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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La mano del Coyote / La ley de los vigilantes (15 page)

BOOK: La mano del Coyote / La ley de los vigilantes
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—Sírveme lo que quieras —pidió.

—¿Champaña? —preguntó el hombre.

—No, algo más fuerte. Algo que alegre el corazón.

El camarero miró, desconcertado, a Daisy. En aquel momento, una voz sugirió, detrás de Daisy:

—¿Por qué no le mezcla mucho vermut con coñac y ginebra? Eso suele alegrar el corazón y el cerebro.

Daisy se volvió, vivamente, hacia el que había hablado. Vio ante ella a un hombre alto, delgado, vestido con elegancia algo exagerada, pero con indudable riqueza.

—¿Qué hace usted aquí? —preguntó—. Aún no es hora de jugar.

—Tenía sed y al pasar por la calle vi el bar. Pensé que no habría inconveniente; pero si molesto…

—No… no molesta. Pida lo que quiera.

—Lo mismo que usted, si me permite invitarla.

—Veo que no conoce usted nuestras costumbres, señor —replicó Daisy—. Todo lo que se sirve en este bar es gratuito.

—¿De veras? —El hombre arqueó las cejas con bien simulado asombro. Luego explicó—: Soy forastero en San Francisco. Casi se puede decir que soy un provinciano. Vengo de Los Ángeles con mi esposa. Nunca se me hubiera ocurrido que sirviendo gratuitamente a los clientes pudiese prosperar una casa como ésta.

Daisy sonrió burlonamente.

—Por mucho que beba un cliente, no puede beber más de un litro de whisky, coñac o ginebra. Y por poco que pierda en las mesas de juego, no perderá menos de cinco dólares. Hay quienes pierden diez mil. Y con diez mil dólares se pueden comprar muchos miles de botellas de licor.

—Ustedes, los norteamericanos, son muy buenos comerciantes. Sin embargo, usted no parece yanqui.

—Por línea paterna soy francesa y por mi madre española.

—Esto quiere decir que es usted de Louisiana. Creo que es el único lugar de América donde las sangres francesa y española se mezclaron.

—¿Y usted es de Los Ángeles? —preguntó Daisy.

—Sí, señorita. ¿No se me nota en el acento?

—En Los Ángeles murió una amiga mía. También era de Louisiana.

—¿Ginevra Saint Clair?

—Sí. ¿La conoció?

—Sí… la conocí bastante —replicó el forastero, cuyo rostro se había nublado al pronunciar el nombre de Ginevra Saint Clair
[2]
—. Está enterrada en una de mis propiedades.

—¿Es usted don César de Echagüe? —preguntó Daisy.

—Para servirla, señorita…

—Soy Daisy Lorillard. Creo que ya está preparada la mezcla recomendada por usted, señor Echagüe.

Don César tomó la cónica copa que le presentaba el camarero y brindó:

—Por su alegría, señorita Lorillard.

—Por Ginevra Saint Clair, señor Echagüe —replicó Daisy, llevándose la copa a íos labios.

Luego, cuando la hubo vaciado, comentó:

—Es agradable la mezcla, aunque engañadora. Parece suave e inofensiva; pero no lo es, ¿verdad?

—Depende de la cantidad que se beba. Dos copas dan optimismo; tres, alegría y cinco tristeza. El máximo recomendable son cuatro.

—Me gustaría saber algo de Ginevra Saint Clair. ¿Por qué no vuelve a otra hora y me cuenta cómo murió?

—Los secretos de los muertos pertenecen a los muertos, señorita Lorillard. No hay otros más sagrados, porque son los únicos para cuya revelación jamás recibiremos permiso.

—¿Estuvo enamorada de usted?

—Cuando aquello ocurrió, yo aún no me había vuelto a casar; sin embargo, prefiero no decir nada. Cometí un error al entrar en esta casa.

—Yo me alegro de que lo haya hecho. Quería olvidar. Usted ha distraído mis pensamientos. Vuelva a la hora del juego. Don César de Echagüe puede perder mucho dinero.

—Si lo puedo perder es porque raras veces lo expongo al azar de un naipe o de una bola de marfil. Si lo hubiese hecho antes, hoy sería tan pobre como los que trataron de hacerse ricos gracias a la ruleta o a los naipes. Además, esta noche salgo de San Francisco en dirección al Este.

—Tal vez cuando vuelva…

—Dudo que disponga de tanto tiempo, incluso para algo tan grato como es hablar con usted, señorita Lorillard. Sin embargo, es posible que volvamos a vernos.

En aquel momento el camarero anunció en voz no muy alta:

—Daisy: Roscoe y los demás están saliendo del despacho. Ya sabes que no le gusta…

Daisy volvióse hacia don César y, tendiéndole la mano, dijo:

—Hasta cuando usted quiera venir a verme, señor Echagüe.

—Adiós, señorita Daisy —replicó don César, dirigiéndose hacia la puerta y saliendo por ella antes de que Turner y sus amigos llegaran al bar.

