Para Ana (de tu muerto) (7 page)

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Authors: Juan del Val y Nuria Roca

Tags: #Erótico, humor, romántico

BOOK: Para Ana (de tu muerto)
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—Si no te gusta a ti, será por algo.

—Tampoco es eso —decía yo haciéndome falsamente la humilde.

—La verdad es que ya sabía yo que no era muy bueno —sentenciaba, dejando las cosas en su sitio.

Yo era el espejo en el que Carlos reflejaba lo que escribía.

Decía que la escritura tenía que conmover. El autor tenía que experimentar las sensaciones para transmitírselas al lector, provocarlas y abandonarse a ellas. Carlos escribía desde las tripas. Por supuesto que tenía oficio, pero cuando se le olvidaba, aunque sólo fuera en algunos pasajes de cada novela perdidos en medio de una trama, se producía una explosión de talento, angustia, autodestrucción y felicidad. La mejor forma que tenía Carlos de explicar el abandono para crear era a través de la contestación de un torero a la pregunta de «¿usted cuándo torea mejor?». La respuesta de ese torero fue: «Cuando me olvido de que tengo cuerpo».

Estoy tumbada en una ambulancia camino de un hospital en la provincia de León. Me voy acordando del otro momento álgido de Carlos cuando escribía: el de las semanas posteriores a acabar. En ese periodo estaba tan eufórico que daba miedo. Recuerdo que una vez le pegué una bofetada y le partí el labio a los tres días de acabar una novela. Pienso en el motivo por el que le pegué y no me arrepiento. De ese recuerdo me saca el médico que me atiende en las urgencias del hospital.

—¡Tranquilo, doctor, estoy bien!

—Mejor deje que eso lo diga yo… Ya sé que no es nada, pero déjeme que le haga unas pruebas. El accidente ha sido muy fuerte.

—¿Cómo está Yoli?

—¿Su nuera?

—¿Mi qué?

—Yolanda Martínez, la chica que viajaba con usted. Ella nos ha dicho que usted era su suegra.

—Bueno, da igual, ¿cómo está?

—Bien, bien. Le han colocado el tabique y, aunque será doloroso, no le quedará ninguna secuela.

—¿Cuándo podremos irnos?

—Mañana. Hoy se quedan aquí por precaución y mañana a casa.

Las palabras del médico me han sonado a música celestial. Lo único que quiero es dormir después de casi dos días sin hacerlo. Las radiografías, el electro, el TAC… todas las pruebas dicen que no tenemos nada grave, salvo mi distensión en el hombro y el desplazamiento del tabique nasal de Yoli. Un enfermero me sube a la habitación de planta que compartiremos. Ella ya está en la cama con unos esparadrapos en la nariz y los ojos un poco morados a la altura de las ojeras.

—¡Lo siento, Yoli!

—No te preocupes, no ha sido culpa tuya.

—¿Te duele?

—Un poco. ¿Y a ti?

—No. Lo mío no es nada.

—He llamado a Carlitos —me cuenta— para decirle lo que ha pasado.

—Yo también he hablado con él y le he tranquilizado.

—Ana, ¿mañana iremos a Asturias o volvemos a Madrid?

—No lo sé. Si te parece, lo decidimos mañana. Ahora quiero dormir.

—¡Buenas noches!

—Yoli, ¿te puedo pedir un favor?

—Claro.

—No vuelvas a llamar Carlitos a mi hijo.

—¿Y eso?

—Me he pasado veinticuatro años diciendo Carlos padre y Carlos hijo para diferenciarlos con tal de evitar pronunciar la palabra Carlitos.

—¡Mira, Ana! Me duele la nariz, la cabeza, tengo los ojos morados, no voy a poder ir a una prueba que era importante para mí y además tengo que pasar la noche contigo en la habitación de un hospital… ¡Perdona, pero yo llamaré Carlitos a tu hijo si me sale del coño…! Y, ahora, déjame dormir.

