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Authors: Andrés Vidal

La herencia de la tierra (59 page)

BOOK: La herencia de la tierra
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Ajena a las miradas, Ana bailaba dichosa, protegida por los fuertes brazos de su marido. Eran ahora una pareja más danzando en una comunidad confiada. Con la respiración agitada, Ana comentó, tratando de sonreír:

—¡Buf! Estoy… agotada… —dijo llevándose la mano a la frente—. ¡No sabía que fueras tan bailarín!

Rosendo la tomó de la cintura mientras se dirigían hacia la carpa.

—Y no lo soy. Sólo me dejo llevar por tu entusiasmo.

Ana tosió varias veces.

—Pues dile a mi entusiasmo que no se olvide de que soy una mujer de más de cuarenta años que ya no puede con tanto trote. —Se tapó la boca con el puño. La tos seguía, era una tos seca.

—¿Te traigo algo de beber? —le dijo Rosendo empezando a preocuparse.

Ana quiso contestarle pero no pudo, se limitó a negar con la cabeza. Una chiquilla que estaba al lado de ellos con un vaso de ponche se lo ofreció a Ana. Ésta sonrió y, dándole las gracias, tomó el vaso. Pero no pudo beber; apenas lo tomó en sus manos, cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. A continuación, Ana, se desplomó sin conocimiento.

Capítulo 73

Cuando en 1860 Giuseppe Garibaldi entró con sus tropas en Nápoles se puso fin a la influencia española sobre el reino de las Dos Sicilias, la que había sido la última conquista española en Europa. El declive del imperio, sin embargo, había comenzado siglos atrás. La mañana del 19 de mayo de 1643 Rocroi supuso la tumba de los tercios españoles y el fin de una historia labrada en sangre durante siglo y medio. Desde entonces, en un lento y constante declive, España fue perdiendo sus posesiones. En el siglo XIX se añadieron las colonias de ultramar: Venezuela, Nueva Granada, Nueva España, Quito, Río de la Plata… y la mayoría de los territorios cayeron del mismo modo que habían sido conquistados, despiadadamente.

Inglaterra y Francia, volcadas sin reservas al cambio, se disputaban entonces la hegemonía. La España cerrada a cal y canto fue gestando radicalismos antagónicos que no permitieron la modernización del país. Tímidos intentos buscaban equiparar el anquilosado entramado social al de los vecinos europeos, pero la economía requería transformaciones profundas que se resistían, pues las mentalidades no cambiaron con los reales decretos. Ni siquiera los inventores encontraban financiación para sus audaces proyectos, pese al éxito del
Ictineus
de Narcís Monturiol, el submarino no fue explotado comercialmente. En aquel año de 1860, España era un país que vivía de recuerdos.

El sonido vacilante del piano se repartía por toda la sala. Una veintena de personas, elegantemente ataviadas, escuchaban con atención la música. Las cabezas seguían tímidamente el compás impreciso de las notas. La intérprete movía también la suya, voluntariosa, mientras sus blancas manos recorrían inseguras las piezas de marfil. De vez en cuando, un abanico se desplegaba en manos de una dama para murmurar algo al oído de su acompañante.

En la primera fila de asientos se encontraban Helena y Fernando, con el matrimonio Bonaventura a su lado. Eran los padres de la hermosa criatura que acariciaba las teclas del piano. Elisa Bonaventura cumplía los dieciocho años y había sido invitada a tocar en el salón de los Casamunt. Todas las fuerzas vivas de Runera se habían reunido allí para asistir al acontecimiento. En la segunda fila estaban Álvaro, don Tasio, el cura de Runera, y don Roque, del Cerro Pelado. Más atrás se hallaban el señor notario, el comandante del acuartelamiento de Runera enfundado en su uniforme de gala y el juez Padilla, el máximo representante de la ley, todos con sus esposas. Había también miembros de las familias nobles de la región hasta sumar un total de veinte personas.

Tras el irregular concierto, se celebró una cena bajo la luz de los candelabros. Allí las voces eran ya algo más que un susurro. Fernando había tenido la ocurrencia de sentar a Álvaro al lado de Elisa. Albergaba la esperanza de que su hijo se enamorara de una joven de su rango y olvidara a Anita Roca. Elisa no es que fuese la escogida, más bien era la única en un círculo de por sí bastante reducido.

—¿Haría el favor de pasarme el pan? —dijo Elisa con dulzura.

—Aquí tiene —respondió Álvaro.

—Yo creo que la culpa de todo la tiene Espartero. No ha sido capaz de imponerse —opinó don Roque.

—Cuánta mano dura hace falta. Necesitamos gente como el general Prim en nuestro bando, con su arrojo —dijo convencido el juez Padilla.

—Pero sólo con su arrojo —bromeó el notario—. Parece que ha vuelto de Marruecos. A ver cuál es su próxima ocurrencia.

—Qué precioso mantón lleva usted —dijo la esposa del anterior.

—Es de Manila —aclaró la mujer del juez.

—Hacen cada cosa en ultramar… Debe de ser maravillosa la vida en las colonias, ¿verdad? —Esta vez se dirigió a Helena.

