Read Para Ana (de tu muerto) Online
Authors: Juan del Val y Nuria Roca
Tags: #Erótico, humor, romántico
—Le ha gustado la exposición —dice ella.
—Sí, pero no ha entendido los cuadros.
—¿Por qué dices eso?
—Porque en las personas siempre hay rasgos desmesurados y excepcionales.
—Él se refiere a personas normales.
—Elena, las personas normales no existen.
Enrique no ha tardado ni media hora en llegar a mi casa. No sé por qué le he llamado, no sé por qué ha venido y no sé qué vamos a hacer. Sé que me gusta que esté aquí.
—¿Quieres tomar algo?
—A estas horas no sé si tomarme un whisky o un café con leche.
—¿Sabes? —le confieso—. Yo lo que tengo es hambre.
—Y yo.
Son las tres de la mañana y estamos tomando dos bocadillos de tortilla francesa con dos Coca-Colas.
—¡Vaya expectación que se ha montado con la novela! —dice Enrique entre mordisco y mordisco.
—Es normal. Las obras inéditas de los autores muertos son las más esperadas. La gente es muy morbosa.
—¿De qué va?
—Eso es un secreto.
—¿Es cierto que la novela no está acabada?
—Sí. Carlos dejó escrita la mitad para que la terminara nuestro hijo. Me lo dejó dicho en una carta.
—¿Te escribió Carlos en esa carta que se iba a suicidar?
—No empleaba esa palabra. Simplemente me decía que estaba agotado.
—Con lo que se metió aquella noche, sabía que no iba a despertar.
—En su carta me decía: «No tengo nada más que escribir, no me queda nada más por vivir».
—Me gustaría ver esa carta.
—Ya te la enseñaré.
Hemos terminado los bocadillos y he preparado una cafetera. Aunque tengo una de ésas de diseño con capsulitas que hace mil tipos de cafés, a mí me sigue gustando más el de la cafetera tradicional que se calienta en el fuego. Enrique, sin embargo, me pide que le haga uno de capsulita morada, que es el más fuerte que tengo.
—Marta Sanchizdrián —le cuento— va a intentar convencer a mi hijo para que publique la novela en Tierra.
—Eso no debería ser un problema. Supongo que él querrá publicarla en la editorial en la que tú trabajas.
—Sí, pero la oferta por los derechos que hará Tierra será mareante. Ellos son un imperio y Uriarte no puede competir en ese nivel.
—Por cierto, ¿cómo se titula?
—Carlos la dejó sin título.
—¡Vaya! ¿Y habéis pensado alguno?
—Eso es un secreto.
—¡Cuántos secretos!
Entre Enrique y yo nos hemos fumado ya casi un paquete. Lo calculo porque es la segunda vez que he tenido que vaciar el cenicero. Hacemos un alto para sacar hielos del congelador y servirnos dos copas. Yo un
gin-tonic
, él un whisky.
—No sabía yo que Carlos considerara a vuestro hijo un buen escritor. Ya sabes cómo era.
—Últimamente había leído cosas suyas y le habían gustado mucho.
—No me había contado nada —dice, como si le hubiera contado todo lo contrario.
Está amaneciendo. Enrique y yo nos hemos quedado definitivamente sin tabaco y, como dos adolescentes, estamos encendiendo las colillas que no habíamos apurado del todo. También como cuando éramos más jóvenes, él irá a la radio y yo a la editorial sin apenas haber dormido.
—¿Y qué tal lo está haciendo tu hijo?
—Muy bien. Se nota que lo lleva en los genes.
—Claro, claro.
—Enrique, ¿sabes una cosa?
—Dime.
—Que todavía no sé por qué te he llamado.
—Ni yo. Pero me ha encantado que lo hicieras. Me lo he pasado muy bien.
—Enrique, ¿tú sientes algo por mí?
Enrique piensa la respuesta mientras caminamos hacia la puerta. Me da un beso fraternal en la mejilla y antes de marcharse me contesta mirándome a los ojos.
—Eso es un secreto.
M
i suegro ha muerto. Mi hijo le ha encontrado en la cama de su habitación cuando ha subido a despertarle de la siesta. A mi suegra le han dado unos calmantes y se ha quedado con una vecina. El cadáver de mi suegro se lo ha llevado la funeraria para prepararlo y devolverlo a casa esta misma noche. Mi hijo se ha ido con él. Qué contrasentido eso de preparar a un muerto. He llamado al aeropuerto, pero hasta mañana no hay ningún vuelo a Asturias. Voy a tener que coger el coche porque quiero llegar lo antes posible para que mi hijo no esté solo.
