Read Para Ana (de tu muerto) Online
Authors: Juan del Val y Nuria Roca
Tags: #Erótico, humor, romántico
—¡Mamá, me quiero ir!
—¡No te preocupes, hijo!
—¡Ven aquí, guapa! —insistía, dirigiéndose a la puerta.
Carlos arrastró de la mano a una chica joven que tampoco estaba allí por gusto y la metió en la cocina.
—Ésta es Ana, mi mujer, ¿a que es guapa…? ¿Y tú cómo te llamabas? ¡Da igual! Vamos a pasar un buen rato.
—¡Yo me voy! —dijo la chica, avergonzada al ver la escena.
—¡Te he pagado, así que te quedas!
—¡Mamá, por favor, vámonos! —me suplicó mi hijo entre sollozos.
—¡Eres un loco de mierda!
Ésa fue la última frase que acerté a decir antes de golpearle con toda la rabia que me cabía. Mi hijo salió de la cocina corriendo. Carlos se quedó inmóvil. De su labio comenzó a salir sangre que mojó primero su camisa, después su pantalón y más tarde el suelo de la cocina. Fui tras mi hijo, al que encontré sentado en un banco de la urbanización, tiritando de nervios. Le abracé con toda la fuerza que pude y lloramos los dos. Cuando volvimos a casa, Carlos ya no estaba. Se fue a vivir un mes a un hotel. Todos los días que estuvo fuera llamaba para pedirnos perdón, pero tardamos mucho tiempo en desprendernos de la tristeza que aquella mañana se apoderó de nosotros.
L
a novela de Noelia Regüela, la presentadora de televisión, no tiene mala pinta. La he hojeado por encima y puede ser cierto que no escriba mal. Me resisto a acatar la decisión de Luisa de ofrecer a la presentadora que publique con nosotros porque me molesta que la gente de la tele escriba libros. Algunos títulos de no ficción, pase, para que hablen de sus programas y esas cosas, pero que desde las editoriales se les encarguen novelas me parece una falta de respeto al resto de escritores. Ya sabemos que éste es un negocio como otro cualquiera y que se trata de ganar dinero, pero tampoco somos una constructora. Me refiero a cuando las constructoras ganaban dinero.
—Sí, todo lo que tú quieras, pero deberíamos llamarla —me dice Luisa.
—¿A Noelia Regüela?
—Sí. Ha vendido mucho y me han contado que no está muy contenta con Ediciones Rana.
—¿Y?
—Que estaría muy bien ficharla para Uriarte.
—No sabemos si seguirá escribiendo. Esa tía es presentadora de televisión… A saber si es ella quien escribe.
Luisa no quiere seguir hablando del tema de la presentadora y tampoco me saca el de la novela de Carlos. Estoy a punto de levantarme cuando me sorprende, una vez más.
—Por cierto, me ha gustado mucho el manuscrito que me dejaste del periodista deportivo ese. ¿Cómo se llama?
—Se llama Martín Gracia, pero yo a ti no te dejé ese manuscrito.
—¿Ah, no? Bueno, qué más da. El caso es que me ha gustado.
—A mí también, pero no me parece publicable.
—No estoy de acuerdo. El personaje del enano me parece genial. Yo apostaría por ese libro.
—Necesita mil retoques.
—Pues se le dan. Llama también a Martín Gracia y queda con él.
—Ya estuvo aquí y le dije que no le íbamos a publicar.
—Bueno, le llamaré yo y le diré que hemos cambiado de opinión.
—Va a alegrarse un montón. Es un buen tipo.
—Y guapo, ¿no?
—Bajito, pero está bien.
—Oye, Ana, ¿cómo va lo tuyo?
—Va bien, Luisa, ya queda menos para que puedas leerla entera.
—No —rectifica mi jefa, riendo—, si digo lo de dos años sin…
La gente cuando va en el Metro se vuelve fea. Lo da el lugar. Sobre todo por las mañanas. La fealdad de las personas en el Metro no es casual, se produce porque nadie quiere estar allí. Cenando en un restaurante en verano a la orilla del mar sucede todo lo contrario. El feo es normal, el normal es guapo y el guapo lo es mucho. Eso pasa porque esa gente está donde quiere estar.
