Read Para Ana (de tu muerto) Online
Authors: Juan del Val y Nuria Roca
Tags: #Erótico, humor, romántico
A veces, los demás saben algo nuestro que nosotros ignoramos.
Ana conoció al escritor Carlos Pacheco cuando apenas era una adolescente y con él compartió veinte años.
Amoral, apasionado y genial, Carlos fue, para bien y para mal, lo más extraordinario que le ha pasado a Ana. Después de una relación intensa y atormentada, Ana quiere ser normal. Ese objetivo será la verdadera aventura de su vida. ¿Y si una muerte fuera su segunda oportunidad?
Juan del Val, Nuria Roca
Para Ana (de tu muerto)
ePUB v1.1
Mística18.02.12
Colección: Espasa narrativa
ISBN: 9788467036121
Para Olivia
N
o puedo ver mi maleta entre la gente que se agolpa alrededor de la cinta número cuatro. Es una maleta de lona gris de tamaño mediano que no cabe en la cabina de los aviones. La compré en un viaje que hice a Nueva York hace un par de años y ya sabía yo que iba a ser demasiado grande para no tener que facturarla. Le insistí a la dependienta, pero me aseguró que era de un tamaño homologado por la normativa internacional de aviación como equipaje de mano. Suelo creer a la gente que dice las cosas con tanta seguridad. Lo he intentado tres veces en tres vuelos distintos, pero nunca me han permitido que mi maleta de lona gris viaje a mi lado.
La gente ha formado tres filas alrededor de la cinta esperando las maletas, que ya llevan un rato saliendo. Los carros chocan unos con otros sin dejar espacio. Hay familias enteras, niños que juegan a pillarse entre las piernas de los mayores, parejas de novios, matrimonios de todas las edades, un grupo de estudiantes que hablan muy alto y otro de una decena de chicas adolescentes uniformadas con chándal que, por su estatura, deben de ser de algún equipo de baloncesto, supongo. El resto somos gente suelta.
No veo nada especial en nadie, detalles mínimos que me tienen un rato entretenida, pero que no me producen ninguna emoción. Llevo demasiado tiempo sin emocionarme. Hay un chico con cazadora de cuero que tiene una cara muy pequeña, muy poco espacio para que quepan allí dos ojos, una nariz y una boca. Creo que el truco está en tener muy poca barbilla y una frente mínima. Las chicas del equipo de baloncesto tienen las caderas muy anchas y casi todas son rubias, con coleta y sin nada de maquillaje. Los niños siguen jugando al límite entre los carros y los mayores los miramos con un agrado forzado y una sonrisa de compromiso. Me fijo en todo y en nada, en todos y en nadie. Me dan igual. Así estoy desde que supe que tenía que volver a Asturias.
En las cintas de los aeropuertos siempre creemos que nuestra maleta no va a salir. Todo el mundo tiene esa sensación mientras espera. Parecemos confiados, pero no. Cuando alguien coge la suya de la cinta a mí me da rabia. No sé por qué ésta sale antes si yo facturé primero. Claro, será por eso. El caso es que la mía no aparece, y el mismo tipo de antes al que su mujer espera al lado del carrito ya ha cogido la segunda y se marcha por delante del resto con altivez, como si su suerte tuviera algún mérito. En la cinta número cuatro del aeropuerto de Asturias quedamos cada vez menos gente. Ni rastro de los estudiantes gritones, ni de las chicas en chándal, ni de las familias con niños. Sin ellos, el ruido de la cinta tiene ahora todo el protagonismo.
Hace cinco años que no vengo a Asturias y, a pesar de lo que me temía, no tengo ningún sentimiento especial.
Ya me saldrá. El chico de la cara pequeña me dice adiós. Me doy cuenta de que él es el último en coger su maleta. Me he quedado sola y la cinta acaba de pararse.
—Perdone, vengo de Madrid y creo que se ha perdido mi maleta.
—¿Me dice su nombre?
—Ana Santos Marín.
—¿Podría describirla?
—Pues es una maleta gris de lona.
