Para Ana (de tu muerto) (5 page)

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Authors: Juan del Val y Nuria Roca

Tags: #Erótico, humor, romántico

BOOK: Para Ana (de tu muerto)
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Cuelgo con mi hijo y atravieso los enormes pasillos de la terminal camino de la parada de taxis. Al doblar uno de ellos, la vista se me va hacia el escaparate de una de esas tiendas tan lujosas que hay en los aeropuertos.

—Hola, ¿en qué puedo ayudarla?

—Quería comprar la maleta que hay en el escaparate.

—¿Cuál de ellas desea exactamente?

—La del estampado de flores.

—Muy original, desde luego. ¿Qué tamaño desea?

—La pequeña, para no tener que facturar.

—Ésta tiene el tamaño homologado para poder viajar en la cabina del avión.

—¿Está usted seguro?

—Completamente, señora.

Le pido al taxista que me lleve directamente a la editorial. Mientras hablaba con mi hijo y compraba la maleta, tengo cinco llamadas perdidas de Luisa. Debe de estar preocupada.

—¿Dónde estás?

—En un taxi, voy para allá.

—Ha llamado Marta preguntando por ti.

—¿Marta? ¿Qué Marta?

—La estirada de Marta Sanchizdrián, la agente, la ex de Carlos.

—¡Ah, sí, Marta! ¿Y qué quería?

—Hablar contigo. Me ha pedido tu móvil, pero no se lo he dado. Quería avisarte antes.

—Pues si vuelve a llamar, dáselo. A ver qué quiere.

9

E
lena se convierte en la musa de Fernando en la novela de Carlos. Fernando es un pintor importante muy cotizado desde hace años y Elena la cantante de un grupo de pop rock poco conocido por el público, pero que se defiende actuando en el circuito de bares nocturnos de Madrid. Elena ha trabajado de camarera y como modelo de pintura posando desnuda. Lo hacía habitualmente en academias de dibujo hasta que un día se la recomendaron a Fernando, que la contrató para un retrato a cincuenta euros la hora. Carlos describe a Elena como la imagen de la sensualidad. Ya no es una lolita, es una mujer joven y esplendorosa a la que es imposible no desear si estás vivo. Fernando la pintó devorando una rodaja de sandía completamente desnuda encima de una silla. Elena mira al autor mientras el jugo rojo de la fruta se derrama por su cuerpo. Es el único cuadro de Fernando que no ha vendido, él, que sobre todo pinta para vender. Cuando terminó, se lo regaló a Elena con la condición de colgarlo en casa y de que, pasase lo que pasase, ella tampoco lo vendiera jamás. Uno de los momentos más divertidos de la novela de Carlos es cuando cuenta la cara de las visitas que van a casa de la pareja y ven a su anfitriona completamente desnuda comiendo sandía colgada en el pasillo.

Fernando es un provocador y Elena está tan viva junto a él que ya no puede imaginarse sola.

Hace más de dos años que no quedo con un hombre para cenar y tengo ganas de hacerlo. No puedo dejar pasar este momento en el que, a ratos, vuelvo a sentirme viva. He ido a la peluquería, me he depilado, me he tomado mi tiempo maquillándome y me he arreglado el pelo con esmero. He elegido un vestido azul ajustado y he prestado atención a mi ropa interior con cierta esperanza de que él pueda verla esta noche. El color negro es una apuesta segura. Me siento guapa y por las miradas de los hombres cuando atravieso el restaurante camino de la mesa en la que él me espera me doy cuenta de que lo estoy. Avanzo segura hasta llegar a Martín Gracia, el periodista deportivo que se levanta como un caballero.

—¡Qué guapa estás!

—Muchas gracias, perdona el retraso.

Hasta que no llega el segundo plato no empiezo a relajarme un poco. Estos nervios me encantan, ya no me acordaba de lo que era sentirlos. Martín lleva todo el peso de la conversación, aunque no sé por qué hoy no me está haciendo tanta gracia como el día que me preguntó en la editorial si tenía un tatuaje en la ingle.

—Ana, me encantó que me llamaras para cenar.

—Me apetecía mucho verte otra vez.

—Me gustan las mujeres que toman la iniciativa.

