Para Ana (de tu muerto) (10 page)

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Authors: Juan del Val y Nuria Roca

Tags: #Erótico, humor, romántico

BOOK: Para Ana (de tu muerto)
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Mi hijo me acaba de enviar un mail con lo último que ha escrito. Dice que sólo le quedan ajustar algunas escenas y escribir el último capítulo de la novela de su padre. Miedo me da. Lo primero que descubro cuando abro el mail es que la segunda parte que ha escrito él es el doble de larga que la que dejó su padre. Carlos Pacheco jamás escribió novelas largas. En la editorial siempre le decían que los libros cortos no pueden venderse muy caros y le instaban, siempre que empezaba una novela, a que fuera un poco más larga que la anterior. Casi nunca cumplía. Alguien me dijo una vez que de cada cien escritores, noventa y nueve escriben de más y uno de menos: Carlos era ése. Lo leeré todo en casa con más detenimiento, pero no me resisto a llamarle.

—¿Diga?

—¡Hola, Yoli! ¿Está Carlos? Es que no coge el móvil.

—No, ha salido.

—Cuando le veas, dile que me llame.

—¿Es urgente?

—No. Sólo quiero comentarle una cosa.

—¿De la novela?

—Sí, de la novela.

—Está muy nervioso por conocer tu opinión. Intenta no ser muy dura con él.

—¿Tú la has leído?

—No me deja… ¡Oye, Ana! —cambia de conversación—. Creo que la Marta esa le va a volver loco.

—¿Qué pasa con Marta?

—Que no para de presionarle. Le está llamando todo el día. Ahora creo que está con ella.

—Yo pensaba que tú querías que Carlos hiciera caso a Marta y decidiera publicar con Tierra.

—Tú aciertas pocas veces cuando piensas sobre mí. En fin —continúa Yoli sin que yo diga nada—, cuando venga Carlos le digo que te llame.

20

J
amás he ido a un psicólogo. Salvo a Amelia Torregrosa, la terapeuta de parejas. Algunas veces he tenido la tentación de ir a una para mi sola y allí contar la verdad. Luisa me ha insistido alguna vez, diciéndome que me iría bien. Cuando la gente te recomienda ir al psicólogo o al psiquiatra, añade después que todo el mundo debería ir. Es una manera de consolarte. No sé bien para qué sirven, no sabría por dónde empezar a contarle, no tengo ni idea de cuál es el origen del problema porque tampoco sé cuál es el problema. A lo mejor no reflexiono de forma correcta para averiguarlo, porque cuando me miro a mí misma, siempre llego a callejones sin salida. Así que tampoco pierdo el tiempo en investigarme. No me compensa. ¿Para qué mirarme si no sé si lo que veo va a gustarme? Lo único que sé hacer es seguir hacia delante porque pararme me da miedo. Me muevo por inercia, como esos aparatos de bolas metálicas que se golpean entre sí y nunca se detienen. Eternamente moviéndose sin que pase nada, sin alterar nada a su alrededor. Todo su movimiento es inútil. Muchas veces yo soy igual, me muevo sin parar, pero no en línea recta, y creo que con frecuencia puedo volver al mismo punto de partida exhausta por el esfuerzo y sin haber avanzado ni un metro. Estoy ya muy cansada de moverme así.

No he vuelto a hablar con Enrique desde que me confesó su amor por Carlos la noche en la que cenamos juntos. Han pasado muchos días y tengo que decirle algo. He quedado con él en el Manolo, donde Carlos, el camarero que escribe, me pone una Coca-Cola con hielo y sin limón mientras espero.

—¿Le pongo unas patatitas?

—Carlos, no me llames de usted. Y sí, pónmelas, que tengo hambre.

Carlos me las trae acompañadas de un plato inmenso de aceitunas, un poco de tortilla de patata y una tapa de paella.

—Una tapita, invitación de la casa.

—¿Una tapita? Con esto ya como.

