Helena Casamunt paseaba por las calles de la aldea con curiosidad disimulada. A lo largo de aquella primavera y verano, habían sido demasiados los campesinos que habían ido abandonando las tierras de su familia con excusas. Quizá fuera por instinto o por desconfianza, estaba convencida de que detrás de todas aquellas renuncias se hallaba la figura de Rosendo Roca.
—Estos tomates tienen muy buena pinta, Nieves —dijo Helena. La tendera era de figura redonda y tenía las mejillas sonrosadas. Se rascaba la nariz con la manga de la camisola.
Desde que cambió de actitud, pocos quedaban que viesen con malos ojos la presencia de Helena. Aquélla había sido una labor lenta, difícil y laboriosa. Nunca se cruzó con Rosendo.