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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La mano del Coyote / La ley de los vigilantes (22 page)

BOOK: La mano del Coyote / La ley de los vigilantes
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—¿Y nada más? —preguntó una potente voz desde la puerta.

En el mismo instante sonaron tres disparos y Farrell, lanzando un grito cayó de bruces sobre la mesa, resbalando de allí al suelo. Uno de los disparos destrozó la lámpara que daba luz a la estancia; pero antes de que se hiciese la oscuridad, los que estaban allí tuvieron tiempo de reconocer al autor de los disparos que habían derribado a Farrell. ¡Era Roscoe Turner! Se hallaba en la plenitud de su poder y ya estaba abusando de él.

Capítulo XII: El prisionero

Cuando recobró el conocimiento, don Agustín encontróse encerrado en una habitación escasamente amueblada y tendido en un duro sofá de crin. Le dolía mucho la cabeza y su primer movimiento fue para comprobar si tenía entero el cráneo, pues en todo él sentía unos agudísimos y continuos dolores.

—No tema, conserva la cabeza entera —dijo una voz.

Don Agustín miró hacia el lugar de donde llegaba la voz y reconoció a Roscoe Turner y a Parkis Prynn, a este último más que por su nombre por su actuación anterior contra él.

—¿Qué quieren de mí? —consiguió decir.

—Casi nada —respondió Turner—. Queremos que nos venda su casa. Mantengo la misma oferta que le remití por conducto de mi abogado; pero si no se da prisa en aceptarla la reduciré en diez mil dólares. Y la seguiré reduciendo hasta que, a cambio de su casa, sólo le ofrezca su vida.

—No le venderé nada —dijo firmemente el viejo.

Lo afirmó con tal energía, que Turner y Parkis se miraron algo inquietos. Roscoe había confiado en que al verse secuestrado, don Agustín se apresuraría a aceptar las condiciones que se le impusieran.

—Si le interesa volver con su hija hará bien en aceptar sin perder un momento las buenas condiciones que se le ofrece —dijo Turner—. Doscientos mil dólares al contado, y si quiere podrá quedarse con los muebles y todo cuanto contenga la casa.

—He dicho que no quiero vender, Turner —replicó el californiano—. Se ha creído que asustándome conseguirá sus propósitos; pues se ha equivocado. No vendo ahora ni venderé nunca.

—Tal vez su hija no sea tan terca —comentó Parkis Prynn.

El golpe dio en el blanco, y la seguridad que hasta entonces había demostrado don Agustín comenzó a vacilar.

—¿Qué pretenden hacer con mi hija? —preguntó.

—Muerto usted ella es su heredera. ¿Cree que se negará tan firmemente como usted a aceptar ese dinero?

—Y aunque de momento se negara —intervino Turner—, una mujer es menos resistente que un hombre. Hay cosas que la convencen en seguida.

—¡Canallas! —jadeó don Agustín—. ¿Qué pretendéis?

—Sólo comprarle la casa —replicó Turner.

—¡No la venderé!

Turner volvióse hacia Parkis Prynn.

—Creo que tendrás que ir a buscar a la muchacha —dijo—. Si la hubieses traído con él nos hubiéramos ahorrado el trabajo de ir a buscarla ahora.

Parkis Prynn se puso lentamente en pie, arreglóse el cuello y la corbata y, por último, salió de la estancia sin ninguna prisa, como aguardando a que el prisionero se decidiese. Pero don Agustín permaneció inmóvil, con la mirada obstinadamente fija en el suelo, sin hacer ni decir nada para evitar la suerte de su hija.

—Cuando la vea aquí cambiará de opinión —dijo Turner—. Date prisa.

Cuando Parkis Prynn hubo salido de la estancia, Turner preguntó a su prisionero:

—¿Por qué insiste en llevar las cosas a sus extremos más desagradables? ¿Es que no le ofrezco una suma importante?

—No quiero tener ningún trato con un canalla como usted —dijo Robles.