—¿Grande o pequeña?
—No sé. Normal.
—Así que gris y normal. ¡Vaya!
Tengo cinco manuscritos que leer de otros tantos autores nuevos de tres agentes distintas. Como siempre, me los han recomendado con un «échale un vistazo a esto, que te va a sorprender». Soy editora y buena parte de mi trabajo consiste en leer. Lo hago de forma casi compulsiva desde que era niña y de mayor se ha convertido en mi forma de vida.
No me caen bien los escritores. Y las escritoras tampoco. Me pasa después de conocer a muchos. Hombres o mujeres, con enorme o ningún talento, de éxito o fracasados, premiados o malditos. Da igual. Todos los escritores son mentira por mucha verdad que cuenten.
Todo está igual desde la última vez. No veo cambios, salvo el letrero luminoso con palmeras que han puesto en el bar de la entrada al pueblo. Aunque se sigue llamando Oasis, como muchos bares de muchos pueblos. Cualquier escritor diría que el tiempo se ha detenido en estos cinco años y que el pueblo tiene el mismo olor de siempre. Los escritores tienen la manía de ponerle olor a todo. Está nublado, pero no creo que vaya a llover de momento. Las calles están desiertas e intuyo que casi todo el mundo estará en casa de mis suegros velando el cadáver de Carlos. Ellos han querido que el ataúd de su hijo pase por la casa donde nació antes de partir hacia el cementerio.
Al principio de la calle hay algunos periodistas que están esperando por si sucede algo. Carlos no había tenido demasiado éxito con sus últimas novelas, pero seguía siendo un escritor con cierta fama. La gente conocía su nombre, aunque a los escritores no se les suele reconocer por la calle por mucho éxito que tengan. Si no hubiera sido por la forma en la que ha muerto, no habría ocupado más que un par de páginas en la sección de Cultura de los diarios. Ahora también aparece en las de sucesos y en los programas de televisión.
Carlos era mi ex. Lo era desde hace cinco años, los mismos que llevo yo sin venir a este pueblo que a mí no me huele a nada. Carlos es el padre de mi hijo, que también se llama Carlos y que, como su padre, también quiere ser escritor.
Han sacado la cama de la habitación de mis suegros para meter una mesa metálica sobre la que reposa el ataúd de Carlos. Dolores y Marcelino están en la puerta, recibiendo pésames. Apenas han cambiado desde la última vez que los vi.
—¡Hola, hija!
—¡Hola, Dolores!
—¿Ha venido el niño?
—No, ya sabes. Está muy mal. Dice que os llamará pronto.
—¡Debería haber venido! —interrumpe mi suegro.
—¡Hola, Marcelino! ¿Cómo estás?
—¿Has hablado con los periodistas? Me cuentan que están diciendo cosas muy feas por la tele.
Carlos siempre empezaba sus novelas con alguna muerte. En un entierro, en un funeral o en un velatorio. En Tierra, el grupo editorial en el que siempre publicó, le reprocharon en su primera época que el principio de sus novelas se parecía mucho entre sí y que eso podía despistar a los lectores. Él defendió su idea y, con el tiempo, lo convirtió en un sello de autor. Carlos decía que la muerte era el inicio de todas las cosas importantes.
Al verle muerto, tumbado en el ataúd abierto, me pongo nerviosa. Tiene el rostro inflamado. Una tela blanca cubre su cuerpo y su cabeza, y deja a la vista sólo su rostro, que se me antoja gordo y blando. Los agujeros de su nariz son enormes: dos círculos negros que contrastan con el color crema muy clarito de su cara. Mirarle muerto me revuelve un poco el estómago.
Carlos ha sido el hombre más importante de mi vida. Tengo que reconocerlo, aunque ésa sea la mayor evidencia de que la mía no ha sido una vida normal.
