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Authors: Chufo Lloréns

Mar de fuego (66 page)

BOOK: Mar de fuego
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Luego que el mayordomo hubo servido las bebidas y tras el intercambio de cortesías a las que tan aficionado era el pirata, se iniciaron las negociaciones en el punto en el que habían quedado el día anterior.

Comenzó Martí.

—Bien, ya hemos llegado al meollo del asunto y tenemos un acuerdo sobre el montante del rescate. De cualquier manera, comprenderéis que representa para mí una dificultad añadida el hecho de que, además de tener que reunir tal cantidad, exijáis que se os entregue el dinero en el puerto de Túnez.

—Ésa es una condición innegociable —repuso Naguib—. ¿Quién me dice a mí, de citaros en otro lugar del Mediterráneo, que en vez de vuestro emisario con el dinero no aparezcan dos barcos o tres cargados de hombres de guerra?

—Tenéis tantas razones como yo mismo para desconfiar. ¿En qué estado se hallará mi gente? ¿Cómo me entregaréis el barco? Ved que si comenzamos a poner objeciones regresaremos al principio y no habremos ganado nada.

La discusión amenazaba con eternizarse cuando unos golpes sonaron en la puerta de la cámara. Lo que fuere, era urgente ya que la orden que había dado Martí antes de comenzar la sesión era que nadie los importunara.

La puerta se abrió y aparecieron el contramaestre Jaume Barral y Selim, el hijo de Naguib.

Ambos comenzaron a hablar a la vez, cada uno en su idioma y dirigiéndose a sus respectivos jefes.

La frase era aproximadamente la misma: «Está entrando un navío por la boca de la bahía».

Naguib clavó sus negros ojos en los rostros de sus interlocutores.

—Ignoro qué significa esto, pero de momento considerad rotas nuestras negociaciones.

Y, poniéndose en pie, Naguib se retiró rápidamente escoltado por sus hombres. Todos ellos se deslizaron por la escalera de gato como monos y se dirigieron a su falúa que, al cabo de un momento, se alejó a golpe de remo hacia el
al-Ifrikiya
.

Martí y Felet se dirigieron al castillo de proa seguidos de Barral y a través de la bruma divisaron en lontananza el perfil de un gran barco, sin poder distinguir de cuál se trataba.

—Dios nos coja confesados —dijo Felet.

—No hay tiempo que perder. Tenemos que hacer lo que habíamos decidido. Si es uno de los nuestros, quiere decir que nuestros amigos han tenido éxito en Ericoussa. En el peor de los casos, nos enfrentaremos a dos naos…

Felet comprendió la orden.

—¡A las catapultas! Retirad las lonas y subid las cajas estibadas.

La consigna fue cumplida al momento.

Los hombres encargados de las potentes catapultas estaban ya tensando los cabos de tripa trenzada, mientras otros colocaban las ollas en las cucharas; Felet y Barral calculaban el giro y la distancia para dar en el blanco.

—¡Apenas hayáis disparado, recargad otra vez y lanzad sin demora! Cuando el
al-Ifrikiya
esté en llamas, volved a cargar y aguardemos a que el otro barco se acerque y, si es enemigo, lanzad todo lo que nos quede a bordo. ¡Barral, los marineros a la maniobra, los remos al agua y que el cómitre tenga a punto a los galeotes, por si se nos echan encima!

En aquel instante una flecha lastrada con una mecha encendida hendió los aires y fue a caer en la mar.

Martí y Felet se miraron y al punto se fundieron alborozados en un abrazo.

—¡La señal! ¡Es nuestro, es el
Sant Niccolò
! ¡Vamos a acabar con esa hiena!

La falúa del pirata estaba a la mitad del trayecto entre los dos barcos.

La voz de Martí sonó como un trallazo.

—¡Fuego!

Silbando como una marmita al calor de la lumbre, partieron ambas ollas de barro fosfórico y, describiendo una perfecta parábola, fueron a caer a proa y a popa del barco pirata. Una llamarada impresionante estalló en la cubierta del
al-Ifrikiya
y la lengua de fuego producida por una sustancia viscosa y pegadiza se fue extendiendo imparable por ella.