—En los últimos días estoy haciendo cosas distintas a las que he hecho los últimos años.

—¿Por ejemplo?

—Me he comprado una maleta con un estampado de flores.

Salimos del restaurante paseando. Martín me hace reír, a veces mucho. A medida que ha avanzado la cena, se ha ido relajando y pareciéndose cada vez más al de nuestro primer encuentro. Mientras esperamos que un semáforo nos permita cruzar, Martín se lanza.

—Me encantaría besarte.

—Pues cállate y hazlo.

Juntamos nuestros labios con tantas ganas que hasta los dientes han chocado. El semáforo ha cambiado de color un par de veces sin que le hayamos hecho caso. Martín besa bien, suave y lento, lo que yo necesitaba después de tanto tiempo sin besar.

—Ven a mi casa.

—¡Vamos!

Martín me lleva a su casa en un Smart rojo. En el trayecto estoy a punto de arrepentirme de lo que inevitablemente voy a hacer. Creo que tengo que hacer esfuerzos para recuperar las ganas de sexo, que no sé por qué extraño mecanismo mental han desaparecido de pronto.

—¿Te importa que fume?

Mientras echo el humo por la ventanilla, viendo las aceras de Madrid con su vida nocturna, me enfado conmigo misma por tener ganas de irme.

—Es aquí.

Martín aparca su Smart rojo en el mismo portal. Tengo ganas de marcharme, pero no lo voy a hacer. Pienso subir al piso de Martín y pienso acostarme con él, que es a lo que he venido. Y si no sale bien, pues me aguanto.

—Ana, ¿en qué piensas?

—Nada, nada. ¡Qué portal tan bonito!

Martín me besa en el ascensor y yo le pido que espere. El piso no es grande, pero es casi diáfano. Sólo hay una habitación y un baño. El resto es todo salón, con una cocina americana en una esquina. Parece obra de un decorador profesional. Es todo bonito y encaja, pero no tiene personalidad. Es como un piso piloto.

—¡Qué casa tan bonita!

—¿De verdad te gusta?

Martín abre una botella de vino y saca dos copas de un armario.

—Yo no quiero vino.

—¡Vaya…! Bueno, ¿qué quieres beber?

—Nada… bueno, agua. ¿Tienes agua?

—¿Te pasa algo?

—Nada, nada.

Martín se sirve su vino y a mí un vaso de agua de la nevera. Apaga la lámpara del techo y deja encendida una de pie a la que le baja la intensidad. El salón se queda en penumbra. Bebo agua, bebe vino y me besa. Intento concentrarme. Martín deja su copa en una mesa, me quita el vaso de agua de las manos y me invita a sentarme junto a él en el sofá.

—¡Martín, quiero irme!

—¿He hecho algo que te haya molestado?

—Deja de disculparte todo el rato, que me sacas de quicio. Tú no has hecho nada. Soy yo, que quiero irme.

—¿Te pido un taxi?

—No. Prefiero ir andando.

Camino durante mucho rato hasta llegar a casa pensando en que a lo mejor todavía no estoy donde creía estar. Estoy cansada. No entiendo bien qué me ha sucedido esta noche, sólo sé que ahora mismo tengo más ganas de dormir que de despertar mañana.

Marta Sanchizdrián es una mujer alta y atractiva. Inteligente y de fuerte personalidad. De esas mujeres que dan miedo a otras mujeres porque las vemos incapaces de perder. Marta fue la última pareja con la que vivió Carlos y también su agente desde hace algunos años. Con ella publicó sus dos últimas novelas. Yo la conozco desde hace bastantes años porque he negociado con ella en otras editoriales algunos libros de escritores a los que representa. En los últimos años no hemos tenido contacto profesional porque en Uriarte no hemos publicado autores suyos. Más que nada por casualidad, pero que Luisa no pueda soportarla ha tenido algo que ver. La última vez que la vi fue hace más de un año, en una entrega de premios literarios en la que ella iba acompañando a Carlos. Está entrando por la puerta del Manolo y me parece aún más alta de lo que la recordaba. Cuando se sienta, lo primero que hace es disculparse por no haber estado en el entierro de Carlos.

