Read Para Ana (de tu muerto) Online
Authors: Juan del Val y Nuria Roca
Tags: #Erótico, humor, romántico
He quedado con Enrique para tomar un café muy cerca de su casa. Dice que tiene algo importante que contarme y no quiere hacerlo por teléfono. A pesar del lío que tengo en la editorial, no me importa quedar con él. Para no ver a algunas personas invento excusas, pero para quedar con Enrique podría llegar a inventarme alguna necesidad. En esta ocasión, es él quien quiere verme. Me espera en una mesa al lado de la ventana bebiendo un doble de cerveza. Yo pido lo mismo.
—Ana, he visto las cintas de la cámara de seguridad del portal de Carlos el día que murió.
—¿Y?
—Se trata de tu hijo.
Enrique me invita a subir a su casa para mostrarme la grabación de la cámara de seguridad. Mi hijo llega al portal a las 13.02. Enrique le da al mando a velocidad rápida hasta las 13.27. Ahí se ve a Carlos salir corriendo del portal con un sobre en la mano. A los cuatro minutos, 13.31, vuelve a entrar en el portal. Ya no lleva el sobre. A las 13.35 llega la policía.
—¿Tienes idea de lo que hay en ese sobre? —me pregunta Enrique.
—Sí. Creo que es la última novela de Carlos.
Mi hijo no se parece a su padre. Físicamente, sí, bastante. Y en el nombre, que, muy a mi pesar, es el mismo. No han sido suficientes estos veinticuatro años para superar la rabia que me da referirme a ellos como «Carlos padre» o «Carlos hijo» para diferenciarlos.
Carlos padre no vivía, se consumía. Su mayor virtud como escritor era conseguir que el lector aceptara la locura; domesticaba fieras, hacía música del ruido y apaciguaba el dolor descubriéndote que no dolía tanto. Su secreto era vivir al límite para después escribir de manera contenida. Carlos era mucho mejor cuando vivía la escritura como un oficio que cuando se sentía con la presión de trascender. Sus novelas más leídas también han sido las mejores.
Carlos hijo ha empezado por donde terminó su padre. A los veinticuatro años vive sin demasiadas inquietudes y con pocas ganas de hacerse preguntas. Está con una chica incapaz de aportarle nada. Si fantaseo sobre lo que no debo, creo que ni sexualmente puede enseñarle nada esa aspirante a actriz. Mi hijo es muy conservador. Es la manera más educada que se me ocurre de llamarle cobarde. Los cobardes no pueden ser buenos escritores. Escribe bien, muy correcto, pero, al contrario que su padre, no ha tenido nunca valor, ni tan siquiera para coquetear con la locura.
La primera vez que yo participé en una orgía fue después de haber nacido mi hijo. Pareció casual, pero Carlos lo tenía todo preparado. Una pareja de actores gays, una modelo amiga de Carlos, una agente literaria, un par de chicos que no identifiqué, Carlos y yo. Fue en el chalé de un director de programas de televisión, amigo de Carlos. La fiesta transcurrió con normalidad, alcohol, maria y coca con música a mucho volumen en el jardín. De repente me quedé sola, porque sin darme cuenta todos habían pasado al salón. Cuando llegué, Carlos observaba desde un sillón cómo la pareja de gays se besaba con pasión. Me llamó con un gesto y me invitò a que me sentara en sus rodillas a contemplar la escena. La modelo amiga de Carlos hizo unas rayas en la mesita de al lado y nos invitó. Al levantar mi cara, después de esnifar, la chica me agarró del cuello y me besó suavemente primero y con más pasión después. Era verano y bastó un leve movimiento de sus manos sobre mis tirantes para que mi vestido se desplomara hasta el suelo. Estaba cortada, asustada, enfadada y excitada. Todo a la vez. La cabeza me daba vueltas. La modelo y Carlos me besaron los pechos al tiempo que me recostaban en un sofá. Desde allí, siguieron hacia abajo, me dejaron desnuda, como ya lo estaban ellos. La agente literaria observaba a los actores gays, que la animaron gustosos a participar. Uno de ellos se dirigió hacia Carlos y le besó. Los otros chicos, que nada tenían que ver entre sí, se unieron a nuestro grupo. Recuerdo que en el equipo sonaba una cinta de los Rolling Stones. Siempre asocio aquel recuerdo a Mick Jagger cantando
Angie.