—Al fin tendrá que ceder —insistió Turner—. Lo hará en peores condiciones de las que ahora le ofrezco y sin ninguna ventaja.

—Pierde el tiempo, Turner. No venderé mi casa a un delincuente como usted.

Turner se encogió de hombros.

—Es usted muy terco —declaró Turner—; pero si confía en que alguien venga a salvarle comete un error. En San Francisco sólo hay una fuerza: la mía. Está usted en mi poder y nadie le salvará. Le doy una hora de tiempo para que reflexione.

—Perderá usted una hora —replicó don Agustín Robles.

—Puedo permitirme ese lujo y otros muchos. Hasta luego, señor hidalgo.

*****

Nathaniel Moorsom acababa de entrar en el «Casino» cuando Daisy Lorillard le hizo seña de que se detuviera.

—¿Qué sucede? —preguntó Nat, al advertir el nerviosismo de la mujer.

—Vamos a la sala —pidió Daisy, que se encontraba muy afectada—. Turner ha cometido una locura terrible.

—¿Qué ha hecho? —preguntó Moorsom.

—Ha secuestrado a… ¡Cuidado! Ya se lo diré cuando estemos solos y donde nadie pueda oírnos.

Cuando la puerta de uno de los reservados se cerró tras ellos, Daisy prosiguió:

—Ha secuestrado a uno de los personajes más importantes de la ciudad y además ha hecho matar al capitán Farrell. Por lo menos le ha herido gravemente.

—¿Ha atacado a Los Vigilantes? —preguntó, asombrado, Moorsom.

—Sí. Y ha secuestrado al señor Robles. Creo que no quería venderle la casa…

—¡Dios mío! —exclamó Nat—. Tenemos que hacer algo.

—Por eso le he llamado. Convenza a Turner de que se va a poner en contra de todos los habitantes de la ciudad. No le perdonarán lo que ha hecho.

—¿Dónde está el señor Robles?

—Encerrado arriba, en la habitación que fue de Patricio.

Nathaniel Moorsom miró, suplicante, a Daisy.

—Es necesario que me ayude —dijo—. Tenemos que salvar a ese hombre.

—¿A Turner? —preguntó Daisy.

Nat vaciló y la mujer captó aquella vacilación. Y súbitamente presintió la verdad, porque conocía la existencia de Teresa Robles.

—¿Por qué desea tanto salvar a Robles?

Nat se rindió en seguida.

—Estoy enamorado de su hija, Daisy —explicó—. Apenas nos conocemos; pero… Usted ya debe de saber lo que es el amor.

—Sí… creo que lo sé —murmuró Daisy Lorillard, dominando su amargura. Luego, forzando una sonrisa, agregó—: Haremos algo en favor de ese terco de don Agustín. No ha querido vender su casa y temo que Turner intente alguna locura.

Subieron hacia el piso donde estaba encerrado don Agustín y, por el camino, Daisy cogió la llave de la puerta.

—Déjeme que lo haga todo yo —pidió Nat—. Si Turner se entera de su intervención…

—Por una vez el cigarro abandonará a Turner antes que Turner al cigarro —sonrió Daisy.

Siguieron adelante, temiendo que de un momento a otro apareciese alguno de los hombres de Turner, y, por fin, se detuvieron ante la puerta al otro lado de la cual encontrábase el prisionero.

Capítulo XIII: El nuevo jefe de Los Vigilantes

Cuando volvieron a encenderse las luces de la sala donde estaban reunidos Los Vigilantes, todos corrieron hacia el capitán Farrell.

—No está muerto —dijo uno de ellos—; pero tendremos que llevarlo en seguida al hospital.

Poco después quedaba hospitalizado y junto a su lecho instalóse, angustiada, su mujer. El jefe de Los Vigilantes no había recobrado el conocimiento y no había podido dar ninguna orden. Sus subordinados reuniéronse de nuevo, y después de apostar varios centinelas, Thomas Dooley, el lugarteniente de Farrell, tomó la palabra.