—Estaba en la India y me enteré tres días después de que sucediera. No me dio tiempo a ir a Asturias.

—Yo no sabía que lo habías dejado con Carlos. Él no me dijo nada y, la verdad, yo tampoco pregunté.

—Terminamos hace seis meses. Nuestra relación desde entonces era sólo profesional. ¿Qué tal está tu hijo?

—Bien. Él fue quien lo encontró muerto. Poco a poco lo va superando.

—También encontró la novela, ¿no?

—Sí. Pronto la publicaremos en Uriarte.

—De eso quería hablarte. Mi intención es negociar también con Tierra. Están muy interesados en publicarla.

—¿Y tú quién eres para negociar nada?

—No te enfades, Ana. Simplemente, me gustaría hablar con tu hijo para explicarle la oferta que va a hacer Tierra.

El tono compasivo y amable de Marta me saca de quicio y se me está empezando a notar.

—Marta, no te metas. Mi hijo está muy tranquilo y va a publicar la novela de su padre en Uriarte.

—¿Y qué oferta económica le habéis hecho?

—¿Y a ti qué te importa?

—Tranquila, Ana —sigue hablando desesperantemente educada—. Sólo pretendo contarle a tu hijo las ventajas de que yo le negocie los derechos de la novela de su padre. En el fondo, las dos queremos lo mejor para él, ¿no?

—¿Lo mejor para él? ¡No me hagas reír!

—De todas formas, yo le contaré la oferta de Tierra y si, a pesar de eso, decide publicar con vosotros, por mí perfecto.

Nunca dejó de gustarme la forma en la que Carlos me amaba, jamás me obligó a hacer nada que yo no quisiera y durante todos los años en los que viví con él no me dio tiempo a echar de menos que me dijera «te quiero». Desde el primer día hasta que decidí irme de su lado me sentí una mujer amada, respetada y deseada.

A lo mejor fue simplemente el paso del tiempo, pero llegó un momento en el que la vida junto a Carlos llegó a agotarme. Más tarde, llegó otro momento en el que me atreví a decírselo. Un viernes por la noche, después de cenar en un restaurante japonés, me propuso llamar a una prostituta para hacer un trío. Yo no tenía ganas, pero dije que sí porque sabía que ése iba a ser el último. Fue en un hotel cerca del aeropuerto y recuerdo que lo pasamos bien. La chica era argentina y muy guapa. Como siempre que estos encuentros salían bien era porque ella disfrutaba tanto o más que nosotros. Me parece recordar que se llamaba Natalia. Los dos se dedicaron a mí largo rato y después la chica y yo fuimos a por Carlos. La cosa terminó con Carlos dedicado a Natalia, que, aparte de un orgasmo muy sonoro, se llevó de aquella habitación quinientos euros. Carlos y yo nos quedamos dormidos hasta casi las dos de la tarde.

—Carlos, quiero dejarlo.

—¿El qué?

—Quiero dejarlo contigo.

—¿Por qué?

—Porque quiero ser normal.

Mi hijo Carlos ha escrito un montón de folios en los que no dice nada. Es desesperante. Tiene demasiada prisa por llegar al final y se está cargando todos los matices de los personajes a una velocidad de vértigo. Lo que más me desespera en la escritura de mi hijo es ese afán por explicar todo lo que pasa continuamente. Y lo peor es que lo que pasa tampoco tiene interés. Releo los folios a ver qué puede salvarse cuando la cara de Luisa se asoma sonriente por un lateral de mi biombo.

—¡Ana, tengo buenas noticias!

—¡Cuánto tiempo sin oír esa frase!

—Vente a mi despacho y te cuento.

Guardo los folios de mi hijo en el cajón y vamos para allá. Nada más sentarnos, Luisa me cuenta la buena nueva.

—Los dueños de Uriarte y yo hemos estado en el banco esta mañana y van a concedernos un nuevo crédito. Ha sido providencial que vayamos a publicar la novela póstuma de Carlos Pacheco.

—¿Sabes que el otro día quedé con Marta Sanchizdrián?

—¿Y qué quería esa arpía?

—Va a intentar convencer a Carlos para que publique con Tierra. Le van a hacer una oferta económica.