—Sí, eso dicen —respondió ésta mientras se acercaba a la boca la copa de vino tinto.

—¿Haría el favor de pasarme la sal? —preguntó Elisa.

—Aquí tiene —respondió Álvaro.

A la mañana siguiente el día se levantó nublado. Un calor espeso se esparcía por todos los rincones de la mansión. La velada se había alargado hasta altas horas de la madrugada. Helena Casamunt salió de su habitación y avanzó despacio hasta la biblioteca. Allí encontró a su hermano, que dormitaba con la pipa todavía humeando entre sus manos. Al cerrar la puerta, la pipa cayó al suelo.

—Estúpida —prorrumpió Fernando al despertarse. Se agachó y recogió el artilugio. Un rastro de tabaco y cenizas ensuciaban la alfombra, así que tocó la campanilla.

—No te molestes —interrumpió Helena—, no hay nadie. Ayer debieron de acabar también tarde. No hay rastro del servicio.

—Dime, ¿qué quieres?

—Nada, Fernando, sólo me preguntaba qué vamos a hacer a partir de ahora. Está claro que no podemos continuar así —respondió cabeceando negativamente mientras tomaba asiento.

Helena había optado por escoger un tono conciliador. Al menos, hasta que la conversación se torciese, algo frecuente desde que murió Valentín. Él emitió un sonoro suspiro. Esperaba los reproches de Helena con resignación.

—Malgastas todo el dinero en caprichos y no entiendes que ya no contamos con tantos ingresos como antes. Hay que administrarse mejor —continuó ella.

—No sé a qué te refieres… —Fernando trató de eludir su responsabilidad.

—Me refiero a que debemos contar con más servidumbre, nunca antes había habido tan poca en esta casa.

—Pues contrátala —le respondió sin otorgar al asunto demasiada importancia, como si lo que estuvieran discutiendo fuera de lo más evidente—. A mí no me digas que lo haga, de la administración de la finca te encargas tú, ¿no?

—El presupuesto que destinas es ridículo —alegó enfadada.

El diálogo se volvía a embarullar.

—Bueno, tú podrías comprarte menos prendas caras.

Helena frunció el ceño y lo observó furiosa.

—Hace mucho que no estreno ningún vestido. ¿No me ves? —dijo con desagrado señalándose a sí misma.

Fernando suspiró dando muestras de tedio.

—¡No resoples! ¡Tú mismo has visto cómo está la casa! —La voz de Helena adquiría matices airados—. No es ninguna broma, Fernando. Sólo te pido que recortes tus gastos en antojos que acabas dejando de lado al cabo de pocos días. ¿No te importa la imagen que podamos dar?

—¡Por supuesto que sí! ¿Qué clase de pregunta es esa?

—No lo sé. Antes luchabas por nuestros intereses, pero ahora ya no haces nada. Desde que murió padre es como si no te importase nada…

—No digas eso. No vuelvas a compararme con él —respondió Fernando. Y tras una breve pausa añadió—: Está bien. Trataré de dedicar más dinero al mantenimiento. Pero allá tú cómo lo administres. Yo no quiero más problemas.

Helena sonrió satisfecha y se puso en pie. Comenzó a merodear por el despacho alrededor de su hermano, en silencio. Sin decir palabra, planificaba lo que estaba a punto de ocurrir. Dejó pasar unos segundos que consiguieron impacientar a Fernando. Hasta entonces habían sido tan sólo salvas. Ahora comenzaba de verdad su embestida:

—¿Algo más? —preguntó él.

—Sí. ¿Qué pretendes hacer con Álvaro? —respondió preguntando ella a su vez mientras volvía a tomar asiento.

—¿A qué te refieres?

—Ayer sentaste a Álvaro con esa sin sangre de Elisa Bonaventura. ¿Es ésa tu manera de castigar a tu hijo, obligarlo a colmar los caprichos de una niña mimada durante toda una noche?

Fernando recordó con una sonrisa la noche anterior. Tal vez bebió demasiado.

—Yo creí que harían buenas migas —respondió de buen humor.

—Sigues opinando que lo suyo con Anita no es buena idea —apuntó ella—. Pues estás equivocado. Si tu hijo y Anita se casan, un Casamunt tendrá acceso a la fortuna de los Roca. Anita es el ojo derecho de Rosendo y no le faltará de nada. ¿Y tú crees que Álvaro nos dejará de lado? Somos de su sangre. Es la manera más directa de conseguir que los bienes de Rosendo acaben teniendo el apellido Casamunt.

Al oír su apellido mezclado con el de Rosendo, Fernando sintió una punzada que le hizo olvidar su buen ánimo. El señor Casamunt concluyó con rotundidad:

—No permitiré que mi hijo, el heredero, forme parte de esa familia de campesinos con nombre de pedrusco. Y ésa es mi última palabra al respecto.

Fernando se levantó en silencio para cargar la pipa y la encendió. Volvió a su asiento, esparciendo el humo a impulsos.

Cuando se hubo sentado, Helena le lanzó con todo su desprecio:

—Eres un estúpido.

