Read Para Ana (de tu muerto) Online
Authors: Juan del Val y Nuria Roca
Tags: #Erótico, humor, romántico
Yo estudié periodismo, aunque no llegué a terminarlo. Cuando estaba en tercero, empecé a trabajar como becaria en un par de revistas de tendencias que ya no existen y de allí pasé a Ediciones Frates, un sello del Grupo Tierra cuyo autor estrella era en aquel entonces Carlos Pacheco. Después de pasar por cuatro editoriales más del Grupo Tierra me fui de allí y ahora llevo en Uriarte casi cinco años.
Luisa es mi jefa, y tal y como suponía me acaba de decir que es imposible apostar por un autor desconocido al que yo quería publicar. Me lo pasó una agente de Barcelona y su novela es lo mejor que he leído en años. Le falta vocabulario y le sobra optimismo, pero lo que ha escrito rebosa talento. No es lo único que me ha dicho Luisa. También me ha comunicado que debo prescindir de Laura, mi ayudante. Los recortes tienen que empezar y van a ser duros.
Mi hijo Carlos me está esperando en la mesa del fondo de la terraza del restaurante. Hace un poco de frío, a pesar del sol, pero dentro no se puede fumar. Ahora se ha dejado barba y lleva el pelo más largo. Me hace una señal con la mano por si no le he visto. Me siento enfrente de él.
—¡Carlos, te he dicho que no fumes!
—Mira quién fue a hablar.
—Yo estoy a punto de dejarlo.
—¿Qué tal los abuelos?
—Tu abuelo se enfadó. Quería que hubieras ido.
—Mañana los llamo.
—Hijo, ¿tú cómo estás?
—Mejor, aunque todavía me despierto con esa imagen de papá en su sofá…
Carlos hace el mismo gesto de «aquí estoy» que me había hecho a mí, a alguien que está detrás. Me giro y es su chica.
—No sabía que iba a venir.
—Creía que te lo había dicho.
Mi hijo besa a Yoli, que saluda risueña.
—¡Hola, señora!
Yoli quiere ser actriz y nos cuenta que se ha matriculado en un nuevo curso para prepararse. El piso de la calle Carretas en el que vive con mi hijo se lo compró su padre, un constructor de Teruel que subvenciona el sueño de su hija desde hace más de doce años, cuando la niña decidió venir a Madrid con la mayoría de edad recién estrenada. En todo este tiempo ha salido de extra en un anuncio de tampones y como concursante en un programa de televisión en el que fue eliminada a la primera. Yoli habla mucho.
—¡Están buenos los trigueños!
—¡Trigueros, Yoli! —corrige mi hijo.
—Bueno, eso.
—Yoli —me informa Carlos— va a hacer un
casting
para una película de un director nuevo.
—¡Ah!
—¡Yoli! ¿Cómo dices que se llama el director?
—Me da igual cómo se llame —interrumpo mirando a mi hijo—. Yo lo que quiero es hablar contigo.
—Si molesto me voy —dice Yoli.
—Pues mira, no es mala idea.
—Ni caso, Yoli. Mi madre es así de borde. ¡Vámonos!
—Carlos, espera un momento…
Este día soleado en el que he vuelto al mundo después de una semana tirada en el sofá ha sido horrible. Menos mal que he recuperado mi maleta gris de lona de tamaño normal, que ni es grande ni lo suficientemente pequeña como para caber en la cabina de los aviones. Ya la tengo encima de la cama, con alguna ropa que estaba deseando recuperar y las cremas tan caras que estaban recién empezadas. En el correo que me subió el portero había lo de siempre: un montón de invitaciones a presentaciones de libros, publicidad de ordenadores, de móviles y, entre todos los papeles, un sobre grande de color crema con mi nombre a máquina y sin remite. Al abrirlo, veo unos ochenta folios impresos en ordenador y junto a ellos una carta escrita a mano. Es la letra de Carlos. En el encabezamiento leo: «Para Ana, de tu muerto».
M
e ha contado Enrique Caamaño que Carlos estaba desnudo en el sofá. Enrique es un inspector de policía retirado, amigo de Carlos, que ahora trabaja en los medios de comunicación. Ya no ejerce como policía, pero sigue teniendo buenos contactos dentro del Cuerpo y ha tenido acceso al informe de los policías que encontraron el cadáver. Había restos de todo tipo de drogas por el apartamento. Sobre la mesa de al lado del sofá había un frasco de popper, un estimulante sexual, y volcadas en las alfombras, botellas de whisky y ginebra. En la pantalla de plasma que colgaba en la pared del salón aparecía el menú de una película porno de los años ochenta. Hacía poco que se había corrido. Allí había habido una buena fiesta antes de que Carlos muriera. Me imagino lo que sintió mi hijo al encontrar a su padre de esa manera. No me extraña que no quiera hablar de ello.
La policía dice que los resultados de los análisis tardarán un par de meses y, hasta que no los tengan, no podremos saber con precisión qué sustancia lo mató. Qué más da: Carlos decidió morir ese día y de esa forma. No fue un accidente. Enrique y yo sabemos que a Carlos no se le pudo ir la mano con las drogas: sabía demasiado sobre ellas.
