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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La mano del Coyote / La ley de los vigilantes (16 page)

BOOK: La mano del Coyote / La ley de los vigilantes
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Pero en vez de esto dijo:

—Debo ir al hotel Prisco; pero no es necesario que usted se moleste en acompañarme.

Nathaniel Moorsom aseguró alegremente que el acompañarla lo sería todo menos una molestia para él. Luego preguntó:

—Usted es forastera en San Francisco, ¿verdad, señorita?

Como corresponde a toda señorita bien educada, Teresa respondió a la vez con un movimiento afirmativo de cabeza y un suave:

—Sí, señor.

—Es usted bostoniana, ¿verdad? Por lo menos su acento sí lo es.

—Sólo el acento —replicó Teresa, agregando—: Soy californiana.

—Es verdad —replicó Nat—. Sus ojos, su cabello y su cutis son de esta tierra, que posee las mujeres más hermosas del mundo.

—¿Ha recorrido usted el mundo entero, señor?

Nat sonrió.

—No. Sólo he visitado una pequeña parte de nuestra enorme patria; pero he oído ese comentario en labios de muchos hombres que recorrieron el globo y pudieron comprobar lo que yo digo. En cuanto la vi a usted me dije que había llegado hacía poco a San Francisco.

—¿Cómo lo adivinó?

—No lo adiviné, señorita, lo vi, de la misma forma que advertiría en seguida la aparición de un nuevo sol en el firmamento.

—Hago mal en permitirle decir esas cosas, caballero. Si mi padre supiese que he aceptado su invitación, no me perdonaría jamás.

—Los padres californianos son terribles —sonrió Nathaniel—. Pero hasta ellos tienen que admitir que los tiempos cambian y que se debe vivir como corresponde al siglo XIX, no al siglo XV. ¿Pasará muchos días en San Francisco?

—No sé —sonrió Teresa.

—¿Podré ir a buscarla mañana por la mañana al hotel?

—De ninguna manera.

—¿Se enfadaría su padre?

—Sí, y, además, mi reputación sufriría mucho. Los californianos de verdad vivimos en un círculo muy reducido en el cual repercuten todos los chismes y murmuraciones.

—Entonces, ¿cuándo podré volver a verla?

—No sé; probablemente no me verá más.

—¿Se marchará de San Francisco?

—Es usted muy curioso.

—Me gustaría enseñarle cuanto de hermoso tiene la ciudad.

—No creo que en San Francisco haya nada hermoso. Si acaso, la bahía, y ésa ya la he visto.

—¿Qué malo le ha hecho esta ciudad para que le profese tanto odio?

—Es perversa, está dominada por el pecado. Algún día será castigada de la misma forma que lo fueron Sodoma y Gomorra.

—Creo que exagera, señorita. Al lado de grandes vicios encontrará usted enormes virtudes. Y, al fin, serán las virtudes las que predominarán sobre el vicio. Ahora estamos en una época de transición.

En este momento el coche se detuvo frente a la puerta del hotel Frisco.

—Ya hemos llegado —dijo, innecesariamente, Teresa—. Muchas gracias por su amabilidad.

Ágilmente saltó del coche, antes de que Nat pudiese anticiparse, y recogiendo sus paquetes dijo, con una sonrisa que Moorsom tardaría muchos días en olvidar:

—Adiós, señor defensor de San Francisco.

—Un momento —pidió Nat—. Dígame su nombre.

—Teresa —respondió la joven. Y, dando media vuelta, entró en el hotel al mismo tiempo que un caballero y una mujer iban a salir. Al ver a Teresa los dos lanzaron una exclamación de alegría y la muchacha abrazó a la dama, que correspondió a su abrazo, llevándose luego a Teresa hacia uno de los sofás del vestíbulo, en tanto que el hombre se hacía cargo de los paquetes.

Dirigiéndose al conserje, que había acudido a cerrar la portezuela del coche, Nat preguntó:

—¿Quiénes son?