—La situación es grave y exige medidas enérgicas —comenzó—. Debemos hacer algo para evitar la repetición de estos hechos. En situación normal yo habría tomado el mando de las fuerzas de Los Vigilantes; pero… la situación actual exige un jefe más…, más enérgico…, quiero decir más de la categoría del capitán Farrell. El que se sienta con sus condiciones que lo diga.

Todos comprendieron la verdad que se ocultaba detrás de aquellas palabras. El que fuese nombrado jefe de Los Vigilantes corría el inminente riesgo de ser asesinado de la misma forma que había sido atacado el capitán. Por ello pasaron varios minutos sin que nadie se ofreciese a ocupar el puesto dejado vacante por Farrell. Entonces, cuando ya todos empezaban a mirarse inquietos, comprendiendo que por primera vez la organización de Los Vigilantes iba a fracasar en la tarea para la cual había sido constituida, una voz preguntó:

—¿Me quieren a mí por jefe?

Todos se volvieron hacia el que había hablado y un mismo nombre sonó en todas las gargantas:

—¡
El Coyote
!

Estaba en un rincón, vestido con su inconfundible traje, con una mano apoyada en la culata de un revólver y la otra jugueteando con el cordón de su sombrero. ¿Cómo había entrado sin ser detenido por los centinelas apostados por el camino? Más tarde, cuando se interrogase a dichos centinelas, todos dirían lo mismo: no habían visto pasar a nadie. Ni al
Coyote
ni a ninguna otra persona. Sólo cuando se hiciera el recuento de los que habían asistido a la reunión se comprendería que
El Coyote
había entrado mezclado entre los jefes de la organización, sin la máscara ni el sombrero, ya que el resto del traje no resultaba extraño en San Francisco.

—Por una vez me aliaré a Los Vigilantes —siguió
El Coyote
, avanzando hacia el lugarteniente de Farrell—. No me importa arriesgar mi vida; pero si hay alguien que se considere con más derecho que yo a tomar el mando contra los hampones de San Francisco, le cedo gustoso el puesto.

Nadie dijo nada; pero todos los labios musitaron que apreciaban la suerte de tener un nuevo jefe. Ninguno se opondría a su autoridad.

—Que se reúnan Los Vigilantes en el patio del cuartel —ordenó
El Coyote
.

Era su primera orden y fue obedecida en pocos momentos. Unos cien vigilantes que se encontraban en el cuartel en aquellos momentos se agruparon, armados, frente al
Coyote
. No vestían uniformes y, sin embargo, lo tan distinto de los trajes que vestían les daba, precisamente, uniformidad.

De las restantes dependencias del viejo cuartel iban llegando rezagados. Francis Caird dejó su vigilancia de las vacías celdas y subió al patio en cuanto supo quién era el nuevo jefe de Los Vigilantes. Por el camino cambió los cartuchos del cilindro de su revólver. Quería asegurarse que no fallaría el disparo.

El Coyote
paseó una intensa mirada por encima de la masa de hombres reunidos ante él. Aquélla no era más que la avanzadilla. De cada barrio, de cada calle llegarían pronto cientos de vigilantes armados con armas viejas y toscas; pero también con la fuerza de una justicia implacable.

—Sólo la fuerza nos dará la victoria sobre las otras fuerzas organizadas contra nosotros —dijo—. La ley de Los Vigilantes es cruel; necesita serlo porque sólo se impone cuando todas las demás leyes han fracasado y sólo queda la ley de la violencia…

Mientras hablaba,
El Coyote
recorría todos los rincones del patio con su enmascarada mirada. De pronto, su mano derecha trazó un veloz semicírculo que terminó con un fogonazo, una detonación y un grito de agonía cortado por otro disparo y la caída del cuerpo de Francis Caird, que quedó de bruces en medio de un charco de agua de lluvia que en seguida empezó a teñirse de rojo. La mano de Caird empuñaba aún el humeante revólver que había intentado disparar contra
El Coyote
y que era el mudo testimonio de su culpa.

