Noche salvaje (2 page)

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Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela Negra

BOOK: Noche salvaje
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Eché a andar por la pequeña estación ferroviaria de Long Island y me quedé contemplando la calle principal de Peardale. Tenía una longitud de unas cuatro manzanas de casas y partía la población en dos mitades desiguales. Terminaba en el colegio de profesores, con media docena de edificios de ladrillo rojo diseminados por una docena aproximada de acres, con un campus en muy mal estado de conservación. Las residencias presentaban un aspecto un tanto deslustrado.

Empecé a toser un poco y encendí un cigarrillo para acallar la tos. Me pregunté si podría arriesgarme a tomar unas copas para acabar con la resaca. Las necesitaba. Agarré mis dos maletas y eché a andar calle arriba.

Tal vez se debiera a mi mal estado anímico, pero cuanto más me introducía en Peardale menos me gustaba. Aquel lugar tenía un semblante de decadencia, como si se estuviera ahogando en vino. Aparentemente, no había ninguna industria local; sólo el negocio de las granjas. Y en una población que dista ciento cincuenta kilómetros de la ciudad de Nueva York no hay conmutadores. Sin duda, el colegio de profesores alegraba las cosas un poco, pero a mí se me antojó que era condenadamente poco. Había en todo aquello un algo de tristeza, un algo que me recordaba a los varones calvos que pretenden taparse mañosamente su calvicie peinándose hacia arriba el cabello que les queda por los lados.

Anduve un par de manzanas sin descubrir un solo bar ni en la calle principal ni en las calles adyacentes. Lleno de sudores y temblando un poco interiormente, dejé las maletas en el suelo y encendí otro cigarrillo. Empecé a toser. Maldije al Jefe, para mis adentros, llamándole todos los improperios más sucios que se me ocurrieron.

Hubiera dado cualquier cosa por estar otra vez en la estación de servicio de Arizona.

Pero no podía ser. O yo y los treinta mil del Jefe o ni yo ni nada.

Me detuve delante de una tienda, una zapatería, y, al incorporarme, me vi la cara en el cristal del escaparate. Tenía un aspecto deplorable. Seguramente no dirían que mi aspecto había mejorado en un diez por ciento en los últimos ocho o nueve años, y ustedes no iban a mentir. Pero no quiero ahondar todavía más. No es que mi físico hiciera que los relojes se parasen, no, no era eso, ni nada por el estilo. Era a causa de mi estatura. Me asemejaba más a un muchacho queriendo parecer un hombre. Tan sólo medía metro y medio de alto.

Me marché del escaparate y luego volví otra vez. Nadie podía esperar que yo tuviera mucha pasta, pero tampoco era preciso estar nadando en dinero para llevar unos buenos zapatos. Siempre me han favorecido mucho unos zapatos nuevos. Siempre me han hecho sentirme «alguien», aunque yo no me diera cuenta de ello. Entré en la zapatería.

Cerca de la entrada había una pequeña vitrina repleta de calcetines y ligas y, un tipejo rechoncho, de mediana edad, que supongo era el dueño, apoyado en ella leyendo un periódico. Sin apenas mirarme, señaló con el dedo pulgar por encima de su hombro.

—Al final de la calle, muchacho —anunció—. En aquellos edificios de ladrillo rojo que ve.

—¿Qué? —inquirí—. Yo…

—Está bien. Siga hasta allí y ellos se lo solucionarán. Le indicarán la fonda y todo lo que necesite saber.

—Escuche —dije—, yo…

—Haga lo que le digo, muchacho.

Si hay algo que no me gusta que me llamen es muchacho. Si hay alguna maldita cosa en este mundo que no me gusta que me llamen es muchacho. Levanté las maletas todo lo alto que pude y las dejé caer. Produjeron tal batacazo que casi le derribé las gafas de encima de la nariz.

Retrocedí hasta unas sillas que había para probarse los zapatos y tomé asiento. Él me siguió, con la cara enrojecida y de pocos amigos, y se sentó en un taburete delante mío.

