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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La mano del Coyote / La ley de los vigilantes (12 page)

BOOK: La mano del Coyote / La ley de los vigilantes
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—Quisiera poderte ahorrar ese sacrificio —dijo en aquel momento su padre, que había entrado en la habitación sin que Lucía lo advirtiese.

—Ya lo sé, papá —murmuró la joven, luchando por contener las lágrimas que se agolpaban en sus ojos cada vez que veía el martirio que estaba sufriendo su padre—. Te aseguro que no es un sacrificio tan terrible…

—Sí lo es. Pero nos tienen en sus manos. No podemos escapar. Harán de nosotros lo que se les antoje. Si existiera otro medio…

—Uno existe —dijo una voz tras ellos.

—¿Quién es usted? —gritó don Lucas, volviéndose y dirigiéndose al enmascarado que estaba de pie junto al balcón—. ¿Qué hace aquí?

—Soy
El Coyote
—replicó el enmascarado—. Y en cuanto a lo que hago aquí, es un poco largo de contar. He estado observando la tristeza de la señorita Garrido y luego he escuchado su conversación. Pasando a lo que puede hacerse… les diré que sólo hay una cosa a hacer.

—¿Cuál? —preguntó Lucía anhelante.

—Seguir hasta el fin.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó don Lucas.

—Que a su debido tiempo irán ustedes a la alcaldía. Yo me encargo de todo lo demás.

—Falta menos de hora y media —recordó Lucía.

—Me sobra tiempo.

—¿No puede decirme lo que va a hacer? —preguntó la joven.

—No; pero tenga confianza en mí.

—Le recuerdo, señor, que yo he dado mi palabra… —empezó don Lucas Garrido.

—Ya lo sé. Le prometo que nadie dudará de la palabra de usted. Adiós. Y a usted, señorita, quiero decirle que, vea lo que vea y crea lo que crea, no debe olvidar que
El Coyote
le ha prometido ayudarla, y que
El Coyote
no falta jamás a su palabra.

Saludando con una inclinación,
El Coyote
retrocedió y un momento después se oyó el galope de su caballo.

—¿Qué hará? —preguntó el padre de Lucía.

—No sé —contestó ésta—; pero tengo fe en él.

*****

—No contestes con preguntas, sino con respuestas. ¿Te gustaría?

—No; pero… ¿por qué…?

—Pues bien, ése es tu caso. Lucía no te ama…

*****

Archie Wade se miró al espejo. El azogado cristal le devolvió la imagen de un rostro cubierto de vendas que dejaban sólo al descubierto los ojos. Las heridas seguían doliéndole mucho. Verdaderamente le había hecho el efecto de que le vertían fuego derretido en el rostro.

Estaba aún en bata y sobre la cama tenía el traje elegido para la ceremonia. No era nuevo, pues el casamiento con Lucía habíase anticipado a lo previsto.

Estaba examinándose de nuevo el rostro o, mejor dicho, las vendas que lo cubrían, cuando una voz cuyo acento no podría olvidar jamás, después de lo ocurrido la noche anterior, le preguntó:

—Tu aspecto no es el de un bello novio, ¿verdad, Archie?

—¡
El Coyote
! —gritó Archie, antes de volverse hacia el enmascarado que acababa de aparecer en su habitación.

—Hola, Archie —siguió
El Coyote
—. He venido a verte antes de la boda. Entré por el jardín.

—¿Qué quiere de mí? ¿No le basta lo que me hizo? —gimió Archie.

—Lamento que mi disparo tuviera esas consecuencias, Archie. Yo disparé sólo para arrancarte el revólver de la mano. Nunca imaginé que pudiera producir esos efectos. Te ruego que me perdones.

—¿A qué ha venido ahora? ¿No ve que no puedo atenderle?

—Vengo a preguntarte una cosa. ¿Te gustaría, Archie, casarte con una mujer que te odiase?

—¿Por qué me pregunta eso?

Mathias Wade consultó su reloj.

—Las diez y media. ¿Por qué no bajará ese chico? Vamos a llegar tarde.

