Podalirio no tuvo más remedio que hacer lo que le pedía. Se llegó hasta donde estaba su amigo y, en un susurro, trató de decirle:
—No había necesidad de…
—Sí, claro que sí —replicó el procónsul sin dejarle terminar la frase—. Hagamos todo como debe ser. Eres el representante del templo de Asclepio y debes ocupar el lugar más honorable, puesto que son las fiestas de Higea y viene a la ciudad nada menos que el gran hierofante.
Mientras hablaban, la gente no les quitaba los ojos de encima. Como llevado en volandas a su destino, Podalirio se percataba de que ya se daba por hecho en Corinto que él sería el nuevo hierofante del Asclepion, y que era totalmente inútil oponerse a este orden de cosas.
La muchedumbre se agitó de nuevo y todas las miradas se volvieron ahora hacia el gran arco de ramas y flores que señalaba el lugar por donde debía entrar en la plaza el sumo sacerdote.
Apareció un carro entoldado tirado por bueyes inmaculadamente blancos que avanzaba despacio, con solemnidad, bajo una lluvia de pétalos de rosa y hojas de mirto, y en medio de alegres cantos. Unos jóvenes esclavos desengancharon los bueyes y lo condujeron hasta el centro del ágora. Las autoridades que ocupaban el estrado se pusieron en pie, con expectación.
Antes de que el gran hierofante pisara el suelo de Corinto, los sacerdotes del templo de Apolo, protector de la ciudad, se aproximaron a la carroza y ofrecieron en sacrificio un toro, un carnero y un cerdo, para purificar el lugar. Sólo entonces, se descorrieron los toldos y se hizo visible la venerable presencia del visitante: un anciano alto, delgado y canoso, que vestía el sagrado manto azul con franja de oro, bajo la esclavina forrada con piel de lobo, símbolo de Apolo, padre de Asclepio; en la mano, el dorado caduceo con cabezas de serpiente; y la frente ceñida con la diadema de rey-sacerdote.
—¡Vamos! —le dijo Galión a Podalirio—. Ven conmigo a cumplimentarle.
Descendieron desde el estrado y se aproximaron con respeto. Tras el saludo, en medio del silencio del pueblo, le obsequiaron con tortas de bienvenida y solicitaron su bendición. Después entraron los tres en el templo de Apolo, junto al resto de los sacerdotes, para hacer las ofrendas e incensar la imagen del dios.
Siguió una sucesión de ceremonias lentas y hasta cierto punto tediosas, como exigía el ritual de Apolo. La llama de Hefesto consumía a las víctimas, mientras Podalirio se fijaba en el gran hierofante: a pesar de la edad y del fatigoso viaje, su presencia era majestuosa, su rostro despierto, y sus ojos, escrutadores y cautelosos, parecían estar muy pendientes de todo.
Tras el largo ceremonial, la comitiva abandonó el templo y se encaminó bordeando el teatro, por la vía de Lerna, hacia el Asclepion. Una vez allí, todo fue más sencillo. El sumo sacerdote quiso inspeccionar hasta el último rincón y solicitó que le mostraran las serpientes sagradas y cada una de las imágenes. Miraba en silencio los exvotos, estaba atento a las explicaciones de los remedios curativos y ojeó con curiosidad los libros de plegarias. La gente aguardaba en las afueras con exaltación contenida, emitiendo un murmullo sordo que se colaba por las ventanas.
Podalirio no hizo ninguna referencia al asunto de los espíritus. Era consciente de que el gran hierofante ya habría sido informado de todo por el emisario y de que actuaba según lo exigido por el voto hecho al dios, acostumbrado como estaba a guardar secretos y a comportarse sin aspavientos.
Cuando se hubo dado cumplimiento, uno a uno, a los requisitos que demandaba una visita de esta categoría, se ofreció un banquete en el patio. Nana, que se había encargado de preparar los manjares, iba de acá para allá preocupada de que no faltase nada.
