—… y ahora no me queda más remedio que hacer ese sacrificio, delante de todo el mundo. Algo absurdo, que tiene muy poco que ver con la verdadera medicina de Asclepio. Pues, cuando Cranón vea que no le crecen las piernas, se llevará una gran decepción y, en su locura, ¿quién sabe lo que será capaz de hacer?
Dicho esto, se quedó en silencio, pensativo, como si la pregunta permaneciera prendida en el aire como un enigma molesto y acuciante.
El procónsul se puso en pie entonces y se desperezó con un largo y ruidoso bostezo. Puso su pesada mano en el hombro de su amigo y dijo con tranquilidad:
—La verdad, Podalirio, no veo por qué has de preocuparte de esa manera por un problema tan simple. Haz el sacrificio y que sea lo que dios quiera. Tú cumple con tu oficio y no te hagas culpable de nada.
El sacerdote se le quedó mirando y comentó con una mezcla de ironía y amargura:
—¿Cómo pensará Cranón que le van a crecer las piernas por ofrecer a Asclepio un toro, un carnero y un cerdo? Le crecerá la barba y nada más.
Galión se echó a reír ruidosamente y luego observó lacónico, guiñando un ojo:
—¿Y si le crecieran de verdad las piernas? ¿Te imaginas…?
—¡Ojalá! —respondió Podalirio—. ¡Qué más quisiera yo que ver a la gente feliz! Precisamente por eso se me hace tan cuesta arriba este dichoso trabajo mío. Ya sabes lo que pienso: no me importa ayudar a los enfermos, repartir medicinas, curar heridas, sanar dolores… Pero… ¡toda esa superstición!
Galión le dio unas palmaditas en el costado.
—No te preocupes por ello. Haces lo que puedes. Lo demás, déjalo en manos de la fe de toda esa gente. También la confianza ayuda a sanar. ¿O no?
Podalirio no respondió. Y parecía hablar consigo mismo cuando, al cabo de un rato, se lamentó:
—Creí que con la partida de Epafo se iban mis preocupaciones. Y ahora empiezo a darme cuenta de que es a mi alrededor donde crecen los demonios…
Sonriente, el procónsul le dio ánimos:
—¡Vamos, Podalirio, no te vengas abajo! Hay que suavizar las cosas y sobrellevarlas todas con buen espíritu. Es mejor reírse de la vida antes que lamentarse. Sale ganando más quien se ríe del género humano que quien por él llora. Aquél le deja a la humanidad algo de esperanza positiva, pero éste llora tontamente cosas sobre las que no tiene esperanza de que puedan ser corregidas. Al fin y al cabo, tiene siempre mayor ánimo quien no sujeta la risa que quien no retiene las lágrimas, puesto que le mueve una levísima inclinación del alma y piensa que no existe nada verdaderamente importante, nada serio, ni aun siquiera desgraciado, entre tanto aparato de la vida.
Podalirio observó con tristeza:
—Pero ese pobre hombre no tiene piernas, ni las recobrará… ¡Cómo voy a reírme de eso!
Galión dijo cortésmente:
—Mereces ser feliz. Si cada cosa que sucede a tu alrededor va a preocuparte de esa manera… ¡Quién puede solucionar todos los problemas del mundo! En efecto, es una desgracia infinita atormentarse por los males ajenos. Como es un placer inhumano agradarse por los males del otro. Pero también es inútil llorar por todo; porque una mujer entierre a su hijo, por ejemplo. ¡Es la vida!
—Tienes razón, Galión, como casi siempre. No debo tomarme las cosas tan a pecho.
—¡Claro, hombre! No hay que tener la mente en la misma tensión constantemente. Sócrates no sentía vergüenza de jugar con niños, y Catón relajaba con vino el espíritu cansado por las preocupaciones públicas. Y Escipión movía su cuerpo siguiendo el ritmo de la música; ¡no le avergonzaba bailar! ¡Ese cuerpo de soldado recio, hecho a desfiles triunfales y armaduras…! Pero no danzaba quebrándose con blandura, ¡eso nunca!, como ahora es costumbre entre quienes se desvanecen, incluso en su mismo modo de andar, más allá de la delicadeza femenina… Danzaba Escipión virilmente, dejándose arrastrar por la fuerza del ritmo, liberando a la vez la tensión de su cuerpo marcial. ¿Comprendes?