—No necesitaba haber hecho eso —dijo a manera de reproche—. Yo en su lugar vigilaría ese genio.

Tenía razón: iba a necesitar dominar mi genio.

—Claro —dije sonriendo—. Es que me saca de quicio que me llamen muchacho. Probablemente sienta usted lo mismo si le llaman gordo.

Al principio se puso ceñudo, pero luego se echó a reír. Creo que no era un mal tipo. Sólo un ciudadanillo entrometido y sabelotodo. Le pedí unos zapatos de tacón alto del número 36 y él empezó a inquirir sobre mi ocupación y a hacerme cuantas preguntas eran posibles.

¿Iba yo a asistir al colegio de profesores? ¿No iba al curso con un poco de retraso? ¿Había encontrado ya alojamiento?

Le dije que me había retrasado a causa de una enfermedad y que pensaba alojarme en la residencia de J. C. Winroy.

—¿Jake Winroy? —Levantó la cabeza de repente—. ¿Por qué no…, por qué ha elegido ese sitio?

—Principalmente por el precio —dije—. Era la fonda más barata que había en la lista del colegio.

—¡Ajá! —asintió—. ¿Y no sabe, muchacho…, joven, por qué es barata? Porque no hay nadie que quiera quedarse allí.

Aquello me dejó con la boca abierta. Me quedé mirándole con cara de preocupación.

—Cielos —exclamé—. ¿No me dirá usted que se trata de
aquel
Winroy?

—¡Sí, señor —meneó triunfalmente la cabeza—, ése es, el mismo! El hombre que manejaba los fondos de aquel importante grupo de apuestas de carreras de caballos.

—¡Cielos! —volví a exclamar—. ¡Yo creía que estaba en la cárcel!

Me sonrió con aire de conmiseración.

—Está usted viviendo en el pasado, eee… ¿cómo ha dicho que se llamaba?

—Bigelow. Carl Bigelow.

—Bueno, está muy atrasado respecto a las noticias, Carl. Jake lleva ya fuera… bueno, seis o siete meses. Tengo entendido que no podía soportar la cárcel. No la soportaba aunque los peces gordos le pagasen bien por seguir allí manteniendo la boca cerrada.

Yo continuaba mirándole preocupado y un tanto asustado.

—Ahora bien, yo no estoy diciendo que no se vaya a encontrar perfectamente en casa de Winroy. Tienen otro huésped… No es estudiante, trabaja en la fábrica de pan y parece estar perfectamente bien. Por allí no pasa un detective desde hace semanas.

—¡Detective! —dije.

—Claro. Para evitar que maten a Jake. Verá, Carl —me empezó a decir, como si estuviera enseñando a hablar a un niño—. Ya sabrá que Jake es el testigo clave en aquel importante caso de apuestas. Él es el único que puede señalar con el dedo a todos los políticos, jueces y demás elementos corruptos que estaban aceptando sobornos. De ahí que cuando él está de acuerdo en aportar pruebas y ellos le permiten salir de la cárcel, los polis temen que puedan matarle.

—¿Lo…? —Me temblaba la voz; el hablar con este payaso me estaba sentando muy bien. Era lo único que podía hacer para evitar que se me escapara la risa—. ¿Lo intentó alguien alguna vez?

—Ajá… Póngase de pie un momento, Carl. ¿No le hace daño? Bien, probemos el otro zapato… No, no lo intentó nadie. Y si lo piensa bien, entenderá los motivos. Tal y como están las cosas, la gente no tiene mucho interés en que procesen a esos corredores de apuestas. No ven tan mal apostar a través de ellos, cuando se está haciendo en los hipódromos. Pero correr apuestas es una cosa, y asesinar es otra. El público no pasaría por eso, y, naturalmente, todo el mundo sabría quién es el responsable. Los corredores se quedarían sin negocio. Se levantaría una polvareda tal, que los políticos
tendrían
que efectuar una limpieza, les gustara o no.

