Mar de fuego (67 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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Como preveía, nadie la interrumpió, y con paso acelerado atravesó calles y plazas. Las gentes ya iban a su avío y el tráfico comenzaba a ser caótico; le sobraba tiempo, quería gozar de aquel momento de libertad, ya que por primera vez en su vida se sentía auténticamente libre. Cuando llegó al lugar de la cita todavía era muy temprano; porque no la vieran aguardando parada como una cualquiera, decidió bajar hasta una plazuela aledaña observando a la gente. Gueralda llegó hasta el final de la calle y regresó al punto de partida varias veces.

Cuando las campanas de los Sants Just i Pastor tocaron las tercias, a Gueralda se le vino a la cabeza un mal pálpito. Los caminos eran peligrosos y, día sí día no, le llegaban historias de asaltos de bandoleros a los carros que, llenos de mercancías, se dirigían a las ferias de pueblos y ciudades. Un sudor frío comenzó a bajarle por la frente. Gueralda tomó su hatillo que descansaba en el suelo junto a ella y se dirigió a paso acelerado hacia el Mercadal.

Allí, como de costumbre, el barullo era intenso, aunque no tanto como en tiempos pretéritos; los puestos de cada quien estaban instalados y allí se mezclaban los compradores y los vendedores. Gueralda atravesó la segunda fila y se dirigió a la esquina donde por costumbre levantaba su tinglado Tomeu, pero ni cesto alguno ni el toldo verde que marcaba su tenderete se veía por parte alguna. A su lado, un hombre que vendía pequeños faroles y candiles voceaba su mercancía. Gueralda se fue hacia él.

—A la paz de Dios, buen amigo. —Y señalando con el dedo el número del suelo, indagó—: ¿Le ha ocurrido algo a Tomeu? ¿Sabe si ha tenido algún percance?

—Nada que yo sepa. Únicamente que me ha vendido el puesto y se lo he comprado para ampliar el mío.

A Gueralda se le fue el color.

—¿Qué me está diciendo?

—¡Faroles y candiles, oiga, los mejores del Mercadal! Lo he visto esta mañana. Él y su hijo estaban cargando su carro con todos los enseres de su casa. Me ha dicho que está harto de Barcelona, que desde la muerte de la condesa Almodis el mercado está muy parado y que se iba a la Seo de Urgel, que aquí el moro está en la marca de Lérida y que teme que haya otra vez jaleo en la frontera.

A Gueralda casi se le paró el corazón.

—¿Quiere decir que no va a volver?

—¡Las mejores palmatorias de Barcelona, hachones y cirios! A mercar no, a otras cosas creo que sí.

Ella sintió una punzada de esperanza.

—No le entiendo, ¿a qué otras cosas va a volver? ¿Tal vez a casarse?

El otro soltó una sonora carcajada y paró de vocear su mercancía.

—No, hija, ni loco.

—¿Entonces?

—Tú eres ya una buena moza y tienes edad para comprender esas cosas. Tomeu va siempre a desahogarse a un lupanar que se ubica en el camino de Montjuïc, pasado el
raval
del Pi. Tiene allí un asunto con una morita que lo lleva de cabeza… Nur creo que es su nombre.

Gueralda dejó el hatillo en el suelo y se sentó sobre él. Todos los puestos del Mercadal comenzaron a girar ante sus ojos.

En las campanas de la Pia Almoina sonó el Ángelus.

84

La intuición de Delfín

Marta, el conde os aguarda en su gabinete del segundo piso. Cambiaos el tocado y no le hagáis esperar. Mostraos recatada y prudente y tened cuidado con lo que decís.

La voz de doña Lionor había interrumpido la tarea de la joven. Un paje había traído el mensaje y la dueña le transmitía el contenido del mismo.