Que se llame Carlos y que quiera ser escritor son detalles muy en su contra, pero es imposible negar que este chico tan amable es irresistiblemente sexy.

—¿Sigues escribiendo?

—Cuando saco tiempo.

—El otro día leí algo que me hizo pensar en ti.

—¿En mí?

—Sí. Era una historia de una chica que estaba comiendo en un restaurante y el camarero que la atendía me recordó a ti.

—¿Y qué pasaba entre ellos?

Enrique se aproxima a nuestra mesa interrumpiendo la conversación. Carlos me guiña un ojo antes de ir a atender otra mesa. Creo que voy a tenerle que contar el final de lo que leí antes de marcharme. Tardo unos segundos en recomponerme. Ahora tengo delante de mí a Enrique, que se sorprende de que esté comiendo tan pronto.

—No, no. Es una tapa que me ha puesto el camarero.

—¡Joder con la tapa!

—Coge un poco de tortilla. Está buenísima.

—¿Qué tal estás, Ana? ¡Te veo bien!

—Bueno, estoy tomando algunas decisiones que no me quedaba más remedio que tomar.

—¿Cómo va lo de la novela?

—Bien, bien. Mi hijo va avanzando y pronto la tendrá lista.

—He oído que la va a publicar Tierra.

—No, finalmente la publicará con nosotros.

—¿Cómo estás tan segura?

—Porque le conozco.

—¿Para qué querías verme?

—Ya te he dicho que estoy tomando algunas decisiones y una de ellas tiene que ver contigo.

—Pues cuéntame.

—Que no quiero perderte.

—No te entiendo.

—No hay nada que entender. Simplemente, quiero que seas mi amigo. Eres una de las mejores personas que conozco. Te admiro, confío en ti y quiero tenerte cerca, a pesar de…

—Eso, a pesar de… —Se ríe.

—¿Carlos sabía lo que sentías por él?

—Ana, Carlos era una persona muy inteligente.

—¿Pero estuvisteis juntos alguna vez?

—¿Eso es morbo?

—Un poco. —Nos reímos a la vez.

—No, nunca estuvimos juntos.

—Nunca habría dicho que eres homosexual.

—No te fíes de las apariencias.

—El día que me lo confesaste estaba loca por acostarme contigo.

—¡Lo sé!

—Pero, bueno, ya me he recuperado.

—Ana, eres una tía maravillosa. Si me gustaran las mujeres…

—Anda, anda. No me consueles, que no lo soporto.

—Me alegro de verte bien. Puedo invitarte a cenar este viernes.

—Será un placer, señor inspector.

Enrique se va después de darnos un abrazo maravilloso en el que he estado a punto de llorar. Él creo que también. Tardo en recomponerme. Mi camarero escritor viene a sacarme del trance.

—¿Un café?

—Solo, por favor.

Se lleva todos los platos de mi mesa y me trae el café mirándome a los ojos.

—¿Cómo acabó la cosa entre el camarero y la clienta?

—Ella le daba su número de móvil junto con la cuenta y esa misma tarde acababan en la cama de una pensión.

—¿Y esa historia te recordó a mí?

—Es sólo literatura.

—Voy a preparar la cuenta.

El camarero vuelve con el platito en el que va la cuenta. Me ha cobrado sólo la Coca-Cola y el café. En el tique ha escrito su móvil.

—No pienso jugármela a que no me des el tuyo —me explica—. Hoy salgo a las siete.

21

H
ace frío. Esta mañana salí de casa sólo con una cazadora vaquera que no abriga nada, aunque me quede estupendamente. Creo que hoy estoy guapa, y si yo lo creo, seguro que lo estoy. Camino por la calle y en los cristales de los escaparates me veo bien, no me resisto a seguir mirándome. Mirarse en los cristales es algo que hace todo el mundo, así que no sé por qué hay que hacerlo con disimulo. Me suena el móvil. Es mi hijo.