L
uisa me ha llamado para tomar algo fuera de la editorial. Hemos quedado en el Manolo, un bar que, a pesar de su nombre, es pura sofisticación. Hacen un mojito que según los expertos es de los mejores de España, lo que pasa es que a mí no me gusta el mojito. Elaboran también infinidad de cócteles y, lo mejor, tienen una carta sólo de
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, con mil variantes de tónicas y ginebras que combinan, según el caso, con limón, pimienta, lima, uvas, pepino… Y es que a mí el mojito no, pero el
gin-tonic
sí. El Manolo es el sitio en el que habitualmente quedamos con los autores. Está cerca de la editorial y es un buen sitio para hablar. Es elegante, pero con un punto decadente que le impide ser un lugar pijo. Tiene los sillones de terciopelo rojo y las paredes son paneles luminosos que cambian de color sin molestar. Hay mesas de forja muy barrocas, otras de metacrilato de líneas simples y también algunas de madera. Los camareros llevan pajarita y son educados, aunque sin establecer distancias insalvables, no como esos que con su mirada parecen dudar de si podrás pagar la copa que te pides. Luisa me está esperando al final de la barra con un doble de cerveza.
—¿Nos sentamos? —me propone.
—Vale. ¿Paga Uriarte?
—¡Qué remedio!
—Por favor, ponme un
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de Hendrick's.
Luisa parece de buen humor. Comentamos un programa de televisión que hubo anoche en el que acudía como invitada Noelia Regüela, una presentadora de televisión que acaba de publicar una novela. Es la sexta presentadora que escribe una novela en lo que va de año. Me cuenta Luisa que hay un camarero nuevo que está muy bueno, que ayer estaba, pero que hoy no. A ver si entra más tarde. También hablamos un rato sobre una comida que tendrá el próximo fin de semana con todos sus hermanos en la que piensa cocinar lubina a la sal. De todo esto conversamos entretenidas el rato suficiente para que mi
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ya ande en las últimas. Luisa me ha hecho vivir este preámbulo entre risas hasta que…
—¡Tenemos que cerrar!
—¿El qué? —pregunto yo, que sigo con lo de la lubina en la cabeza.
—Uriarte, ¿qué va a ser? Se acabó. Es el fin.
El rostro de Luisa cambia de repente y sus ojos se humedecen al tiempo que pronuncia esa última palabra. Nos recostamos en el respaldo de nuestros sillones y permanecemos así, en silencio, quietas, mirando cómo el Manolo se sigue llenando de vida.
—Otro doble de cerveza para mí —se repone mi jefa— y otro
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de Hendrick's para mi amiga, por favor.
Nos bebemos cada una lo nuestro bastante deprisa, sin saber muy bien si consolarla yo a ella o ella a mí. Uriarte no es para nosotras sólo un trabajo. Hace cinco años, cuando comenzamos aquí, no empezábamos únicamente una nueva etapa profesional, empezábamos las dos una nueva vida. Yo había roto definitivamente con Carlos y Luisa estaba cansada del Grupo Tierra, donde había trabajado para todos sus sellos. Un par de inversores vascos montaron Uriarte y le propusieron dirigirla. Lo primero que hizo fue llamarme para trabajar con ella. Entre las dos fuimos capaces de convertir un proyecto casi marginal en una editorial solvente y con prestigio. Uriarte significa mucho para las dos, es una parte de nosotras.
—No tengo ni idea de lo que voy a hacer ahora con mi vida —me confiesa Luisa.
—Yo sí, tomarme otro
gin-tonic.
—¿Otro? ¡Te vas a emborrachar!
