Los milagros del vino (41 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: Los milagros del vino
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»También él tenía uno de esos dulces de harina fritos y enmelados entre los dedos. Se lo llevó a la boca y repentinamente se volvió para mirarme. A decir verdad, no me complace del todo usar aquí la palabra «belleza», porque puede que te lleve a pensar en esa sosería embobadora que todo ser humano tiene en la cabeza; eso que ejerce una especie de magia sobre los sentidos, pero que, en el fondo, se juzga como algo fácil de destruir, ilusorio, vacilante y, en cierto modo, cansino, porque tiene que ver con el sexo, con el engaño, con esa especie de hechizo que actúa sobre los sentimientos y, a veces, hasta llega a embotarlos.

»¡Oh, discúlpame! Estarás llegando a la conclusión de que, en efecto, hablo como las viejas. Bueno, no me importa que lo pienses… Quería que entendieras que yo entonces no confundía la belleza con la juventud, pues tendemos inevitablemente a caer en ese engaño. Librémonos ahora de eso.

»Pero sucede que… ¡allí estaba ciertamente lo más bello que yo había visto en mi vida! Podrá parecerte un elogio exagerado y tú, que eres un hombre muy inteligente, enseguida concluirás que yo era una ilusa, porque nunca han faltado ni faltarán personas como él en este mundo. ¿Para qué voy a perder el tiempo discutiendo contigo de eso en este momento? Mejor será que trate de explicártelo lo mejor que pueda.

«Recuerdo aquella tez color miel, la frente amplia, la cabellera crecida, los ojos hondos… ¡Con cuánta claridad lo recuerdo cuando aún era un extraño para mí! Tenía un rostro seductor, ¿por qué no decirlo?, pero impecable, sobre un cuello esbelto, y unas formas que mantenían ese precario y gracioso equilibrio entre la delicadeza y la fuerza… ¡Quisiera explicarme bien!

»Él masticó el dulce con elegancia, capaz de sonreír con unos labios humanos… Pero yo pude sentir por primera vez que, en aquella sonrisa… ¡Pareceré una loca…!

En aquella sonrisa había derrochado su gracia el Eterno…

«Sostuve su mirada sin ninguna confusión, a pesar de todo. Y pensé, como diciéndoselo: «¿Quién eres tú?» Entonces, cogió su copa y bebió. Uno de los amigos del novio le echó el brazo por encima y comprendí que debía de estar atento a la conversación. Me encontraba demasiado lejos para poder oír sus palabras, pero de nuevo me miró, y esta vez me detuve con mayor calma en sus ojos profundos…

»Juana volvió a pellizcarme.

»—Es Yeshúa —me susurró—, el nieto de Ana. ¿Recuerdas a Ana?

»—¿Ana? ¿Qué Ana? —le pregunté medio aturdida.

»Adiviné la suspicacia en el rostro de mi amiga.

»—Sabía que te iba a gustar —me dijo.

»—Pero… ¿quién es?

»—Después te lo explico. No le mires más, que todas éstas se están dando cuenta… Y peor aún será que ellos se percaten…

»A nuestro alrededor, las mujeres ya habían empezado a tocar las palmas y a cantar. La madre de la novia me llenó la copa hasta arriba de vino. «¡Hoy tiene que beber todo el mundo! —exclamó—. ¡Incluso nosotras!»

»Lo apuré haciendo un esfuerzo para no volver a mirar en aquella dirección. Entonces recordé algo que mi abuelo solía decir cuando había fiesta en casa: «Hay cosas que hay que asimilarlas con vino».

»Poco después llegó el momento en que a todo el mundo le entraron ganas de danzar. Y en mi corazón estalló un presentimiento: ésta no sería una boda como las de siempre.

»Era verano y declinó la tarde cálida, dejando que la última luz azul vistiera con suntuosidad a todas las personas. Desde aquel patio se divisaba la montaña de Cana, que trazaba su espacioso arco, rocosa en la cumbre y fértil en las faldas.