Podalirio le miró extrañado y le preguntó:
—¿Y a qué viene ahora todo este asunto de la danza?
Muy sonriente, el procónsul respondió:
—Hay que dar alivio a nuestros espíritus. Tanto tú como yo hemos tenido demasiado trabajo últimamente. Debemos liberarnos: tras haber descargado, surgen los mejores y más vivos proyectos. Al igual que no hay que compeler por la fuerza a los campos fértiles, pues al punto la fertilidad interrumpida se agotará; así al entusiasmo de los espíritus lo hará pedazos un continuo esfuerzo. ¿No te parece?
Podalirio se encogió de hombros.
—¿Y qué podemos hacer?
—¡Pues beber vino y danzar! —exclamó Galión, dando una fuerte palmada—. ¡Eso es lo que tú y yo necesitamos ahora!
—¿Y dónde?
El procónsul le echó el brazo por encima:
—¡Vamos! Es verano y Corinto exulta de alegría con la gente que llega desde todas partes. ¡Vamos al puerto! Conozco una taberna maravillosa donde se sirve vino dulce traído desde Samos… ¡Ambos debemos divertirnos!
—¡Oh, no, no…! —negó Podalirio, apartándose de su amigo—. Ya sabes que en la mañana que sigue a las juergas tengo un cuerpo horrible.
—¡Pamplinas! Ese vino es muy saludable. ¡Andando!
Galión agarró por el borde de la túnica a Podalirio, y tiraba de él mientras éste se resistía y protestaba:
—¿No sería mejor ir a pasear?
—Ya hemos paseado suficientemente. ¡Ahora a beber y a danzar!
—Que no tenemos edad…
—¡Quién dice eso! ¡Estamos en la flor de la vida!
Algo alejados, junto a la puerta de Fliunte, los robustos guardias que solían escoltar al gobernador aguardaban custodiando su carro y sus caballos.
—Anda, sube al carro —le dijo Galión a Podalirio.
—No sé…
—¡Sube de una vez! Hay que ver lo indeciso que eres.
—He de avisar a Nana…
—¡No la tienes al corriente de tus cosas y ahora se te ocurre ir a avisarla!
—¿Y el templo?
—Tu hijo se ocupará de eso.
Mientras el carro se ponía en marcha por la calzada que bordeaba la ciudad, Podalirio seguía refunfuñando:
—Pase lo del vino, Galión, pero te advierto que no bailaré. ¡No lo he hecho en mi vida!
—Pues nunca es tarde para que lo hagas por primera vez. ¡Mejor te habría ido si hubieras bailado! ¡Y no protestes más, por Apolo!
Enzarzados en esta discusión, fueron dejando atrás Corinto, por el rectilíneo camino del Lequeo, en la hora luminosa del mediodía, embriagados por la brisa caliente y por la tibia emanación de los campos soleados. Se veían innumerables cercos de piedras, vides muy verdes, ciruelos cargados de frutos amarillos, eras con dorados montones de trigo y mansos rebaños de blancas ovejas apelotonadas bajo los árboles, donde el aire en la sombra era fresco e invitaba al sueño. La carretera estaba muy concurrida: regresaban los pescadores en sus jumentos, cargados de peces; gentes de dulce rostro, tranquilo mirar y piel curtida; descendientes de los héroes de antaño, de los hijos de la Hélade, hechos a recorrer ese mar que conectaba los mundos, en largas horas de navegación, filosóficas, preñadas de incertidumbre, lamentándose siempre del perenne mal; o aventureras y esperanzadas, aprendiendo sin descanso a domeñar la furia de las aguas. También se cruzaban con viajeros a lomos de transidos caballos, carromatos abarrotados de pertrechos y caminantes, muchos caminantes, sucios, fatigados, hundiendo los pies en el camino polvoriento. Todos se apartaban con gran respeto y saludaban ante el paso del soberbio carro del procónsul, de madera de ciprés, hermosamente tallado, con sus enormes ruedas de finos radios y su toldo color púrpura; y ante los poderosos caballos de guerra de los guardias, los penachos de plumas blancas, los jaeces de cuero, las lanzas, los broncíneos remaches, el tintineo de los aceros… y la imponente arrogancia del poder.