—¿Y?
—¡Pues vamos!
—Pero deja ya la cerveza y tómate una copa, que son casi las diez de la noche.
—¡Dos
gin-tonics
, por favor!
Luisa es una mujer bajita y fea. Y lo sabe. El azul de sus ojos es lo único digno de mención que hay en su cara, pero sólo por el color, porque son tan pequeñitos que no le lucen. La nariz también es pequeña, pero la estropea que es un poco aguileña. La boca carece de labios, aunque siendo más precisa, los labios carecen de carne alguna, así que cuando no habla o no ríe su boca es sólo una raya. Su cuerpo tampoco es ninguna maravilla, pero como está delgada y es más o menos proporcionada, pues por ahí se defiende.
—Luisa, ¿tú sabes que te quiero?
—¡Estás borracha!
—Sí.
—Yo también estoy un poco pedo, la verdad. Y también te quiero, Ana.
—Me estoy meando, ahora vengo.
—¿Te pido otra?
—Vale.
—¡Cuidado con la señora esa!
—¡Huy, no la había visto, disculpe!
Durante ratos nos ha dado por reír, otros nos hemos puesto nostálgicas con los buenos tiempos en Uriarte y hemos estado observando con detalle al camarero nuevo, que está buenísimo y que hace rato que empezó su turno. Creo que llevamos ya cinco copas. ¿O son seis?
—Ana, ¿tú cuánto hace que no follas?
—¡Buff, demasiado! —digo tras beber de mi copa.
—¿Y tú?
—Seguro que más.
—Yo la última vez fue con Juan. ¿Te acuerdas de Juan?
—¡Joder, pues sí que hace tiempo!
—Más de dos años.
—¡Y yo que pensaba que estaba desesperada…! Yo estuve con Paco, el corrector, el año pasado.
—¿Paco? ¡Pero si es horrible!
—¡Y yo soy guapa, no te fastidia…! Además —se ríe—, Paco tiene un pollón. —Nos entra la risa a las dos.
—¡Nooo!
—¡Camarero, dos
gin-tonics
!
—Señoras, tenemos que cerrar ya. Son las dos de la mañana.
—Será mamón el tío, que nos ha llamado señoras.
Al salir del Manolo está diluviando. En diez segundos nos empapamos tanto que ya da igual seguir corriendo. Nos paramos en el cruce de la avenida a ver si pasa algún taxi para que yo vuelva a casa. Luisa vive en la calle de al lado.
—Luisa, ¿y si te dijera que Uriarte aún puede salvarse?
—Para eso haría falta un milagro.
—Pues lo va a haber.
—¡Taxiii! ¡Anda, vete a casa a dormirla!
—¡Así que Paco tiene un pollón…! Pero ¿lo que se dice grande o algo desproporcionado?
—¡Hasta mañana, Ana!
Los protagonistas de la novela de Carlos son un pintor y una chica que canta en un grupo de música. Él se llama Fernando y ella Elena. La novela empieza describiendo a Elena, que camina por una calle de Madrid una noche de verano. Está contenta, lleva un vestido corto de algodón blanco y unas sandalias muy cómodas de tela del mismo color con la suela de esparto. Camina despacio, sin querer que se acabe el camino. Está radiante y feliz, acaba de tener sexo en una habitación de un hotel con Fernando, del que está enamorada como una colegiala de su ídolo. Mientras camina sola por la calle recuerda la pasión con la que hace apenas una hora su amante la poseía en la cama del hotel. Se excita sin contención al volver a su mente esa imagen. Elena se sienta en un banco y cruza las piernas con todas sus fuerzas apretando su propio sexo entre los muslos. No puede creerse lo que está haciendo, le da rubor descubrirse de esa forma: está tan mojada que podría llegar a notarse. Respira hondo e intenta contenerse durante lo que le resta de camino hasta su casa. Nada más llegar, llama a Fernando por teléfono para contarle lo que le ha sucedido en el camino. Lo hace desde su cama y él la invita a masturbarse mientras le habla por el móvil. Elena tiene un orgasmo nada más tocarse. Fernando se mantiene en silencio mientras ella recupera poco a poco la respiración. La pareja se despide por teléfono quedando para verse cuando Fernando regrese a Madrid dentro de cinco días. Es la primera novela de Carlos Pacheco que no empieza con una muerte.