Capítulo III: Nieta de hidalgos

Teresa Robles experimentaba una completa serie de sensaciones desagradables cada vez que salía a realizar alguna gestión en San Francisco. De buena gana se hubiera encerrado en su casa para no salir de ella ni un solo minuto del tiempo que pasaba en la ciudad durante las vacaciones estivales. Por desgracia, aquel año las vacaciones no terminarían, porque ya había dado fin a sus estudios y no habría razón alguna para que volviese a un colegio que ya nada nuevo podía enseñarle.

En los años anteriores, la estancia en San Francisco había sido un paréntesis muy desagradable en su tranquila vida de colegiala. Ni siquiera lo había dulcificado el hecho de estar cerca de su padre, porque don Agustín Robles era, desde hacía tiempo, una compañía muy poco adecuada para una joven como Teresa. Su carácter se había agriado mucho y no se parecía al Agustín Robles de seis años antes. Salía muy poco de su enorme palacio de la calle de Kearny, esquina a la de Pinares, donde reinaba un ambiente tan glacial y hostil que Teresa sentíase más a disgusto allí que en la calle. A veces sorprendía fija en ella la mirada de su padre, quien se apresuraba a desviarla, como no queriendo explicar el secreto o misterio que enturbiaba su vida.

Teresa hubiese preferido ir aquel año a casa de don César de Echagüe en respuesta a la invitación que el propio don César le había hecho; pero cuando expuso su deseo a su padre, éste replicó:

—No es el momento más oportuno para que vayas a casa de don César.

—¿Por qué? —quiso saber Teresa—. Es buen amigo tuyo y mío. Y Guadalupe es muy simpática. ¿Es que no te gusta la idea de que me trate con ella?

—Eres muy joven, Teresa —replicó don Agustín—. Don César espera otro hijo y… cuando eso ocurre no es conveniente que las muchachas jóvenes estén presentes.

—Pero Guadalupe no lo espera hasta dentro de tres meses —protestó Teresa, demostrando que estaba al corriente de los misterios de la maternidad—. Soy ya lo bastante mayor para ayudarla, si fuese necesario.

Don Agustín apeló al sentimentalismo de su hija, declarando:

—Es que me gustaría más tenerte a mi lado, niña. Estoy tan solo…

La joven se quedó; pero aquella mañana había recibido la noticia de que don César y su esposa estaban en la ciudad y, alegando la necesidad de adquirir algunas de las infinitas cosas que las mujeres siempre precisan, había salido con la intención de ir a última hora al hotel Frisco, donde se hospedaban los Echagüe.

Al poco rato de visitar establecimientos, Teresa se dejó ganar por la debilidad que domina a todas las mujeres en cuanto se ven con algún dinero en el bolso y muchas cosas que comprar. Al salir del quinto comercio iba cargada con tantos paquetes que tuvo que desistir del deseo de seguir comprando. Continuó calle adelante y no tardó en verse dominada por el disgusto que le producía San Francisco. La educación no predominaba en los hombres que paseaban por sus calles. Por el contrario, sus labios sólo parecían saber pronunciar procacidades y ninguno de ellos era como los caballeros de Monterrey, San Jacinto, San Bernardino o Los Ángeles, puntos donde habíase concentrado, en tiempos de la dominación española, lo más selecto de la sociedad hispano-mejicana-californiana. San Francisco o Yerba Buena, había sido durante mucho tiempo un simple poblado de pescadores y sólo algunas familias acomodadas habíanse instalado allí algo después de la inclusión de California en el Estado mejicano, huyendo del turbulento Monterrey y Los Ángeles, cuna de los nacionalistas californianos. Pero esa aportación hidalga no fue lo bastante grande para dejar honda huella en la ciudad, especialmente después de su astronómico crecimiento, al que contribuyeron hombres de todas las razas.

Cada vez más molesta, Teresa Robles llegó a poca distancia de los «Grandes Almacenes de París», donde se vendía cuanto podía necesitar una señorita y, también, casi todo cuanto podía precisar un caballero. Cuando Teresa llegó frente a la puerta del establecimiento, que de grande sólo tenía el título, se detuvo vacilante, a la vez que también lo hacía Nathaniel Moorsom, que acababa de cruzar la calle. El motivo de la detención de Nat no fue otro que Teresa. Ésta era demasiado bonita para que el joven abogado dejara de fijarse en ella. Y en aquellos momentos, el gesto de disgusto y repugnancia que daba expresión al rostro de la joven aumentaban su atractivo. La causa del disgusto y la repugnancia que sentía Teresa era un grupo de borrachos o, por lo menos, de cerebros algo intoxicados por los vapores alcohólicos que, situados estratégicamente, se dedicaban a molestar a las mujeres que pasaban por la acera. Como muchas, lejos de molestarse, sentíanse halagadas por aquel interés que despertaban, y replicaban con más descaro que el de los propios hombres, el corro formado por los curiosos iba en aumento y Teresa hubiera dado de buena gana media vuelta si su orgullo no la hubiera frenado. Al fin y al cabo sería una huida y ella era una Robles, es decir, que pertenecía a una familia que jamás había retrocedido ante ningún peligro. Sin embargo, tampoco le seducía la idea de someterse a las burlas de aquellos hombres. La única solución era entrar en los «Grandes Almacenes de París» y aguardar en ellos a que algún representante de la ley disolviese el grupo de borrachos o lo que fueran.

