Para Ana (de tu muerto) (13 page)

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Authors: Juan del Val y Nuria Roca

Tags: #Erótico, humor, romántico

BOOK: Para Ana (de tu muerto)
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—¿Sí? —contesto al móvil.

—Ana, soy Marián Solá. ¿Cómo estás? Llamaba para despedirme personalmente. No he querido que lo hiciera mi agente.

—Agradezco el detalle —le digo.

—No quiero entrar en polémicas, pero no estoy muy contenta de cómo se han hecho las cosas con
Te lo digo, te lo cuento
en Uriarte y creo que es mejor cambiar.

—¿Y qué crees que se ha hecho mal? —le pregunto.

—Creo que el libro no estaba bien colocado en los puntos de venta importantes.

No hay ningún autor que esté satisfecho con el lugar que ocupa su libro en las librerías.

—Mis libros estaban —protesta— mucho menos visibles que los de la chica esa de la tele. ¿Cómo se llama?

—Noelia Regüela.

—¡Ésa…! Y ella, además, tenía una pila de libros enorme nada más entrar y mi novela estaba detrás de una columna en El Corte Inglés de Preciados. Lo vi yo con mis propios ojos.

Tampoco están jamás satisfechos con la promoción que se hace desde la editorial. Ésa va a ser su siguiente protesta. Los escritores son muy previsibles en algunos temas.

—Y de la promoción, mejor no hablar. Casi no ha aparecido en los medios.

—Marián, te dijimos —le recuerdo— que querían invitarte al programa
El Carrusel
y dijiste que tú allí no promocionabas tu libro porque no tenían nivel…

—Yo soy una escritora de prestigio y no puedo ir al mismo programa al que va cualquier famosilla de poca monta. Fui a los programas a los que tenía que ir.

—La revista
Léete esto
también te entrevistó.

—Sí, pero me llamaron a mí. La editorial no tiene ningún mérito.

—Lo siento, Marián, pero no creo que la editorial tenga toda la culpa de que tu novela no haya funcionado.

—Por supuesto que la tiene. Es la única culpable —dice, quedándose tan ancha.

Se ha muerto la madre de Enrique y he venido al tanatorio. Era ya muy mayor y estaba enferma, así que era algo esperado. Enrique está entero, me cuenta que esta mañana ha ido a la radio a trabajar con normalidad y después ha regresado. «Tampoco hay mucho que hacer aquí», se justifica. Yo creo que su entereza es un poco forzada, porque, a pesar de que la señora tenía más de noventa años, una madre siempre tiene la edad del día en el que tú naciste.

Cuando los muertos son muy viejecitos y no son personas queridas me hacen mucha gracia. Es una manera de vengarte de la muerte, aprovechando que no duele. Asumir la verdad, pero de mentira. Enrique y yo nos hemos bajado a la cafetería del tanatorio. Yo llevaba razón. No está tan bien como aparenta. Antes de dar el primer sorbo al café, me dice: «Yo la quería mucho, ¿sabes?». No es capaz de terminar la frase antes de que sus ojos se inunden de lágrimas. Ella era la única de la familia que sabía que Enrique es homosexual, aunque me asegura que jamás hablaron del tema. «Yo sé que lo sabía —me cuenta—, pero nunca dijo nada y nunca me juzgó». Me sorprende que Enrique se conformara con tan poco. Que no le delatara, como si él fuera un delincuente y ella su cómplice, era motivo de agradecimiento. La vieja que está muerta en el piso de arriba no me provoca ninguna simpatía y me dan ganas de aconsejarle a Enrique que su madre no merece que llore por ella. Lo que pasa es que si le digo eso va a pensar que estoy loca.

28

D
espués del tanatorio he quedado en El Olivo para comer con Carlos, el escritor, el camarero quiero decir; de los Carlos que están vivos, el que no es mi hijo. Ése. Hoy libra en el Manolo. Lo primero que me alegra es que el restaurante está lleno. Al parecer, fue a cenar un crítico del suplemento semanal más leído y publicó que allí se comía de maravilla y que era un lugar muy recomendable. Al día siguiente de la publicación del artículo empezaron las reservas y, a partir de ahí, la gente que come, vuelve.

Después de una época de abstinencia he vuelto a ser una mujer sexualmente activa. Me gusta. He pasado demasiado tiempo sin sexo y posiblemente lo peor de todo es que ni siquiera lo echaba en falta. He tenido suerte con Carlos, porque nunca sabes, por mucho que lo supongas, dentro de qué hombre vive un buen amante. Con él ha sido muy placentero recuperar esa parte de mí que andaba por ahí durmiendo un sueño demasiado largo y profundo. De todas las horas del día, yo a la que más me excito es a la del aperitivo. Un par de cañas en un día soleado son para mí un afrodisíaco muy potente. Carlos me está esperando en la barra del bar.

—¿Qué tal en el tanatorio?

—¡Divertidísimo! —respondo—. ¡Vaya pregunta!