El conserje dirigió una mirada de extrañeza a Moorsom y contestó:

—Don César de Echagüe y su esposa. De Los Ángeles. Con su permiso, señor.

La llegada de otro coche le apartó de allí y Nat ordenó al cochero que le llevase hacia la calle de Kearny. Apenas se hubo puesto en movimiento el vehículo, un hombre avanzó hacia él y, abriendo la portezuela, subió, sentándose frente a Moorsom. Éste, al reconocer al no invitado pasajero, saludó con forzada cordialidad:

—¿Qué tal, capitán Farrell?

El jefe de Los Vigilantes sonrió burlonamente
[3]
.

—No se alegra de verme, ¿verdad?

—En estos momentos pensaba en cosas agradables; pero ya sabe que no le profeso ninguna antipatía.

—Es posible que tenga razón, aunque eso no resulta lógico en el protegido de Roscoe Turner —replicó Farrell—. Debería odiarme.

—¿Sólo ha invadido mi coche para decirme eso? —preguntó Moorsom.

—No, desde luego. Hace tiempo que vengo observando su carrera y su vida, Moorsom. Es usted un gran abogado y, por eso mismo, es usted muy peligroso. Dedica sus esfuerzos en favor del mal. Es un error emplear así sus indudables cualidades. ¿Piensa casarse pronto?

—Capitán Farrell, ¿cree que debo responder a sus preguntas?

—Podría hacerlo, aunque no tiene ninguna obligación. Hace un momento iba usted muy bien acompañado.

—Usted, capitán, es una especie de policía, y los policías tienen el defecto de quererlo averiguar todo, hasta aquello que no les importa.

—Especialmente lo que menos nos importa es lo que más nos interesa —sonrió el jefe de Los Vigilantes—. No debiera sentir hostilidad hacia mí, Moorsom. Podríamos ser buenos amigos. Tarde o temprano se colocará usted de nuestra parte contra los que ahora defiende.

—Capitán: hasta ahora no me he apartado ni un milímetro del camino de la ley. Soy abogado y sé hasta dónde puedo llegar sin dar un tropiezo; guarde, pues, sus consejos y sugerencias. Seguiré como hasta ahora en tanto que pague lo mucho que debo al hombre que me ayudó a ser lo que soy.

Farrell sacó un cigarro y lo encendió lentamente, diciendo entre dos bocanadas de humo:

—No le invito, porque mis cigarros no pueden compararse con los de Turner que usted fuma. Son más pobres, aunque mucho más honrados.

Nathaniel Moorsom sonrió burlón. Luego contestó:

—Usted ha subido mucho, Farrell. Goza de popularidad; pero hasta mí han llegado ciertos rumores que, por lo repetidos, pueden calificarse de realidades.

—¿Qué rumores son ésos?

—Se trata de una historia vaga, desde luego, sin pruebas que la confirmen; pero… dicen que el capitán Farrell no estaría donde ahora está si cierto enmascarado, por cuya cabeza se ofrecen muchos miles de dólares, no le hubiese ayudado en su carrera. Ese enmascarado se llama
Coyote
, y usted, desobedeciendo las órdenes recibidas en diversas ocasiones, no ha hecho nada por detenerle, a pesar de haber tenido más oportunidad que nadie para hacerlo.

Ni un solo rasgo del capitán acusó la emoción que tal vez sentía. Por el contrario, sonrió, diciendo luego:

—Tira usted al azar, Moorsom, y sabe que sus tiros no pueden hacer daño a nadie… como no sea a usted mismo.

—¿Me amenaza?

—Soy incapaz de amenazar a un abogado, especialmente cuando hay un cochero cerca que puede luego repetir ante un jurado lo que involuntariamente ha oído.

—¿Quiere que bajemos?

—Lo preferiría.