»Cuando el jolgorio permitió que Juana y yo hablásemos sin temor a que pudieran escucharnos, ella me dio todas las explicaciones. Ese Yeshúa, de tan magnífica presencia, era el nieto de Ana, una mujer de Séforis que había servido, como todos los de su familia, en la casa de mi abuelo, hasta que se casó con un hombre de Nazaret y se manchó a vivir allí. Yo la recordaba perfectamente, pues venía de vez en cuando a la viña a visitar a los suyos: mujer ya madura, alta, huesuda y fuerte. Pero no había vuelto a saber de ella desde hacía años. Por eso, le pregunté a Juana:

»—¿Vive todavía?

»—Murió.

»Mi amiga paseó entonces la mirada por los invitados, como si buscara a alguien. Luego me indicó:

»—Aquella que está allí, junto al sicómoro, con los de Nazaret… La del velo color azafrán…

»—Sí, ya la veo —asentí.

»—Pues ésa es Miriam, la hija de Ana. O sea, la madre de ese Yeshúa.

»Me fijé en ella: estaba contenta, como todas las demás, cantando y riendo a esas alturas de la fiesta.

»—¡Es guapa! —comenté—. Como el hijo…

»Nos volvimos para mirar de nuevo a Yeshúa. En la parte del novio sólo quedaban ya los ancianos. Los jóvenes se habían levantado, porque empezaban a estar bebidos y se arremolinaban donde el mayordomo tenía colgado de un árbol uno de los odres y no daba abasto repartiendo.

»Él estaba allí con los demás, con sus bellos ojos brillantes y sin dejar de sonreír ni un momento.

«Llegaron los músicos, se acuclillaron en el extremo del patio y empezaron a tocar sus instrumentos: lira, panderos y flautines. ¡Esa gente de Galilea es muy jaranera! ¡Y qué poco tardaron los hombres en echarse a bailar! Se formó un corro y se armó el jolgorio.

»Allá fuimos Juana y yo a mirar, aprovechando el revuelo, mientras seguíamos el ritmo con las palmas, algo aturdidas por las voces pinzadas, vibrantes, que se logran agitándose la garganta con la mano.

»Fue entonces cuando le vimos danzar. Ya no era un mozo, pero conservaba ese hechizo dulce, denso y grácil a la vez de un muchacho.

»—¿A qué se dedica ese Yeshúa? —le pregunté a Juana, llena de curiosidad.

»—¡Qué sé yo! Sólo se oye por ahí que ha estado algunos años por los desiertos; dicen que iba con ese Juan que está loco como una cabra y que recorre el Jordán predicando…

»—¿Con ése?

»—Sí, con ése, con el «profeta» —añadió con guasa.

»Volví a mirarle. No me parecía ser de esa clase de hombres; cínicos, mendigos predicadores, piojosos que recorrían los caminos medio en cueros anunciando el fin de los días… Yeshúa era fuerte, sano y hermoso, y vestía como cualquiera.

»—¿Tiene mujer? —le pregunté a mi amiga.

»—No, que se le conozca… —Me miró con picardía en los ojos.

»Sonreí entusiasmada.

»—Me encantaría hablar con él…

»—¡Pues acércate! ¿A qué esperas? —me aconsejó ella con naturalidad—. Aquí tú eres nada menos que Susana, la de la viña del Tir'am, la nieta de Eliezer ben Antíoco, uno de los hombres más ricos y considerados de Séforis. ¿Quién es ése sino el nieto de vuestros criados de toda la vida?

»—¿Estás loca? —repliqué—. Sabes que no me gusta nada hacer el ridículo…

Capítulo 46

En plena noche, Podalirio percibió un intenso olor a fritura. La alcoba estaba completamente a oscuras y, momentáneamente, se apoderó de él cierto estupor al no saber exactamente dónde se hallaba. Se levantó y caminó a tientas tropezando con algunos objetos.

—¡Podalirio! —le llamó una voz de mujer.

Miró y vio algo de luz en un lugar alejado.

—¿Quién está ahí?

—Soy yo. ¿Ya no me reconoces?