—¿Cómo dices? —preguntó él, sorprendido, mientras inclinaba la cabeza como para escuchar mejor.

—Que eres un estúpido rematado —subrayó ella estirando el cuello hacia su hermano. El tono de su voz era moderado—. Si tú no aprovechas la oportunidad que se te ha brindado para introducirte en la familia Roca, lo haré yo —continuó mientras dedicaba miradas solapadas a la puerta del despacho—. En cuanto acabe con Rosendo
Xic
y Roberto, el apellido Casamunt gobernará todo lo que Rosendo posee. Álvaro me adora…

—Estás loca si crees que lo voy a permitir —se indignó Fernando.

—Tal vez cuando quieras evitarlo, no puedas. No siempre tiene uno el control sobre aquello que desea —concluyó ella con tono victorioso.

—Voy a hacerme con todo lo que Rosendo Roca y su familia de campesinos poseen —habló al fin Fernando queriendo demostrar su superioridad—. No te voy a decir cómo, pero lo voy a conseguir. Y cuando eso pase, hermana —hizo un breve silencio para incrementar la tensión—, tendrás que arrodillarte y suplicarme para que no te deje tirada como a una vulgar rata.

Helena se mantuvo en su sitio, relajada y segura de sí misma. Cuando unos instantes después su hermano volvió a mirarla, ella sonrió y tomó aire. Con temple, formuló el desafío:

—Que gane el mejor.

Capítulo 74

Aquella mañana de domingo de verano, Rosendo y Ana se hallaban caminando con paso tranquilo por la pasarela que recorría a cierta altura el perímetro de la fábrica. Hacía ya más de un mes del desvanecimiento de Ana, y al fin ahora, y sólo porque al doctor le había parecido, ante los ruegos denodados de ella, convenientemente beneficioso no para su salud, sino para su ánimo, consideraron oportuno que ella realizara una visita comentada por el recinto. El acceso a las instalaciones, con sus altos techos y todas aquellas máquinas, unido al recuerdo de la frenética actividad que había hecho posible todo aquello, convertían el paseo en una experiencia única. Incluso la voz se escuchaba envuelta en una sonoridad especial:

—Es increíble que entren todas esas balas de algodón y salga tejido… —dijo Ana colgada del brazo de su marido.

—No es tan increíble cuando conoces bien el proceso. Nada de magia, cariño, sólo ingenio y maquinaria —respondió Rosendo.

—Pues cuéntamelo —repuso ella animosa.

—¿Todo? ¿Estás segura? —le dijo sorprendido. El aspecto de Ana no era nada saludable.

—Sí, todo —le pidió ella con voz jadeante señalando las montañas de algodón y las máquinas ahora paradas.

—Voy a parecer Stockhaus…

Mientras caminaban por el pasillo elevado, Rosendo se dispuso aexplicarle las diferentes fases de la producción. Desde esa privilegiada posición podían observar todo el engranaje.

—Este primer aparato es para la apertura del algodón —le dijo forzando la voz y mostrando una máquina formada por un circuito de varios pasos de longitud.

—¿Y qué hace? —le preguntó Ana curiosa.

—Abre los mechones de algodón y les extrae todas las impurezas, como las semillas, las hojas… Después los pasa por una cinta transportadora hasta que llegan al batán.

—¿Batán? —le preguntó ella.

—Sí. Es la máquina aquella con las dos grandes ruedas. Le da golpes fuertes para esponjarlo y el resultado es ese velo enrollado.

—No parece esponjoso como el algodón original —arguyó Ana.

Rosendo le apretó la mano y continuó guiándola por el trayecto.

—La siguiente fase es la de la carda —dijo señalando un rulo gigante repleto de algodón—. Aquello de atrás —añadió haciendo referencia al velo enrollado— pasa entre esos dos cilindros hasta que queda depositado en el tambor. Luego sigue entre los listones recubiertos de púas, que lo desenredan hasta que sale una especie de mecha.

Ana asentía con la respiración algo agitada.

—¿Quieres que paremos? —le preguntó Rosendo preocupado.

—No, no quiero verlo todo…

—Está bien. Mira, aquí empieza el proceso de hilatura.

Ana pudo ver cómo la mecha resultante de la carda se introducía en otro artilugio. Al contemplar todas las máquinas paradas en un momento concreto, Ana pensó que el tiempo se había detenido. Su optimismo le hacía pensar que el avance de su enfermedad, también.

—¿Cómo se llama ésta?

—Manuar.

Ana continuó observando cómo las fibras se estiraban, peinaban y orientaban repetidamente hasta que se obtenía una cinta regular.

—¿Y éstas?

—Son mecheras. Van estirando la cinta hasta transformarla en una mecha más fina. La torsión proporciona resistencia al producto para la manipulación posterior.

Ana movía afirmativamente la cabeza con los ojos vidriosos por lo que en mi primer momento tomó por emoción y más tarde descubriría que se trataba, para su desconsuelo, de fiebre. Imaginaba la frenética actividad de los días laborables: el constante movimiento rotativo de las máquinas y el ir y venir de los empleados que las mantenían en funcionamiento.

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