—¿Qué quieres tomar?

—Una caña.

—¿Esperamos mesa?

—No, mejor aquí, en la barra. Me apetecen unas gambas.

—¡Luisito! —se dirige al camarero—. Una de gambas y un par de cañas.

—¡Mejor yo quiero un doble!

—Pues dos dobles, Luisito.

Carlos y yo no tenemos mucho de que hablar, la verdad. Su intención de ser escritor no me interesa demasiado y además creo que por mi condición de editora él espera algo de mí que yo no voy a poder darle. También me aburren bastante los conflictos que mantiene con su ex, que le amenaza permanentemente con no dejarle ver a su hija Martina. Eso sí, Carlos tiene un sentido del humor ácido que muchas veces no entiendo y eso me gusta, los vaqueros y las camisetas le quedan como pocas veces he visto en nadie y en la cama es muy bueno. Son cualidades que tampoco hay que despreciar así porque sí.

—Me apetece ir a tu casa —le confieso.

Carlos bebe un trago de cerveza y me besa en los labios dejando su mano en mi muslo, casi en la ingle. Tal y como preveía, el doble de cerveza me ha dejado un poco ausente y eso me excita aún más.

—¡Mi casa está muy lejos! —me dice.

Carlos me coge de la mano y me lleva al almacén del restaurante. Es un pasillo estrecho y oscuro lleno de cajas de bebida. Al fondo del pasillo hay una puerta pintada de gris con el pomo dorado redondo. Carlos la abre y entramos a una especie de despachito sin ventanas en el que hay una mesa de oficina y un par de sillones de imitación de piel negros. La iluminación corre a cargo de un flexo con una bombilla amarilla de poca intensidad que apenas da un poco de luz encima de la mesa. Carlos cierra el pestillito de la puerta gris y me besa como se besa cuando se tienen muchas ganas de besar. Estoy tan excitada que me apetece hacer a mí antes de que me hagan. Siento a Carlos en el sillón negro de imitación de piel, le desnudo de cintura para abajo, abro sus piernas y me arrodillo para meterme entre ellas. Pienso en hacerlo bien, tal y como me enseñó Carlos, mi ex, y me está gustando hacerlo. Sé la técnica y la pongo en práctica con empeño. Me excita darle placer y me está saliendo muy bien. Me pide que pare para no acabar tan pronto y, aunque lo hago a desgana, pienso que será lo mejor porque no quiero que acabe. Yo también quiero. Carlos me invita a subirme encima de la mesa, pero, aunque la escena sea muy erótica, es más para las películas. Las mesas están duras y frías y a mi espalda no le gustan. Me resisto a tumbarme encima de la mesa y Carlos lo entiende rápido. Me encanta no tener que explicar las cosas. El camarero me da la vuelta y empuja mi espalda hacia la mesa. Apoyo en ella mi pecho y mi cara. Carlos me desabrocha la falda, que cae por su propio peso, me quita las medias y las bragas, todo a la vez. Vuelve a posar su mano en mi espalda empujándome hacia la mesa mientras le siento entrar despacio. Lo de despacio dura muy poco. Carlos comienza a moverse con fuerza. Hay un momento en el que me olvido de que estoy en el almacén de un restaurante y grito. Carlos alcanza mi boca con su mano y me la tapa. No poder gritar me excita aún más. Carlos es un animal detrás de mí que empuja todo lo fuerte que puede. Está pensando mucho más en él que en mí y eso tampoco me importa. Cuando acaba, apoya agotado su pecho contra mi espalda. Yo sigo excitada, con muchas ganas de más, pero Carlos ya no puede seguir. Tengo que respirar hondo para recomponerme y que no me pueda esta excitación sin final.

—Lo siento —se justifica Carlos mientras nos terminamos de vestir—. No he podido aguantar más.

—No hay nada que sentir, me ha encantado.

Es verdad, me ha gustado este polvo de mediodía. Salimos disimulando del almacén y nos integramos con normalidad en el jaleo del restaurante, que sigue repleto. Creo que nadie ha notado nada. Tomamos un café antes de irme a la editorial. Ya estoy más relajada, pero me gusta que esta excitación me acompañe todo el día. Me encanta tener ganas, no sé cómo no he echado de menos esta sensación durante tanto tiempo.

Hay una íntima satisfacción en Elena cuando va a ver la última exposición de Fernando, la primera que ha hecho sin estar con ella: ¡es muy mala!

En cada cuadro está la manera de pintar de Fernando, su técnica, pero no hay nada más. Es una exposición estética, con algunos cuadros muy bonitos para colgar en los salones de las casas si te hacen juego con los muebles, pero ninguno cuenta absolutamente nada. El colorido de los cuadros, por separado y en conjunto, es tan forzado que se le ha ido la mano. Como cuando finges estar muy feliz, que, al sobreactuar, se nota que no es verdad. Ha habido intelectuales empeñados en definir con mayor o menor precisión lo que es o puede considerarse «arte». La pintura es una expresión artística, pero estos cuadros de Fernando no tienen «arte». Una de las definiciones de «arte» que más me gusta es posiblemente la más sencilla que he oído: «El arte es lo que le sobra a algo que está bien hecho». Los cuadros de esta exposición están muy bien pintados, pero no les sobra nada que no pueda ver con los ojos. Nada que me pellizque, nada que exceda de los límites del lienzo.