Edwin Wade sonrió ante la visible inquietud de su hermano.

—No estés tan nervioso. Todo se arreglará a gusto nuestro. Hemos actuado de prisa.

—Pero
El Coyote

—Ni se ha enterado aún de lo que pensamos hacer.

—¡Ojalá estuviera yo tan seguro como tú! Subiré a ver qué hace Archie. Temo que le haya ocurrido algo.

—No debes temerlo. La inocencia le protege.

Mathias Wade, vestido ya para la ceremonia civil, se levantó y, saliendo del salón, subió al piso superior, yendo a llamar a la puerta del cuarto de Archie.

—¿Qué? —contestó desde dentro Archie Wade.

Al reconocer la voz de su hijo, Mathias Wade sintió un infinito alivio.

—Es ya muy tarde. Recuerda que tú tienes que llegar a la alcaldía antes que la novia.

—Ya lo sé, papá —replicó Archie—. Saldré en seguida. Estoy terminando.

—¿Quieres que te ayude?

—No es necesario.

Mathias Wade permaneció junto a la puerta del cuarto. Desde dentro preguntó Archie:

—¿No podría quitarme la venda de la cara? Parezco un fantasma.

—Eso no tiene importancia —replicó su padre—. El médico dijo que no te la debías quitar.

En aquel momento abrióse la puerta y Archie salió del cuarto, terminando de calzarse los guantes. Junto a su padre descendió a la planta baja y respondió con un gruñido al saludo de su tío.

—Bien, marchemos a la felicidad —rió Edwin, abriendo la puerta de la calle.

Los tres hombres subieron al coche que les aguardaba, marchando en seguida hacia la alcaldía.

*****

El alcalde, señor Velasco, comenzó a llenar, muy nervioso, el acta matrimonial. La pluma parecía pesar en su mano una tonelada.

*****

Lucía Garrido, del brazo de su padre, avanzó lentamente por el pasillo hacia la mesa tras la que se sentaba el señor Velasco y frente a la cual aguardaban Archie Wade, hecho un fantasmón, su padre y su tío.

Detrás de don Lucas y de su hija avanzaba José Garrido, y detrás de éste llegó el jefe de Policía.

—Hola —saludó Teodomiro Mateos—. Acabo de recibir su invitación para asistir a la boda, señor Wade —dijo, dirigiéndose a Edwin, que replicó con una sonrisa dirigida, especialmente, a José Garrido y a su padre.

Aquella sonrisa parecía decir:

—Si intentáis ninguna tontería, aquí está Mateos, que será el primero en conocer las hazañas del heredero de los Garrido.

En voz alta, Edwin replicó:

—Muy agradecido por su presencia.

—¿No precipitan un poco la boda? —preguntó Mateos.

—Los muchachos están deseosos de casarse —dijo Mathias Wade.

—Es un amor completamente desinteresado —dijo Edwin—. La novia sólo aporta al matrimonio una hacienda que ya no posee.

—¡Caballero! —protestó don Lucas—, Las tierras que mi hija aporta en dote le fueron robadas; pero legalmente son suyas.

—Desde luego —asintió Mathias—. Por eso las aceptamos.

—¿Qué dote es ésa? —preguntó Mateos.

—Las tierras que pertenecían a don Lucas y que no le fueron reconocidas —explicó Edwin—; pero comencemos la ceremonia, señor alcalde, cuando usted quiera.

—Empecemos llenando el contrato matrimonial. ¿Quiénes son los padrinos?

—José Garrido y yo —replicó Edwin.

—Pues… firmen.

Y el alcalde señaló con un tembloroso dedo el punto donde tenían que firmar. Su mano quedó sobre la hoja del registro mientras firmaban Edwin, con mano firme, y José Garrido, con un violento temblor.

—Bien —siguió el alcalde, respirando con más alivio—. Leeré la partida relativa al matrimonio que celebran Lucía Garrido y Archibald Wade, reunidos ante mí… Bueno, me olvidaba de que han de firmar los novios. Usted, señor Wade, primero.