La noche fue muy larga. En la madrugada el barco del pirata se fue al fondo entre los gritos de los galeotes que, amarrados a los bancos por sus cadenas, se hundían irremisiblemente con él, en tanto que los supervivientes del naufragio se agarraban desesperadamente a los restos calcinados de maderas, barriles, remos y mil enseres que flotaban alrededor.

Cuando el sol asomaba por el horizonte Naguib y su hijo Selim y el resto de los hombres que habían quedado con vida estaban maniatados en la bodega del barco normando, resignados a su amarga suerte.

Dos días después, al amanecer, pese a los ruegos de Martí ante los que Fieramosca se mostró insensible, el cuerpo de Naguib colgaba de la cruceta del palo mayor del barco normando, para escarmiento de los rebeldes súbditos de su señor Roberto Guiscardo. Su hijo Selim y el resto de la tripulación que no había perecido en la lucha o tragada por el mar, aherrojados en el sollado irían a parar sin duda al mercado de esclavos de Siracusa.

82

El paseo nocturno

Rashid al-Malik moraba en la mansión de la plaza de Sant Miquel y de no haber sido por la angustia de conocer la suerte de sus amigos, podría decirse que estaba pasando el mejor año de su vida. Andreu Codina, el mayordomo, lo cuidaba hasta el exceso: todos los días le preguntaba lo que deseaba comer al mediodía, y al sentarse a la mesa le servían los mejores manjares surgidos de los fogones de Mariona; luego tomaba sus hierbas en la terraza porticada del último piso y al caer la tarde salía a dar largos paseos por aquella ciudad que se le había metido en el alma. Al principio lo hacía en compañía del jefe de la guardia y de dos hombres armados; después comenzó a dar sus paseos seguido únicamente por los dos vigilantes, y finalmente, cuando ya se conocía al dedillo calles y plazas, y tras largas discusiones con Gaufred, consiguió ir solo. Fuere porque siempre le tiró la mar o porque sus ojos deseaban ver en el horizonte la enseña del barco de Martí Barbany, el caso era que la mayoría de las noches, antes de recogerse, salía de la plaza de Sant Miquel y se dirigía por la puerta de Regomir hasta la playa. En ocasiones se llegaba hasta las atarazanas; otras veces bordeaba el
estany
del Port, se encaminaba a la Vilanova dels Arcs y desde allí se dirigía a la puerta del Castellvell por el Pla del Mercat. Luego tomaba el antiguo
cardus
romano y regresaba a la casa por debajo del palacio de los condes de Barcelona. Sin saber por qué, se fue acostumbrando a ese itinerario, que repetía noche tras noche, intentando perforar la oscuridad con los ojos, que, puestos en el mar, escrutaban el horizonte a la espera de vislumbrar el regreso de sus amigos.

Pese a las recomendaciones del jefe de la guardia, Rashid no tenía un excesivo cuidado: carecía de enemigos en una ciudad donde prácticamente no conocía a nadie, por lo que se negó en redondo a llevar tras de sí la vigilancia que querían imponerle y paseaba sin fijarse en demasía con quién se cruzaba.

Al paso de los días su actitud, siempre tranquila, se fue relajando todavía más y a medida que conocía mejor la ciudad e iba repitiendo su itinerario, se desentendió de todo aquello que no fuera observar el paisaje marino y recapacitar sobre los avatares que habían jalonado su vida. Sin embargo, algo había llamado su atención en los últimos días: en la plaza del Blat había observado varias noches la presencia de una litera cerrada que parecía aguardar a alguien. Y, dada la hora y lo inusual del lugar, supuso que esperaba al galán de alguna cita amorosa furtiva. Junto a ella había cuatro robustos porteadores y al frente de ellos un gordo individuo que, indolente y apoyado en una de las varas, observaba el paso de los escasos transeúntes que a aquella hora transitaban por la ciudad.

