Read Para Ana (de tu muerto) Online
Authors: Juan del Val y Nuria Roca
Tags: #Erótico, humor, romántico
Carlos me dejó leer el cuento preguntándome si le gustaría a papá. La suya era la opinión que le importaba. Le animé a que se lo enseñara y fue al despacho de su padre, que en ese momento estaba escribiendo no me acuerdo qué novela, con los tres folios del cuento en la mano. A los cinco minutos salió de allí llorando y se marchó a la calle dando un portazo camino del jardín de nuestra urbanización de piscina comunitaria y seguridad en la puerta.
—¿Qué le has dicho? —pregunté desde la puerta del despacho.
—La verdad: que es una mierda de cuento.
Qué distinto es el Manolo de día. Hay mucho ruido. Los camareros se pasan las órdenes de los desayunos a gritos, las tazas se golpean contra las cucharillas de metal que hay en los platitos de cerámica y éstos contra el cristal del expositor que cubre un amplio surtido de bollería, algunas tortillas, ensaladilla rusa, croquetas… La cafetera es una orquesta de golpes de los camareros contra el cubo para retirar los posos de los cafés hechos antes de rellenarlos del molido para hacer los nuevos; el vapor que calienta las lecheras imita el sonido de un tren antiguo y la gente habla a voces para entenderse. He quedado con mi hijo Carlos después de varios días intentándolo. No le he contado por teléfono lo que sé, y él se resistía a verme después de la última discusión que tuvimos en el restaurante a causa de Yoli. Después de darle dos besos nos sentamos en la única mesa que queda libre.
—¿Qué tal te va?
—Ahí voy, tirando.
—¿Estás escribiendo?
—Sí. He empezado una novela.
—¿Una novela? ¡Qué bien! ¿Y de qué va?
—No lo tengo muy claro, tengo los personajes, pero me falta aún desarrollar bien la trama.
—¿Y cómo son los personajes?
—Pues son una pareja, él es un pintor y ella es una chica joven que toca en un grupo de música…
—¡Fernando y Elena! —le interrumpo.
—¿Cómo? —dice mientras traga saliva con enorme esfuerzo.
Nos quedamos callados. Carlos mira hacia el suelo, avergonzado.
—¿Por qué lo has hecho?
Carlos tarda en contestar. No levanta la cabeza del suelo.
—No lo sé —contesta por fin—. Llevármela fue lo primero que se me ocurrió al ver la novela de papá en el escritorio.
—Y si no te llego a descubrir, hubieras dicho que la habías escrito tú… ¡Me avergüenzo de ti!
—¡Lo siento!
Carlos está a punto de llorar. No sé si regañarle como a un niño o humillarle como a un adulto. Mejor le explico.
—Tu padre me envió el manuscrito antes de morir, junto a una carta.
—¿Qué decía esa carta?
—Ya la leerás en su momento, pero quiero que sepas que tu padre murió cuando quiso y de la manera que quiso.
—¿Has leído el manuscrito? —me pregunta.
—Claro.
—Está sin acabar.
—De eso precisamente quería hablarte. Tu padre decía en la carta que quería que tú terminases su novela.
Carlos, mi ex, decía que para aproximarse a la verdad había que partir de un pensamiento extremo, aunque fuera falso. Afirmaba cosas como que «las gentes a las que les gusta vivir en pueblos pequeños son malas personas»; «
Imagine
de John Lennon es una de las peores canciones de la historia de la música»; «todavía no he tenido la suerte de encontrarme un ecologista que no sea imbécil»; «las únicas mujeres que me parecen respetables son las que dicen sí»…
El mérito no estaba en exponer aquellas sentencias con el fin de provocar en cualquier tertulia, sino en cómo las argumentaba con un cinismo tan brillante que acababa haciéndote reír y terminabas dándole la razón por mucho que admiraras a John Lennon, o fueras ecologista, o vivieras en un pueblo, o fueras una mujer que acostumbra a decir no. Daba igual. Carlos te ganaba siempre y acababas dentro de su red, encantada de estar a su lado, aunque ni siquiera fueras tú.
Ahora, pensando en su muerte, en la carta que me mandó, en la novela inacabada y en nuestro hijo, no puedo quitarme de la cabeza otra de sus frases: «La verdad está sobrevalorada, en realidad, no es tan importante».
E
n Tierra están encantados con el éxito del autor difunto y no paran de reeditar sus novelas una y otra vez. Esta semana, cuatro de ellas ocupan los cuatro primeros puestos de las listas y otras tres del sexto al nueve. Sólo se ha colado en el quinto puesto la novela de Noelia Regüela, una de las seis presentadoras que tienen libro en el mercado. Por cierto, dicen quienes la han leído que la novela no está mal y que la chica escribe con cierta gracia, pero yo no lo creo.
Carlos es el suceso literario del año y le está haciendo ganar una gran cantidad de dinero a Tierra. Qué contraste con Uriarte. Aquí no tenemos ningún libro entre los treinta primeros de la lista. Por allí anda
Te lo digo, te lo cuento
con sus cuarenta y tres ejemplares esta semana.