Marta dejó presto la labor que tenía entre las manos y se dispuso a obedecer la orden de doña Lionor. Delfín, el enano, sin decir nada, salió tras ella. La muchacha avanzaba por el pasillo con paso apresurado, pero sin correr, como mandaba la norma sobre compostura de las damas que había en palacio, cuando el enano, moviendo velozmente sus cortas piernas, llegó a su altura.

—¡Marta, aguardadme por Dios! Mi cuerpo ya no está para carreras.

La muchacha, que sentía una simpatía especial por aquel hombrecillo de patas cortas, pequeña joroba y agudo ingenio, se detuvo al instante. Delfín se encaramó trabajosamente en uno de los grandes bancos de oscura madera torneada que jalonaban el pasillo del primer piso, y haciendo un gesto con la mano le indicó que se sentara a su lado.

Marta, recogiendo el vuelo de sus sayas, así lo hizo.

—¿Qué se os ocurre precisamente ahora? Ya habéis oído la orden de doña Lionor. No tengo mucho tiempo, el conde me espera en su gabinete.

—Por eso he corrido —repuso Delfín—. Poca es la gente que, tras la muerte de mi ama, me importa en este palacio; no os queráis sumar ahora a ella con vuestra actitud.

Marta observó al hombrecillo con curiosidad.

—No despreciéis mi consejo —prosiguió él—. Sabéis que intenté avisar a nuestra condesa y lo hice ante todo el mundo… ¡Ojalá me hubiera hecho caso!

—No puedo entretenerme ahora, Delfín…

—¡Esperad un instante! —le ordenó él—. Desde el día de vuestra llegada a palacio pensé que erais diferente, que no os ibais a integrar en el cortejo de chismosas cluecas que rodeaban a mi condesa: vos nada tenéis que ver con ese grupito que piaba sus sandeces alrededor de un tapiz. Marta, no vayáis ahora a decepcionarme.

La muchacha se resignó.

—Está bien, os escucho, pero dispongo de poco tiempo.

El enano la observó atentamente con aquella mirada suya profunda e inteligente.

—Predije durante muchos años lo que iba a suceder a mi ama y acerté casi siempre. Cuando me hizo caso, salió con bien y cuando no, ya visteis el resultado.

Marta pensó para sus adentros que probablemente aquel hombrecillo tenía razón.

—Delfín, no andéis con rodeos y decidme lo que me tengáis que decir.

—Está bien. Hasta hace muy poco pensé que mi tarea en esta vida había terminado con la vida de mi señora; sin embargo, algo en mi interior me dice que aún puedo ser útil a su viudo. —Y, tras hacer una breve pausa, añadió—: Y a vos, Marta.

—¿A mí?

Delfín exhaló un suspiro.

—Os voy a dar una muestra de que sé de qué hablo. Berenguer os asedia sin tregua, y está decidido a conseguiros.

Marta quedó un instante en suspenso.

—¿Cómo sabéis eso?

—Igual que otras muchas cosas que aún no han sucedido, pero sucederán. Como que vuestro enamorado va a ser el alférez de Cap d'Estopes. Y que la vida de Cap d'Estopes no será larga…

—¿Qué estáis diciendo? —preguntó Marta, horrorizada—. ¿Cómo podéis hablar así?

—Todavía es una nebulosa que no veo del todo clara, pero sé que sucederá. Sobre Barcelona se puede desencadenar un infierno en forma de lucha civil, pero eso será más tarde.

Marta, atemorizada y sin saber por qué, comenzó a hacer caso de las profecías del enano.

—¿Y qué será de mí?

—Yo no lo sé todo, Marta; únicamente tengo pálpitos de vez en cuando, súbitamente tengo un barrunto de que va a ocurrir algo y eso indefectiblemente, acontece. Pero os voy a decir algo que os atañe. Vuestro padre está a punto de regresar a Barcelona.

Marta lo observó incrédula.

—¿Estáis seguro?

—Tan cierto como que os estoy viendo.

La muchacha saltó de alegría.

—¿Cuándo llegará?