13

C
arlos hijo nunca fue un estudiante ejemplar, pero, con más o menos apuros, sacó siempre los estudios sin repetir curso. De la carrera le queda sólo una asignatura: semántica, que espero que la apruebe de una vez para tener el título. Es un chico sano y deportista. En el colegio era uno de los mejores en las extraescolares de fútbol. Con once años le propusieron hacer una prueba con el Real Madrid, aunque nunca la llegó a hacer. Era un sábado a las nueve de la mañana. Yo ese fin de semana estaba en la feria del libro de Fráncfort, su padre se quedó dormido y nadie pudo llevarle.

Sé que no es virgen desde antes de cumplir los dieciséis porque una mañana le encontré en mi cama con una chica. Fue un día que regresé a casa a eso de las doce a recoger algo que se me había olvidado. La chica tampoco era mayor de edad, supongo que sería alguna compañera del instituto. Les escuché desde fuera de la habitación y entré de golpe. La niña pegó un grito de pánico que mi hijo tuvo que parar poniéndole la mano en la boca. Mientras se vestían, intenté hacerme la madre disgustada, pero no sé si me salió bien porque, la verdad, tampoco lo estaba tanto.

—¿Tú por qué no estás en el instituto?

—Hoy no ha habido clase.

—Pues la próxima vez te vas a tu cama.

La niña se vistió sin alzar la mirada del suelo. Casi no pude verle la cara. De ella me sorprendió mucho una imagen que retuve durante varias semanas, pero que no comenté con nadie. Tenía mucho vello púbico. Muchísimo. Pensaba que las chicas tan jóvenes irían depiladas casi del todo, pero ésta era, en ese sentido, como de otra época. La imagen me despistó bastante y no pude regañar a mi hijo de manera coherente.

—¡Marchaos de aquí y que sea la última vez!

Llamé a Carlos para contárselo, que esos días estaba en el pueblo viendo a sus padres. Después de decirle que había encontrado a Carlos con una chica en nuestra cama, su padre acertó a decir:

—¿Y qué?

—¡Joder, Carlos, tiene quince años!

—Bueno, yo también lo hice a esa edad. Y en la cama de mis padres. ¿No te lo había contado?

—No.

—Sí, mujer, con la hija del herrero en las fiestas…

—¡No sigas, anda!

—Y dime, ¿cómo era?

—¿Quién?

—La chica, ¡quién va a ser!

La última vez que estuvimos los tres juntos fue un mes antes de morir Carlos. Comimos arroz en un restaurante que hay por la plaza de Castilla repleto de ejecutivos con buen sueldo que quedan con otros de la misma especie para cerrar negocios. Yo propicié el encuentro, y ninguno de los dos acudió entusiasmado. Padre e hijo se llevaban bien, aunque a ninguno le apetecía casi nunca hablar de temas importantes con el otro. El hijo porque tenía miedo a defraudar y el padre porque temía frustrarse. Ese día noté a Carlos padre muy cansado, aunque no pude sospechar lo que sucedería sólo unas semanas más tarde.

Carlos hijo se presentó en la comida cojeando un poco.

—¿Qué te pasa? —preguntó su padre.

—Nada, jugando al fútbol.

—¡Ah! ¿Juegas al fútbol?

Comimos sin apenas hablar. Me daba pena que no tuviéramos mucho que decirnos.

—¿Sigues con Yoli? —pregunté antes de que trajeran el flan.

—Sí, mamá. Sigo con Yoli, encantado de la vida —me contestó, enfadado—. Y la pregunta que deberías hacer es «¿qué tal Yoli?», no si sigo con ella.

—Es sólo una manera de hablar —me justifiqué.

—¿Estás escribiendo algo? —preguntó Carlos, cambiando de tema.

—Sí, estoy haciendo el guión de un corto.

—¿Ahora te vas a pasar al cine? —dijo su padre, escéptico.

—Tengo un amigo que está estudiando cine y me ha pedido que le ayude.

—¿Y qué estás leyendo ahora? —intervine yo.

