El joven aprendiz no apartaba su dulce mirada de los delicados manejos de su padre, permaneciendo muy quieto; la frente ancha, la cabellera crecida y el asombro en el rostro sereno. Sencilla era su túnica y apenas en el borde de la blanca lana una cenefa bordada, simple y geométrica, orlaba los contornos. Ni una palabra salía de sus labios para no molestar o distraer a su maestro.
Podalirio, por su parte, majaba con mucho esmero una mixtura brillante, aceitosa y de color verdoso, que iba a servir para preparar una pomada. Añadía los ingredientes y después los removía con una espátula diminuta. Lo hacía con sus manos largas y lánguidas; manos de místico, de sabio, de hombre concentrado y profundo; esas manos de dedos rectos como brazos de tenacillas, que no suelen arrugarse en ningún movimiento, como hechas para encender velas, sujetar el cálamo o manejar los libros.
De vez en cuando, el sacerdote iba dando explicaciones a su hijo:
—No se puede ser curador si no se es un gran herborista; tan conocedor de los remedios simples como hábil para preparar los medicamentos compuestos. Fue el centauro Quirón quien enseñó a Asclepio el uso de las hierbas sagradas. Tres son las plantas llamadas «curalotodo» o panacea: Asclepeia, Quironeia y Heracleia. ¿Te das cuenta? La primera lleva el nombre del dios Asclepio, la segunda del centauro Quirón y la tercera del semidiós Heracles. Eso lo explica todo y nos habla de sus escondidos misterios. Los medicamentos que se fabrican con esas hierbas sirven para todo: heridas, inflamaciones, dolores de la matriz de las mujeres, estranguria, el mal de piedra, los huesos… ¡Para todo! Este ungüento que estoy preparando con ellas suelo hacerlo todas las semanas. Es bueno que los medicamentos sean frescos… Aunque, en el caso de las tinturas hechas en vino o aceite, cuanto más tiempo mejor. ¿Comprendes?
Egimio asentía en silencio, con la cabeza, circunspecto y orgulloso por la mucha sabiduría de su padre.
Podalirio sonrió y le ofreció la pasta y la espátula.
—A ver, inténtalo, hijo.
El joven alargó sus manos grandes, poderosas y redondas, como las de Nana, y se puso a remover el medicamento sin demasiada habilidad. Podalirio pensó: «Tiene manos de guerrero». Pero no dijo nada, para no ocasionarle mayor inhibición.
—¿Pongo más aceite? —preguntó Egimio, al ver cómo la pasta se endurecía.
—Sí, un poco —contestó el sacerdote—. ¡Con cuidado, hijo!
Una vez hecho el medicamento, lo guardaron en un recipiente y se dispusieron a emplearse en otro.
—Ahora haremos un emplasto con exifión y apio —explicó Podalirio—. Se utiliza para las enfermedades del recto. Fue el propio Asclepio quien inventó este remedio, según rezan los libros de Epidauro.
—¿No íbamos a hacer el jarabe de artemisa? —preguntó Egimio.
—Sí, pero más tarde. Ahora corre prisa lo que te acabo de decir, pues hay una pobre mujer que padece mucho y necesita pronto el medicamento.
Elaboraron el remedio con las hierbas mencionadas, vino caliente y excremento de paloma. Como anteriormente, Podalirio permitió a su hijo intervenir en el proceso. Después se pusieron a fabricar el elixir de artemisa. El sacerdote explicó:
—El nombre de esta hierba le viene por haber sido descubierta por Artemis y revelada al centauro. Hay tres especies de la misma planta, pero, de entre ellas, la más eficaz es la que llamamos hipérico. ¿Recuerdas al muchacho a quien posee un demonio?
—¿El hijo de esa viuda tan bella?
—El mismo. Pues bien, le estoy tratando precisamente con abundante flor de hipérico y parece que va mejorando. El hipérico le ayuda a vencer al espíritu inmundo que le acosa, pues fortalece su alma, le da ánimo. ¿Comprendes?