Estoy mirando los datos de las ventas de libros de esta semana y son catastróficos. Miro una y otra vez los números de la pantalla y no me lo puedo creer. Ninguna de las novelas de las que soy editora se ha acercado a las previsiones, pero el descalabro ha sido ver cómo
Te lo digo, te lo cuento
, la última novela de Marián Solá, ha vendido ciento doce ejemplares en su segunda semana a la venta. Era la gran apuesta de la editorial, la que nos iba a salvar de una ruina que llevamos arrastrando desde hace un par de años. Marián Solá es una autora de prestigio. Ganó muy joven el Premio Tierra y sus dos siguientes novelas estuvieron en las listas de las más vendidas. Después de algunos años sin escribir, reaparecía con
Te lo digo, te lo cuento.
Yo fui la que más aposté por esa novela, la que me peleé con todo el mundo para que la tirada fuera grande, para invertir comprando espacios en las librerías. Todo estaba previsto para que, al menos, se hubieran vendido unos tres mil ejemplares a la semana. Cuando veo ese ciento doce fijo en la pantalla, tan insolente, tan pobre, tan maldito, me dan ganas de echarme a llorar. No me da tiempo porque la cara de Luisa ha emergido por encima de mi panel para decirme que vayamos a hablar a su despacho.
—Ya me dirás qué hacemos —dice, echándose hacia delante, invadiendo su propia mesa.
—No lo sé. No me podía esperar ese dato.
—¡No era buena, Ana! ¡Te dije que la novela no era buena!
—La novela es una más y Marián vendió más de cien mil ejemplares de su último libro.
—Su último libro fue hace casi cinco años.
—Esta semana tiene un par de entrevistas en televisión. Creo que eso le dará un empujón a las ventas.
—Ana, si ese libro no remonta, es el fin. Nos vamos todos a la mierda.
Tengo encima de la mesa la última novela que publicó Carlos Pacheco. Fue el año pasado. Se titula
Ausencia
y no vendió tanto como otras suyas. Ahora que la estoy releyendo entiendo por qué. Se ve que tiene su sello, pero es un texto tan lleno de desencanto que su lectura provoca cierta claustrofobia. No es una novela brillante, aunque hay mucho desgarro en algunas cosas que cuenta. Hay fragmentos bellos y otros que emocionan, pero la trama tiene algunas incoherencias y demasiadas casualidades. Se nota que la ha hecho a impulsos, hay frases que no están muy meditadas y tiene demasiadas contradicciones, algunas hasta en el mismo párrafo. De no ser un autor reconocido, ese libro hubiera pasado sin pena ni gloria.
A mí nunca me han gustado los toros, pero Carlos era un gran aficionado. Siempre me interesó más su conversación sobre ese espectáculo que ir a verlo. Fui un par de veces a Las Ventas y lo pasé mal. No fui capaz de desprenderme del horror que me suponía ver sangrar primero y morir después a ese animal que minutos antes salía tan fiero de los corrales. Además, los dos días que fui el toro pilló a un torero y me dio la sensación de que no debía de traerles muy buena suerte. Carlos siempre me decía que nunca empleara el verbo «pillar» para describir el percance de un torero: había que decir «coger», porque pillar es el verbo que utilizan los turistas. Hubo un tiempo en el que me fascinaba oír hablar a Carlos de cualquier cosa, de toros también. Leyendo
Ausencia
me he acordado de una frase que me dijo sobre el valor de los toreros: «El valor está en un frasco y tarde tras tarde se va agotando poco a poco». Leyendo esta novela me he dado cuenta de que el talento, como el valor, también puede agotarse.
Carlos y Enrique Caamaño fueron muy amigos. Una amistad que duró muchos años por el respeto y la admiración que se tenían. Carlos ayudó a Enrique después de que éste dejara la policía. A través de algunos contactos en los medios de comunicación consiguió que Caamaño colaborara como experto en algunos programas de sucesos aportando su punto de vista profesional. Le fue bien en su nueva labor y ahora tiene una sección fija diaria en un programa de radio matinal que, al parecer, es de las más oídas. Enrique, por su parte, servía de inspiración a Carlos, porque era una fuente inagotable de historias sobre crímenes que después transformaba en tramas para sus novelas. Además, Caamaño, que seguía teniendo muy buenos amigos en la policía, le hizo un gran favor a Carlos hace algunos años, impidiendo que su nombre se mezclara en un asesinato en el que nada tuvo que ver, pero que, de trascender a los periodistas, hubiera dañado su imagen. Carlos estaba comprando droga en casa de un camello al que asesinaron en su presencia. Fue una casualidad que estuviera allí cuando dos tipos entraron en el apartamento del camello y le pegaron un tiro en la cabeza justo cuando le estaba entregando unos gramos de cocaína. Los dos asesinos se marcharon sin demasiadas prisas y sin casi mirarle. Fue un ajuste de cuentas entre traficantes que le pilló en medio, aunque gracias a algunas llamadas de Enrique, Carlos nunca estuvo allí.