Pero el sumo sacerdote estaba muy cansado y apenas probó unos dulces. Después, mirando a Podalirio con ojos expresivos, dijo:
—Me hospedaré en tu casa. Mañana hablaremos de todo lo que ha sucedido. Ahora me encuentro fatigado a causa del largo viaje.
Por la mañana muy temprano, el gran hierofante de Epidauro y Podalirio salieron de las inmediaciones del Asclepion y fueron andando juntos un largo trecho, para no ser molestados por nadie en sus conversaciones. Remontaron un altozano poco elevado y después descendieron por una vereda estrecha que discurría por un terreno irregular, poblado de vides, cuyos pámpanos, muy verdes, parecían derramarse laderas abajo. Nada más de particular había en aquellos campos que se extendían entre Corinto y el mar, salvo peñascos dispersos y rocas deshechas, ruinas de antiquísimas edificaciones entre los olivares, y algún que otro bosquecillo de cipreses o ciruelos silvestres. Pero si uno miraba hacia el norte, podía ver la depresión llana y, tras ella, las aguas del golfo, los barcos y los edificios del puerto. Había una quietud grande y la brisa llegaba fresca desde la costa. Caminaban lentamente y en silencio al principio, como si su única intención fuera la de recrearse contemplando el amanecer. De vez en cuando, se detenían y permanecían durante unos instantes deleitándose con la visión del delicado juego de luces y sombras que proporcionaba el crepúsculo, a la vez que inspiraban el aire limpio de la madrugada.
A Podalirio la presencia del gran hierofante le suscitaba un gran respeto. A pesar de que no vestía ya los suntuosos atavíos del día anterior, sino una sencilla túnica de blanco lino y manto grisáceo de simple lana; nada llevaba en la cabeza sobre el pelo completamente cano, liso, y la barba era igualmente plateada, crecida y lacia. Su aspecto resultaba venerable; efecto buscado a propósito, según requería la sagrada dignidad que ostentaba, para causar reverencia en los fieles y la distancia grave que requerían sus secretas obligaciones. Le envolvía una especie de halo de misterio y gravedad, logrado a través del estudio, la soledad y la observación inmediata del dolor humano en las dependencias del santuario; y una sabia ancianidad anticipada, que en cierto modo no se correspondía ni con la verdadera edad ni con la salud de aquel hombre. Pues no tardó en enterarse Podalirio de que este gran hierofante era apenas quince años mayor que él, pues ni siquiera tenía cumplidos los sesenta, por tratarse del mismo hombre que, en tiempos del sumo sacerdote Asopo, cuando él estaba todavía en Epidauro, se encargaba de organizar cada año los juegos tan célebres del santuario. Ahora, alcanzado el mayor grado del sacerdocio, parecía que para él —Tereo se llamaba— había pasado ya toda una vida. Como si Geras, la Vejez, hija de la Noche, le hubiera envuelto en su provecto manto.
Cuando estuvieron suficientemente alejados y seguros de que nadie podía escucharlos, se detuvieron y Podalirio empezó a contarle la historia de sus últimos años en Corinto: cómo había sido su vida al servicio del Asclepion y las dificultades sufridas a consecuencia de la complicada manera de ser de Epafo. Después relato, con detenimiento y sinceridad, el suceso de los espíritus y el exorcismo, con todo lo que tenía de repugnante.
Tereo escuchaba con la mirada puesta en el horizonte, donde ya amanecía. Permanecía hierático, impasible. En ningún momento interrumpió a Podalirio, ni le preguntó nada. Y al concluir el relato, permaneció en silencio, pensativo, durante un largo rato. Después dijo con voz metálica:
—No comprendo cómo has aguantado durante tanto tiempo…
—¿Qué otra cosa podía hacer? —observó Podalirio.
El gran hierofante le miró con cierta severidad en la expresión y contestó:
—Eres amigo del procónsul romano. Bien podías haberte servido de esa circunstancia para quitarte de encima a ese loco.
La cara de Podalirio se tornó aún más seria y triste.