El pequeño convoy llegó al fin al puerto, adentrándose por una calzada pedregosa, teniendo a la diestra el mar y a la izquierda una franja de sencillas casas, entre higueras que daban sombra a las entradas y establos de frágil caña. En la arena blanda, limpia y brillante, descansaban sus caderas los botes, con las velas plegadas y los remos tendidos como tranquilos brazos que reposaban, entre los cuales se veían las calabazas de achicar agua y las retorcidas sogas como serpientes dormidas. Había niños desnudos jugando, tostándose al sol en la orilla o saltando al agua desde los muelles. Más adelante, se alzaba el blanco y resplandeciente templo de Isis, recortándose en el plateado mar y el cielo intensamente azul.
Llegaron al Lequeo. El puerto estaba de fiesta. Se agitaban las banderolas en las atarazanas y había arcos de sauce envueltos en colgaduras, de las que pendían alegres fragmentos de cristal y relucientes conchas. Por todas partes vendían pescado fresco asado en brasas, brochetas de carne de cabra, tortas de pan y dulces anegados en vino y miel. Los hombres de la mar lucían túnicas nuevas, sombreros de paja y brazaletes de pulido metal. Deambulaban ricos mercaderes con buenos atavíos, extranjeros de todas las razas, soldados y prostitutas, centenares de ellas, con pelucas coloridas, voluminosos tocados, vistosos vestidos y montones de alhajas. El gentío parlanchín y jubiloso se apartó y, por un momento, cesó el bullicio cuando el ostentoso carro del gobernador irrumpió en la vía principal con su escolta.
—¡Qué nadie nos moleste! —ordenó imperiosamente el procónsul a los guardias.
Blandieron éstos sus látigos y la chiquillería curiosa huyó despavorida.
—Iremos ahí enfrente —le dijo Galión a Podalirio, señalando con el dedo un establecimiento a cuya puerta daba sombra una frondosa parra—. Es mi taberna favorita. ¡Verás qué bien lo vamos a pasar!
Se disponían a entrar cuando salió el dueño deshaciéndose en reverencias y exhibiendo una gran preocupación.
—¡Oh, señor procónsul, cómo no me has mandado aviso!
—Vamos, Tirro, no te apures —le dijo Galión—. Tú siempre estás preparado.
Era el tabernero un hombre voluminoso, de nerviosos movimientos y cara sudorosa.
—¡Pasad, pasad! Veré qué puedo ofreceros…
—Buen pescado y vino de Samos, ¡en abundancia! —ordenó Galión.
Ante la presencia intempestiva del procónsul romano, los clientes empezaron a desfilar hacia la puerta, atemorizados. Era un nutrido grupo: gente adinerada, músicos y mujeres elegantes.
—¡No! —gritó el gobernador alzando las manos—. ¡Que nadie se vaya! ¡No os chafaré la fiesta! Lo que quiero ahora es buen ambiente y diversión. ¡Haced como si yo fuera uno más, amigos!
Llenos de agradecimiento, los clientes aplaudieron y vitorearon.
