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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La mano del Coyote / La ley de los vigilantes (20 page)

BOOK: La mano del Coyote / La ley de los vigilantes
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Palmer abrió los ojos y vio ante él al carcelero, que acababa de dejar sobre la mesita adosada a la pared un plato con carne y fríjoles y una gran jarra de cerveza fresquísima.

—Si prefiere algo más, pídalo —dijo el hombre.

—No tengo ganas —contestó Palmer—. Beberé la cerveza.

El carcelero se encogió de hombros y retirando el plato salió de la celda, en tanto que Nisbet empezaba a beber, ansiosamente, la cerveza hasta vaciar la jarra.

De pronto, la quietud de la desocupada sección de celdas del cuartel de Los Vigilantes fue quebrada por un alarido de dolor, que se repitió tres veces antes de que el guardián acudiese a ver lo que ocurría.

Nisbet Palmer, con los ojos casi fuera de las órbitas y las manos crispadas en los barrotes, sentía arder todo su cuerpo, especialmente su estómago y su garganta. Cuando quiso gritar por cuarta vez, un verdoso espumarajo fue lo único que salió de sus labios. A través de un velo cada vez más denso el infeliz vio un momento al carcelero y antes de que sus ojos se cerraran vio, también, la burlona sonrisa que curvaba sus labios. Luego, con un ronco estertor, Nisbet Palmer soltó los barrotes y cayó de bruces al suelo.

Capítulo VIII: Una censura para el capitán Farrell

Farrell se dirigió a buen paso al hotel Frisco. Varias veces tuvo el presentimiento de que hacía mal y de que era mucho más importante interrogar a fondo a Nisbet Palmer que cambiar unas palabras con don César de Echagüe, persona de quien conservaba un desagradable recuerdo
[4]
. Claro que también era posible que don César de Echagüe no fuese lo que parecía. En sus primeras relaciones con
El Coyote
se había dado la coincidencia de hallarse don César presente en los mismos lugares en que actuaba el famoso enmascarado. Además el sabía que, por lo menos en dos ocasiones, se había sospechado que el hacendado californiano fuera el propio
Coyote
, aunque luego los hechos habían probado, sin ningún género de dudas, que don César no tenía nada que ver con el enmascarado. Hallándose don César presente, él había recibido un mensaje del
Coyote
. No obstante, resultaba muy posible que don César fuese en realidad
El Coyote
. Éste debía de ocultarse detrás de una personalidad que en apariencia fuese el polo opuesto del ídolo de los californianos. Don César era ese polo opuesto, aunque también era posible que
El Coyote
hubiese utilizado al escéptico hacendado como eficaz velo para cubrir sus actividades.

De nuevo, cuando estuvo ante el hotel Frisco, sintió Farrell la tentación de abandonar aquella gestión y regresar al cuartel. Pero le contuvo la seguridad de que Nisbet Palmer se hallaba seguro en el calabozo, a salvo de toda agresión de Turner.

Dirigiéndose al mostrador tras el cual se encontraba el encargado de la recepción de los clientes, Farrell preguntó:

—¿Está don César de Echagüe en el hotel?

—Creo que sí, capitán —replicó el empleado.

—Es que me pareció verle en la calle no hace mucho. ¿Ha vuelto ya?

—Que yo sepa no ha salido.

—¿Está seguro?

—Casi completamente seguro. El señor Echagüe piensa marcharse esta noche a Los Ángeles, y nos encargó que le consiguiésemos un buen carruaje. Está a punto de llegar. No creo que en tales condiciones haya salido del hotel. Además, de haber salido, habría pasado por delante de mí. No me he movido, en tres horas, de este sitio, y…

—Si no le ha visto salir ni entrar tiene que estar arriba —interrumpió Farrell—. Subiré a verle. ¿Cuál es su habitación?

Las esperanzas del capitán de no hallar a don César en su aposento no se realizaron. El hacendado se encontraba en medio de un círculo de maletas, acabando de cerrar una de ellas, Guadalupe estaba tendida en un sofá, con la espalda apoyada en un montón de almohadones.

—¿Qué le trae por aquí, capitán? —preguntó don César, y en seguida agregó—: Supongo que no conoce a mi esposa. Guadalupe, te presento al capitán Farrell, jefe de la importante organización Los Vigilantes.

Guadalupe saludó con una sonrisa y una inclinación de cabeza a Farrell, quien se inclinó ante ella, a la vez que don César explicaba:

—Perdone que mi esposa no se levante. Su estado no le permite hacer mucho ejercicio, y el viaje que nos espera es demasiado largo y molesto para que desperdicie ahora las fuerzas que luego le harán falta. Hemos venido a San Francisco a comprar un sinfín de cosas que se necesitarán para cuando nazca nuestro hijo. Ya las tenemos y es hora de volver a casa.

—¿Por eso se marchan tan precipitadamente? —preguntó Farrell.

Don César arqueó las cejas.

—No nos marchamos precipitadamente —dijo—. Hemos pasado más de quince días en San Francisco. Jamás había podido aguantar tanto tiempo en esta ciudad.

