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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La mano del Coyote / La ley de los vigilantes (21 page)

BOOK: La mano del Coyote / La ley de los vigilantes
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El Coyote
no contaba con eso —prosiguió Prynn—. No pudo salvar de nuevo a Palmer.

—Eso quiere decir que
El Coyote
se molestará y tratará de vengarse —dijo Daisy.

Turner le dirigió una mirada de disgusto. En aquellos momentos se sentía triunfante y le molestaba que se nublaran sus alegres perspectivas.

—¿Y lo de Gregg? —preguntó luego.

—Ha muerto —respondió Prynn—. Los que fueron encargados de darle una lección entraron en la casa y empezaron a romper mesas y espejos. El público salió huyendo y Lionel Gregg apareció al frente de su guardia. Sólo fue necesario terminar con él. En cuanto cayó con unas cuantas balas en el cuerpo, los demás se entregaron sin resistencia.

—Eso nos hace dueños de tres casas, o sea la de Harvey, la de Gregg y la nuestra, además de la contribución que pagarán los otros.

—Pero pone frente a vosotros a Los Vigilantes —recordó Daisy—. ¿Por qué no consultas a Nat?

—Un abogado no tiene nada que hacer cuando el problema es sólo de energía y valor —dijo Prynn.

—Quiero encargarle la compra de la casa de los Robles —dijo Turner, más que por estar de acuerdo con Daisy, por demostrar a Prynn que no todas las ideas salían de él.

Parkis encogióse de hombros y aguardó, fumando lentamente, que entrase el abogado.

Nathaniel Moorsom estaba evidentemente inquieto.

—¿Te has enterado de la lección que le dimos a Gregg? —preguntó Roscoe Turner—. De ahora en adelante seré el amo.

—Creo que has exagerado tu poder, Turner —replicó el abogado—. Después de lo de Harvey, lo de Gregg colmará la medida. Y si es verdad que tienes algo que ver con la muerte de Palmer…

—A Palmer lo hemos…

Moorsom contuvo con un ademán las palabras de su jefe.

—Prefiero no saber nada —dijo—. Si supiera la verdad seguramente no te podría defender cuando llegase el momento.

—No tendrás que defenderme —sonrió Turner.

—Farrell no te perdonará lo que ha ocurrido en su cuartel —recordó Moorsom—. Los Vigilantes no se atienen siempre a las leyes establecidas. También ellos pueden recurrir al simple empleo de la fuerza, y si ello llega a ocurrir, no olvides que son muy poderosos.

—Nat, no te he llamado para que me des consejos acerca de lo que debo o no debo hacer. Si Farrell se pone tonto, lo trataremos como se merece. Lo que quiero que hagas es ir a ver a don Agustín Robles para proponerle que nos venda su casa de Kearny, esquina a Pinares. Puedes ofrecerle hasta doscientos mil dólares. Es un buen precio por un edificio tan viejo.

—¿Piensas adquirirlo para hacer de él una casa de juego? —preguntó Moorsom.

—Claro.

—Eso no le gustará a don Agustín. Ya sabes que esos viejos californianos tienen ideas muy concretas acerca del honor y de su buen nombre. Si don Agustín sabe que se quiere su casa para transformarla en un garito de lujo, no la venderá por mucho dinero que se le ofrezca.

—Don Agustín Robles está arruinado —dijo Prynn—. Los hombres arruinados tienen muy pocos escrúpulos.

—Ellos no son como nosotros —dijo Nathaniel.

—¡Dejaos ya de discusiones tontas! —gritó Turner—. Ve a visitar a don Agustín y ofrécele doscientos mil dólares por su casa. Yo también creo que se guardará los escrúpulos en el bolsillo. De todas formas, no es necesario que le digas para qué necesitamos la finca.