—Es cierto. ¿Se habrá curado del todo?
—Quién sabe, hijo… Pero yo confío mucho en los efectos de las hierbas sagradas. No hay nada como la artemisa para calmar los nervios y desahogar el alma. Yo mismo la tomo con frecuencia; me da serenidad y entereza ante los problemas de la vida.
Egimio, con cándida expresión, preguntó:
—¿Debo tomarla yo, padre?
—¡Oh, no! —rió Podalirio—. Tú eres tranquilo, hijo, y no tienes problemas… Por ahora…
Estando padre e hijo en estas conversaciones, muy entretenidos, se oyó rumor de voces en el patiecillo del templo, al cual daba la ventana del cuarto donde estaban. Podalirio se asomó y vio allí a dos hombres: uno pequeño y regordete, que empujaba un carrito en el que iba el otro, muy moreno, barbado y de tronco fuerte, al que le faltaban las piernas. Este último, al ver al sacerdote, exclamó:
—¡Hierofante, necesito hablar contigo! ¿Puedes atenderme?
—Enseguida voy —contestó Podalirio.
Entonces se volvió hacia su hijo y le dijo:
—Termina tú de hacer esto. Ahí afuera está el centurión Cranón y me reclama. Hace ya más de un año que tuve que amputarle las piernas. Espero que no le hayan surgido complicaciones. No olvides machacar muy bien las flores para que se aproveche toda la esencia. Criba después el polvo y, si quedan algunas partes de mayor tamaño, vuelve a ponerlas en el mortero. No hagas la mezcla hasta que todo quede muy fino. ¿Entendido?
—Sí, padre.
Salió Podalirio al patio y se encontró con la estrambótica presencia de aquellos dos hombres, los cuales parecían estar algo exaltados.
El que no tenía piernas era joven y de hombros anchos y brazos musculosos; un romano que había sido militar, hasta que fue aprisionado por el costado de una nave de guerra, cuando saltaba para abordar al enemigo en una batalla. Lo trajeron al templo hacía un año y, por estar los miembros aplastados y en muy mal estado, el sacerdote tuvo que amputárselos. Las heridas ya habían sanado y el soldado, incapaz de desplazarse por sí mismo, era llevado de una parte a otra de la ciudad por el esclavo pequeño y regordete, casi siempre de taberna en taberna, componiendo una curiosa pareja célebre en todo Corinto.
—¿Qué puedo hacer por ti? —le preguntó Podalirio—. ¿Tienes dolores?
Cranón, que así se llamaba el que no tenía piernas, alzó unos ojos delirantes hacia él y empezó a agitar sus enormes y poderosos brazos, mientras decía:
—¡Me ha sucedido algo extraordinario! Anoche soñé que corría por los campos, con mis pies, como si nada me hubiera sucedido… ¡Era tan real! Después desperté y me quedé muy quieto en el catre, disfrutando aún de tan maravilloso sueño. Entonces sentí las piernas, ¡vivas! Notaba la sangre latiendo en ellas, el contacto de las sábanas, el peso de los pies… Incluso me picaba la piel… ¡Oh, qué cosa tan fantástica! Pero, cuando quise tocármelas, resultó que no estaban ahí… ¡Habían desaparecido! Sin embargo, yo seguía teniendo la sensación clara y verdadera de haberlas recobrado… —Sus ojos se inundaron de lágrimas por la emoción—. ¡Por Zeus, dime qué significa todo esto!
Podalirio respondió prudente:
—Entremos al templo.
Era difícil subir el carro por las escaleras y tuvo que ir Egimio para echar una mano. Una vez dentro, el soldado sin piernas se emocionó aún más y gritó entre sollozos:
—¡Oh, Asclepio, sanador, salvador de los hombres! ¡Devuélveme mis queridas piernas!
Podalirio le puso la mano en el hombro y, con pena, le dijo:
—Bueno, Cranón, tengamos calma. Cuéntame todo detenidamente otra vez y desahógate, muchacho.