—Me han dicho que se van ustedes esta noche —insistió Farrell—. Me extrañó que emprendieran el viaje a una hora tan intempestiva.

—Es la mejor hora para viajar sin calor y sin sol —replicó don César de Echagüe.

—¿Y sin paisaje? —preguntó Farreil.

—El mejor paisaje es el que uno se imagina, no el que ve. Viajando de noche por California puede uno pensar que se encuentra muy lejos. De día es mucho más difícil ese trabajo de imaginación. Pero, capitán, ¿ha venido a vernos para que le expliquemos el motivo de nuestro viaje nocturno?

—No; sólo he venido a reanudar una vieja amistad. —Volviéndose a Guadalupe, Farrell explicó—: Su esposo me regaló unos magníficos cubiertos de plata el día de mi boda.

—Se los regalé en la misma iglesia —explicó César, cerrando una maleta de tela de alfombra.

—El regalo de su esposo fue casi el mejor que recibimos —siguió Farrell—. Sólo hubo uno que lo superó: el del
Coyote
.

Farrell observaba de reojo a don César y no pudo descubrir en él la menor señal de emoción; pero mientras observaba al californiano notó algo que le hizo dirigir una veloz mirada a Guadalupe. Mas llegó tarde. La mujer había borrado ya la expresión de sobresalto que no pudo dominar. Los ojos de Farrell sólo encontraron una interrogadora sonrisa.

—¿Es posible que
El Coyote
le haya dado a usted regalo de boda? —inquirió Lupe.

—Se lo hizo a mi esposa —explicó Farrell—. Por cierto que en estos momentos parece ser que
El Coyote
está actuando en San Francisco.

—No me extraña que lo haga, si es amigo del jefe de Los Vigilantes —comentó don César—. Siempre he opinado que lo más importante para triunfar en la vida es crearse una buena colección de amigos poderosos. Dicen que
El Coyote
tiene amigos entre los más humildes peones y, también en el capitolio de Sacramento. Desde el gobernador al último peón mejicano.

—Pasando por los más poderosos estancieros, ¿no?

—Señor Farrell, ¿sospecha usted de nosotros como culpables de algún delito? —preguntó Guadalupe.

Farrell movió negativamente la cabeza.

—No —dijo luego—; pero soy hombre a quien disgustan mucho los misterios, y hay uno que me gustaría resolver de una vez.

—Si se refiere a la identidad del
Coyote
temo que le cueste un poco resolverlo —dijo don César.

—Si usted fuese
El Coyote
la solución sería muy sencilla —dijo Farrell.

—También lo sería si lo fuese usted —replicó el californiano.

—Usted estaba en San Francisco cuando
El Coyote
actuó por primera vez aquí.

—También he estado en Monterrey cuando
El Coyote
actuó allí, y luego en Los Ángeles, que es donde más ha actuado.

—Y estaba usted en el Tribunal donde se vio la causa contra Parkis Prynn.

—¿También estaba allí
El Coyote
? —preguntó Guadalupe.

—También —respondió Farrell—. Y un momento después de salir de allí envió un mensaje a Nat Moorsom.

—Capitán —interrumpió don César—. Hemos de marcharnos dentro de muy poco y seguramente usted tendrá mucho trabajo. Si ahora reaparece
El Coyote
, supongo que dejará usted de sospechar de mí, pues me marcho a Los Ángeles y por esta vez, mientras
El Coyote
actúa en San Francisco, yo estaré muy lejos.

—Yo no tengo nada contra
El Coyote
, señor Echagüe —dijo Farrell—. Por el contrario, lo considero un buen amigo mío, a quien debo muchos favores. Y quisiera hacerle comprender que antes que traicionarle me dejaría cortar una mano.

—Estoy seguro de que si
El Coyote
le oyera le diría que aprecia demasiado sus manos, capitán, y que no quiere ponerle en peligro de que pierda ninguna de ellas por él. Y si es usted amigo del
Coyote
, le daré un prudente consejo: no haga como el hombre aquel que teniendo una gallina que ponía huevos de oro, perdió su tesoro por su afán de saber lo que había dentro de la gallina. Confórmese con
El Coyote
y no trate de quitarle el antifaz.

—Me gustaría saber lo que hay detrás de él.

—¿Tal vez su propia cara, capitán?

—¿Qué cara?

—La de usted.

Farrell frunció el ceño.

—¿Se burla de mí?

—Nada de eso; pero creo que ha venido a verme con un fin y por más que pienso no se me ocurre otra respuesta que un afán, tal vez justificado, de demostrar que usted no es
El Coyote
; pero ese mismo afán lo hace sospechoso. No sé si estuvo en Monterrey cuando quisieron cargarme la identidad del
Coyote
; pero, en cambio, sí sé que estuvo usted en el juicio de Parkis Prynn. Sé que está usted en San Francisco y… sé que no le falta audacia para hacer todo lo que ha hecho
El Coyote
. Y ahora, con su permiso, nos marcharemos. Salude a su esposa de mi parte.