C
ada día me levanto porque tengo que hacerlo. Soy una mujer guapa, todavía me meto en unos vaqueros ajustados y por detrás podría parecer una novia de mi hijo. El mérito no es tanto mío como del tabaco, que no da tregua a mi organismo para que engorde. Como bastante y a deshoras y fumo mucho todo el tiempo. Un día de éstos lo dejaré. Tengo las arrugas normales para mi edad, el pelo oscuro y rizado y los ojos verdes. Gusto a los hombres mucho más de lo que me gustan ellos a mí, por lo menos en los últimos tiempos, en los que no veo a nadie que me interese. Hace dos años y tres meses que no estoy con nadie. En ningún sentido. Me acuerdo de la fecha porque fue el día de mi cumpleaños. Ésa fue la última vez que me acosté con Juan, el último novio que tuve, que después de seis meses de relación tuvo el pésimo gusto de dejarme al día siguiente de mi cumpleaños: con cuarenta y tres años y un día.
Verme por la tele me da una vergüenza horrible. Están poniendo las imágenes que grabaron en la puerta del cementerio antes de meterme en el taxi que me devolvería al aeropuerto. Menos mal que llevo gafas oscuras y casi no se me reconoce.
—¿Cómo se encuentra? ¿Se sabe ya algo de cómo murió Carlos Pacheco? ¿Qué ha dicho la policía? ¿Estaba usted con él cuando sucedió? ¿Se ha descartado por completo el asesinato…?
Llevan horas hablando de la vida de Carlos en todos los programas de tarde. En todos quieren averiguar las circunstancias de la muerte de un escritor de prestigio, al que la mayoría de los que hablan en estos programas posiblemente nunca leyó. Dicen que hasta que no esté el informe de la autopsia no hay que descartar ninguna hipótesis.
El escritor Carlos Pacheco no se llamaba en realidad Pacheco de apellido, sino Pérez de primero y Pérez de segundo. Desde la universidad empezó a firmar todo lo que escribía como Carlos Pacheco, que a mí siempre me pareció un seudónimo muy modesto para ser inventado. A mi hijo tampoco le gusta el Pérez, pero no quiere repetir el seudónimo de su padre. Dice que cuando publique firmará con su segundo apellido: Carlos Santos.
En uno de los programas están diciendo que Carlos llevaba unos meses viviendo con un nuevo compañero. No me lo creo. En estos programas cada colaborador se inventa una cosa nueva para llenar tiempo de tertulia. Mis últimas noticias eran que su última pareja había sido una mujer, una chica que fue su agente hace algunos años. Se llama Marta y es muy guapa. Me extraña que viviera con un hombre porque las parejas con las que Carlos convivió siempre fuimos mujeres. También tenía sexo con hombres, pero nunca vivió con ninguno.
Hoy he quedado a comer con mi hijo. Desde hace meses está viviendo en el centro, en casa de su novia de tetas operadas y mayor que él. Yoli, se llama. Desde que se fue, no le veo más que una vez por semana. Carlos tiene veinticuatro años, aunque a la gente le parece que tiene más. A mí no. Yo sé que tiene los que tiene.
Me encanta Madrid cuando hace sol y hoy hace sol. Es un buen día para volver al trabajo después de una semana en la que no me he levantado apenas del sofá. Tengo la mesa llena de papeles, ciento tres mails sin leer y una reunión con mi jefa dentro de un rato en la que habrá malas noticias.
Desde mi mesa oigo cómo alguien pronuncia mi nombre en la puerta. Una compañera guía a la voz hasta detrás de mi panel. Yo no tengo despacho, tengo panel. Una especie de biombo tras el que se esconde mi mesa. La voz que pregunta por mí es la del portero del edificio de la editorial.
—¿Doña Ana?
—Hola, Manolo.
—Le traigo esto que ha dejado un mensajero esta mañana.
—¡Por fin! ¡Mi maleta!
—Y tome también el correo que tenía usted acumulado.
Los números no van bien en la editorial. La mayoría de libros no cumplen las expectativas de ventas y desde hace meses vivimos todos aquí con la incertidumbre de perder nuestro trabajo. Nunca he entendido del todo el negocio editorial. Me pierdo en los números, en la rentabilidad de este libro o el otro, en los balances, en las cuentas, en las previsiones.