—¡Hola, cariño!

—Hola, mamá. Me ha dicho Yoli que te llamara. ¿Lo has leído ya?

—Muy por encima. Lo voy a leer esta noche tranquilamente, pero en principio el texto me ha parecido muy largo. Las novelas de tu padre siempre han sido cortas.

—Eso me dijo Marta.

—¿Se lo has enseñado?

—No, tranquila. Le he dicho que habrá aproximadamente unos trescientos folios y se ha puesto muy contenta por eso.

—Carlos, me gustaría que vinieras mañana por la noche a casa. Cenamos y hablamos.

—¿Lo habrás leído todo para entonces?

—Seguro.

He tenido tiempo para llegar a casa, ducharme, ponerme un vestido y pintarme la raya de los ojos. Carlos el camarero y yo no hemos hablado mucho por teléfono. Apenas me ha preguntado si tenía ginebra y me ha dicho que nada más salir del bar vendrá a mi casa. Todavía no son las ocho y ya está llamando al portero automático. Es guapo, pero no se le nota demasiado que lo sabe. Sin la chaqueta blanca de camarero gana mucho. Lleva una camiseta verde oscura y encima una cazadora negra de tela. Cuando se la quita, descubro que en su antebrazo derecho lleva un tatuaje con el nombre de Martina. Es fuerte y me parece muy seguro de sí mismo. Me dice que le encantan las mujeres que toman la iniciativa. Me besa. Me dejo besar. Mientras sirvo los
gin-tonics
le confieso que, a pesar de haberle llamado yo, llevo mucho tiempo sin estar con un hombre. No le da mucha importancia a lo que le cuento, quizá porque no me cree. Se pasea por mi salón con la copa en la mano observando todo y haciendo comentarios sobre fotos, algún cuadro, los libros de la estantería… Estoy muy excitada, me apetece que se abalance sobre mí en el sofá y dejarme llevar. Creo que estamos tardando mucho en empezar. Hay un momento de silencio que el camarero rompe con una pregunta: «¿Dónde está tu dormitorio?». Me parece frío. Me levanto del sofá, le cojo de la mano y le llevo a la habitación. Nos besamos a los pies de la cama. No tarda en levantarme el vestido y quitármelo por el cuello. No llevo sujetador. Me tumba en la cama boca arriba y él se desnuda completamente delante de mí. Lo que veo me gusta. Me gusta mucho. Se arrodilla y me quita el tanga negro que llevo. Sin más preámbulos, mete su cara entre mis piernas y empieza a comerme. Comienzo a temblar. Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez. Nada más rozarme con su lengua, no hay duda de que el camarero sabe muy bien lo que hace. Yo me dejo hacer. No sólo disfruto de lo que me hace, sino de haber tomado la decisión por fin de acabar con esta inactividad sexual. Siento placer y felicidad. Carlos está pasándolo bien ahí abajo. Si no fuera así, no podría hacerlo de manera tan perfecta. Le gusto y se nota. Hay un momento en que le pido que pare, porque no quiero acabar tan pronto. A mí también me apetece su cuerpo. Estoy un poco acelerada y él lo nota. Me ayuda a calmarme. Ahora, más despacio, sigo dedicada a él. Noto cómo se excita y yo me excito aún más. Todavía tumbado, me pide que me suba encima de él. Lo hago y, cuando le noto dentro, siento un placer que casi no recordaba. Es la primera vez que estoy con él, pero es suficiente para reconocer que este hombre tan guapo es también un gran amante. He pasado mucho tiempo encima de él y otro tanto debajo. Me ha dado placer con todas las partes de su cuerpo y ha habido algún momento en el que he estado a punto de marearme. He sido yo quien ha tenido que pedirle que acabara porque sabía que no podía más. Durante unos minutos hemos estado intentando recuperar el aliento.

—No he notado que llevaras tanto tiempo sin practicar sexo —me dice.