Yo asentí. El zapatero había dado en el clavo. Jake Winroy no podía ser asesinado. Al menos no podía serlo de forma que se viera que era un asesinato.

—¿Entonces, qué cree usted que sucederá? —inquirí—. ¿Dejarán que Ja…, Mr. Winroy siga adelante y testifique?

—Claro —resopló—, si vive lo suficiente. Le permitirán testificar cuando se celebre el juicio…, dentro de cuarenta o cincuenta años. ¿Quiere quedárselos?

—Sí. Y tirar los viejos —dije.

—Pues bien, así funcionan las cosas. Se interrumpen, se aplazan los casos. Ya lo han hecho dos veces y seguirán haciéndolo. ¡Apostaría cien dólares a que este caso no saldrá nunca a juicio!

Hubiera perdido su apuesta, porque el juicio se celebraría dentro de tres meses y no sería aplazado.

—Bueno —dije—, creo que así son las cosas. Me alegra oírle decir que estaré bien con los Winroy.

—Seguro —y me guiñó un ojo—. Incluso podría divertirse un poco. Mrs. Winroy es toda una bailarina… No es que yo esté diciendo nada contra ella, entiéndalo.

—Por supuesto que no —dije—. Toda una… bailarina, ¿eh?

—Por lo menos, eso es lo que parece, si hubiera tenido una oportunidad. Jake se casó con ella después de marcharse de aquí e irse a Nueva York; cuando era un hombre de grandes vuelos. Para ella ha debido ser una humillación vivir como vive ahora.

Me acerqué al mostrador para recibir el cambio.

Doblé a la izquierda en la primera esquina y seguí andando por una calle sin asfaltar. No había casas en ella; sólo la parte trasera de un edificio comercial en una esquina de la callejuela y un corral vallado en la otra. La acera era angosta, hecha de baldosa tosca, pero yo pisaba bien sobre ella. Me sentía más alto, más a tono con el mundo. El trabajo ya no me parecía tan desagradable. Nunca me había gustado ni seguía gustándome. Pero era más que nada a causa de Jake.

Jake era un pobre bastardo, parecido a mí. Nunca había sido nada, pero hizo cuanto pudo para serlo. Escapó de su rústica aldea y se buscó un trabajo de barbero en Nueva York. Era lo único que sabía —la única cosa que sabía hacer bien— y eso fue lo que hizo. Se puso a trabajar en el establecimiento adecuado, a la vuelta de la esquina del Ayuntamiento. Supo bailar el agua a los clientes adecuados, riéndoles sus gastados chistes, besándoles el trasero, ganándose su confianza. Cuando se produjo el batacazo llevaba años sin tocar una navaja barbera y manejando fondos por valor de un millón de dólares al mes.

Aquel pobre bastardo, sin atractivos físicos, sin educación, sin nada, llegó hasta la cumbre. Y ahora estaba otra vez en el fondo, trabajando como al principio en una barbería de un solo sillón y tratando de sacar un poco de dinero con la residencia de la familia Winroy, que estaba harto desacreditada para poder venderla.

Todo el dinero que había hecho con sus trapacerías se había diluido. El Estado había adquirido parte de ello, el Gobierno federal obtendría otro bocado enjundioso y los abogados se habían comido el resto. Lo único que le quedaba era su esposa, y, según se rumoreaba, no recibía de ella una sola palabra amable, y mucho menos otras cosas.

Continué adelante pensando en él, compadeciéndome de él; y realmente no reparé en el soberbio «Cadillac» negro que había parado a un lado de la calle ni en el hombre que estaba dentro. Ya estaba a punto de pasar junto a él cuando oí que me chillaban y vi que era Fruit Jar.

Dejé las maletas en la acera y me acerqué.

—¿Pero qué haces por aquí, estúpido desgraciado? —dije.