—¡Odio llorar! —exclamó el soldado—. Nadie me ha visto nunca llorar hasta ahora. Ni siquiera cuando tuviste que cortarme las piernas me visteis soltar ni una sola lágrima. ¡Yo soy un hombre duro, por Heracles! Pero esto es demasiado para mí… ¡Eran mis piernas otra vez! ¿No me creéis…? ¿O acaso me estaré volviendo loco? Yo corría por el campo, a grandes zancadas, con mis pies de antes… ¡Qué digo de antes! Eran unas piernas mucho más fuertes y veloces… ¡Eran las piernas de Mercurio!
El sacerdote le miró compadecido, mientras asentía con grandes movimientos de cabeza. Sin poder disimular el tono triste, le dijo:
—Eso es normal, Cranón. Quienes han sufrido la amputación de un miembro suelen soñar que todavía lo tienen. En los sueños se mezclan el pasado y el presente.
—¡Y el futuro! —añadió furioso el centurión—. ¿O acaso no se nos muestra también en sueños el porvenir? ¿No decís los sacerdotes que en sueños puede saberse el destino de los hombres?
—Bueno… en ciertos casos… —balbució Podalirio.
—Pues yo siento que voy a recobrar mis piernas. ¡Lo sé como que estoy vivo! ¿Por qué no me crees?
—Bien, esto es algo complicado —trató de argumentar el sacerdote—. Hay ocasiones en que se produce cierta confusión y…
—¿Cierta confusión? —rugió Cranón—. ¿Quieres decir que yo no sentí lo que sé que sentí? ¡Yo tenía mis piernas! Ya lo he dicho y lo repito. Soñé que corría con ellas velozmente y, al despertar, las sentí ahí, ¡vivas!
—Los sueños son misteriosos —explicó Podalirio, procurando no elevar la voz para no alterar más al militar—. En ellos no aparece únicamente la realidad, sino que también se presenta lo deseable. Los sueños pueden confundirnos.
Cranón abrió la boca, dejando ver toda su nacarada y poderosa dentadura.
—¡Ah! ¡Vaya, hombre! —exclamó—. ¿Estás tratando de decirme que Asclepio no me hizo saber en mi sueño que iba a recobrar las piernas? ¿Eras tú quién lo soñó acaso? ¡Qué sabes tú de mi sueño!
Podalirio se defendió:
—Estoy tratando de calmarte. ¡Mírame a los ojos! ¿Crees acaso que a mí no me gustaría verte con unas piernas fuertes como columnas?
Cranón contestó, con visible desconcierto:
—¿Entonces por qué no me crees de una vez? ¡Yo sentí mis piernas como si no me las hubieras cortado! ¿No quiere decir eso que el dios está tratando de devolvérmelas?
El sacerdote agachó la cabeza sin responder, y el centurión volvió a vociferar:
—¡Quiero que hagas un sacrificio a Asclepio! ¡Eres el hierofante y debes servir a los fieles del dios! ¡Necesito mis piernas! Ahora mismo iré a comprar un toro, un carnero y un cerdo para que hagas una gran ofrenda. Si el dios me hizo soñar eso fue con un motivo preciso: devolverme las piernas. Eso lo siento aquí dentro; estoy seguro de ello. ¡El dios me va a hacer un milagro!
Podalirio no pudo evitar que se le escapara una sonrisa y, con ella en los labios, preguntó:
—¿Cuánto vino bebes últimamente, Cranón?
—¡Todo el que me pide el cuerpo! —contestó el militar con despecho—. Después de la gran desgracia que he sufrido, es lo único que me queda.
El sacerdote dijo tranquilamente:
—Demasiado vino produce alucinaciones. Sabes bien que Dioniso confunde la mente y pone patas arriba a quienes se confían demasiado en él.
—¡Patas arriba! —gritó furibundo el militar—. ¿Te estás burlando de un pobre hombre sin piernas? Pero… ¿qué clase de hierofante eres tú?