No me gusta conducir, y menos en viajes largos. Me saqué el carné cuando Carlos era pequeño para llevarle a la guardería o al médico con más facilidad, pero nunca he conducido si no es por necesidad. Como hoy. Carlos padre no conducía, jamás se planteó sacarse el carné. Él nunca hacía las cosas comunes de cualquier hombre. Creo que jamás sostuvieron sus manos una herramienta, ni siquiera un destornilladorcito para poner las pilas a los juguetes de Carlos. Era una persona especialmente torpe para los trabajos manuales, incapaz de solucionar el más mínimo problema doméstico. Yo era igual, así que en casa teníamos que estar llamando a profesionales continuamente para las tareas más insignificantes: colgar un cuadro, conectar un equipo de música, formatear un ordenador… Lo mejor que podía suceder en casa es que las cosas funcionasen correctamente o se rompieran del todo para comprarlas nuevas porque cualquier reparación solía resultar algo traumático. Una vez, por distintos motivos, nos quedamos sin chica en casa durante un mes y la aspiradora dejó de aspirar. El problema era simplemente que la bolsa estaba llena y había que cambiarla. Lo intentamos durante media hora sin conseguirlo hasta que Carlos cogió la aspiradora, se fue a la ventana del salón, comprobó que por la calle no pasaba nadie y, ante la mirada complaciente de mi hijo y mía, la arrojó al vacío desde el quinto piso en el que vivíamos. «A tomar por culo la aspiradora», dijo, liberado. Carlos hijo y yo aplaudimos mientras Carlos padre saludaba radiante como un torero que acabara de triunfar en Las Ventas.
—¿Ana?
—Sí, ¿quién es?
—Soy Yoli, la novia de Carlos.
—Hola, Yoli, ¿qué quieres…? Es que tengo un poco de prisa.
—Me ha llamado Carlos y me ha dicho que te vas en coche a Asturias. Era para irme contigo.
—¿Conmigo?
—Sí, es que quiero estar con él.
—Es que no va a poder ser porque estoy a punto de salir.
—Yo ya tengo la maleta hecha.
No me acuerdo en qué biografía alguien decía que podía convivir con personas a las que odiaba, pero nunca con personas a las que despreciaba. Yo no odio a Yoli, pero tampoco me es indiferente. Es tonta y es la novia de mi hijo. Cualquiera de esas dos cosas por separado me daría igual, pero las dos juntas se me hacen insoportables. Me está esperando en la boca del Metro. Paro junto a ella, le indico por la ventanilla que meta su maleta en el maletero y después de hacerlo se mete en el coche. Lleva una minifalda extremadamente corta color granate oscuro y una camiseta negra de licra que se le pega al cuerpo y le marca su pecho artificialmente redondo sin sujetador. Los zapatos son de salón, negros, preciosos, y seguramente muy caros, de unos doce centímetros de tacón de aguja. En el asiento de atrás ha dejado una cazadora vaquera desgastada. La ropa que lleva es incómoda para viajar y muy inapropiada para ir a un velatorio. Yoli tiene las piernas largas y, hay que reconocerlo, preciosas. La verdad es que tiene un cuerpazo y además es guapa. Vulgar y sin clase alguna, pero muy guapa.
—Vaya mala suerte la de Carlos —me dice—, encontrar muertos primero a su padre y después a su abuelo.
—La verdad es que sí.
—Le echo de menos… Desde que se fue a Asturias no nos hemos visto.
—¿Tú sabes por qué está Carlos en Asturias?
—Claro. Está intentando ser su padre.
—¿Cómo dices?
—¡Ya me dirás! ¡Anda que no hay sitios en Madrid para escribir!
—No lo había pensado de esa manera.
—Pues está muy claro. Allí empezó su padre a escribir.
—¿Has leído algo de lo que lleva escrito?
—No. Sólo te lo ha dejado leer a ti. Por cierto, ¿qué tal está?
—Bien, bien.
Yoli ronca. Apenas llevábamos media hora de viaje cuando ha echado hacia atrás el respaldo de su asiento y se ha quedado profundamente dormida. Ha anochecido y no me siento segura conduciendo. Me está pasando factura la madrugada en vela que pasé junto a Enrique. Cuando se fue, sólo pude dormir un par de horas antes de ir a Uriarte. Después he estado trabajando y no he parado de correr desde que mi hijo me llamó con la noticia de la muerte de su abuelo. Tengo que zarandear a Yoli para que se despierte en la puerta del bar de carretera donde he parado para comer algo.
—¿Qué quieres tomar? —le pregunto.
—Una Coca-Cola Light.
—¿Y de comer?
—¡Huy, nada, nada! Estoy a régimen.
—¿Tú estás a régimen?
—Claro. Tengo que perder, al menos, tres kilos. Tengo una prueba la semana que viene para una serie de televisión.
—A mí póngame un pincho de tortilla y una cerveza sin alcohol. Bueno, mejor con alcohol.
En el bar sólo hay hombres. Deben de ser camioneros la mayoría y otros que viajan solitarios. Todos miran con más o menos descaro las piernas de Yoli y su pecho marcado en la camiseta de licra del que pueden diferenciarse sin esfuerzo la forma de la teta y el lugar exacto que ocupa el pezón.
Volvemos al coche después de abandonar el bar con todos los ojos pendientes del culo de Yoli, que intenta estirar su minifalda sin éxito.
—¿No es un poco incómoda, así tan corta? —le pregunto.
—No, qué va. Todo es acostumbrarse.
En la autovía hay pocos coches, pero yo no me atrevo a correr. Yoli se ha desvelado y me cuenta en qué consiste la prueba que tendrá la semana que viene para la serie de televisión.