Podalirio se fijó bien y aquella claridad incierta empezó a tomar forma: era una pequeña hoguera y alguien estaba cerca de las llamas.

—¿Eres Susana?

—¿Susana…? —tembló suavemente la voz de mujer—. Podalirio… soy yo… ¿Qué te sucede?

—No puedo verte… ¿Por qué no acercas la cara un poco más a las llamas?

—Estoy ocupada —oyó en respuesta—. ¿No te das cuenta de que estoy friendo unos dulces de harina? El aceite está muy caliente y temo que se me quemen si no estoy pendiente… ¡Acércate tú, hombre!

Temeroso, él se aproximó y empezó a distinguir los rasgos de un rostro femenino.

—¡Eos! —exclamó—. Pero… ¿qué haces tú aquí?

Ella dejó ver sus ojos, verdes, audaces, abrasadores.

—Eso mismo digo yo: ¿qué haces tú aquí, Podalirio? Se te metió en la cabeza emprender este largo viaje y al final te saliste con la tuya… ¡Nunca pensé que fueras tan terco!

Una llamarada azulada y larga se elevó en la oscuridad y su luz iluminó la belleza de Eos, que vestía la túnica de Afrodita, blanca, brillante; el castaño cabello le caía por encima de los hombros y una diadema de plata le ceñía la frente. Delante de ella humeaba un perol puesto en el fuego con aceite hirviendo.

—¡Qué preciosa estás! —suspiró Podalirio entusiasmado—. ¿Cómo se te ocurre freír dulces de harina con esos maravillosos atavíos?

Ella sonrió moviendo la cabeza.

—Necesitaba venir a enseñarte cómo se hacen unos dulces bien cocinados.

—¿Por qué?

—Porque Susana te dijo que no había probado en su vida dulces fritos como aquellos que se sirvieron en la boda. ¡Qué exagerada! En todos los países que baña el Mediterráneo se fríen y se enmielan dulces de esa manera desde tiempos inmemoriales. Hay centenares de recetas… ¡Tal vez miles! ¿Por qué motivo iban a ser los de esa boda los más ricos?

—¡Un momento! —replicó Podalirio un poco extrañado—. Nunca en la vida te vi cocinar nada; la enana Nice se encargaba en tu casa de esas cosas…

—Pues, como ves, he aprendido.

—¿Y quién te ha enseñado?

—¿Quién va a ser? ¡Qué pronto te has olvidado de nuestros dioses, Podalirio! Deméter es quien atesora toda esta sabiduría antigua acerca de hornear, asar, cocer, freír… ¿No es ella la diosa de la agricultura, de las cosechas y de las tareas necesarias para sustentar la vida? Deméter y su hija Perséfone me enseñaron pacientemente el arte de cocinar berenjenas exquisitas, garbanzos, puré de castañas, lentejas, cordero con salsa de tomillo… Porque la cocina griega es la más antigua y sabia; es decir, la madre de todas las cocinas.

—No comprendo nada —observó Podalirio—. No sé por qué tú y yo estamos hablando en este momento de cocina… ¡Con la de cosas que tengo que contarte!

—Naturalmente, cariño —dijo ella con una dulzura tranquila y persuasiva—. Porque no me parece nada bien que, a estas alturas de tu vida, lleguen a convencerte de que los mejores dulces fritos y enmelados del mundo eran los de esa boda de Cana de Galilea.

El pensamiento alumbró de pronto en la cabeza de Podalirio y le dejó asombrado por su verdad, clara y sencilla. Miró al rostro de Eos y exclamó, con una sonrisa de asombro:

—¡Ahora lo comprendo! Todo esto tiene que ver con la antigua sabiduría griega… ¡Aquí lo de freír dulces es lo de menos!

—¡Eso es…! Ya me iba extrañando a mí que no te dieras cuenta, ¡con lo listo que tú eres!

Podalirio se emocionó.

—¡Cómo me gustaría abrazarte, querida mía!

—Pues no puedes, Podalirio, ya lo sabes.

—¿Por qué? ¿Por qué no puedo abrazarte si te veo perfectamente?