Como yo esta noche, que estoy donde quiero estar. Y con quien quiero estar.
—¡Qué guapa estás!
—¡Ves!
—¿Cómo?
—Nada, perdona, es que estaba distraída… Muchas gracias, Enrique.
—¿Quieres elegir tú el vino?
—No. Prefiero que esta noche elijas tú el vino y la cena. Me voy a dejar llevar.
Enrique Caamaño tiene las manos enormes. Y las mueve bien. Es muy expresivo, cada frase la acompaña con un gesto de sus manos, que revolotean abriéndose, cerrándose hacia delante o hacia los lados para apoyar con pasión cada frase, cada cumplido, cada risa, cada pensamiento. Sus manos se mueven con tanta agilidad que parece que a los brazos les cuesta trabajo seguirlas. Nos ilumina apenas una vela. Me gusta este sitio y la cena con Enrique está siendo maravillosa. Me encanta este hombre. No sé por qué no me he dado cuenta antes.
—¿También voy a tener que elegir yo el postre? —me dice.
—Hasta ahora lo has hecho fenomenal. Así que…
—Un plato de fresas para compartir.
—Enrique, ¿por qué nunca has estado casado?
—Supongo que no habré encontrado a la persona.
—¿Has estado enamorado de alguien alguna vez?
—Claro, mujer. Lo que pasa es que no siempre uno es correspondido.
—No lo entiendo.
—Supongo que eso es un cumplido.
—Sí, lo es.
—Me he pasado media vida enamorado de alguien y… no pudo ser.
—¿Por qué?
—No sé, era demasiado complicado. Esa persona… Bueno, dejémoslo. Ya es tarde.
Enrique se emociona y bebe vino para tragar algo más que saliva. Está claro que quiere cambiar de tema y yo le ayudo. Poco a poco, la conversación toma otros caminos.
—¿A ti te gustaba ser policía?
—No lo sé. Nunca lo elegí. En mi casa todos los hombres lo eran y nunca se me ocurrió otra posibilidad.
—Hay veces que no se puede elegir si sólo se conoce una cosa.
—Bueno, yo creo que sí me gustaba ser policía a pesar de los tiros.
—¿Tiros?
—Tenía una habilidad innata para aparecer en todos los líos en los que había pistolas de por medio.
—¡Qué mala suerte!
—Sí. Conozco policías, entre otros mis hermanos, que en treinta años de profesión no han sacado la pistola y yo, cada vez que iba a un atraco, se armaba la de San Quintín.
Enrique cuenta con mucha gracia varios de esos tiroteos, el miedo que pasaba y el desconcierto que había en esos momentos.
—No es como en las películas —me explica—, que en un lado están los malos y en otro los buenos. En un tiroteo de verdad cada uno va por un lado y te juro que cuando disparas, no tienes muy claro a quién.
—¿Has matado a alguien alguna vez?
—¡Qué va! Yo no le daba a nadie, era malísimo.
Me da la risa y a él también. Me confiesa que había un momento en el que disparaba al aire y otro en el que todo acababa sin saber muy bien por qué.
—De repente, dejábamos de disparar, a lo mejor los malos huían o los deteníamos, pero cuando aquello paraba era una liberación. Si te soy sincero, en ese momento tienes tanto miedo que casi te da igual que huyan con tal de que acaben los tiros.
Estoy tan a gusto con Enrique que quiero seguir estándolo.
—De verdad que sigo sin entenderlo —digo, cambiando súbitamente de conversación.
—¿Qué es lo que no entiendes?
—Que alguien tan especial como tú siga solo.
—Gracias otra vez…
—Enrique, creo que no es tarde para estar con esa persona de la que has estado enamorado.
—Sí es tarde, Ana, créeme.
—¿Por qué?
—¡Vamos a dejarlo!