—Yo sí lo he notado, créeme. —¿Quieres que me quede?

—Es mejor que te vayas. Tengo que descansar, mañana tengo un día muy duro.

Carlos prefiere no ducharse. Le veo vestirse tumbada en la cama.

—¿Quién es Martina?

—Mi hija. Tiene diez años. ¿Tú tienes hijos?

—Sí. Uno. Se llama como tú y tiene veinticuatro años.

—Ana, me encantaría volver a verte.

—Después de lo de hoy —le confieso—, dalo por hecho.

22

E
l final de la novela de mi hijo es tal cual me lo imaginaba. Llevo leyendo todo el día, ni siquiera me he duchado. He comido sólo un par de sándwiches desde que me he levantado y voy camino de terminarme la segunda cafetera. Carlos está sentado en el salón, esperando mi opinión.

—¿Qué quieres cenar?

—¿Qué hay?

—La verdad es que no mucho. Me he pasado todo el día leyendo y no me ha dado tiempo a ir a la compra.

—¿Hacemos una pizza?

—Vale. La tengo de cuatro quesos.

Mientras se la come, se bebe un par de latas de Coca-Cola. Hago otra cafetera, le sirvo a él un manchado de café y me pongo uno solo para mí.

—¿Qué te ha parecido la novela? Y, por favor, mamá, dime la verdad.

—No me ha gustado.

—¿Por qué?

—Porque no es buena. Y, además, no parece de tu padre.

—Es que no es de mi padre.

—De todas formas, no hay por dónde cogerla.

—¡Qué fácil te resulta decirme que soy una mierda de escritor!

—Yo no he dicho eso. Te aseguro que no es fácil decirte lo que pienso de lo que has escrito.

—A mí me parece que disfrutas.

—Eso es injusto. Me has pedido mi opinión y te la estoy dando.

—¿Les hablas así a todos los autores?

—Ellos no son mis hijos.

Carlos amenaza con irse, pero le invito a que nos tranquilicemos. Hay todavía muchas cosas de las que hablar.

—¿Otro café?

—¿No decías que había que tranquilizarse? —dice con buen tono—. ¡Venga, el último!

Los sirvo, encendemos dos cigarros y vamos al sofá. Quiero argumentarle mi opinión.

—Lo primero es que es muy larga.

—Eso nunca les importa a las editoriales. Marta está encantada.

—No me extraña. En este negocio se van a acabar encargando las novelas al peso para venderlas más caras.

—Puedo quitar cosas y hacerla más corta.

—Créeme, tienes que hacerlo. Tu padre era un escritor muy directo. Parecen dos novelas distintas.

—Con sinceridad, ¿hay algo de la novela que te haya gustado?

—Las descripciones son buenas. Eso lo haces muy bien.

—¡Vaya! ¿Sólo eso?

—Aparte de larga, me parece simple, y has convertido en incoherente todo el planteamiento que hizo tu padre en la parte que dejó escrita. No has entendido a los personajes, ni cómo son, ni lo que les pasa. Hay folios y más folios sin nada. Si publicas esto, se acabó tu carrera como autor.

—Marta me ha dicho que seguiré publicando en Tierra.

—No entiendes nada. A Marta le da igual cómo sea la novela. Van a vender un millón de ejemplares nada más publicarla. Es sólo un negocio.

—Yo también saldré ganando.

—¡El dinero es lo único que te importa!

—¿Y qué me debería importar?

—Tu carrera como escritor y aprovechar la oportunidad que te ha dado tu padre.

—¿Mi padre? ¿Acaso le importé yo a él?

—Sí le importabas. A su manera.

—¡No es verdad! No me hizo caso jamás. —La voz y la mirada de Carlos se llenan de rabia.

Tengo la tentación de llevarle la contraria hablándole de la carta. Aunque no quiera contarle la verdad, tampoco quiero insistir en algo que es mentira. Prefiero quedarme callada.

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