Podalirio también se enfadó:
—¡Oh, no, no me malinterpretes! ¡Son maneras de hablar! Me refiero a que, si bebes demasiado vino, puedes creer ver o sentir cosas falsas y engañosas. Eso es lo que he querido decir.
Cranón, removiéndose en el carrito y alzándose apoyado en sus fuertes brazos, replicó:
—Te juro que hace más de una semana que no pruebo el vino.
Podalirio miró al esclavo de manera interrogativa, y éste confirmó el juramento de su amo:
—Es cierto lo que dice. Ha tenido malo el vientre y no ha probado una sola copa últimamente.
El militar alzó sus enormes manos y gritó una vez más:
—¡Creedme de una vez! ¡Mis piernas! ¡Mis queridas piernas regresaron del Hades!
—Está bien, está bien —le dijo el sacerdote—. Cálmate de una vez. Hablemos con tranquilidad. A fin de cuentas, ¿qué es lo que quieres de mí?
—Que interpretes mi extraño sueño y que me digas si Asclepio va a devolverme las piernas. Ya te lo expliqué antes y has querido darme largas, tratándome como si fuera un estúpido borracho.
Podalirio empezó a darse cuenta de que se le presentaba un arduo dilema. El militar estaba muy alterado y poco dispuesto a entrar en razón. Así que se dispuso a armarse de paciencia para tratar de reconducir la conversación.
—Haremos lo que podamos —dijo evasivamente—.
Creo que lo mejor será que regreses a tu casa y estés atento para ver si ese sueño se repite. Entonces veremos qué es lo que conviene hacer.
El rostro de Cranón reflejó mayor indignación aún. Dio un fuerte puñetazo en el carro e increpó al sacerdote:
—¡Ah! ¿Me echas? ¡Debería darte vergüenza! Te he pedido que sacrifiques al dios un toro, un carnero y un cerdo, ¡que yo costearé!, y no haces sino ponerme pegas. ¡Me tratas como a un necio! ¿Crees que no me doy cuenta?
Podalirio, en estado de confusión, le preguntó:
—Pero… ¿qué finalidad tiene ese tremendo sacrificio? ¡Te arruinarás!
—Yo hago con mi dinero lo que me da la gana —repuso Cranón—. Haré esa ofrenda, traeré a mis amigos, costearé todo el vino de las libaciones y, además, donaré al templo mi fortuna. Invitaré a cuanta gente me parezca para que sean testigos del gran milagro que Asclepio va a hacer conmigo. ¡Yo sentí mis piernas! Y fue como un aviso que me anunciaba que debía venir al Asclepion y solicitar que se obrara el prodigio como el dios manda.
Azorado y sin pensar lo que decía, Podalirio exclamó:
—¡Eso no tiene ni pies ni cabeza!
Cranón, al escucharle decir aquello, empezó a golpear las maderas del carro con los muñones y con las manos, mientras gritaba fuera de sí:
—¡Otra vez te burlas de mí! ¡Piernas no tendré, pero cabeza sí! ¡Eres un intransigente! ¡Mucho peor que Epafo, a quién robaste el cargo! ¡Todos sois iguales!
Podalirio, interiormente derrotado, tuvo que ceder al fin. Con desasosiego y amargura, otorgó:
—Haré ese sacrificio. Anda ve a hacerte con el toro, el carnero y el cerdo y regresa cuando quieras.
Completamente sulfurado, jadeando, el militar salió de allí en el carrito, metiendo prisa al esclavo, que corría llevándole en un veloz traqueteo por las losas del patio.
Sudoroso y deshecho, Podalirio miró a su hijo y le preguntó:
—¿Acabaste de hacer el elixir de artemisa?
—Sí, padre.
—Pues trae un jarro lleno hasta arriba. ¡Lo necesito!
Galión permanecía sentado frente a la tumba de Diógenes con cara de aburrimiento, escuchando bajo el triste ciprés lo que Podalirio le contaba con honda preocupación. Estaba este último ensimismado, sin dirigirle siquiera la mirada, casi como si desahogase su alma hablando consigo mismo: