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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La mano del Coyote / La ley de los vigilantes (18 page)

BOOK: La mano del Coyote / La ley de los vigilantes
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Accedió el juez. El Jurado, tras brevísima deliberación, anunció, sin la menor alegría, que se reconocía no culpable a Parkis Prynn.

Hubo gran tumulto en la sala, en tanto que Roscoe iba a estrechar efusivamente la mano de Prynn, quien también acudió a saludar a Moorsom, que estaba acabando de recoger sus documentos y cuadernos de consulta.

—Ha sido usted muy listo Moorsom —dijo Prynn.

El abogado se encogió de hombros e, indicando a Turner con un movimiento de cabeza, replicó:

—Dele las gracias a él. Yo no he hecho más que interrogar a unos testigos…

Uno de los ujieres del Tribunal se acercó en ese momento a Moorsom y tocándole en el brazo le anunció:

—Esta nota para usted, señor.

Moorsom tomó el sobre que le tendía el ujier. Abriéndolo, extrajo una nota, en la cual sólo vio estas palabras:

El veredicto tenía que ser de culpabilidad. Ha hecho usted muy mal impidiendo que la justicia actuara como debía. Ahora entraré en acción y podrá haber un castigo para usted si no rectifica a tiempo.

—¡
EI Coyote
! —musitó el abogado, guardando la nota en un bolsillo. Luego miró hacia la sala, buscando al capitán Farrell, que también había asistido al juicio. No lo vio y por ello, volviéndose hacia el ujier, preguntó—: ¿Quién le ha entregado esta carta?

—La encontré sobre mi mesa, junto con una moneda de cinco dólares y una nota en la cual decía que fuese entregada inmediatamente.

—¿Alguna felicitación? —preguntó Turner.

—No —dijo, al fin—. No es una felicitación, sino todo lo contrario. Acaba de entrar en juego alguien a quien no se podrá vencer con tanta facilidad como a Eliab Harvey.

—¿Quién es ese ser todopoderoso? —preguntó Turner.


El Coyote
—replicó Nat Moorsom.

—¡Eh! —Roscoe Turner entornó los ojillos, preguntando luego—: ¿Es una broma?

—Ojalá lo sea —contestó el abogado—. Pero yo creo que no lo es.

Moorsom se separó de su jefe y salió del Juzgado, llegando a la calle a tiempo de ver cómo don César de Echagüe y las dos mujeres que le acompañaban se alejaban en un coche. Quedó unos momentos indeciso, hasta que una voz muy conocida comentó tras él:

—Otra vez ha triunfado, señor Moorsom.

Éste volvióse lentamente, preguntando:

—¿Me envió usted la carta, Farrell?

—¿A qué carta se refiere? —preguntó Farrell, y, en seguida, agregó—: ¿Le ha enviado un aviso
El Coyote
?

—¿Cómo lo sabe?

—No lo sé. Pero su aspecto es el mismo de los que han recibido algún mensaje del
Coyote
. Jamás se le volverá a presentar una oportunidad tan buena como ésta de deshacerse de Turner. Debiera haberle dejado seguir su destino.

—¿Por qué, mi querido Farrell? —preguntó Turner, que habíase acercado a tiempo de oír el comentario del capitán.

—Porque el mundo estaría más limpio sin usted.

Turner entornó los ojillos hasta que su rostro adquirió un aspecto netamente oriental. Con voz siniestramente suave, dijo:

—Habla usted mucho y demasiado alto. Y las bocas que hablan como usted se exponen a ser cerradas con plomo.

—¿Cómo la de Harvey? —preguntó Farrell.

—¿Por qué no? —sonrió Turner—. Hay muchos motivos que justificarían el suicidio del capitán Farrell.

—Pero aunque me matasen a mí quedaría otra persona que ya ha tomado cartas en este asunto.

—¿Se refiere al
Coyote
? —preguntó Turner.

—Tal vez no le tenga usted miedo.

—Es posible que tuviera miedo al
Coyote
, pero no al hombre que envió una carta firmada con una cabeza de coyote. A ese hombre le conozco.

—¿Quién es? —preguntó Farrell.

—Un capitán que siente deseos de hacer el fantasma o el mascarón. Se llama Farrell.

—Olvida usted otra fuerza que ya ha actuado en otras ocasiones —dijo Farrell, sin hacer caso de las palabras de Turner—. Los Vigilantes pueden volverse a reunir contra usted.

—No, mientras me limite a molestar a mis amigos.

—Eso es cierto. Pero usted no se conformará con ir molestando a los otros Harvey de la ciudad. Y en cuanto cruce esos límites, estará perdido.

—Antes se perderá usted, capitán. Adiós y… buena suerte. He de celebrar una fiesta y no puedo invitarle. Hasta luego, Nat.

Farrell y el abogado vieron alejarse a Turner, quien, un momento después, se reunió con los que le aguardaban a poca distancia y entre los cuales estaban Prynn y Robert Swaine.

—Swaine ya se ha rendido —comentó Farrell—. El barco de Turner navega viento en popa, ¿no?

—Sí —replicó, secamente, Nat.

—Pero lo hace en dirección a un escollo que se llama
El Coyote
. Y usted también va hacia él si no abandona a tiempo el buque.

—No soy una rata, capitán —replicó Nathaniel Moorsom.

—Pero vive y medra entre ellas. Acabará siéndolo o pareciéndolo.

—Empiezo a sospechar que usted envió el mensaje. ¿Qué piensa hacer ahora?

—Someter a un buen interrogatorio a Nisbet Palmer.

—No olvide que el Jurado ha declarado no culpable a Prynn.

—Pero no declaró inocente a Roscoe Turner, estoy seguro de que Nisbet Palmer tendrá muchas cosas interesantes que contar, si es debidamente interrogado.

—¿Y por qué me dice eso?

—Porque me interesa saber si es usted ya una rata o si todavía conserva algo de la decencia que debieron de enseñarle en la Universidad. Adiós, abogado. No olvide que sigue un mal camino. Rectifique a tiempo.

—Eso ya lo dijo en su carta, señor
Coyote
. Buena suerte. Yo también le daré un consejo: haciendo
El Coyote
se expone a recibir algún tiro.

—Ese consejo me lo dio antes su jefe; pero no lo esperaba de usted. ¿Se ha vuelto definitivamente rata?

Moorsom quedó tan turbado por la réplica de Farrell que tardó varios minutos en hallar una respuesta adecuada y entonces ya era demasiado tarde. El capitán Farrell, de Los Vigilantes, estaba muy lejos.

El abogado dirigióse hacia el «Casino», donde se iba a dar la fiesta en honor de Parkis Prynn y donde Turner iba a dictar la nueva ley que regiría en el hampa de San Francisco, que en adelante tendría un rey absoluto: Roscoe Turner.

Capítulo VI: El acero del
Coyote

Parkis Prynn repitió de nuevo:

—Nisbet Palmer es un peligro para usted, jefe. No descuide ese detalle. Si dice la verdad…

—Ha recibido lo suficiente para cerrar la boca hasta el final de sus días —sonrió Turner, al mismo tiempo que acariciaba el brazo de Daisy Lorillard, que se sentaba a su lado.

Prynn siguió con rencorosa mirada los movimientos de aquella mano sobre el blanco brazo de Daisy. Si él no estuviese tan comprometido en aquel asunto habría, de buena gana, dejado que Palmer descubriese la verdad; pero aunque le habían prometido la vida si descubría a su jefe, no le seducía la idea de pasarse veinte años en la cárcel a cambio de que Roscoe Turner colgara de la horca. En la cárcel él no tendría a Daisy.

—Todo ha salido bien —prosiguió Turnen—. Ya sé que no era necesario matar a Harvey; pero el ejemplo ha sido tan saludable que todos los demás han cedido en cuanto han visto que soy capaz de librar de la horca a aquellos que cumplen mis órdenes. Por eso quería que te juzgasen, Parkis. Ocultar un asesinato es cosa fácil. Cualquiera lo puede hacer; pero hacer un trabajo tan limpio como el que tú hiciste con Harvey y salir luego absuelto por el Tribunal, es algo que sólo un gran hombre logra. Y eso es lo que yo les he demostrado: que soy un gran hombre, que tengo a San Francisco en mis manos y que puedo faltar a todas las leyes y salir tranquilamente. Si hubiese hecho matar a Harvey a la vuelta de cualquier esquina por un asesino anónimo, el efecto habría sido nulo; pero matarlo ante los ojos de la gente y quedarme, además, con todo lo suyo, ha sido una obra maestra. Los he dominado por el miedo y les tengo a mis pies suplicando, abyectamente, que les deje vivir. Son unos cobardes; pero son útiles. Les dejaremos vivir; mas les haremos trabajar para nosotros.

—No olvide a Nisbet Palmer, jefe.

—¿Por qué no vas tú mismo a cerrarle la boca?

—Ya me he ensuciado bastante por ahora. Si alguien advirtiera mi presencia cerca de donde aparezca muerto Palmer, podría sacar conclusiones demasiado acertadas. ¿Por qué no envía a Rotely? AI fin y al cabo, se trata de un trabajo tosco que no requiere más que una mano fuerte. Rotely sabe manejar el cuchillo. Nisbet Palmer morirá bien.

Roscoe Turner meditó en silencio la sugerencia de Prynn y por último la aprobó.

—Encarga a Rotely ese trabajo —dijo—. Lo hará por quinientos dólares. Encontrará a Nisbet en la posada de Farr, en la calle Wilmott. Cuando hayas terminado ve al salón. Tenemos que hablar con Swaine.

*****

Robert Swaine era un hombre de aspecto ratonil, y tenía fama de ser uno de los más astutos tahúres de la ciudad. Su cerebro era muy despierto y de una agudeza sorprendente.

—Una unión de todos los que tenemos algo que ver con el juego me parece muy conveniente —dijo, con voz lenta, cuando Turner terminó de repartir los cigarros entre los propietarios de casas de juego que había reunido en su salón. Eran, en total, diez hombres, en cuyos rostros se reflejaba con mayor o menor intensidad su depravación. Todos ellos se odiaban mutuamente; pero también se temían y este temor era el que hasta entonces les había impedido lanzarse unos contra otros. Lo realizado por Turner colocaba a éste en una situación preponderante.

—La protección que yo os ofrezco —siguió Turner— os parecerá, tal vez, modesta; pero, de hecho, os permite convertiros y convertirnos en los monopolizadores del juego elegante. Si otro intenta abrir una casa de juego yo me encargaré de que le convenzan de lo descabellado de su idea. Sólo nosotros podremos abrir casas.

—Es hora de que nos unamos y de que no se repitan los suicidios —dijo Swaine, sonriendo levemente—. Once propietarios son suficientes para San Francisco.

—Mi protección sólo costara veinte mil dólares mensuales a cada uno —dijo Roscoe Turner, con estudiada indiferencia.

Robert Swaine levantó vivamente la cabeza; pero consiguió contener la protesta que había estado a punto de brotar de sus labios.

—¿Será una protección eficaz? —preguntó.

—Desde luego.

—¿Contra los de abajo y contra los de arriba? —siguió preguntando Swaine.

—Contra todos.

—Los Vigilantes pueden resultar peligrosos.

—Yo sé el medio de evitar que lo resulten —dijo Turner—. Y en cuanto a los demás, ya se habrán dado cuenta de que no pueden nada contra mí.

—Veinte mil dólares mensuales son más de una tercera parte de nuestros beneficios —objetó Lionel Gregg, otro de los propietarios de casas de juego.