—Ahora no tengo mucho tiempo con la semántica.

—¿Qué tal la llevas, por cierto?

—Bien, bien.

—¿Terminaste la novela que te di de Doris Lessing?

—¡Tampoco es imprescindible! —dijo mi ex, irónico.

—Entonces, ¿qué tiene que leer? ¿El
Cossío
? —dije yo intentando serlo también, aunque sin conseguirlo.

—¡No empecéis! Ya leeré yo lo que me dé a mí la gana.

Carlos padre y yo tomamos café y un
gin-tonic
. Nuestro hijo tomó dos bolas de helado de chocolate y un té. Nos quedamos callados hasta que trajeron la cuenta.

—¿Cuándo vuelves a examinarte de semántica? —le pregunté cuando nos íbamos.

—Dentro de tres semanas.

—¡No sabía yo que en Filosofía se estudiara semántica! —participó Carlos padre.

Yo preferí no contestar, pero noté que mi hijo sintió esa frase como una agresión. Respiró y contestó a su padre con educación antes de marcharse.

—¡Papá, yo lo que estudio es Filología!

No nos dio tiempo a ir a Asturias. Yoli y yo regresamos al día siguiente a Madrid porque a mi suegro lo enterraron a las dos de la tarde y nosotras todavía no teníamos el alta. En los pueblos hacen estas cosas demasiado deprisa. Mi hijo también ha vuelto a Madrid. Dice que allí no le apetece seguir escribiendo después de lo que ha pasado. Además, su abuela no está muy bien. Me da pena mi suegra, tengo que llamarla de vez en cuando. No se me puede olvidar.

Luisa me dice que tenemos que ir buscando título y pensando en la portada. Está entusiasmada. Habla del plan de medios para ir calentando al público. La promoción se hará sola, ya sólo el morbo que despierta una novela inédita de un autor que acaba de morir es un reclamo inmejorable. La única duda es si la publicamos en Navidad o de cara a Sant Jordi, que son las mejores fechas. Está segura de que la novela reventará el mercado. Las dos estamos contentas por eso.

—La parte de Carlos Pacheco —opina Luisa— es fantástica.

—Lo mejor que ha escrito.

—¿Y cuándo me vas a dejar leer la parte de tu hijo?

—Es que le está costando un poco.

—¿Pero es buena?

—¡Claro!

—Ana, tú sabes que confío en ti, ¿verdad?

—Pues entonces sigue confiando.

14

M
e hubiera gustado tener padres. Los tengo, claro, pero murieron cuando yo era una niña. Primero, mi madre, y al año, mi padre. Mi madre murió de cáncer y mi padre de cáncer y de pena. La enfermedad tardó tres años en acabar con mi madre y cinco meses con mi padre. Yo tenía once años cuando él murió. Soy hija única, así que me fui a vivir con mi abuela y con mi tía, la única hermana soltera de mi madre. Poco antes de que yo cumpliera los quince, se murió mi abuela, de vieja, y me quedé con mi tía un par de años. No mantengo ninguna relación con ella. No me gusta esa mujer. Nunca me gustó y los dos años que viví con ella son los peores que recuerdo. Tengo dos tíos más y algunos primos que me han invitado a sus bodas y a las comuniones de sus hijos, pero no tengo más relación que la de mandar un sms en Navidad. Con diecisiete años, a punto de entrar en la universidad, me fui de mi casa —aunque desde que murió mi abuela nunca la consideré como tal— para compartir algunos pisos de estudiantes hasta que en mi vida apareció Carlos.