—Turner, quería decirte algo —declaró Moorsom—. No me gusta el camino que estoy siguiendo. Cuando estudié para abogado lo hice con la idea de emplear mis conocimientos de manera muy distinta a como los estoy utilizando ahora. Te he sacado de un apuro y resolveré lo de la casa de don Agustín; pero luego quiero mi libertad.

Roscoe Turner frunció el ceño hasta hacer de su frente casi una línea irregular.

—¿Tienes miedo de que el barco se hunda? —preguntó.

—Sé que el barco se hundirá, Turner, pero si quiero abandonarlo no es por miedo, sino por algo de decencia. He visto y he sabido de muchos abogados que marcharon por el mismo camino que yo estoy siguiendo. Ninguno de ellos fue muy lejos.

—Bien, ya hablaremos más adelante de esas tonterías —dijo Turner—. De momento resuélveme lo de la casa de don Agustín; luego ya decidiremos lo que se ha de hacer.

Turner salió acompañado de Parkis Prynn. Moorsom quedó frente a Daisy.

—Ya sabía yo que algún día ocurriría eso, Nat —dijo la mujer—. ¿Quién es ella?

—¿Qué quiere decir? —preguntó Moorsom.

—En su vida ha entrado una mujer —replicó Daisy.

Moorsom movió negativamente la cabeza.

—No hay ninguna mujer, Daisy.

Por un breve instante la esperanza brilló en los ojos de la joven; pero la mirada de Nat era tan franca, tan abierta, tan libre de doble intención, que Daisy comprendió que nada podía esperar. Sintió irritación contra ella misma por haber pensado alguna vez que el renacer de sus ilusiones podía encontrar un eco amable en el corazón de Nat. Luego quiso sentir el amargo consuelo de conmover a aquel hombre con la muestra de sus tristezas.

—Hubo un tiempo en que pensé que los dos podríamos iniciar una nueva existencia; no tuve en cuenta que yo podría dar muy poco a cambio de lo mucho que usted aún tiene.

—¿Por qué no podemos ser simplemente buenos amigos, Daisy? —pidió Nat—. Yo la aprecio mucho; pero… no soy capaz de traicionar a Turner.

—Es una piadosa mentira que yo agradezco mucho —replicó Daisy—. Sin embargo, cuando un hombre está enamorado de verdad considera las traiciones como hechos heroicos. La palabra traición no tiene sentido en el amor ni en la guerra. Sólo el éxito cuenta, y los medios quedan justificados por el fin conseguido.

—Debo marcharme, Daisy.

—Adiós —replicó la mujer—. Ella debe de ser muy afortunada.

Nathaniel Moorsom salió del «Casino» dominado por un profundo disgusto y por abundantes inquietudes. El camino emprendido por Turner sólo podía desembocar en un desastre. Él apreciaba al hombre que le había ayudado a terminar sus estudios; pero se daba cuenta de los tremendos errores que cometía. Él navegaba en el buque de Turner y todos los males que éste sufriera serían sufridos, también, por él. Además había recibido ya un mensaje del
Coyote
, y si desoía el consejo…

Un escalofrío corrió por su cuerpo. Eran muchas las fuerzas que tenía enfrente. No deseaba luchar contra ellas, porque desde el primer instante las había considerado fuerzas justas y poderosas a las cuales debía no sólo respeto, sino asistencia.

Capítulo X: Una oferta rechazada

Agustín Robles recibió fríamente a Nathaniel Moorsom. Su frialdad se trocó en hostilidad tan pronto como Nat expuso el verdadero motivo de su visita.

—¿Quién le ha dicho que yo desee vender mi casa? —preguntó.

—Nadie, don Agustín —se apresuró a responder Nat—. Pero se me ha encargado que le ofrezca una importante suma por si la oferta le pudiese inducir a venderla. Doscientos mil dólares es mucho dinero y creo que paga casi el valor material y moral de este inmueble.

—El valor moral de este inmueble, como usted dice, no tiene límites materiales, señor Moorsom —dijo Robles.

