Para Ana (de tu muerto) (11 page)

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Authors: Juan del Val y Nuria Roca

Tags: #Erótico, humor, romántico

BOOK: Para Ana (de tu muerto)
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—Yo sólo quería un padre normal —continúa— que me regañara si hacía algo mal, que me llevara al cine, que jugara conmigo, al que le interesara algo de lo que hacía.

—Tu padre no era una persona normal, era un artista.

—¿Un artista? Mi padre era un egoísta al que no le importaba nada, salvo él mismo.

—¡Creo que te estás pasando!

—Sabes que llevo razón —continúa sin darme oportunidad—. Yo nunca le importé. Y tú tampoco.

Carlos está de pie y yo sentada en el sofá. Apago el último cigarro y me recuesto. Desde aquí veo a mi hijo muy grande. No tengo mucho que decir, prefiero escucharle. Hace tiempo que no lo hago. Carlos busca algún cigarrillo sin conseguirlo.

—¿Ya no queda tabaco?

—No. Me acabo de fumar el último.

—Voy a bajar al bar. ¿Te compro?

—Vale, yo voy a tomar un
gin-tonic
. ¿Quieres algo?

—No, ahora subo.

Mientras Carlos va a por tabaco, yo me sirvo una copa y vuelvo al sofá. No tarda ni cinco minutos en abrir la puerta. Abrimos el paquete con ansiedad y encendemos los cigarros. Nunca había hablado de esta forma con mi hijo. Le siento muy cerca a pesar de todo lo que nos estamos diciendo.

—¿Cómo la vas a firmar? —le pregunto.

—Carlos Santos. Ya sabes que quería utilizar tu apellido. El Pérez no me gusta y el Pacheco menos.

—¡Carlos Santos! Suena bien.

—La novela tendrá dos partes, cada una llevará una firma. —¿Y en Tierra qué dicen de eso?

—Nada, creo.

—¿Has pensado algún título?


Novela inacabada
. En la portada el «in» se tacha con rojo.

—Es una buena idea. ¿Es tuya?

—Sí. Voy a proponer también que en la portada ponga «La novela que no pudo acabar el padre, la acabó su hijo». Era eso lo que papá quería, ¿verdad?

—Estoy segura de que él también habría querido que esa novela se publicara en Uriarte.

—¡Pues que la hubiera terminado!

—Carlos, no es bueno tanto rencor —le digo, dándome un poco por vencida.

—Algunas veces el rencor es algo necesario.

—Si publicas en Tierra, me vas a defraudar.

—¡Tú también me has defraudado a mí muchas veces!

Esa frase me deja tan tocada que no sé qué contestar. Me ha hecho daño. Carlos se ha dado cuenta y evita continuar. Permanecemos un rato en silencio. En mi cabeza retumba su última frase una y otra vez. Mi hijo se levanta del sofá para darme dos besos antes de marcharse.

—Carlos, yo siempre te he querido.

—Sí, pero entre él y yo, siempre le elegiste a él.

23

C
arlos, mi ex, decía que él no era más que un torero frustrado. Nunca intentó serlo porque se aficionó tarde a los toros. En Asturias apenas sabía que existían y no fue hasta su llegada a Madrid cuando descubrió ese espectáculo al que consideraba la más pura expresión artística. Cuando se ponía radical, decía que el resto de las artes eran en el fondo superficiales, porque ninguna de ellas dolía al interpretarlas. «El toreo es el único arte verdadero. Eso que dicen los
artistitas
del dolor del alma —argumentaba— es una mariconada. Lo que duele es un cuerno cortando tu piel y tus músculos cuando abandonas el cuerpo para crear. El toreo es verdad, lo que hacemos los escritores, los pintores, los músicos… es sólo un oficio estético en el mejor de los casos». Carlos fue amigo de muchos toreros, algunos importantes, pero la mayoría marginales. Banderilleros viejos, algún enano de los espectáculos cómicos, toreros lisiados por cogidas en pueblos olvidados… A Carlos siempre le interesaron más los límites que la normalidad. En eso también fue coherente toda su vida.

Elena ha comprendido que su historia con Fernando tiene que terminar ya para no acabar destrozada. Lo sabe.

Le pesa tanto sobre sus espaldas esa rutina que no es capaz de aguantarla. Le asusta la vida sin él y cree que no tendrá fuerzas para construir de nuevo otro mundo. Da igual. No puede vivir más tiempo viviendo la vida de Fernando. En este punto, Carlos terminó de escribir. La última línea es el final del diálogo en el que Elena rompe con Fernando. Él pregunta el motivo y ella contesta simplemente:

—¡Porque quiero ser normal!

Carlos escribió algunas de sus novelas a base de intuición. Muchas mañanas se sentaba delante del ordenador sin saber lo que iba a escribir, dejándose llevar hacia donde fueran sus dedos en el teclado. No era un escritor al que le interesara demasiado hipotecarse a una trama, sabiendo en todo momento lo que iba a pasar. Siempre decía que lo único que realmente hay que tener claro es el personaje principal. Hay que conocerle en profundidad, saber cómo es, en qué momento está y todo lo que hay en él que no se ve. El personaje es lo más importante que hay en una novela, lo que le pase es secundario. Puede ser madre, espía, peluquera o puta, tener una vida rutinaria en un barrio de Madrid o ser terrorista en Irlanda. Ésas son cosas menores. Pensando en sus personajes diría que siempre fueron seres muy coherentes que no paraban de equivocarse. En eso estaban hechos a su imagen y semejanza.