Aunque Andreu Codina le había ofrecido todo un ropero, el anciano continuaba con su vestimenta habitual. Aquella noche vestía calzas marrones, chaleco verde rematado de pasamanería y el eterno manto de lana para resguardarse de la humedad de la noche invernal, amén de su pañuelo ceñido a modo de turbante del que jamás prescindía, liado en su cabeza.

Era una noche oscura la de aquel fatídico 5 de marzo, y Andreu Codina le instó para que se llevara con él un farol, pero Rashid desechó la idea argumentando que conocía la ruta perfectamente y que iba a dar el paseo de todas las noches. Pero al salir por la puerta de Regomir lamentó no haber seguido el consejo. La luna era apenas una tajada de melón oculta la mayor parte del tiempo por unas nubes bajas que presagiaban tormenta; la guardia de la puerta estaba relajada, pues poca era la vigilancia que ejercían cuando la gente salía de la ciudad. Un pensamiento vino a la mente del viejo, que estuvo a punto de dar media vuelta y regresar por donde había venido. Las barcas de pesca varadas en la arena eran augurio de mal tiempo y los corros de hombres que solían formarse en la playa alrededor de las hogueras, aquella noche eran escasos.

Tras un instante de vacilación, Rashid pensó que aquel mal pálpito era una manía suya, que se estaba haciendo viejo con rapidez y que no quería convertirse en un anciano maniático. Entonces, con decisión, se cruzó sobre el pecho la túnica de lana, se ajustó el turbante y se dispuso a recorrer el camino que hacía cada noche. El trayecto que subía hacia el Pes de la Palla estaba más oscuro que la conciencia de un renegado y Rashid deseó llegar de una vez a la puerta del Castellvell y adentrarse tras las murallas de la ciudad a fin de sentirse protegido sabiendo que la ronda y el alguacil vigilaban las calles. Con paso apresurado se dispuso a realizar el último tramo de su cotidiano paseo. La litera estaba donde cada noche, el gordo sentado en la barra y, apoyados en el muro, los cuatro porteadores. Se dio cuenta de la rareza de su turbante y estuvo a punto de decir «Ave María» para que lo tomaran por un buen cristiano; con la mirada baja, porque su experiencia le aconsejaba no mirar a la cara a nadie y menos aún por la noche, se dispuso a sobrepasar la litera. Cuando ya lo hubo hecho recordó el consejo del jefe de la guardia sobre llevar vigilancia y no transitar por fuera de las murallas. Había cometido una imprudencia al no hacerle caso.

De repente notó unas manos que le sujetaban por la espalda, le envolvían el rostro con un trapo y pese a que su turbante amortiguó el golpe, algo muy duro se abatió sobre su cabeza. Luego, entre las brumas que nublaron su cerebro, sintió que otro hombre o más de uno le sujetaban las piernas en tanto que una voz aguda daba órdenes:

—¡Aprisa, atadlo y metedlo en la litera, no hay tiempo que perder! Tú, coloca la insignia de la casa a la vista y cierra las cortinillas, que la vigilancia no se atreva a detenernos.

Fue lo último que oyó Rashid antes de perder la conciencia.

Las ruedas de la cerrada galera traqueteaban en el áspero camino. Rashid al-Malik intentó abrir los ojos, pero únicamente pudo abrir el izquierdo: el otro estaba cubierto por una costra seca que le impedía despegar el párpado. Un millar de abejorros furiosos zumbaban dentro de su cabeza y un latido martilleante repicaba en sus sienes. Rashid al-Malik intentó recordar. Las imágenes le venían a la mente en ráfagas desbocadas, cual si de una tormenta de arena del desierto de su viejo país se tratara. Intentó llevar su diestra a la sien cuando se dio cuenta de que tenía ambas manos atadas a una anilla que estaba clavada en el lateral del carricoche y los pies sujetos a la base de la bancada. Afuera se escuchaban los gritos del carretero y el restallar de un rebenque azuzando a las cabalgaduras. Por los entresijos de la cubierta advirtió que era noche cerrada. Rashid al-Malik intentó poner orden en sus pensamientos. En el pescante de la galera debía de viajar más de un individuo, ya que ahora el sonido de una conversación llegaba hasta él.