Moorsom pagó al cochero y saltó del coche, seguido por Farrell, quien siguió, una vez estuvieron perdidos entre la multitud de transeúntes:

—No olvide, abogado, que
El Coyote
puede ser el enemigo que le castigue por lo que está haciendo.

—¿Le ha enviado él?

—En cierto modo, sí. Hace tiempo me previno que vigilara a Roscoe Turner. Tenga en cuenta que se puede escapar a la justicia legal; pero que nadie puede escapar a la justicia del
Coyote
, quien no la aplica de acuerdo con los capítulos de las leyes establecidas, sino basándose en su propia ley.

—Perfectamente; tendré en cuenta todo eso y quizás algún día decida regenerarme; pero si lo hago no será por miedo al
Coyote
.

—Lo creo. Estoy seguro de que será su propia conciencia la que le empujará a cambiar de bando. Cuando eso ocurra, no olvide que el capitán Farrell le aprecia en lo que vale. Y ahora otro consejo, si me lo permite.

—Está permitido el nuevo consejo. ¿Cuál es?

—Conozco las intenciones de Turner. Va a provocar una guerra en San Francisco. Aunque usted no lo quiera, es su aliado, pertenece a su ejército y…

—¿Y qué? —preguntó Moorsom al prolongarse la interrupción de Farrell.

—Sólo que puede haber quienes opinen que la muerte de Nat Moorsom sería muy lamentada por Turner, quien se vería privado de uno de sus mejores soldados. ¿No lo había tenido en cuenta?

—No.

—Ése es el defecto de los hombres de leyes. Olvidan que son muchos los que prescinden de las leyes cuando quieren resolver sus problemas. Un disparo a traición bastaría para terminar la carrera de un brillante abogado.

—Tendré que correr ese albur.

—Desde luego. Pronto van a ocurrir muchas cosas, y su nombre sonará, Moorsom; tanto, que tal vez llegue a los oídos de cierta señorita que sentiría una gran decepción al ver que el caballero que la ha invitado hoy a dar un paseo en coche no es más que un subordinado de Roscoe Turner.

—¿Conoce a esa joven?

—Yo sí, Moorsom; pero usted no sabe quién es, y algún día se arrepentirá de no haber seguido mis consejos.

—¿Qué insinúa?

—Nada más que eso. Si alguna vez he visto a un hombre enamorado fulminantemente, ese hombre es usted. Y en cuanto a esa muchacha, de quien sólo sabe que se llama Teresa, apostaría triple contra sencillo a que también está, si no enamorada, por lo menos muy interesada por el galante caballero que la ha conducido hasta el hotel.

—Oiga, capitán. Sea buena persona y dígame quién es.

—Si ella no se lo ha dicho, yo tampoco debo decirlo; pero recuerde bien esto. Pronto se volverán a ver y entonces quizás estén en bandos opuestos. Adiós, abogado, su amo le debe estar esperando.

Nat siguió con inquieta mirada al capitán Farrell, jefe de Los Vigilantes de San Francisco, la poderosa organización popular que de cuando en cuando imponía la tambaleante ley y el nulo orden que imperaba en la más importante metrópoli del Pacífico. ¿Qué habría querido decir? ¿Quién era en realidad Teresa?

La respuesta no tardaría en llegarle en forma altamente abrumadora. Roscoe Turner se lanzaba a una peligrosa aventura que él no aprobaba, aunque sabía que era inútil tratar de disuadir a su jefe, cuyas decisiones eran, siempre, firmísimas.

Capítulo IV: Guerra en el hampa

Eliab Harvey era un gigante. Bordeaba los dos metros de estatura y pasaba de los ciento veinte kilos de peso. Era una recia masa de carne, huesos y músculos que obedecía a un cerebro demasiado pequeño y a una débil visión de las realidades. En aquel cerebro había germinado años antes una excelente semilla que hubiera dado mejores frutos en un terreno más abonado. A pesar de todo, momentáneamente, los resultados fueron muy buenos para Eliab Harvey.