Enrique es un señor fuerte y menos alto de lo que parece si no te fijas bien. Tiene una mirada limpia y sabia, la que poseen esas personas que siguen siendo buenas a pesar de lo que han visto. Es un hombre duro que desprende ternura. Debe de ser porque todavía tiene capacidad para seguir emocionándose a pesar de haber descubierto tantas veces que la vida puede no valer nada. Me hubiera gustado ser más amiga de este policía que Carlos utilizó en algunas de sus novelas.
Creo que me enamoré de Carlos en cuanto le vi, poco después de empezar a trabajar en Ediciones Frates. Fue allí un día a hablar con alguien y, al pasar por delante de mi mesa, se fijó en mí, supongo que porque era la nueva y porque era muy difícil no fijarse en mí cuando yo tenía diecinueve años. Se acercó y me dijo: «Hola, tú eres nueva, ¿no? Encantado, yo soy Carlos». Supe que mientras me daba los dos besos de rigor mi rostro se había incendiado como el de una adolescente ante su ídolo. No era normal, porque yo, tan liberal, tan sin prejuicios en aquella época, no era ya una jovencita inexperta como para quedarme tan desarmada delante de un hombre. Pero Carlos no era un hombre normal; desde luego, no era como los chicos con los que había estado en la universidad. Seguí trabajando todo el día con su mirada en el recuerdo cuando a las ocho en punto sonó el teléfono de mi mesa.
—¿Sí?
—Hola, Ana. Soy Carlos Pacheco. Nos hemos conocido esta mañana.
—Sí, sí, claro, claro…
—Me han dicho que salías a las ocho y quería invitarte a un café.
—Sí, sí, claro, claro…
—Estoy en Úrsula, una cafetería que hay enfrente de tu oficina. ¿Bajas?
—Sí, sí, claro, claro…
Dos meses después de aquel café, Carlos y yo estábamos viviendo juntos. Me enganché a él, a su inteligencia, a su seguridad, a su valentía, a su manera de vivir y a la forma en la que me hacía sentir. En esa época acababa de empezar
La duda
, para mí una de las mejores novelas que escribió, quizá la más vital y apasionada de todas. Creo que podría recordar en qué momento exacto escribió cada uno de esos folios, el instante en el que me los dejaba leer, las observaciones que con muchas reservas me atrevía a hacerle y lo feliz que me sentía cuando me hacía caso en algo. El personaje de la criada se llama Ruth porque se lo propuse yo. Primero dijo que Ruth no era un nombre de criada, pero al final me dio el capricho.
Recordar mi vida con Carlos es volver a vivir. Nada me llena tanto en el presente como me llena el recuerdo. Sobre todo en el sexo. Me excito recordando cuánto me excitaba y todo lo que vivo me resulta menor que lo ya vivido. Es una trampa de la que todavía no he sabido salir.
E
n la lista de los diez libros más vendidos de la semana hay cuatro de Carlos Pacheco,
Ausencia
incluido. Tierra ha reeditado toda su obra y, por lo que se ve, ha sido un acierto. Está teniendo una promoción inmejorable: en los programas del corazón se habla continuamente sobre cómo ha fallecido y los críticos literarios, ahora que está muerto, lo consideran un autor muy importante. Un clásico, escribieron el otro día en
Morelia
, uno de los suplementos literarios de referencia.
Carlos Pacheco era un gran escritor. Lo pensaba mientras le quise, mientras le padecí y hasta en los últimos años, en los que decidí vivir sin él. Posiblemente, no pasará a la historia de la literatura, pero su calidad fue siempre muy superior al prestigio que el mundo literario quiso reconocerle en vida.
Te lo digo, te lo cuento
ha vendido setenta y dos ejemplares esta semana, a pesar de las entrevistas que hizo Marián Solá en televisión, lo que significa que el libro está definitivamente acabado y puede que eso suponga el mismo final para la editorial. Aquí he sido muy feliz, sobre todo al principio. Luisa me llamó para empezar a trabajar en Uriarte a los pocos meses de dejarlo con Carlos. Después de tantos años en el Grupo Tierra, con un empleo seguro y muy bien pagado, no era sensato dejarlo y empezar en una editorial pequeña y de futuro incierto. Pero tuvimos suerte. En el primer año encadenamos cuatro o cinco éxitos que nos colocaron en una situación envidiable en este negocio. Las cosas estaban de cara y hacíamos lo que queríamos, publicábamos cosas buenas que se vendían y algunas arriesgadas que se vendían aún más. Uno de los mayores éxitos, recuerdo, fue un ensayo de humor sobre formas de suicidarse titulado
Allá voy
. Fue una época en la que me sentí libre, me lo pasaba bien trabajando y me acostumbré a no depender de Carlos. Me divertía de manera distinta a como lo había hecho durante años. No tomaba ninguna droga y hasta me quité del porrito que fumaba cada noche antes de dormir. Tuve tres o cuatro novios sin importancia, guapos y que más o menos eran buenos en la cama. Los tuve hasta que me cansaron y después los dejé o me dejaron, como Juan, el último de ellos.