—Desde luego; pero se encuentra en una calle que ya no es la más indicada para un caballero como usted. Hubo un tiempo en que fue aristocrática; hoy es sólo comercial. Debiera usted vender la casa antes de que la tenga rodeada de comercios, de establecimientos de bebidas o restaurantes.

—¿Quién quiere comprarla?

—Mi cliente no me ha permitido divulgar su nombre.

—¿Para qué la quiere? ¿Para instalar en ella algún comercio?

—Seguramente.

—Señor Moorsom, mientras no sepa exactamente para qué quieren el edificio no lo venderé. Y puede que cuando lo sepa tampoco lo venda. Sé para quién trabaja, y si ese Turner ha pensado convertir esto en un garito, anda muy equivocado.

Nathaniel Moorsom empezó a perder la paciencia.

—Señor Robles —dijo, tirando por la borda toda discreción—. Se sabe en la ciudad que está usted arruinado, que debe mucho dinero y que sólo vendiendo su casa podrá salir de apuros. Siendo así, ¿qué importancia tiene que sea comprada para un fin u otro?

Don Agustín Robles se puso en pie y con furioso ademán señaló la puerta del salón.

—¡Márchese en seguida! —ordenó—. Márchese antes de que me olvide de que se encuentra usted en mi domicilio. Y dígale a su amo que nunca, absolutamente nunca, podrá llamarse dueño de esto. El hogar de los Robles no se convertirá jamás en un antro de ladrones.

Nat se puso también en pie. Había llevado muy mal aquella gestión y no estaba muy seguro de no haber provocado voluntariamente el fracaso. Saludando con un movimiento de cabeza al anciano, salió del salón.

Cuando desembocaba en el vestíbulo se abría la puerta de la calle y Teresa Robles apareció ante él. La sorpresa de los dos fue idéntica.

—¿Qué hace usted aquí? —preguntó Teresa.

—¿Y usted?

—Yo… —Teresa sólo vaciló un momento antes de responder—. Ésta es mi casa.

—¿Su casa? —parpadeó Moorsom—. ¿Es usted la hija del señor Robles?

—Sí.

—Pero… ¿no me dijo que…? Me hizo creer que había venido acompañada del señor Echagüe y que sólo estaba de paso en San Francisco. Pensé que se hospedaba usted en el hotel…

—¡Teresa!

La voz de don Agustín sonó, furiosa, detrás de Nat. Antes de que éste se volviera, el padre de la joven siguió:

—Ve a tus habitaciones. Y en cuanto a usted, señor Moorsom, ya ha tenido tiempo más que sobrado para salir de esta casa.

Cuando Teresa, obedeciendo la orden de su padre, pasó junto a Nat, lo hizo con la cabeza baja; pero dirigiendo una veloz mirada de reojo al abogado, quien en aquella mirada leyó todo cuanto no le podía decir de palabra Teresa Robles.

Capítulo XI: Abuso del poder

Roscoe Turner se detuvo en su rápido pasear de un lado a otro frente al abogado.

—Conque dice que no quiere vender su casa para que la convirtamos en un garito, ¿eh? Bien. ¡Muy bien! A los locos se les hace entrar en razón a golpes. Agustín Robles va a recibir unos cuantos que no le gustarán nada y después de los cuales estará mucho más suave.

—¿Qué piensa hacer? —preguntó Nathaniel.

—No te preocupes. Lo que voy a hacer no es propio de abogados. Parkis tuvo razón al decir que ha llegado el momento de la fuerza, no de la diplomacia. Cuando termine con todos esos que tratan de entorpecerme el camino, seré el hombre más poderoso de San Francisco.

—Los Vigilantes no le perdonarán lo que ha hecho —dijo Moorsom.

—Mañana terminaré con ellos —replicó Turner—. Sé que piensan atacarme cuando se consideren los más fuertes. Pues bien, les atacaré yo ahora que soy el más fuerte.

—Se va a poner en contra de toda la ley de California —recordó Moorsom.