No se dio cuenta de que el elegante Nat Moorsom entraba tras ella y, sin perderla de vista, dirigíase al mostrador donde se atendía a los hombres y pedía que le enseñaran los mejores pañuelos que tuviesen.

Por su parte, Teresa pidió unos encajes de Malinas y escuchó pacientemente las explicaciones del vendedor, quien le aseguró que los tales encajes ya se consideraban pasados de moda y en cambio eran mucho más elegantes otros hechos a máquina que le mostró con grandes aspavientos, como si él mismo se asombrara de lo bellos y elegantes que eran y hasta aquel momento no se hubiese dado cuenta de la joya que guardaba en su comercio.

—No encontrará nada que se le pueda igualar —aseguró.

—Pero yo quería Malinas —dijo Teresa. En su fuero interno, la muchacha se alegraba de la oportunidad que Emilio López, propietario de los «Grandes Almacenes París», le daba de pasar tiempo hasta que se marcharan los hombres que la habían obligado a entrar allí.

—¡Señorita! —protestó Emilio López—. Los encajes de Malinas son hechos a mano. En cambio, éstos han sido tejidos a máquina. Pertenecen a este siglo y tienen todas las cualidades de la técnica moderna. No quiera comparar el trabajo salido de los más grandes talleres del mundo con la labor de una torpe campesina que no hace mas que repetir lo que hicieron su madre y sus abuelas. Fíjese bien en esto. Vea qué finura. Observe lo delgado que es el hilo, y lo exacto del dibujo.

—Pero yo hubiera querido encajes hechos a mano…

—Señorita, si hace cien años los encajes se hacían a mano era, simplemente, porque no se conocían las maravillosas máquinas que se utilizan ahora. ¿Cree que se hubieran molestado en hacerlos a mano si los hubiesen sabido hacer a máquina? No, no. Dentro de poco nadie se acordará de los encajes de Malinas ni de los de Valenciennes ni del encaje inglés. De la misma forma que nadie viajará en diligencia pudiéndolo hacer por ferrocarril. Un traje moderno debe llevar encaje moderno y no una antigualla como el Malinas. ¿Se le ocurriría a usted ir a pie a Chicago pudiendo ir en el tren?

—No, no; creo que tiene usted razón —replicó Teresa, aceptando tres metros de una horrible puntilla que no sabría en qué utilizar, como no fuese para unas cortinas de la despensa.

Entretanto, Nathaniel Moorsom había comprado doce pañuelos que no necesitaba. Cuando Teresa trató de recoger todos los paquetes que había dejado sobre el mostrador para examinar los esperpentos de la técnica moderna, el abogado acercóse a ella, ofreciendo:

—¿Me permite que la ayude, señorita? Va muy cargada. Saldré a buscar un coche. No puede usted ir así por la calle.

Sin esperar el consentimiento de Teresa, Nat cogió los dos paquetes mayores y salió con ellos de los «Grandes Almacenes París» en busca de un coche de punto, pasando entre el grupo formado alrededor de los alegres borrachines que seguían escandalizando en plena calle. No tardó Moorsom en encontrar el carruaje que necesitaba. Subió a él y regresó a los «Grandes Almacenes París», seguro, gracias a la precaución que había tomado de llevarse los dos mejores paquetes de Teresa, de que ésta aún continuaría en la tienda.

La joven se estaba diciendo que debía rechazar el coche y debía demostrar a aquel entrometido que ella era una señorita educada en el mejor colegio de Boston. Seguramente lo hubiera hecho así de tratarse de un caballero menos joven y menos agradable que aquél; pero eran tantos los atractivos que se reunían en Nat Moorsom, y además… sí, claro, además estaban aquellos desagradables borrachos por culpa de los cuales había entrado en el establecimiento a comprar unos encajes que no le hacían falta. Y era indudable que el joven tampoco necesitaba aquella docena de pañuelos que había ido comprando mientras ella concentraba toda su atención en las puntillas. Desde el momento en que había entrado tras ella en la tienda… Sí, era seguro que se interesaba por ella, y no había mal alguno en que una muchacha aceptase la cortesía de un caballero (de un caballero joven, atractivo, elegante y educado, cualidades conjuntas muy difíciles de encontrar en San Francisco) que había tenido la delicadeza de hacer venir un coche descubierto. Claro que ella no debía tolerar que la acompañara en el coche. El favor se terminaba con la busca del vehículo.

Pero las intenciones del abogado eran muy otras. Subiendo al coche detrás de Teresa, preguntó, con la mayor naturalidad del mundo:

—¿Adónde desea usted que la lleve, señorita?

Teresa pensó que debía decir:

«Caballero, tenga la bondad de bajar. Soy una dama y no quiero que se me vea acompañada en público por un hombre que no tiene ningún parentesco conmigo».

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