—Tengo que cantar y bailar. El papel es para una alumna de una escuela de interpretación.
—¿Qué edad tienes, Yoli?
—Treinta y uno.
—A lo mejor eres un poco mayor para interpretar a una alumna de una escuela.
—¿Tú crees?
—No sé. Con treinta y un años…
—¿Te importa que me vuelva a dormir?
—No, en absoluto.
—Ana, tú crees que yo soy tonta, ¿verdad?
—No, mujer, ¿por qué dices eso?
—Tan tonta no seré si sé que ahora mismo estás mintiendo.
Hasta Yoli antes de dormirse puede tener un pensamiento lúcido, incluso dos, como la idea de que Carlos quiere ser su padre.
El viaje se me está haciendo largo y sólo llevo la mitad. Creo que en la guantera tengo un CD que me pasó Luisa que me gustó bastante. Rufus, creo que se llama el cantante. Las rodillas de Yoli impiden que pueda abrir la guantera, pero no quiero despertarla, no sea que se vaya a poner a hablar. Empujo sutilmente con la mano su muslo izquierdo y éste desplaza el derecho hacia la puerta. De este modo, puedo abrir la guantera un poco y meter la mano hasta encontrar el CD. Aquí hay de todo: mecheros, los papeles del coche, llaves… Creo que lo tengo, es esto de aquí… Vuelvo por un instante la vista a la carretera y noto que estoy a punto de salirme de la autovía. Doy un volantazo y el coche se precipita hacia la mediana. Doy otro volantazo y el coche empieza a dar tumbos de un lado a otro sin que yo pueda hacer nada por controlarlo. Grito, Yoli grita más y, de repente, salimos de la autovía. El coche da botes sin control alguno y hace que Yoli y yo choquemos contra las puertas, el techo, contra el airbag y hasta entre nosotras mismas. Por fin, paramos súbitamente al chocar con algo, creo que es una piedra. El cristal se rompe y, de repente, se hacen el silenció y la oscuridad. Sale humo del motor. Estoy bien. Me duele un poco el brazo, pero creo que no es nada. Tengo pánico a mirar a Yoli, que todavía no ha hablado. La miro. Está con la cabeza recostada en el asiento y la cara cubierta de sangre. Toco su brazo con intención de que despierte. No recuerdo haber tenido más miedo en toda mi vida.
—¿Ana? —dice aturdida.
—¡¡¡Yoli!!!
—¿Estás bien?
—Yo sí, ¿cómo estás tú?
—Mareada. Me parece que me he roto la nariz. Me está sangrando mucho.
Yoli se reincorpora. Yo también. Nos tocamos comprobando que todo está en su sitio y que nada es demasiado grave. Salimos del coche. De una maleta saco una camiseta con la que Yoli se cubre la cara mientras se corta la hemorragia. Se sienta en el suelo y yo logro encontrar mi móvil debajo de uno de los asientos traseros. Llamo a emergencias. Las dos nos tumbamos a esperar ayuda.
—¡Mi prueba! ¡Qué putada, mi prueba! —se lamenta Yoli comprobando su nariz rota mientras se acercan a lo lejos las luces de dos coches de la Guardia Civil y de una ambulancia.
C
arlos Pacheco publicó en su vida trece novelas. Dos antes de conocerme, nueve mientras estuvimos juntos y otras dos después de separarnos. Cada vez que Carlos se enfrentaba a una novela vivía dos momentos excepcionales que había que conocer para evitar ser desbordada emocionalmente. Uno se producía en las primeras semanas escribiendo y el otro en las posteriores a acabarla. Al inicio pensaba de sí mismo que era un escritor mediocre sin ninguna brillantez y después de terminar se definía como un artista cercano a la perfección.
No hubo ninguna novela que Carlos no quisiera dejar a las pocas semanas de comenzarla. En ese periodo vivía en permanente estado de ansiedad, apenas dormía y se despreciaba constantemente por su falta de talento. De pronto, un día, tras una jornada delante de la máquina de escribir —los primeros años— o del ordenador —en los últimos—, se levantaba de la silla con una expresión de felicidad en el rostro y decía: «La tengo». Eso significaba que a partir de ese momento la novela empezaba a fluir hasta el final. En ese proceso, que duraba más o menos seis meses, Carlos me leía cada noche lo que había escrito durante el día. No le gustaba que yo lo leyera en papel, tenía que leérmelo él. Después me pedía opinión. «Quiero más» era la frase que más le gustaba que le dijera cuando lo que escribía me interesaba. Si le discutía algo que no me había gustado, se desesperaba, se enfadaba sin reconocerlo y yo sé que, aunque nunca lo hizo, le daban ganas de echarme del despacho y hasta de insultarme. Lo sé porque me lo confesó muchas veces. Lo pasaba mal, se desestabilizaba cuando estábamos en desacuerdo en alguna escena o con lo que le ocurría a algún personaje. Sin embargo, era absolutamente permeable a mis sugerencias. A casi todas. Decenas de veces me dio la razón después de estos desencuentros y a las pocas horas rehacía lo escrito.