—Porque entre tú y yo hay un abismo que no se puede traspasar; no puedes venir tú de ahí hasta aquí, ni ir yo desde aquí hasta ahí…

—Pero percibo el aroma de las deliciosas frituras —repuso él—. ¿Cómo es posible si hay tal abismo?

—Eso es otra cosa —respondió ella con una sonrisa ardiente—; los asuntos de la cocina van por otro camino…

—Entonces, ¿puedo probar uno de los dulces?

—No, todavía no; están demasiado calientes.

—Pero… ¡huelen tan bien!

—Podalirio, querido mío —le dijo ella amorosamente—, no seas impaciente. Todo a su tiempo. No es bueno comer dulces calientes…

El corazón de Podalirio empezó a latir con fuerza; en su pecho había una vaga alegría, el presentimiento de algo nuevo, una curiosidad vehemente, la palpitación de esperanzas inciertas… Necesitaba transmitírselo a Eos en ese momento.

—¿No me dices nada? —le preguntó desazonado—. ¿No compartes mi interés?

Ella le miró entristecida, sin responder. Entonces, una sombra oscura empezó a revolotear a su alrededor.

—¡Es tu golondrina de Isis! —exclamó él.

El pájaro se posó en el hombro de Eos y Podalirio, extrañado, se dio cuenta de que no era una golondrina.

Eos explicó:

—Es la corneja de Apolo. ¿La recuerdas?

—Claro —asintió Podalirio—; ella advirtió a Apolo de que su amada Corónide le era infiel. No me gustan demasiado esas aves… ¿Por qué la has cambiado por aquella preciosa golondrina?

—No la he cambiado —negó ella—. La corneja está aquí porque voló hasta Corinto para advertirme de que te estabas metiendo en una maraña demasiado complicada.

Podalirio se cubrió el rostro con las manos y se puso a llorar.

—¡Necesito saber qué va a pasar con este mundo! ¿Qué será del género humano? ¿Hay o no hay dioses? ¿Pueden bajar los dioses a la Tierra…?

—Preguntas, preguntas y más preguntas —dijo ella con voz cantarina—. ¿Por qué no te tomas la vida de otra manera, Podalirio? Mírame a mí, aun siendo una momia, tengo tiempo para aprender a cocinar dulces…

Él elevó hacia ella una cara llorosa y replicó compungido:

—¡Te burlas de mí!

—Nada de eso… Lo que yo quiero es ayudarte.

—Pues ven y deja que te abrace —le rogó Podalirio lleno de dolor—. ¡Te necesito como eras antes…! ¡Te echo tanto de menos!

—También yo a ti, amor mío… Pero ya debo irme.

—¿Por qué te vas?

—Apolo me llama.

—¡Apolo es una estatua muda! —repuso con rabia Podalirio.

Ella sonrió y le lanzó un beso con la mano.

—¡Adiós!

—¡No, por favor, quédate sólo un momento más!

—Te dejo los dulces que he preparado, pero ¡recuerda!, deben enfriarse…

—¡No quiero dulces! ¡Te quiero a ti! ¡Eos, Eos, Eos…!

Ella desapareció y la luz que dejó tras de sí se fue intensificando más y más…

—¿Qué te sucede? —preguntó con insistencia una voz de hombre—. ¿Estás enfermo?

Podalirio abrió los ojos y se enfrentó al brillante resplandor de una lámpara. El criado que la sostenía le decía con preocupación:

—Dabas voces llamando a alguien… Hemos pensado que te sucedía algo malo…

—¿Dónde estoy? —balbució Podalirio.

—¿Dónde va a ser? En Séforis, en la casa de Susana.

Podalirio se incorporó en la cama. El corazón le palpitaba de manera que parecía querer salírsele del pecho. Miró hacia la ventana y vio una débil luz que anunciaba el amanecer. Dijo con asombro:

—Es casi de día.

—Sí —asintió el criado—. Mi ama Susana está en la cocina con las mujeres. ¡Es Janucá! Y están atareadas haciendo preparativos para la fiesta…

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