El tabernero se apresuró a preparar una mesa en el lugar más vistoso, entre unos cortinajes, y les rogó con extrema zalamería a Galión y Podalirio:
—Por aquí, por aquí, señores… ¡Cuánto honor! ¡Divino Apolo! ¿Quién nos iba a decir que tendríamos una visita tan distinguida? ¡Os alegraréis de haber venido, señores! Tomad asiento, acomodaos…
Sentáronse a la mesa los dos amigos y corrió pronto el vino ámbar, dulce y espeso, que, mezclado con especias y plantas olorosas, tenía un paladar y un aroma que traía a la memoria recuerdo de los montes que se alzan en las lejanas islas del Egeo.
—¡Humm…! —exclamó Galión—. ¿A que es delicioso?
Podalirio cató y respondió:
—Demasiado bueno.
—¡Pues a ello!
Pronto trajo el tabernero un plato repleto de pescaditos bermejos fritos en buen aceite, muy sabrosos, y una bandeja con otros más grandes, plateados, hechos sobre las brasas. Hundían los dedos en la carne tierna, blanca, y se llevaban los pedazos a la boca, con avidez y gozo.
—¿A que te alegras de venir? —preguntó Galión.
—Sí, la verdad es que sí… Es rico todo esto… —manifestó Podalirio con cierta desgana.
El procónsul le reconvino con energía:
—¡Alegra esa cara, hombre! ¡Y levanta de una vez el espíritu!
Podalirio movió la cabeza con desánimo.
—Es que no puedo quitarme de la memoria al centurión ése sin sus piernas. No sé lo que haré cuando se presente allí para el sacrificio…
—Anda, bebe y no te preocupes ahora por eso —dijo Galión llenando las copas—. ¿Por qué no te animas de una vez? Mira a toda esa gente; seguramente tienen problemas, como nosotros, como todo el mundo, y sin embargo hoy están de fiesta y se olvidan de todo.
—También el vino despierta los malos espíritus —repuso Podalirio.
—Y vivifica a quienes se han liberado de ellos —sentenció Galión—. ¡Permítele de una vez a Baco danzar en tus sueños! Él limpiará tu mente y mañana verás las cosas de otra manera.
Aceptó al fin los consejos de su amigo el sacerdote y apuró copa tras copa, confortándose, en efecto, cada vez más. De manera que siguieron así comiendo y bebiendo, y pronto la tarde se fue haciendo suave y vaporosa. Entonces los músicos que allí estaban echaron mano de sus flautas, panderos y címbalos y empezaron a deleitarles con una música lánguida y melodiosa.
—¡Qué bien se está aquí! —suspiró Galión—. Nada hay en este mundo mejor que comer, beber y conversar…
Podalirio empezó a sentirse como flotando. Miraba con deleite lo que estaba servido en la mesa, sobre el mantel azulado: platos con cebolla picada en vinagre, yacentes pescados, almejas y pedazos de blanco queso entre el rojo de los camarones, el morado de las aceitunas y el amarillo de los albaricoques. El local estaba muy animado y, junto con la música, se alzaba el rumor del parloteo, las risas gritonas de las mujeres y los vozarrones de los hombres. Entonces le invadió una extraña y reconfortante sensación de felicidad y se dijo: «Galión tiene razón; es necesario hacer esto de vez en cuando».
Así pasaron las horas y, cuando estuvieron ahítos de dulces, se dieron a la bebida con mayor deseo. De manera que empezaron a estar borrachos de vino y conversación. Afuera caía la noche y el tabernero se puso a encender las lámparas. Nadie allí dentro parecía estar cansado de la diversión.
De repente, irrumpieron en la taberna unas alegres mujeres, seis o siete, jóvenes y vestidas de fiesta. ¡Qué algazara! Se sucedían los brindis, las libaciones, los hurras y los aplausos. Alguien gritó:
—¡Ahí está el gobernador romano!
Había cesado el comedimiento. Las mujeres y los músicos rodearon la mesa donde estaban sentados Galión y Podalirio e iniciaron una danza griega antigua y cadenciosa, cuyo ritmo acompañó el gobernador con las palmas, con honra y agradecimiento. Pero, como el vino ya había encendido su alma, se puso en pie y se atrevió a danzar también él, cuidadosamente primero y luego con más entusiasmo.