Éste decidió un día que también los ricos gustan del juego y de las posibilidades de fácil y rápida fortuna que ofrece. Nadie se considera, jamás, lo bastante poderoso, y si eran pocos los hombres de dinero que iban a exponer sus billetes en los garitos públicos, esto se debía más a lo tosco de dichos garitos que a la falta de afición por el juego. Los ricos y los elegantes no deseaban codearse con los marineros, borrachos y hampones que frecuentaban las casas de juego de la Barbary Coast. En cuanto esta realidad se abrió paso en su cerebro, Harvey la puso en práctica. La suya fue la primera casa de juego lujosa que hubo en San Francisco y sus beneficios fueron enormes. Pero otros siguieron su ejemplo y al cabo de unos años había doce casas de la misma clase. Eliab Harvey estaba seguro de que debía de haber un medio para evitar la competencia; pero nunca supo encontrarlo. A pesar de ello, su establecimiento era uno de los más importantes, aunque el auge creciente del «Casino» alarmaba, con razón, a Eliab. Algunos de sus colaboradores habíanse pasado a Turner y Harvey temía que su contrincante acabase venciéndole en la sorda lucha entablada.

Aunque en apariencia Harvey era enérgico, habían quedado ya atrás los tiempos en que no le importaba empuñar sus armas contra los que trataban de «cobrar el barato» en su primitivo garito. La vida cómoda y regalada le había reblandecido el valor y en aquellos momentos deseaba más llegar a un acuerdo con sus adversarios que vencerles por la violencia. Esto fue, principalmente, lo que apartó de él a sus subordinados más valientes, quienes se dieron cuenta de que con aquel jefe sólo irían de claudicación en claudicación, puesto que era incapaz de aprovechar el gran poderío de que aún disponía.

La noticia que acababa de llegar Parkis Prynn con un mensaje de Turner encontró a Harvey en plena digestión de una copiosa comida. Con la servilleta colgando como blanca bandera de rendición sobre el pecho, Harvey acudió, muy alterado, al encuentro de Prynn. Éste se hallaba examinando un horrible reloj de oro colocado sobre la repisa de la chimenea del salón de la casa de Harvey. Al oír los pasos de Eliab volvióse y sonrió de una manera que sólo el afán de Harvey pudo interpretar como amistosa.

—¡Hola, Parkis! —saludó—. Hacía tiempo que no nos veíamos.

—Pero seguimos siendo amigos, ¿verdad? —replicó Prynn.

—Sí… siempre amigos. ¿Un cigarro?

Parkis negó con la cabeza.

—¿Un trago? —propuso en seguida Harvey, en nervioso afán de cordialidad.

—Eso ya está mejor. ¿Te he interrumpido la comida?

—No, no, ya terminaba —replicó Harvey, llenando con temblorosa mano dos copas de whisky escocés.

—A tu salud —brindó Prynn, vaciando de un trago su copa.

—A la tuya —respondió Harvey, bebiendo sólo una parte del licor, ya que la otra le cayó sobre la servilleta.

—¿Qué tal van los negocios? —preguntó Prynn.

—¿En? ¡Oh! Sí…, sí. Van bien… muy bien.

—Ésa es una buena noticia. Turner desea hacerte una proposición.

—¿Turner…? ¡Ah! ¿Y qué proposición es ésa?

Prynn acercóse de nuevo al reloj de oro y acarició la Venus que estaba tendida sobre él, sosteniendo una manzana, también de oro. Sonriendo ante el nerviosismo casi tangible de Harvey, Prynn preguntó:

—¿Te gusta este reloj, Eliab?

—Es un buen reloj —replicó Harvey.

Prynn entornó los ojos y escuchó el latir de la máquina.

—Sí, es un buen reloj —admitió. Y a continuación preguntó—: ¿Te gustaría oírlo marchar durante veinte años más?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Harvey, cuyo rostro rivalizaba, en blancura, con la servilleta que colgaba de su cuello.

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