—¿Bajan ustedes? —preguntó Farrell.

—Sí. Ya he oído detenerse un coche frente al hotel.

El capitán estuvo perdiendo el tiempo contemplando cómo el equipaje de don César y de su esposa era cargado en el sólido coche que aguardaba frente al hotel Frisco. Cuando vio alejarse el vehículo, Farrell emprendió la marcha hacia el cuartel de Los Vigilantes.

Cuando entró en él vio que había ocurrido algo anormal, pues reinaba una gran confusión en el edificio.

—Nisbet Palmer ha muerto —le anunció uno de sus hombres.

Y poco después el carcelero dio su versión del suceso:

—Oí un grito y acudí en seguida. Encontré al preso con los ojos muy abiertos y los labios cubiertos de espumarajos. No pudo decir ni una palabra. Cayó muerto antes de que yo abriera la puerta. No sé qué pudo causarle la muerte.

Farrell descendió a los calabozos. El cuerpo de Nisbet Palmer estaba tendido en el suelo y cubierto con una manta.

—¿Bebió o comió algo? —pregunto Farrell al carcelero.

Éste movió negativamente la cabeza.

—No, capitán. Aquí no bebió ni comió nada. Cuando entró en la celda quizás estuviera ya envenenado; pero el veneno no le hizo efecto hasta mucho después.

Farrell volvió a su despacho. Por el camino fue reflexionando sobre las consecuencias de lo ocurrido. Roscoe Turner era el que más beneficiado salía con aquel fallecimiento. Y él mismo había comunicado al tahúr la noticia de que Palmer, estaba detenido. La mano de Turner debía de tener mucho que ver con aquella muerte; pero ¿cómo probarlo?

En este momento llamaron a la puerta y uno de los vigilantes tendió a su jefe un sobre cerrado, explicando:

—Acaban de traerlo, mi capitán.

Farrell reconoció en seguida la letra. Era un mensaje del
Coyote
. En cuanto lo abrió pudo comprobar que no se había equivocado en su suposición. La firma del
Coyote
aparecía al pie de este mensaje:

Su charla con don César debió de ser muy agradable, pero ha tenido malas consecuencias. No olvide el viejo refrán de que el hábito no hace al monje. No todos Los Vigilantes son lo que debieran ser y algunos cobran un sueldo de Roscoe Turner.

Farrell dejó el mensaje sobre la mesa. Hubiera deseado poder creer que la acusación del
Coyote
carecía de fundamento; pero los hechos demostraban con diáfana claridad que no acusaba en vano. El poder de Turner llegaba hasta el propio cuartel de Los Vigilantes. Si esto se hacía público, él recibiría censuras no sólo del
Coyote
, sino del propio gobernador Borraleda.
El Coyote
le indicaba un camino; pero no se lo iluminaba lo suficiente para que él pudiese seguirlo hasta el fin. ¿Cuál de sus hombres era culpable? ¿El carcelero? Tal vez; pero ¿cómo comprobar la realidad de sus sospechas? ¿En qué fundarlas? ¿En un mensaje firmado con una cabeza de
Coyote
? ¿Y cómo había sabido
El Coyote
lo ocurrido? ¿Por qué no lo evitó?

¿Y si don César era
El Coyote
? Tal vez el haberle entretenido con su visita impidió que pudiera actuar en favor de Nisbet Palmer. No, no. Don César y su esposa debían de estar viajando ya hacia Los Ángeles; no era probable que el rico Echagüe, tan amante de las comodidades, que viajaba de noche para no sufrir las molestias del sol, tuviese nada que ver con
El Coyote
. Además
El Coyote
estaba en San Francisco, no camino de Los Ángeles.

En este momento llamaron de nuevo a la puerta. Antes de responder, el capitán Farrell adivinó, acertadamente, que la noche aún le reservaba una mala noticia más.

—Adelante —dijo.

Entraron dos vigilantes y uno de ellos anunció:

—Los hombres de Turner han asaltado la casa de juego de Lionel Gregg.

Capítulo IX: El poder de Roscoe Turner

Parkis Prynn encendió pausadamente el puro que le había ofrecido su jefe. Mientras parecía concentrar su atención en el cigarro, lo que en realidad hacía era recorrer con satisfecha mirada la figura de Daisy, que se sentaba a poca distancia de Turner.

—Las cosas han salido muy bien, jefe —dijo después de lanzar una lenta bocanada de humo hacia el techo—. El capitán Farrell lamentará habernos comunicado la noticia de que tenía encerrado en su cuartel a Nisbet Palmer.

—¿Ha muerto? —preguntó Turner.

—Por fortuna para usted, jefe. Ya no podrá decir nada, ni denunciar a nadie.

—¿Se encargó Caird de él?

—Claro. Fue una buena idea el hacer que Francis Caird ingresara en la organización Los Vigilantes y consiguiera el puesto de carcelero.

—Sí, tuviste una buena idea —replicó, de mala gana, Turner.

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