—Me resultaba tremendamente doloroso hacer eso…
—¡Tonterías! —exclamó Tereo—. Hay momentos en la vida en que no queda más remedio que obrar con resolución. Eres médico, consagrado a Asclepio, sabes bien lo que hay que hacer con un miembro, una mano o un pie, cuando surge la gangrena…
—Sí, amputarlo. Pero hay casos en que uno no puede evitar dejarse seducir por la esperanza de que todo finalmente se arregle sin necesidad de llegar a soluciones drásticas.
Tereo levantó la cabeza y sonrió por primera vez, como si escucharle decir eso a Podalirio le resultara en el fondo agradable.
—Bien. En este caso ha sido el dios quien finalmente se ha ocupado de arreglar las cosas.
Podalirio comprendió que no tenía nada más que decir al respecto, que sólo deseaba mostrase ante él como un hombre honesto que había actuado obligado por las circunstancias. Y sin embargo, no podía evitar el deseo de hablar con el sumo sacerdote de muchas otras cosas: por ejemplo, de esa especie de desencanto y falta de convicción que le embargaba últimamente. Pero decidió callar, pues temía no ser capaz de explicarlo tal y como lo sentía.
Entonces, para sorpresa suya, Te reo dijo con tono apesadumbrado, como si leyera sus pensamientos:
—Son estos unos tiempos difíciles para nosotros. La gente hoy parece tan insatisfecha… Proliferan los más extraños cultos bajo el yugo romano. No es de extrañar que anden sueltos los demonios…
Podalirio hizo suya la queja y añadió:
—Es como si se hubiesen agotado los oráculos…
—Sí, eso es —asintió Tereo con rostro sombrío—. Un gran cambio espiritual se vive en el mundo griego. En Epidauro somos muy conscientes de que esta época traerá la decadencia: la sociedad se ha vuelto más dispersa y compleja; se mezclan los pueblos y las más raras culturas. Además, las escuelas filosóficas contrarias a los santuarios, como los cínicos y los estoicos, ganan adeptos. Súmese a ello la proliferación de cultos orientales. Roma gobierna el mundo y lo mezcla, lo confunde y lo amalgama para servirse de él según sus intereses.
Al escuchar estas reflexiones tan poco alentadoras del sumo sacerdote, Podalirio ya no pudo aguantar más y cedió finalmente al deseo de desahogar su alma.
—¡Ya esto lo llaman paz! —dijo—. Cuando Augusto regresó victorioso a Roma, después de sus campañas en Hispania y la Galia, dicen que edificó en el campo de Marte un altar dedicado a la paz, el célebre
Ara Pacis Augustae
, un preciosísimo monumento. ¡Qué ironía! La paz nace de la guerra. En el fondo, este imperio de los romanos no difiere en nada de todos los dominios que le precedieron: una extorsión por la fuerza para enriquecerse a costa de los pueblos conquistados. Ahí, en el ágora de Corinto están las estatuas de Augusto, cuyo tamaño es más de dos veces el de un hombre normal; como si se tratase de un dios… Los romanos arrasaron esta ciudad y ahora que la hemos reconstruido le rendimos culto al emperador… Culto al terror que nos causan… ¡Como todos los dioses!
Tereo se volvió hacia él y se le quedó mirando con estupor.
—¿De dónde sacas esas cosas? —le preguntó.
Podalirio suspiró.
—Me paso muchas horas en la biblioteca.
—Ya veo —dijo el gran hierofante, un tanto enojado—. Leer es bueno, pero hay que tener cuidado…
Podalirio asintió con la cabeza, y agregó:
—Sí, mucho cuidado. Tú lo dijiste antes, venerable Tereo, son éstos unos tiempos difíciles. Quizás los más difíciles que se han vivido. Últimamente no puedo evitar la sensación de habitar un mundo en el que todo sucumbe…
—¿Y qué tiene eso de particular? ¡Claro que todo sucumbe! —contestó Tereo—. Surgió el reino de Egipto y luego el de los persas, el de los medos y el de los etíopes, y la Babilonia asiría y después el reino de los macedonios y el de Egipto de nuevo… ¡Y luego Roma! Eso ya lo dijo la Sibila de Cumas hace más de quinientos años, cuando profetizó la condenación, la naturaleza cíclica de cuanto existe y la muerte. La sucesión de los imperios no tiene fin, dice el libro tercero de los oráculos sibilinos, y la procesión de los mundos girará eternamente… A la paz seguirá la guerra, a la prosperidad la pobreza, a la felicidad el sufrimiento y a la vida la muerte…
El discurso del gran hierofante entristeció aún más a Podalirio. Rompió a llorar y buscó a través de las lágrimas la luz del amanecer para escapar de sus sombríos pensamientos.