—¿A cuántas lenguas de Barcelona está ese maldito lugar?

—Ocho o nueve, me dijo Maimón.

—¿Y cuántas habremos recorrido hasta ahora?

—Una o dos.

Después se hizo un espeso silencio, sólo turbado por el ruido de los cascos de los caballos, por lo que Rashid dedujo que serían no menos de cuatro los cuartagos que tiraban del carromato, a juzgar por el crujir de las ruedas y los silbos cortos del carretero.

—¿Y dónde está el castillo?

—No es un castillo, es una masía fortificada. Bernadot sabe exactamente el lugar.

—Pues pregúntaselo.

—¿Qué te importa? Hemos de dejar allí el paquete y eso es lo único que te conviene saber.

—¡Pregúntaselo te digo! Me gusta saber adónde voy y lo que voy a hacer cuando se trata de una encomienda que se aparta de lo vulgar.

—Lo que te ha de importar es el dinero que has cobrado.

—Sí, si todo marcha bien, pero en caso contrario tú sabes bien que siempre paga el último infeliz. ¡Llama a Bernadot!

Hubo una pausa y Rashid oyó dos silbidos largos y uno corto. Al punto, el ruido de los cascos de un caballo que se acercaba a la galera por la parte de atrás llegó a sus oídos y una nueva voz intervino en el diálogo.

—¿Qué ocurre?

—Nada importante, Bernadot, que éste quiere saber el nombre del lugar donde hemos de dejar el encargo.

—Está en la falda del Montseny. Arbucias, se llama.

—¿Y cuánto nos falta para llegar?

—Menos de una legua. Antes que claree la madrugada, habremos descargado la mercancía.

El carromato reinició su marcha y Rashid, a quien el golpe en la cabeza provocaba un intenso dolor, volvió a sumergirse en el abismo de la inconsciencia.

83

La frustración de Gueralda

Los días a Gueralda se le hicieron eternos. Deambulaba por las estancias de la casa de la plaza de Sant Miquel como ánima del purgatorio, a la espera del día en que ella y Tomeu habían fijado para encontrarse, sin prestar atención a la conmoción creada por la desaparición de aquel anciano huésped. A Gueralda le preocupaba poco su suerte, pero eso había hecho que sus preparativos pasaran desapercibidos. Ella había llegado a la conclusión de que lo mejor era no participar su decisión a nadie: cuando tuviera todo preparado, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo partiría con buen viento a forjarse un destino lejos de aquel lugar donde nada ni nadie la retenía. El 8 de marzo sería el inicio de su nueva vida…

Apenas sonando en las campanas el toque de laudes del día prefijado, se despertó Gueralda; la noche anterior había preparado sus cosas para no perder tiempo por la mañana; era cuestión de colocar todo en el interior del gran pañuelo de cuadros negros y marrones y hacer su hatillo sujetando las puntas con una guita, luego, coger del alféizar de su ventanuco la comida que había cogido de la cocina la noche anterior y que por mejor conservar la había dejado al fresco, hacer con ella un paquete, y partir sin dilación. Apenas se alzó la rosada de la aurora, se lavó en el aguamanil, vistió su ropa interior, se enfundó una camiseta que le resguardara del frío, medias gruesas y sayas de paño propias para el viaje y finalmente calzó unos gruesos borceguíes que le venían muy cómodos, no fuera caso de que tuviera que hacer un tramo del camino a pie, y procurando hacer el menor ruido posible se dispuso a partir. Tenía todo bien pensado, y dado que su padre vivía en las atarazanas, si algo le preguntaban en la puerta diría que iba a un encargo suyo a uno de los
ravals
que habían florecido allende las murallas en la periferia de la ciudad y que tenía que llevar aquel paquete a alguien. Su porte era conocido y los hombres que guardaban la puerta exterior estaban acostumbrados a verla salir muy de mañana hacia el Mercadal.

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