Luisa me ha dicho muchas veces que no entiende cómo los autores nunca se han dado cuenta de que me caen mal. En el fondo, engañar a un escritor es lo más fácil del mundo. Si empiezas la conversación admirando su talento, se creen todo lo demás que les cuentes.
Ajeno a todo lo que estoy pensando tengo delante de mí a Martín Gracia, un autor de cuarenta y muchos años que pretende publicar su primera novela. Es moreno, bajito, tiene los ojos negros y es atractivo. Lleva el pelo más largo de lo que debiera para mi gusto, aparenta ser más joven de lo que es, aunque no tanto como él se cree. Tampoco es todo lo guapo que se piensa, aunque si fuera más alto, estaría muy bueno, objetivamente. Leí su manuscrito hace unos meses y después de mucho insistirme le he dicho que venga a la editorial para decirle que, por el momento, no lo vamos a publicar. No es normal quedar con un autor novel de casi cincuenta años para decirle que no vamos a publicar su primera novela, eso puede decirse por teléfono o no decirse, pero en este caso he hecho una excepción porque se trata de un periodista de deportes con cierto prestigio y es bueno atenderle en persona. En su novela, a pesar de estar desordenada, ser demasiado larga y estar mal estructurada entre otros defectos, hay algo que me encanta. Hay un enano que se enamora de una mujer bella con un cuerpo escultural repleto de tatuajes. La manera de contar esa relación es brillante.
—La novela necesitaría bastantes retoques en el caso de que la publicáramos, pero te confieso que la historia me ha encantado.
—Gracias.
—Lo que ocurre es que ahora no estamos en un buen momento para apostar por autores noveles.
—Vaya, qué lástima.
—Pero, bueno, quizá con el tiempo quién sabe si…
—Claro, claro.
—¿Y cómo es esto de escribir ahora una novela?
—Siempre me ha gustado, pero ahora tengo más tiempo.
—Pues nada, lo dicho, que a ver si más adelante…
—¿Tú llevas tatuajes?
—¿Cómo dices?
—Que si llevas tatuajes.
—¿Y esa pregunta?
—Es que estás hablando y, perdona que no te escuche con atención, pero te estoy imaginando desnuda y en ese pensamiento llevas una fresa tatuada en la ingle izquierda.
—¡¿Perdona?!
—¿Tienes una fresa en la ingle o no la tienes?
—¿Y a ti qué te importa?
—Vale, vale. No te enfades. Es que casi nunca fallo y al imaginarte desnuda… En fin, que me has encantado, con fresa y sin fresa.
—¿Siempre dices lo que se te pasa por la imaginación?
—Siempre no, pero algunas veces me armo de valor y lo suelto. ¿Tú no lo haces?
—Bueno, algunas veces.
—¿Me puedes decir sinceramente qué estás pensando en este instante?
—¡Que estás como una cabra!
—Pero ¿a que te caigo bien?
—Tienes gracia… ¡Y valor!
—¿Quieres saber lo que estoy pensando ahora?
—No estoy muy segura.
—Pues estoy pensando que eres muy guapa, que me encanta tu boca, que la besaría sin parar, que seguiría besándote por todo tu cuerpo, lleves fresa o no la lleves, te comería entera y haría contigo el amor de manera salvaje encima de esta mesa. Con perdón.
—¡¡No sé si reírme o echarte de aquí…!!
—No hagas nada. Ya me voy. Ha sido un placer.
—¡Espera! Antes de que te vayas quiero decirte la verdad sobre dos cosas. La primera es que tu novela no se va a publicar nunca.
—Ya lo suponía. ¿Y la segunda?
—Que tienes mucho talento.
Los periodistas ya saben que hay una obra inédita de Carlos Pacheco. Caamaño le contó a la policía la verdad para que no especularan con el contenido del sobre que se llevó mi hijo. Y, como pasa siempre, en cuanto la policía se entera de algo, al instante lo sabe la prensa. Primero han sido los programas del corazón los que han hablado del tema, pero al final hasta los informativos han destacado la noticia:
El escritor recientemente fallecido Carlos Pacheco podría haber dejado escrita una novela inédita antes de morir. El texto habría sido hallado en el domicilio del autor por su único hijo. De ser cierta esta información, estaríamos ante uno de los acontecimientos literarios de la década y, por supuesto, ante un gran negocio que podría alcanzar cifras millonarias. La reedición de toda la obra de Carlos Pacheco después de su muerte mantiene al autor en el primer puesto de las listas de los más vendidos.
Y vamos ya con los deportes…
La cara de Luisa asoma por encima de mi panel y me pide con un gesto que la acompañe a su despacho.
—¿Es cierto lo que está diciendo la tele?
—Sí.
—¿Quién tiene esa novela?
—Mi hijo.
—¿Y qué va a hacer con ella?
—Publicarla en Uriarte.
—¿Puede hacerlo?
—Claro. La novela también será suya.
—No te entiendo.