Tereo le miró estupefacto y después pareció compadecerse.
—¿Por qué lloras? —le preguntó.
Él respondió de forma entrecortada, entre sollozos:
—Porque todo eso que dices ya lo sé y me lo repito constantemente. Siento una tristeza infinita al ver que nada puede hacerse, que no hay un final feliz previsto para todo el dolor del presente. Ni la sabiduría de Epidauro, ni los misterios de Eleusis, ni las predicciones de Delfos, ni las sibilas son capaces de ver nada más allá… ¡Añoro algo más! ¡De eso se trata!
Tereo frunció el ceño y le lanzó una penetrante mirada.
—¿Quién no ha sentido algo así? Pero esa añoranza no es sino una ilusión…
Podalirio se secó las lágrimas y, cambiando de tono, dijo:
—Entonces dejaré el Asclepion. No seré el hierofante de Corinto.
—¿Por qué?
—¡No tengo fe! ¿Cómo voy a servir al dios?
Tereo dio una palmada y exclamó con voz potente:
—¡No harás eso! Ahora eres aquí más necesario que nunca. El procónsul te admira… ¡Te quiere! Es una suerte para el culto de Asclepio que el gobernador romano simpatice con los ritos del dios. ¿No lo comprendes?
—¡No, no puedo!
El gran hierofante trató de apaciguarle con una sonrisa forzada.
—Los fieles te necesitan —remachó—. Es tu momento. Ahora podrás hacer mucho bien en el templo. Conoces la medicina sagrada de Asclepio mejor que nadie. Los romanos están encantados contigo. ¡Has echado demonios!
Podalirio replicó, taciturno:
—Sabes igual que yo que no había demonios ahí.
—No, no lo sé; ni tampoco tú… ¡Quién puede saberlo! El caso es que el problema se acabó.
Podalirio, entristecido, bajó la cabeza y miró al sumo sacerdote sumisamente.
—Es duro tener que vivir en medio de tantas dudas…
—Es ley de vida —sentenció Tereo—. Y ahora, regresemos al Asclepion. Hoy mismo confirmaré tus poderes. ¡Y basta ya de lamentos! Nuestra sagrada disciplina exige entereza y parsimonia.
Amanecía en Corinto, alegremente. En el frescor del alba, a la agonía de las sombras nocturnas se unía un bullicioso rumor de pájaros que despertaban en el jardín sagrado del Asclepion. Oíase también el canto de los gallos que, ignorantes de su trágico destino, aguardaban encerrados en el corral del templo para ser ofrecidos al dios en sacrificio.
Admirado y caviloso, Podalirio disfrutaba, encaramando en la terraza, con la contemplación del paisaje que se extendía entre las murallas y el mar. Al norte, el puerto lejano de Cencreas clareaba envuelto en un vapor vibrante, veíanse las casas muy pequeñas, y los pinos, casi borrados por la distancia. El muelle parecía entrar apenas en las aguas y algunos barcos se alejaban con las blancas velas inflamadas. De repente, hacia oriente brotó la luz de un sol tibio y acariciador. Entonces se hizo el divino prodigio del silencio. Un ave marina venía volando muy alto, sola y serena como un alma. Podalirio la siguió con la mirada y se encontró con un cielo abovedado, inmenso y transparente en el que aún no acababan de apagarse las estrellas, como si fuera infinito, eterno, y sus ojos lo alcanzaran más profundamente. En un instante preciso, le invadió una súbita sensación de extrema dicha. Sonrió y se preguntó: «¿Acaso estoy empezando a ser verdaderamente feliz?»