Carlos escribía siempre con ruido de fondo. La señora de la limpieza, la radio, noticias en la tele. Había algunos pasajes en sus novelas que parecían no entenderse. Escribía algunas escenas con líneas de diálogo que podían interpretarse de una manera y de la manera contraria hasta que en un momento, casi siempre al final de los libros, daba una clave que hacía que todo cobrase sentido. Él, ya lo he dicho, no admiraba a muchos escritores porque su admiración iba dirigida a personas que hacían cosas que él se consideraba incapaz de realizar: músicos, toreros, pintores… Para escritores, ya estaba él. Sólo había una excepción, un amigo suyo con el que a menudo jugaba a las cartas y del único que le he escuchado decir: «Donde llega él, no soy capaz de llegar yo». Un autor genial cuya escritura era más un alboroto de ideas que un relato con una mínima consistencia. En sus libros siempre había pasajes sublimes, pero ninguno de ellos podría considerarse realmente redondo. Era un tipo excéntrico, un bohemio de verdad cuyo talento nunca rentabilizó al ser incapaz de trabajar bajo una mínima estructura. En una época de su vida publicó algunos ensayos que fueron referencia y, a consecuencia de ello, algunos diarios se interesaron en él como articulista. El resultado fue un desastre: escribía artículos de veinte o veinticinco folios, llenos de ideas geniales, pero imposibles de publicar por su extensión. Ni los artículos ni los ensayos tenían ningún orden. Lo mejor era la explicación que él mismo daba a su caos a la hora de escribir: «Yo sé tejer, pero no sé hacer jerséis».

24

L
uisa está con Martín Gracia. Me cuenta por teléfono que se han liado un par de veces, pero, por su tono de voz, me parece que se lo está tomando en serio. Él le ha hablado de la noche en la que salí huyendo de su apartamento, todavía no sé por qué. Luisa me lo ha agradecido, porque si me hubiera quedado, no habría sido lo mismo. Martín la tiene loca y, por lo que intuyo, aunque Luisa no entra en detalles, mi jefa está muy satisfecha en todos los sentidos. Está bien que así sea, aunque, al parecer, lo que decidí perderme aquella noche era algo bueno. Antes de colgar he tenido la tentación de contarle un montón de detalles de mi relación con el camarero guapo del Manolo, pero no le he querido robar protagonismo a su historia.

Casi no he pisado la calle durante la última semana. Sólo para comprar lo necesario y tomarme algún café en el bar de abajo. No he hablado con mi hijo en todos estos días. Sí lo he hecho con Yoli.

Carlos, el camarero, ha venido un par de veces a visitarme. Me encanta llamarle, que acuda y que se marche poco después de terminar. No quiero que haya ningún vínculo con él, y no porque no pudiera haberlo. Me parece que es un tipo que podría llegar a gustarme mucho, pero ahora estoy en otra cosa. Quizá en otro momento.

El cine y los libros hicieron de mí lo que soy. Con ellos aprendí a pensar, a relacionarme, incluso a saber lo que está bien o mal. Nadie me lo enseñó. A mis padres no les dio tiempo y de ellos sólo recuerdo su cariño. De mi padre, sus besos, y de mi madre, su seguridad. Ni siquiera sé si mis recuerdos son reales o he ido transformando las historias con el paso del tiempo, de lo que me contaba mi abuela o de los sueños. Hay un sueño que se me ha repetido ya varias veces. Soy joven, unos veinte años. Estoy en una habitación grande con poca luz y con muy pocos muebles. Creo que hay una silla en una esquina y una cómoda pegada a una pared de la que cuelga un espejo antiguo muy grande, desproporcionadamente grande para el tamaño del resto de los muebles. En el centro de la habitación hay una cama pequeña sobre la que estoy sentada. Me acabo de despertar y estoy sola. Llevo unas bragas blancas y una camiseta sin sujetador. Todavía sentada en la cama, me desperezo, me estiro, bostezo. Intento acumular fuerzas para levantarme e ir hacia la ducha. De repente, suena un ruido que no reconozco y la habitación comienza a llenarse de luz. Con la luz descubro realmente dónde estoy. No es una habitación, es el escenario de un teatro, el ruido que he escuchado es el del telón abriéndose y ante mí tengo un montón de espectadores observando lo que hago. Abarrotan el patio de butacas y yo soy una actriz que tiene que comenzar la función. No tengo ni idea del papel, no sé qué debo hacer. El público permanece inmóvil a la espera de que diga o haga algo. Me dan ganas de salir corriendo de allí, pero descubro que no hay ninguna puerta. La gente parece impacientarse y tengo que comenzar a interpretar una obra que no sé ni de qué va. Me da angustia, miedo, y me siento ridícula. Un instante antes de decir la primera frase improvisada me despierto. Me ha pasado todas las veces que lo he soñado.