—Modérate. —Me hizo un guiño, reduciendo el tamaño de los ojos—. ¿Y tú, muchacho? Tu tren llegó hace una hora.

Sacudí la cabeza, demasiado dolido para contestarle. Yo sabía que el Jefe no le había mandado seguirme. Si el Jefe hubiera temido una deserción, yo no estaría ahora aquí.

—¡Lárgate! —dije—. Si no te largas de la ciudad y no pisas más en ella, lo haré yo.

—¿De veras? ¿Y qué crees que va a pensar de ello el Jefe?

—Puedes contárselo —le espeté—. Dile que viniste aquí en un carromato de circo y que me paraste en la calle.

Se humedeció los labios, algo inquieto. Yo encendí un cigarrillo, dejé caer el paquete dentro de mi bolsillo y saqué la mano, dejándola deslizarse sobre el respaldo del asiento.

—No tienes por qué excitarte —murmuró—. ¿Irás a la ciudad el sábado? Volverá el Jefe y… ¡
habrá pasta
!

—Esto es una navaja automática —le dije—. La tienes a un octavo de pulgada del cuello. ¿La acerco un poco más?

—Loco bastardo… ¡
Hay pasta
!

Yo me eché a reír y tiré la navaja encima del asiento.

—Quédatela —le dije—. De cualquier manera, pensaba desprenderme de ella. Y dile al Jefe que procuraré verle.

Soltó una imprecación contra mí, puso el coche en movimiento y se alejó tan aprisa que tuve que apartarme para que no me arrastrara con él.

Haciendo una mueca, continué mi camino.

Había estado esperando tener una excusa para Fruit Jar. Desde el principio, la primera vez que estableció contacto conmigo en Arizona, no había dejado de chincharme. Yo no le había hecho nada, y sin embargo empezó a llamarme chico, y muchacho. Yo me preguntaba qué habría detrás de aquello.

Fruit Jar necesitaba dinero como un verraco necesita tetas. Se dio de baja en el trapicheo de contrabando de licores de antes de la guerra y se dedicó a los coches usados. Ahora tenía varios en Brooklyn y Queens, y estaba haciendo más dinero legítimo —si al negocio de coches usados se le puede llamar así— del que jamás había conseguido con los licores.

Pero si hubiera querido venir, ¿por qué se arriesgaba a hacer más de lo necesario? Él no tenía por qué haber venido hoy aquí. A decir verdad, al Jefe no le iba a gustar ni un pelo. ¿Entonces…, entonces?

Seguía reflexionando, cuando llegué a la residencia de Winroy.

CAPÍTULO II

Si han estado ustedes en el Este el tiempo suficiente, habrán visto muchas casas como éstas. Son dos pisos de altura pero, al tener tan poca profundidad, parecen más altas; tejados de mucho peralte, con una chimenea en cada extremo, y un par de ventanas de buhardilla en la mitad del tejado. Aunque las pintaran de plata y oro seguirían siendo feas como el diablo, pero, por lo general, están pintadas de unos colores que las hace el doble de feas de lo que normalmente serían. Ésta estaba pintada de un verde asqueroso con unas cornisas marrón que levantaban náuseas.

Cuando vi la casa me faltó poco para que dejara de compadecer a Winroy. Un tipo que vivía en un lugar así se lo tenía merecido. ¿Saben?, puede que yo esté un poco chiflado en este asunto, pero ustedes saben muy bien que estas cosas no tienen sentido. Yo había comprado una pequeña barraca en Arizona y pronto dejó de parecer una barraca. La pinté de color blanco marfil con la cornisa de azul y los marcos de las ventanas de barniz rojo brillante… ¿Bonita, no? Era como una de esas imágenes que se ven en las postales de Navidad.

Empujé la pandeada cancela, subí los destartalados peldaños del porche y toqué el timbre. Lo hice por dos veces y me quedé escuchando cómo sonaba dentro, pero no recibía ninguna respuesta. No oía movimiento alguno en el interior.

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