—Enrique, he visto cómo te has emocionado hace un momento. Sé que podemos intentarlo. Estoy deseando intentarlo. Me parece que he estado mucho tiempo ciega…
Enrique me coge la mano y me pide que me calle. Vuelve a coger su copa de vino y me mira profundamente a los ojos. Sé que por fin va a confesarse, así que espero, con respeto, que se tome el tiempo que necesite.
—Ana, he estado mucho tiempo enamorado de una persona. He tenido otras relaciones, claro, pero nunca he superado mi deseo de estar con ella. A lo mejor ahora es el momento de contártelo.
—Claro que sí. Ahora es el momento.
—Ana, toda la vida he estado enamorado de Carlos.
M
i hijo ha tardado tres semanas en decirme que pretende publicar la novela en Tierra. Tal y como suponía, Marta le ha convencido con una cifra económica como anticipo a la que en Uriarte no podemos llegar. Además, sigue empeñado en que tiene que buscar un final feliz para la novela, que es lo que el público quiere. Si su padre le oye pronunciar esa frase, lo mata. Hace mucho tiempo que no me manda nada de lo que escribe y eso me está poniendo nerviosa.
—Carlos, hazme caso. No te fíes de Marta.
—Es una buena agente.
—Ella no te considera un escritor, sólo el heredero de Carlos Pacheco. Te está utilizando.
—Tú tampoco me consideras un escritor.
—Eso es injusto. Yo estoy intentando que lo seas.
—No insistas, mamá. La novela de papá se publicará en Tierra.
Marta todavía vivía con Carlos cuando empezó a escribir la novela. Me encantaría que yo hubiera sido el motivo de su ruptura, porque en ella Carlos habla permanentemente de nosotros a través de Fernando y Elena. También me gustaría imaginar que quiere convencer a mi hijo de que es mejor publicar con Tierra por despecho. Me gustaría, pero son sólo fantasías, porque Marta tiene alma de agente y si mi editorial pagara más anticipo, convencería a Carlos de que la mejor opción es Uriarte.
—Déjame al menos que te ayude. Puedo aconsejarte bien.
—De acuerdo, pero tienes que respetar mi manera de escribir.
—Vale. Mándame todo lo que llevas y después te doy mi opinión. Debes de estar a punto de acabar.
—Ya queda menos.
—Y, por favor, prométeme que no entregarás la novela hasta que yo no la haya visto.
En el Manolo hay poca gente. Es esa hora de media tarde en la que es tarde para comer y pronto para tomar algo después de salir del trabajo. Una pareja en una mesa, dos chicas en otra y yo, que estoy en la barra, somos los únicos clientes. Hay un camarero ocupándose de las mesas y otros dos en la barra. Uno de ellos es «el tío bueno», bautizado así por Luisa y por mí ante el desconocimiento de su nombre. Debe de tener unos cuarenta años, unas poquitas canas en el pelo y muchas más en la barba. No es un hombre demasiado guapo, hasta que te mira. Cuando lo hace, te lo parece. Es alto, moreno, con los ojos grandes y muy expresivos. Tiene unas ojeras permanentes que le dan aspecto de estar un poco cansado. Parece uno de esos hombres a los que les es imposible pasar desapercibidos.
—¿Quiere otro té?
—Vale, gracias.
—¡Parece que su amiga tarda hoy en bajar!
—Hoy no he quedado con mi amiga.
—Disculpe, como casi siempre está usted con ella.
—He quedado con una autora.
—Trabajan ustedes en Ediciones Uriarte, ¿verdad?
—Qué bien informado le veo.
—Uno pregunta y se entera de las cosas.
Es la primera vez que le digo algo, aparte de lo que quiero tomar cada día, desde que entró aquí a trabajar. Me sirve el segundo té. Me parece que él también tenía ganas de hablar conmigo. Una vez roto el hielo, se queda frente a mí y empieza a hablar.
—A mí siempre me ha gustado escribir —me confiesa.
—¡Vaya por Dios! ¡Otro! —se me escapa.
—¿Cómo dice?
—No, nada, perdona…
En ese momento me tocan por la espalda.
—¿Ana?
—¡Noelia!