Echo de menos a Carlos. No sé si me pasa ahora o simplemente es que ahora sí me doy cuenta. Esta mañana he descansado y me he ido a pasear por el centro, creo que de alguna manera he ido en su busca. No hablo de su recuerdo, de visitar los bares que le gustaban o de acudir a sitios donde alguna vez hubiéramos estado juntos. No ha sido un paseo nostálgico, simplemente he salido a la calle con la fantasía de que Carlos pudiera verme. No. Todavía no estoy loca hasta el extremo de pensar en la posibilidad de encontrarme con un muerto. Simplemente, me he comportado como si él me estuviera viendo y estoy segura de que le hubiera gustado. Me he puesto guapa. Lo sé por la manera en la que me miraban los hombres y lo sé porque esas cosas se saben. He estado en el banco pagando un impuesto del ayuntamiento de algo de la casa que no he entendido, me he ido a una tienda de televisores para comprarme uno nuevo porque el mío está a punto de entrar en la categoría de reliquia, he estado en una tienda de lencería, me he comprado un conjunto negro y verde más caro de lo aconsejable y me he tomado una cerveza en una terraza con media ración de jamón. Todo eso he hecho imaginando que Carlos me estaría mirando. Si eso hubiera pasado, seguro que le habría gustado. Si hubiera estado frente a mí, me habría mirado con esa mirada irresistible que jamás he vuelto a ver en nadie y habría pronunciado su frase sexual favorita, esa que decía con tanta verdad que siempre me revolvía por dentro a pesar de los años y de las muchas veces que se la escuché. Esa frase que, dicha por él, era la definición más precisa del deseo: «Me muero por comerte el coño». Esta mañana, si me hubiera visto, la habría dicho y nos habríamos ido a casa, donde lo habría hecho. Lo que daría yo por escuchar a algún hombre que me dijera eso con el descaro, la pasión, el respeto y la lujuria con la que salía de su boca. Desde que lo dejé con él, no he vuelto a escuchar esa frase. Creo que me apetece más escucharla a que me lo hagan. Hacerlo, muchos hombres lo hacen bien, pero para decirlo les suele faltar valor.

He vuelto a casa contenta y he pensado en Fernando y Elena. Él nunca quería que Elena posara inmóvil, le pedía que se moviera con naturalidad, pero siempre de la forma que él le indicaba: comiendo, bailando, desnuda, vestida, leyendo, cocinando. Yo me he pasado la vida haciendo lo mismo cuando estaba con Carlos: posar para él.

Elena sigue viviendo en función de Fernando a pesar de haber roto hace demasiado tiempo. Es la parte que mejor me sé de la historia.

25

H
emos quedado a cenar Luisa, Martín Gracia, Carlos —el camarero guapo— y yo. Una especie de cena de parejas que no somos parejas. Después, es posible que se pase por el restaurante Enrique, que no ha podido quedar con nosotros desde el principio porque tiene a su madre mala y quiere dejarla acostada antes de venir. Vamos a ir a un restaurante que ha abierto un amigo de Carlos en el que él ha invertido unos ahorros y en el que empezará a trabajar si tiene la suerte de que funcione. De momento, no va a dejar el Manolo, porque si luego no marcha bien el negocio, aparte de los ahorros, también perdería el trabajo. El camarero, además de guapo, es sensato.

Me gusta que las personas tengan proyectos y se la jueguen montando negocios, aunque luego la mayoría no vaya bien. Carlos y yo invertimos una vez en unas tiendas de ropa y casi estamos pagando todavía el agujero económico de aquella aventura en la que entramos con mucha inocencia y poco conocimiento. El dinero de años enteros de mi trabajo y de los derechos de tres o cuatro novelas de Carlos se esfumó en aquel desastre. De todas formas, a pesar de aquella mala experiencia, me da envidia ese gusanillo que se tiene cuando se abre un negocio. En ese momento está mi camarero guapo y ha querido compartirlo conmigo; yo he querido que Luisa lo viera y ella a su vez ha decidido invitar a Martín, porque sin Martín no hace nada últimamente. Y aquí estamos los cuatro, esperando que traigan una ensalada con queso de búfala, unas croquetas y unos huevos rotos, todo ello para compartir. El restaurante se llama El Olivo, aunque ni Carlos ni su socio saben por qué. Se les ocurrió el día que crearon la sociedad, porque hasta ese momento no lo habían pensado.

—Sólo en Madrid —dice Martín— debe de haber siete u ocho restaurantes con ese nombre.

—¿Sí? —pregunta Carlos, al que no le ha hecho gracia la observación.

—En Pozuelo mismo conozco yo uno —insiste el periodista.

—Pero Pozuelo no es Madrid —sentencio yo.

El Olivo es un restaurante pequeño con pocas mesas, ocho o diez. Lo malo es que después de una semana abierto y siendo hoy viernes sólo está ocupada la nuestra. De eso empezamos a hablar los cuatro.

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