—Carlos Pacheco escribió sólo la primera parte de esa novela. Su deseo era que nuestro hijo la terminara.
—¡¿Carlos hizo testamento?!
—No. Me envió una carta en la que me lo explicaba.
—¿Y por qué no me lo has contado antes?
—No era el momento… Luisa, esa novela puede salvar Uriarte.
H
ace algunas semanas que mi hijo está en Asturias en casa de sus abuelos. Tiene que concentrarse y no hay mejor sitio para eso que éste. He venido para hablar con él. Qué diferente es este viaje del último que hice.
Marcelino permanece sentado en la cocina a pesar del ruido que mi suegra Dolores hace al verme en la puerta.
—¡Hija mía de mi vida, qué sorpresa! ¡Marcelino! Mira quién está aquí —grita mirando hacia el interior—. ¡Carlos, cariño, baja! —grita mirando a la planta de arriba—. ¡Míralo! Igual que hacía su padre. Se encierra arriba a escribir y no le veo en todo el día.
Marcelino aparece por fin por la puerta. Su barba blanca me pincha al besarme. Debe de llevar cuatro días sin afeitarse y por lo menos un par sin peinarse. Me parece que lo que hacía en la cocina era beber vino. No tiene buen aspecto.
—¡Hola Ana! ¿Cómo tú por aquí?
—He pasado a veros a vosotros y a Carlos, pero no me quedaré a dormir.
—Calla, calla —interrumpe Dolores—. ¿Cómo no te vas a quedar?
—No, dormiré en Oviedo. Mañana muy temprano he quedado allí con un autor y después regreso a Madrid.
Mi hijo aparece por las escaleras. Él tampoco se ha afeitado y lleva un cigarro en la boca.
—¡Mamá! ¿Qué haces aquí?
—¿Qué pasa, que no puedo venir a verte?
—Claro, claro.
—A comer por lo menos sí te quedas —insiste mi suegra.
Mis suegros no son asturianos, sino de Jaén. Vinieron aquí en los años cincuenta en busca de una vida mejor. Un terrateniente andaluz con el que mi suegro trabajaba en mil chapuzas en sus fincas vino a Asturias a montar un par de hoteles y se trajo a Marcelino como hombre para todo. Fue su chófer, guarda de obra, camarero, recepcionista, contable… Compraron una casa en este pueblo y aquí nació Carlos poco tiempo después. Marcelino se acostumbró pronto al clima, pero Dolores siempre añoró la sombra que daban los olivos para protegerse del sol abrasador. Aquí no hay ni olivos ni sol abrasador. Los inmensos prados verdes que rodean el pueblo le produjeron tanto desasosiego que se convirtió en una mujer a la que le costaba no parecer triste. Carlos me contó que, un día que le llevaba al colegio por el camino sin asfaltar que siempre recorrían, su madre rompió a llorar. Él tenía ocho años y vio cómo de repente los ojos de su madre se llenaron de lágrimas. El llanto era incontenible. Carlos, casi seguro de que él no era el causante del disgusto, se atrevió a preguntar el motivo de ese llanto. Dolores le contestó con una enorme pena: «Es que odio el barro». Carlos miró sus botas, los zapatos de Dolores, las patas de las vacas que había cerca del camino, las ruedas de los coches, las puertas de las casas… todo estaba lleno de barro. Carlos había nacido allí y nada podía parecerle más normal, pero con el tiempo descubrió que nadie había descrito mejor que su madre aquella mañana lo que era la desolación.
Dolores y Marcelino se han ido a echar la siesta y mi hijo y yo nos hemos quedado solos en la sala. Ha dejado de llover, pero tiene pinta de que no será por mucho tiempo. Carlos me da un cigarro.
—Carlos, ¿cómo vas?
—Un poco agobiado.
—Tu padre decía siempre que cuando mejor se escribe es cuando menos pretencioso se es.
—Yo creo que lo que papá ha dejado escrito es muy bueno.
—Posiblemente, lo mejor que ha hecho nunca.
—Mamá, tengo dudas sobre el final de la novela.
—¿No te parece bien el que yo te propuse?
—A mí me gustaría que acabaran juntos.
En el vuelo de vuelta leo lo que me ha dado Carlos, lo que ha escrito desde que está en Asturias. Se le nota presionado. Parece que le cuesta ir al grano, creo que da demasiadas vueltas. Eso sí, los lugares los describe de maravilla. En eso, parece un escritor con más oficio del que en realidad tiene. En cuanto me bajo del avión le llamo para contarle lo que me han parecido esos folios. Sé que debe de estar ansioso por conocer mi opinión.
—Está bien.
—¿De verdad te gusta?
—Hombre, creo que el personaje de ella se comporta de una manera un poco fría.
—¿Fría?
—Sí. Está todo el tiempo describiendo las cosas, pero da la sensación de que ni siente ni padece.
—¿Qué crees que debo cambiar?
—Es muy largo. Intenta ser más directo, pero lo importante es que continúes escribiendo. Ya cambiaremos lo que sea más adelante si es necesario.