—Como íbamos diciendo, sólo nos queda la ley de la violencia —prosiguió
El Coyote
, enfundando su revólver—. Es la ley que más veces han aplicado Los Vigilantes. Hoy se ha de aplicar de nuevo contra Roscoe Turner y aquellos que se pongan de su parte. Los métodos ya los conocéis. Marchemos hacia el «Casino».

*****

Teresa Robles había cambiado de traje y, con nerviosa prisa, salió de su casa para buscar la ayuda de los únicos en quienes podía confiar para la salvación de su padre. Con paso rápido dirigióse hacia la parte de San Francisco donde se encontraba el cuartel de Los Vigilantes y ya llegaba a la vista de él cuando una recia mano se cerró en torno de su muñeca izquierda, en tanto que la voz de Parkis Prynn ordenaba:

—No tan de prisa, señorita Robles.

Teresa se volvió, tratando de soltarse; pero no lo consiguió.

—¿Qué quiere de mí? —preguntó. Y en seguida, al reconocer al hombre que había secuestrado a su padre y a quien antes había visto en el juicio a que la llevara don César, lanzó un grito de espanto.

—¡Cállese! —ordenó Prynn—. No escandalice. No va a ganar nada. Su padre quiere verla.

—¡Mentira! —chilló Teresa—. ¡Socorro!

Parkis Prynn cerró con su manaza la boca de Teresa; pero ya era demasiado tarde. Los gritos habían sido oídos y la boca de un revólver contestó con un susurro al apoyarse contra la columna vertebral de Parkis Prynn, en tanto que una boca humana ordenaba:

—Quieto, Parkis.

Éste sintió que la sangre se le helaba, extendiendo por sus venas un hilillo de frío intenso. Soltó la muñeca de Teresa, a quien oyó exclamar:

—¡
El Coyote
!

Luego varios hombres le rodearon. Oyó un roce y un grito de mujer.

—¡No, eso no! —gritó Teresa.

—Es la ley de Los Vigilantes —dijo una voz.

Parkis Prynn conocía aquella voz. La había oído poco tiempo antes, en la sala del Tribunal donde le juzgaban; pero no era posible que don César de Echagüe…

Se volvió, curioso, hacia la procedencia de la voz. Don César no estaba allí. Sólo
El Coyote
y siete u ocho hombres, uno de los cuales estaba obligando a Teresa a que volviera la espalda a Parkis. ¿Por qué? ¿Sería aquél quien había hablado con la voz de don César de Echagüe?

De pronto Parkis comprendió el motivo del grito de Teresa Robles. Una serpiente de cáñamo se enroscó en el aire y pasó por encima del brazo de hierro de un farol. Luego quedó oscilando, mostrando en su extremo la boca de un lazo abierto en un bostezo de hambre del cuello de Parkis Prynn.

—¡No, no! —gritó.

Ya no era valiente, ya no desafiaba a todas las fuerzas de la justicia y de la ley. Ya no era más que un pobre ser humano temblando por su vida.

—Si sabes alguna oración, rézala —ordenó uno de los hombres, cogiendo el lazo, en tanto que otros agarraban por los brazos a Parkis Prynn—. Ha llegado la hora de que tú mueras.

—¡No, no! Escuchad. Os diré algo… Os diré quién tuvo la culpa de la muerte de Harvey, os diré que don Agustín Robles ha sido raptado…

—Ha llegado la hora de morir, Parkis —dijo Dooley—. No de hablar. Reza por tu alma. Es lo único que puedes salvar.

—¡Un momento! —pidió Parkis cuando la cuerda se cerró en torno de su cuello—. Un momento, Dooley. Un momento, señor
Coyote
. Yo les diré lo suficiente para que ahorquen a Turner. Él es el más culpable. Él…

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