S
egún la autopsia, Carlos había fumado heroína, esnifado cocaína, había bebido whisky y ginebra, tomado viagra e inhalado popper. Eso, al menos, en sus últimas diez horas de vida. Lo está diciendo en televisión un periodista de sucesos que colabora en un programa matinal y que ha tenido acceso al informe forense.
Esa noche Carlos hizo su último exceso. Yo he hecho muchos con él, sé lo que son. Muchas veces le he oído bromear sobre cómo le gustaría morir y siempre decía que lo haría después de una orgía.
Carlos no era capaz de admirar a escritores, por lo menos a sus contemporáneos. Por supuesto, no tenía ningún amigo escritor y cuando coincidía con ellos en entregas de premios o eventos literarios, acababa provocando discusiones en las que sabía desenvolverse casi siempre mejor que sus enemigos. En realidad, para él cualquier escritor era su enemigo, sobre todo los que tenían prestigio. Carlos era un mal contrincante en una discusión. Podía ser cruel hasta el extremo porque no censuraba ningún pensamiento y poseía una habilidad extrema para conocer las debilidades del otro. En eso parecía tener poderes. Con diez minutos hablando con una persona era capaz de encontrarle sus puntos flacos con una precisión que daba miedo.
Carlos admiraba a los pintores, a los músicos y a los toreros. No era, a pesar de su oficio, alguien que leyera mucho y a veces hasta presumía de no hacerlo, pero en toros, pintura y música del siglo XX era una enciclopedia.
Cuando pienso en su decisión de morir, me acuerdo de Juan Belmonte, un torero al que Carlos admiraba mucho. Me contaba que ese torero ya retirado iba a montar a caballo todas las mañanas por su finca. Se iba haciendo mayor y cada día le costaba más esfuerzo subirse a la montura, hasta que un día no pudo hacerlo. Dejó su caballo, subió a su despacho en la parte de arriba de su casa, sacó una pistola que tenía en el cajón y se pegó un tiro.
Carlos y yo decidimos llevar a nuestro hijo a un colegio privado. Bilingüe, para que supiera mucho inglés, y con disciplina, para que no marchase por caminos equivocados. Cuando era pequeño, decidimos protegerle del barrio y nos trasladamos a vivir a las afueras, a una urbanización de adosados con piscina. Aquello no duró mucho porque a Carlos no le salía ni una línea en aquel lugar y yo tardaba cada día una hora en llegar al trabajo. Regresamos pronto a la ciudad, eso sí, a otra urbanización de pisos iguales con piscina comunitaria y seguridad en la puerta para que nuestro hijo fuera feliz. Sé que esa idea fue mucho más mía que de Carlos, pero él se dejó llevar por mi miedo. Educamos a nuestro hijo de una manera que, en el fondo, despreciábamos.
Cuando mi hijo escribió su primer cuento tenía once años. El protagonista era un niño que quería ser futbolista y que se había quedado cojo después de caerse con la bicicleta por un barranco. La lesión le había obligado a dejar el fútbol, que era lo que más le gustaba hacer en el mundo. Lo curioso era que el niño no sólo tuvo que dejar de jugar, también tuvo que dejar de ver su deporte favorito. Cada vez que el niño veía a alguien jugando al fútbol empeoraba de su cojera. Si veía un partido por la tele, casi no podía ni andar, hasta cuando leía los periódicos deportivos y veía la foto de los futbolistas en acción empeoraba de su rodilla. El niño tuvo que irse a un lugar en el que no había fútbol y nadie conocía la existencia de aquel deporte. A los pocos días de vivir allí su rodilla se curó y la cojera desapareció por completo.