—Eso no os lo puedo precisar.

—¿Llegará con bien? —inquirió, ansiosa, la muchacha.

—Su viaje ha sido coronado por el éxito y el eco de su hazaña correrá por todo el Mediterráneo.

—Me habéis hecho la más feliz de las muchachas. Cuando llegue, todas mis cuitas habrán finalizado.

—No estéis tan segura…

—¿Por qué decís eso?

—Porque en vuestra vida van a operarse cambios notables —sentenció el enano.

—No puedo demorarme más, Delfín… —dijo ella, al tiempo que se levantaba del banco—. Pero, si vuestro augurio se cumple, creeré por siempre jamás todo lo que me digáis.

—No os vayáis aún. Sentaos de nuevo.

Las palabras de Delfín terminaron por decidirla.

La muchacha lo miró inquieta y sin embargo obedeció la orden del enano, y recogiendo el vuelo de su almejía volvió a sentarse.

—¿A qué cambios os referís?

—Os esperan unos años de gran zozobra, Marta. Os veréis atrapada entre dos amores y… —Delfín meneó la cabeza, como si quisiera ahuyentar una imagen horrenda que había aparecido súbitamente en su mente: vio a Marta, joven, inerte… gravemente enferma tendida en un lecho. Y la visión le aterró—. Confiad en las personas que os aprecian de verdad y seguid sus consejos cuando llegue el momento —dijo el enano, por fin.

—No os comprendo. E intuyo que no era eso lo que veníais a decirme.

El rostro de Delfín había quedado cubierto por una máscara impenetrable.

—Venía a deciros que os olvidarais del joven vizconde de Cardona, pero veo que ya es tarde. El destino está trenzado y ya nada puede hacerse. Tened cuidado, Marta, e id con Dios.

No dijo nada más, y la muchacha, desconcertada y confundida, partió a componerse tal como le había ordenado doña Lionor. Ayudada por Amina, se puso una almejía color corinto de una tela adamascada de escote redondo y mangas ajustadas, se cubrió con una toquilla de seda estampada y se recogió los cabellos con una redecilla del mismo color adornaba con pequeñas florecillas violeta que hacía juego con sus escarpines. Observó su imagen y el bruñido espejo de su cuarto le devolvió la figura de una hermosa dama vestida elegante y decorosamente.

—¿Cómo me encuentras, Amina?

La opinión de su amiga le importaba en grado sumo.

—Señora, pienso que estáis espléndida para la ocasión.

—¿Sabes lo que me ha dicho Delfín?

—¿Cómo queréis que lo sepa, señora?

—Que mi padre está a punto de regresar a Barcelona.

Amina quedó un punto pensativa.

—No le hagáis mucho caso… Desde la muerte de la condesa anda como alma en pena, perdido y desasosegado, y busca arrimarse a alguien que atienda sus cuitas.

Marta asintió.

—Lo cierto es que ha conseguido ponerme nerviosa… Iba a decirme algo, pero de repente se quedó en silencio, mirándome como… —Marta sofocó un escalofrío y se puso de pie—. Debo irme, el conde me espera.

85

Marta y el conde

El oficial de guardia la detuvo un instante. Conocía a cada una de las damas de la difunta condesa y sabía por tanto quién era Marta Barbany.

—Tened la bondad de aguardar un momento. Ahora os anuncio.

Quedó la muchacha en la puerta aguardando nerviosa, pero el oficial salió al punto.

—Ya os han anunciado: el conde os recibirá de inmediato.

Las puertas se abrieron y el senescal de día la invitó a entrar. Nunca había entrado a solas en aquella estancia; siempre había acudido en compañía de las otras damas, o de Sancha. El lugar le imponía. Era un salón alargado de gruesos muros parcialmente cubiertos por tapices; al fondo, sobre un pequeño estrado, estaba el sobrio trono condal y varios escabeles. Las ventanas bilobuladas, cubiertas con vidrios policromados unidos entre sí por tiras de plomo, tamizaban la luz. Al entrar, la solemnidad del momento sobrecogió a Marta. El conde estaba sentado en el trono y en el peldaño inferior una banqueta soportaba su pierna derecha.