—No es obligatorio pagarlos —replicó Turner con burlona sonrisa.

—Diez mil sería una suma muy prudencial —insistió Gregg—. Para ti representaría un ingreso de cien mil dólares mensuales…

—Repito que nadie está obligado a pagarlos —dijo Turner—. Mi protección sólo se concederá a quienes la deseen. Si tú no la quieres…

—Creo que puedo defenderme con mis propias fuerzas —declaró Gregg.

—Seguramente —asintió Turner—. Dejaré de incluirte en la lista. —Volviéndose hacia los demás, preguntó—: ¿Quiénes son los que desean ahorrarse veinte mil dólares?

A excepción de Gregg, nadie se mostró deseoso de ahorrarse aquel dinero. Lionel Gregg se encogió de hombros al ver que nadie secundaba su actitud y levantándose salió del salón, seguido por la irónica mirada de Turner, quien, un momento después, declaró:

—Celebraremos con un banquete la libertad de Parkis. Creo que al final tendré que comunicaros algo desagradable que le habrá ocurrido a un común amigo. Con vuestro permiso me retiro un momento. Seguid fumando y bebiendo lo que os apetezca. Daisy os atenderá.

Roscoe Turner salió del salón y fue a reunirse con Prynn en su despacho.

—¿Se han conformado? —preguntó Parkis.

—Todos menos Gregg. Encárgate de que le molesten lo más posible.

—¿Hasta el límite? —preguntó Prynn.

—Hasta el máximo límite —replicó Turner—. Considero una torpeza dejar a un lobo bien apaleado si se le permite seguir siendo lobo. Además, eso será una provechosa lección para los otros.

—¿Y Los Vigilantes? —preguntó Prynn.

—Los corderos nunca intervienen en las peleas entre fieras. Se alegrarán de que nos destrocemos mutuamente. No intervendrán hasta que les molestemos a ellos, y entonces ya no podrán hacer nada.

—¿Y lo de la casa de don Agustín Robles? —preguntó Prynn.

—Vendrá. Está arruinado.

—Pero se agarra con todas sus fuerzas a lo poco que le queda de su fortuna. La casa es lo único que tiene de lo mucho que tuvo. Si la vende todos sabrán que ya ha perdido hasta los últimos restos de su poderío.

—De todas formas ha de hacerlo. Ya no puede seguir manteniendo su posición en San Francisco. Ese edificio está en la parte mejor de la ciudad. El cruce de Kearny con Pinares sería un emplazamiento ideal para una buena casa de juego. Antes de que la compre otro, la adquiriremos nosotros. Nat arreglará los detalles secundarios. Luego hablaré con él.

Los dos hombres salieron del despacho. Por el camino Roscoe Turner encendió otro cigarro. Cuando descendían por la escalera se oyeron unas fuertes e insistentes llamadas a la puerta, que cesaron un momento después.

—¿Quién puede ser a estas horas? —preguntó Turner.

Uno de los criados fue a abrir y, desconcertado, miró a su alrededor al no ver a nadie ante la puerta. Desde donde estaban, Turner y Prynn vieron frente a la casa, en la calle, un coche de punto, cerrado y aparentemente sin conductor ni ocupante alguno. El criado salió a la calle y buscó en vano al que había llamado. Luego, al oír los pasos de Turner y Parkis, volvióse y les miró interrogadoramente.

—Ve a ver si hay alguien en el coche —ordenó Turner.

El criado cruzó la acera y se aproximó al coche, cuyas ventanillas estaban cerradas de forma que no se podía ver el interior. El criado abrió la portezuela y de dentro del coche se precipitó a la acera un cuerpo humano que quedó tendido, inmóvil, en el suelo. La luz que salía de la casa se reflejó en la empuñadura de un cuchillo hundido en la espalda del hombre.

Turner corrió hacia el cuerpo y volviéndolo, ayudado por Parkis Prynn, lo identificó en seguida.

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