Cuando recuerdo a mis padres, entiendo que los he intentado olvidar. Los recuerdos que tengo de ellos son de muy niña, del barrio donde vivíamos. Me acuerdo de una bici roja y mi padre ayudándome a montar a dos ruedas en un descampado, una Nancy a la que mi madre bañaba conmigo, el taxi que cogíamos los domingos para ir a ver a los abuelos y a los tíos, que vivían por Usera. Una tienda de ultramarinos que regentaba un tal señor Diego, muy bajito, y su señora, una mujer muy fea y muy alta de la que apenas recuerdo su cardado color rojo, una bata azul desgastada con la que atendía detrás del mostrador y un lunar marrón muy grande que tenía en una mejilla. Del señor Diego recuerdo que cojeaba, que tenía el pelo blanco y que siempre me daba una piruleta ante la mirada cómplice de mi madre, que se hacía la disgustada con el eterno: «Luego hay que comerse toda la comida». Apenas recuerdo la enfermedad de mis padres ni la tristeza que me dio su ausencia. Un día, mi vida era de una manera y, de repente, fue de otra muy distinta. Hasta que mi madre enfermó, creía que a mí no podría pasarme nada malo. Después me quedé sola y comencé a sentir que no podría pasarme nada bueno. Me equivoqué las dos veces. Ahora, hay muchos días que me despierto pensando que, pase lo que pase, en realidad nunca pasa nada. La vida va transcurriendo sin que podamos cambiarla. Hay otros días, sin embargo, que me levanto con la esperanza de volver a estar equivocada.

—¿Marta Sanchizdrián?

—Sí…

—Hola, soy Ana Santos.

—¿Qué tal…? Espera —me advierte—, que voy a salir del despacho para hablar más tranquila… ¡Dime!

—Quería hablar contigo sobre tu intención de que la novela no se publique en Uriarte.

—Ya habíamos hablado de eso.

—Me gustaría que dejaras en paz a mi hijo. Sé que no paras de llamarle.

—Creo que tiene derecho a saber la oferta que quiere hacerle el Grupo Tierra.

—Él quiere publicar en Uriarte y no tiene ninguna intención de verte.

—¿Ah, no?

—Pues claro que no… Marta, tú te crees muy lista, ¿verdad? Yo soy su madre, he hablado con él y sé perfectamente lo que quiere…

—¡Ana, espera un momento! —me interrumpe—. No cuelgues, que estoy volviendo a mi despacho. —Se mantiene un instante en silencio—. Es que aquí hay alguien conmigo que quiero que te salude…

—¿Qué dices? ¿De qué hablas…?

—¡Mamá!

—¿Carlos?

—¡¿Sí!?

Vuelvo a recordar cuando Carlos terminaba sus novelas y sufría una euforia desmedida. Si durante las primeras semanas escribiendo dudaba de todo, después de entregar a la editorial se sentía invulnerable, vital, hiperactivo. Parecía que tenía prisa por comerse el mundo. Aquello duraba otras dos o tres semanas, hasta que poco a poco se iba tranquilizando y volvía a vivir como una persona aparentemente normal. Ya dije que en uno de estos estados le pegué. Suena fuerte, pero creo que había que hacerlo, como a un niño incapaz de aceptar los límites. Una noche se fue de juerga y llegó a casa a las ocho de la mañana. Carlos hijo estaba todavía desayunando antes de ir al colegio. Debía de tener unos doce años. Llegó a casa pasado de todo, drogas, alcohol… Carlos hijo se dio cuenta, su cara de vergüenza me destrozó al ver a su padre haciendo esfuerzos por mantener el equilibrio. Mi hijo hundió su cabeza en el tazón de leche con cereales sin querer levantar la mirada.

—¡Anda, vete a dormir! —le dije, intentando por las buenas que desapareciera de la cocina.

—Pero ¿qué dices, cariñito? —contestó—. Si te he traído un regalito.

—¿Qué dices? ¡Estás borracho!

Carlos hijo empezó a llorar. Su llanto apenas hacía ruido, pero su rostro se enrojeció y sus ojos se llenaron de lágrimas que le resbalaban por la cara hasta caer al tazón de leche.

—¡Oye, tú! ¿Cómo te llamabas? —comenzó a gritar hacia la entrada—. ¡Pasa para dentro!

—¡Carlos—! ¿Qué haces? —pregunté, temiéndome lo peor.

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