Archie se acercó a la mesa y, tomando la pluma que le tendía el alcalde, firmó en el punto que Velasco indicaba. Luego volvióse y tendió la pluma a Lucía.

Con mano temblorosa la joven tomó la pluma y avanzó hacia la mesa, sintiendo que las piernas se le doblaban. Con angustioso rostro miró a su alrededor buscando la prometida ayuda; pero no vio nada que reforzara sus esperanzas, Al llegar ante el libro de registro se detuvo, vacilante. Edwin y Mathias la observaban ansiosamente, y por su parte, Lucas Garrido y José sentían como si algo se estuviera quebrando dentro de ellos.

Súbitamente, como impulsada por una brusca decisión, Lucía firmó el acta matrimonial y, obedeciendo las instrucciones del alcalde Velasco, se colocó junto a Archie, y cuando llegó su turno de responder a la pregunta de si ella, Lucía Garrido, aceptaba a aquel hombre por su legítimo esposo, contestó:

—Sí, acepto.

Entonces, Velasco, con voz muy temblorosa y entre repetidos carraspeos que hicieron casi ininteligibles sus palabras, declaró a los novios marido y mujer.

—Vaya, todo salió bien —rió Edwin. Y acercándose a su sobrino, agrego—: Te felicito, muchacho. Te llevas a la novia más hermosa de California.

—¡Canalla! —gritó Lucía, cruzando de una bofetada el rostro de Edwin, que retrocedió desconcertado.

Un instante después, rehecho de la sorpresa que le había producido la agresión, Edwin quiso abalanzarse sobre la joven; pero de nuevo la voz del
Coyote
resonó a su espalda, ordenándole:

—Quieto, si no quiere tropezar con una desagradable bala de plomo.

Edwin se volvió violentamente y cerró impotentemente los puños.

—¡
El Coyote
! —exclamó.

El Coyote
había salido de detrás de una pesada cortina que cubría una puerta lateral y empuñaba sus dos revólveres. Dirigiéndose al alcalde, dijo:

—Muchas gracias por su amable ayuda, señor Velasco. Gracias a usted dos seres enamorados locamente uno del otro han podido unirse.

Volviéndose hacia Lucía, agregó:

—Como ha podido ver, señorita, he cumplido mi palabra. Pero usted no lo creía, ¿verdad?

—No, no lo creía —replicó Lucía, riendo nerviosamente.

—¿Qué están diciendo? —preguntó Mathias Wade.

—Que no ha sido su hijo quien se ha casado con Lucía Garrido.

Mientras
El Coyote
estaba hablando, Archie Wade se quitó las vendas que cubrían su rostro, dejándolo al descubierto.

—¡Jorge de Alza! —exclamó don Lucas.

Mathias y Edwin se miraron consternados. Pero el segundo reaccionó en seguida.

—Esto no puede ser —dijo—. La partida de casamiento está redactada a nombre de mi sobrino…

—No, señor —interrumpió el alcalde—. El señor
Coyote
me obligó a que la extendiese a nombre del señor de Alza. Claro que este casamiento quizá no sea muy legal; pero va a costar mucho trabajo anularlo…

—¡Pues se anulará! —gritó Edwin. Y volviéndose hacia
El Coyote
siguió—: Esta vez ha fallado usted, señor
Coyote
. Pregunte a don Lucas y a su hijo si no quieren que este matrimonio se anule. Ya verá cómo ellos, e incluso esa misma niña tonta, no perderán un momento en pedir la anulación de un matrimonio ilegal. Porque si no lo hacen en seguida, el señor Mateos recibirá un documento…

Edwin dejó la frase sin terminar y miró desdeñosamente a los Garrido, que estaban profundamente abatidos.

—Es usted terrible, Edwin —sonrió
El Coyote
, sin dejar de encañonar con sus revólveres a Edwin, a su hermano y a Mateos—; pero me olvidaba de anunciarles algo. Tienen una visita. Un viejo amigo suyo que ha venido sin perder un instante a felicitarles por el feliz acontecimiento. Claro que me he visto obligado a traerlo atado; pero lo importante es que se encuentra aquí.