—Bueno, pero Carlos te hará caso a ti. Eres su madre.

—Claro, claro. Ya lo hemos hablado.

—¿Cuándo me vas a dejar leer la novela? No sé ni de qué va.

—Todo a su tiempo.

—¿Qué tal va tu hijo?

—Bien. Me está sorprendiendo.

Enrique Caamaño entró en la policía con dieciocho años. Su padre era policía y sus dos hermanos mayores también. Ni su familia ni él imaginaron jamás que podría dedicarse a otra cosa. Con cuarenta y pocos, a punto de ascender a comisario, un macarra le pegó un tiro en una rodilla que le retiró del Cuerpo por «incapacidad permanente». El suceso fue casual. Enrique paseaba por la calle cuando se encontró con un tipo que salía de atracar una farmacia con una pistola en la mano. No estaba de servicio, así que dudó si ir o no tras él. Finalmente, sacó el arma y le dio el alto. El macarra se volvió sin más y le pegó un tiro que le atravesó la rótula. Aquel chico murió de sobredosis en la cárcel y Caamaño ya apenas cojea. Un día, cenando los tres en casa, nos contó a Carlos y a mí que el día del entierro del macarra se presentó en el cementerio y se metió entre los amigos y familiares, como uno más, a dejar flores al difunto.

—¿A qué fuiste allí? —preguntó Carlos.

—Tenía que darle las gracias de alguna manera.

Esa noche Enrique nos contó decenas de historias vividas en la policía, cada una de ellas era por sí sola una novela. Bebimos, fumamos y hablamos hasta la madrugada. Al final nos confesó que lo de la «incapacidad permanente» había sido un favor que le había hecho un amigo forense del Cuerpo.

—¿Por qué quisiste dejar la policía? —pregunté.

Caamaño contestó con una naturalidad que me sorprendió.

—¡Porque me daba mucho miedo!

Enrique era un hombre guapo, todavía lo es a pesar de haber perdido mucho pelo y de algunos kilos de más que acumula en su barriga. Hoy llevo todo el día pensando en él y fantaseo con que en este momento esté solo en su casa pensando en mí.

—¡Hola, Enrique!

—¡Hola, Ana! ¿Ocurre algo?

—No. ¿Qué tal estás?

—Pues bien. Estaba durmiendo.

—¡Perdona! ¿Qué hora es?

—Las dos de la mañana.

—¡Lo siento! No me he dado ni cuenta.

—¿Seguro que no pasa nada?

—Seguro. No te preocupes, hablamos mañana.

—No, ya que has llamado… ¿Qué estás haciendo despierta a estas horas?

—Estaba pensando en ti, la verdad.

—¿Y qué pensabas?

—Que me apetecía verte.

—¿Ahora?

—Sí, ahora.

10

F
ernando necesita a Elena para pintar. Carlos describe la casa en la que viven —de dos plantas, con el estudio de pintura en la inferior—. Elena y Fernando pasan allí casi todo el día. Escuchan música, tienen sexo, se drogan, comen y hablan. Sobre todo, hablan. Cuando Fernando prepara una exposición, ella permanece con él en el estudio. Discuten cada boceto que sale del lápiz de Fernando, que explica a Elena lo que quiere contar antes de llevarlo al lienzo. Elena ha abandonado su grupo casi por completo y en los últimos meses apenas ha tocado en un par de conciertos. A Fernando le va bien. Carlos describe con tanta brillantez en la novela la última exposición de Fernando que parece que estás viendo los cuadros. Son escenarios cotidianos: una cocina, un parque, una habitación de hotel o la calle de un pueblo. En esos lugares, un hombre, una mujer o un niño están inmóviles, pero, al mirarlos, presientes que han hecho algo o que están a punto de hacerlo. No se sabe el qué, pero en su expresión sabemos que será o ha sido algo horrible. Carlos reproduce en la novela la crónica de un crítico de arte sobre la exposición: «El pintor Fernando Serrano profundiza en la cara oculta y misteriosa de lo cotidiano, dotando a la gente normal de una personalidad desmesurada y excepcional». Elena y Fernando leen juntos esa crítica.

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