—Siento el retraso, pero se ha complicado la grabación del programa.
—No te preocupes, ¿nos sentamos?
—Éste es —me presenta al tipo que viene con ella— Nacho Clavado, mi representante.
Los tres ocupamos la mesa que hay al lado de una ventana en una esquina. Casi siempre está ocupada, pero hoy no hay problema. No sé si seré yo, que ando un poco desesperada, o la buena suerte, pero últimamente veo bastantes hombres guapos a mi alrededor. Así me parece el tal Nacho Clavado. También me da la impresión de que la relación de ambos no es sólo profesional, aunque sé por las revistas que la presentadora está casada desde hace varios años.
—Noelia —empiezo—, como te dije por teléfono, me ha gustado mucho tu novela.
—Muchas gracias.
—La verdad es que para ser de una presentadora de televisión está bastante bien… He pasado un buen rato leyéndola y eso, hoy en día, no es muy frecuente en este tipo de libros… Así que, para no dar más rodeos, quería comentarte la intención de Uriarte de contar contigo como autora para tu próxima novela…
—¡No!
Supongo que ese «¡no!» tan contundente que ha interrumpido de golpe mi oferta irá seguido de alguna explicación, pero la presentadora deja que transcurran los segundos en medio de un silencio que corta.
—¿No? —me repongo como puedo.
—¡No!
—¿Podría saber el motivo?
—Que me pareces un poquito sobrada, Ana. Te llamabas Ana, ¿no…?
Nacho Clavado no interviene. Se limita a esperar sin inmutarse la respuesta de su jefa. A mí me ha cogido a contrapié, no me imaginaba yo una reacción así de esta mujer. En la tele parece otra cosa.
—¿Qué quiere decir —continúa— que mi novela «está bastante bien para ser de una presentadora de televisión»?
—Bueno, yo lo que quiero decir es…
—¿Y qué es eso de —Noelia sigue a lo suyo— «en este tipo de libros»?
—Pues…
—Venía con la esperanza de publicar con vosotros una nueva novela, pero eso va a ser imposible. Gracias por tu tiempo.
Noelia Regüela hace una seña a su representante y se levantan a la barra a pagar. Dicen adiós los dos, pero ella no me da los dos besos de despedida.
—Era la de la tele, ¿no? —me pregunta el camarero «tío bueno».
—Sí.
—¡Qué pronto se ha ido! ¿Verdad?
—Demasiado.
—Es guapa, ¿eh?
—Mucho.
—¿Quiere tomar otro té?
—No, gracias… Así que tú también eres escritor.
—Bueno, me gusta. Pero nunca he pasado de algunos cuentos cortos. No debo de ser muy bueno.
—Como la mayoría.
—Perdone, ¿puedo saber su nombre?
—Me llamo Ana. ¿Y tú?
—Carlos.
—¡Joder!
Carlos, el camarero «tío bueno», no entiende por qué me entra la risa al escuchar su nombre. Debe de pensar que estoy loca. Yo también lo pienso.
C
uando conocí a Carlos yo me había acostado con cuatro chicos. En el instituto tuve dos novios, Manuel y Luis, y otros dos en los primeros cursos de universidad. Los dos primeros me convirtieron, a juicio de mi tía, según sus palabras, en una zorra o un putón. Me llamaba indistintamente de las dos formas. A mí, discutir con mi tía y sacarla de quicio era de las cosas que más me apetecían en el mundo y si para eso había que tener relaciones sexuales, pues se tenían, y además procurando que se enterara. Una vez dejé que me pillara en mi habitación con Manuel, el más moreno de mis dos novios. Abrió la puerta y le vio debajo de mí. Se puso a dar gritos como si nunca hubiera visto un hombre desnudo. Bueno, a juzgar por la eterna expresión agria de su rostro, a lo mejor nunca lo había visto. Por cierto, ahora, al recordar a estos dos novios, Manuel y Luis, y contarlo aquí, parece que las relaciones sexuales las mantenía con los dos a la vez. No. Era o con uno o con otro. En esa época ni me planteaba ese tipo de cosas.