Reculando,
El Coyote
guardó el revólver que empuñaba con la mano izquierda y con ella descorrió la cortina tras la que había permanecido oculto y dejando al descubierto a un hombre atado y amordazado. Con la misma mano desató la mordaza que, al mismo tiempo, velaba el rostro del prisionero.

—Les presento a Cass Fawcet —siguió
El Coyote
—. Es el antiguo secretario del señor Wade…

—¡Dios mío! —gimió José Garrido—. ¡Pero si yo… lo maté!

—No —rió
El Coyote
—. Usted no le mató. El señor Fawcet no ha estado nunca muerto, ¿verdad, señor Fawcet? Lo estuvo unos minutos para hacer creer muchas cosas a José Garrido; pero a su debido tiempo resucitó y se marchó a Salt Lake City, de donde ha regresado al recibir una urgente llamada de su amo que yo envié. En cuanto llegó al sitio donde estaba citado, unos amigos míos lo ataron y amordazaron y me lo trajeron para presentarlo en esta fiesta. Creo, señor Edwin Wade, que ahora ya no pensará en entregar ciertos documentos… ¡Quieto! ¡No sea loco!

Pero Edwin Wade ya no oía nada. Su padre tuvo razón al decir de él que era demasiado impetuoso y que aquellos ímpetus le arruinarían. Su mano derecha se hundió en un bolsillo interior y reapareció armada de un revólver de seis tiros, de corto cañón y gran calibre.

El primer disparo del
Coyote
alcanzó a Edwin en el brazo derecho, obligándole a soltar el arma; pero, insensible al dolor y ciego al peligro, Edwin se arrodilló, recogiendo el revólver con la mano izquierda y haciendo un brusco e inesperado movimiento que colocó su corazón en el trayecto de la bala destinada a su brazo izquierdo.

El segundo disparo del
Coyote
ya no fue oído por Edwin Wade, que se desplomó de bruces sobre su propio revólver.

—Lamento lo ocurrido —dijo
El Coyote
a través de la nube de humo de sus disparos—. No quería matarle, aunque esta muerte ha sido mucho más piadosa que la merecida por él. Si los médicos logran analizar el veneno que terminó con Burley comprobarán que es el mismo que guardaba Edwin en su poder.

—¿Quiere decir que él asesinó a Burley? —preguntó Mateos.

—Sí. Envenenó el whisky que Burley bebía constantemente.

Volviéndose hacia Mathias Wade, que contemplaba, horrorizado, el cadáver de su hermano,
El Coyote
siguió:

—Mathias Wade: usted es tan culpable como su hermano y merece el mismo castigo.

—¡No, no! —pidió Mathias Wade, arrodillándose ante
El Coyote
—. ¡No me mate!

—No le mataré; pero si le perdono no es porque usted lo merezca, sino porque su hijo me lo pidió como compensación a la ayuda que nos prestó. Archie Wade es mucho mejor que todos ustedes. Él creía que Lucía le amaba, por lo menos un poco. Por eso se alegró tanto al saber que iba a casarse con ella; pero cuando yo le expliqué toda la verdad, el pobre muchacho sintió que el mundo se hundía a su alrededor. Sin embargo, reaccionó, prestó su traje a Jorge de Alza, habló con usted a través de la puerta, para que no reconociera la diferencia de las voces, si era Jorge el que respondía. Para él ha sido muy duro perder a la mujer amada; pero es honrado y no hubiera aceptado un matrimonio impuesto por el terror. Por una amenaza basada en un hecho falso. Por lo tanto, aproveche la oportunidad que tiene de huir de Los Ángeles antes de que el señor Mateos pueda hacerle detener. Salga de aquí, escape a caballo o como quiera, y no trate de volver a su casa, pues tengo gente de confianza vigilándola. Tienen orden de disparar sobre usted si intenta llevarse nada de cuanto contiene su caja de caudales, donde el señor Mateos encontrará una serie de interesantísimos documentos, si me promete no molestar a Archie y dejarle que disfrute de los seiscientos mil dólares que constituye la parte decente de su fortuna.

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