Desde la distancia, que a la muchacha le pareció inmensa, Ramón Berenguer I, conde de Barcelona por la gracia de Dios, le hizo con la mano un gesto amistoso invitándola a aproximarse.

—Pasad, hija mía, no os quedéis en la puerta.

Luego dirigiéndose el senescal, añadió:

—Que acerquen un sillón a esta criatura.

A la vez que el oficial de día acercaba un forrado sillón de tijera, Marta se llegó hasta el trono y tomando el borde de su falda hizo una graciosa reverencia, y aguardó a que el conde alargara la mano para recibir el homenaje.

Marta depositó un breve beso apenas rozando el dorso de la mano que le ofrecía el anciano, cuando oyó su voz cariñosa.

—Alzaos.

Marta se incorporó y esperó.

—Envidia me dais.

Súbitamente a la muchacha se le pasaron los nervios. La voz era paternal.

—¿Por qué, señor?

El senescal no pudo impedir dibujar una sonrisa.

—Me asombra con qué gracia y levedad os habéis alzado. Vedme a mí, hecho un carcamal gotoso que apenas puede andar sin recurrir a un cayado. Esta pierna acabará matándome de dolor… Los días que me ataca la gota, ni moverme puedo, y mucho menos montar a caballo. Estoy preocupado por cómo me alzaré en la catedral el día de la boda de Sancha.

—Señor, si queréis utilizarme de bastón estoy presta.

Ahora sí que a Gualbert Amat se le escapó la risa.

El conde la observó entre curioso y divertido.

—¿Haríais eso por mí?

—Eso y todo lo que tengáis a bien mandarme.

—Ahora comprendo la debilidad que la condesa tenía por vos, y el cariño que os ha cobrado mi hija. —Luego, dirigiéndose al senescal, añadió—: Creo, Gualbert, que la sangre de nuestra nobleza debe renovarse. Ved aquí a una muchacha barcelonesa que no blasona de nobles escudos, y sin embargo dispuesta y nada tímida por cierto. Muy al contrario, asaz atrevida.

El conde dejó escapar un suspiro.

—Eso era lo que se decía de mi esposa, bien lo sabéis. Pero, quiero deciros algo: creedme si os digo que echo de menos a la condesa mucho más en la intimidad de nuestra alcoba cuando me comentaba los avatares de la jornada, que en las ceremonias oficiales. Su consejo, amigo mío, su templanza y fortaleza para enfrentarse a los aconteceres hacían que mi decaído ánimo volviera a remontar el vuelo. Alguna noche me encuentro hablando solo desde mi vestidor creyendo que me va a contestar.

Marta no se pudo reprimir y desoyendo el consejo de doña Lionor y siguiendo su atrevida impronta, dejó oír su voz.

—Lo comprendo, señor, el vacío que ha dejado en todos los que la amamos es inmenso.

El conde y el senescal cruzaron una mirada. Por lo común la gente cuando era recibida por el conde, de no ser preguntada, no se atrevía a abrir la boca; en cambio, aquella muchacha hablaba con naturalidad, como si estuviera en el cuarto de costura departiendo con las otras damas.

—¿Os complace la vida en palacio? —preguntó el conde.

—Si os he de ser sincera, al principio me costó mucho acostumbrarme.

—No os he preguntado esto. ¿Sois feliz ahora?

—La felicidad no es cosa de la que se pueda disfrutar permanentemente —respondió Marta, con una madurez impropia de su edad—. Las cosas van y vienen y hay días mejores y peores… —Su joven semblante se estremeció al pensar en la tragedia vivida hacía apenas unos meses y al recordar las veladas amenazas de Berenguer.

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