—Me tiene sin cuidado. Vuelve a tu despacho y aguarda allí a saber noticias mías.

En cuanto quedó solo, Turner llamó a Parkis.

—El viejo Robles no quiere vender su casa.

—Ya me lo esperaba —replicó Prynn.

—Reúne a unos cuantos hombres de confianza y apodérate de él. Cuando terminemos de convencerle estará dispuesto a vender no sólo su casa, sino también su propia alma. Pero evita matarlo. Muerto no nos serviría de nada.

—Caird ha enviado un mensaje —anunció Parkis Prynn—. Dice que Farrell ha convocado reunión de todos Los Vigilantes. Cree que intentan atacarnos.

—Nos anticiparemos. Tú encárgate del viejo. Yo me las entenderé con Farrell.

Parkis Prynn fue en busca de cuatro hombres de los que utilizaba para los trabajos más difíciles y en un coche dirigióse a la calle de Kearny, esquina a la de Pinares.

Teresa estaba en su cuarto cuando los cinco hombres llegaron a la casa. El grito de espanto que lanzó el criado que les abrió la puerta la hizo salir de su habitación a tiempo de ver cómo Parkis Prynn, al frente de dos de sus hombres, cruzaba el vestíbulo en dirección al despacho de don Agustín. Otro de los hombres quedó junto a la puerta, encañonando con una pistola al criado, y otro estaba sentado en el pescante del coche en que habían llegado.

Cuando empezaba a bajar la escalera oyó gritar a su padre:

—¿Qué significa esta insolencia?

—¡Déjese de frases heroicas y síganos! —replicó Parkis Prynn.

—¡No estoy…!

Un golpe que resonó en el corazón de la joven apagó la voz de don Agustín Robles, y un instante después, cuando ya Teresa llegaba, frenéticamente, al pie de la escalera, Parkis Prynn reapareció seguido por sus dos compinches que arrastraban, sosteniéndolo por los sobacos, el inanimado cuerpo del dueño de la casa.

Cuando Teresa quiso correr hacia su padre, Parkis la detuvo, tirándola al suelo de un violento empujón, haciendo que su cabeza chocara contra la balaustrada de la escalera.

Durante unos minutos, la joven permaneció atontada y cuando, por fin logró ponerse en pie, el coche en que se llevaban a su padre estaba muy lejos.

—Avise a la policía, señorita —aconsejó el criado.

Teresa movió negativamente la cabeza.

—No. Avisaré a otros, cuyos métodos son mucho más eficaces.

Y un momento después terminó:

—Avisaré a Los Vigilantes.

*****

Todos los jefes de calle de la organización popular Los Vigilantes habíanse reunido en el cuartel general, convocados por el capitán Farrell. En aquellos momentos estaban escuchando la comunicación que su jefe les estaba haciendo.

—No quiero ocultaros la gravedad de los sucesos últimamente acaecidos —decía Farrell—. El asesino de Eliab Harvey no ha podido ser castigado, a pesar de que obtuvimos un jurado compuesto por miembros de nuestra organización. Las pruebas falsas y la declaración de un testigo echaron por tierra todo cuanto habíamos preparado. Luego aquel testigo se arrepintió de lo que había hecho y se presentó enviado por alguien cuyo nombre no puedo descubrir, para ofrecernos su testimonio contra Roscoe Turner. Creímos poder utilizar a dicho testigo, pero hubo alguien que lo envenenó. Lo peor es que fue uno de nosotros.

Un murmullo de indignación corrió por la sala.

—Después del asesinato de Nisbet Palmer ocurrió el asalto a la casa de juego de Lionel Gregg, a quien los asaltantes asesinaron. Estamos, pues, ante un ataque organizado para colocar el dominio de la ciudad en manos de los que menos derecho tienen a poseerlo. Yo declaro ante vosotros a Roscoe Turner como el más peligroso enemigo de la Justicia, de la ley y del orden.

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