—¿Te gusta? —pregunta Fernando a Elena mientras sostienen una copa de champán mirando un cuadro verde y amarillo.

—Es una bonita inauguración —contesta Elena—, ha venido mucha gente.

—Te estoy preguntando por los cuadros, no seas cínica.

—Los cuadros son también muy bonitos.

—¿Bonitos? ¿Qué quiere decir bonitos?

—Fernando, no te pongas intenso. «Bonitos» significa «bonitos».

—¡Dejémoslo! ¿Tú qué tal estás?

—Si te soy sincera —responde Elena— te echo de menos.

—Ahora se nota que estás diciendo la verdad.

—¿Y tú qué tal estás?

—Bueno, yo estoy con alguien.

—Sí, ya la he visto por ahí. Es esa chica rubia, ¿no?

—Sí, se llama Marga. Ven y te la presento.

Los dos se acercan hacia Marga. Es profesora de Historia del Arte en la Universidad Complutense. No llega a los treinta años y es muy atractiva, aunque tiene la nariz enorme. A lo mejor ése es uno de sus atractivos.

—Estaba deseando conocerte —le dice Marga con un tono muy sincero.

—¡Encantada!

—Fernando habla mucho de ti —insiste Marga, sin aparente maldad.

—¡Ya sabes cómo es! —responde Elena, consciente de que esa frase no significa nada.

—¡Tampoco hablo tanto de ella, mujer! —interviene Fernando como de broma.

—No le hagas caso, que no para de hablar de ti —dice Marga dirigiéndose a Elena—. ¡Que si Elena por aquí, que si Elena por allá!

—¡Bueno, vamos a dejarlo! —dice Fernando, sin disimular demasiado su enfado.

—¿Por qué? Seguro que a ella le gustará saberlo, ¿verdad, Elena?

—¡Bueno, yo os dejo con vuestras cosas! —dice Elena, retirándose.

Elena se despide de Marga y le da la enhorabuena a Fernando por el éxito de la exposición. Éste la acompaña hasta la puerta.

—¡Disculpa la escenita! Hoy estamos un poco enfadados —se justifica Fernando.

—No te preocupes, no pasa nada.

—Antes me has dicho que me echabas de menos —le recuerda Fernando.

—Es verdad. Me está costando superar lo nuestro.

—Eres muy sincera.

—Hoy he comprobado que a ti también te está costando olvidarme.

—No habrás creído a Marga… —Sonríe con suficiencia—. Ya te he dicho que hoy hemos discutido y…

—No lo digo por eso. Me ha bastado ver tus cuadros para saber que me debes de echar mucho de menos.

29

M
i hijo me ha dicho que viene a buscarme a la editorial y que luego nos bajamos al Manolo para hablar. Me ha contado por teléfono que está viviendo en casa de un amigo, ese chico que estudia cine, y que él y Yoli fueron ayer a tomar algo. Como amigos, me ha aclarado. Antes de colgar me ha repetido que quería contarme algo importante sobre la novela. Me va a dar una noticia que me va a encantar. Él cree que para mí es una sorpresa, pero yo ya sé lo que va a contarme.

Mi hijo entra en Uriarte y, después de darme dos besos, se lo presento a algunas compañeras que no le conocen. Las más jóvenes ponen esa cara que ponen las jóvenes cuando ven a alguien que les gusta. Mi hijo gusta mucho a las mujeres. En eso es igual que su padre.

—¡Me gustaría saludar a Luisa! —me propone—. ¿Está por aquí?

—Sí, pero está reunida. Luego, si quieres, subimos otra vez y la saludas.

Bajamos al Manolo. Carlos es el camarero que nos atiende. Mantiene las distancias, pero no va a dejar ahora de ser simpático. Nos toma nota de la bebida. Un vino, yo. Una caña, él. Ahora vendrá con la carta de raciones para picar algo.

—¡Qué majo este camarero! ¿No?

—Sí, es muy majo. ¡Y también se llama Carlos!

—¿Él también sabe tu nombre? —pregunta sin ninguna inocencia.

—Sí lo sabe, sí.

Carlos viene con la carta, que resulta innecesaria, porque recita del tirón y casi sin pausa un «tenemos jamón, patatas bravas, un poquito si queréis de paella, boquerones en vinagre o fritos, que los acaban de freír, calamares a la romana, pulpo a la gallega, o un poquito de tomate con ventresca si preferís».

—¡No sé! —dice Carlos.

—Tráete una de jamón, los calamares, pulpo y tomate con ventresca —pido—. ¿Vale? —pregunto a mi hijo por preguntar.

—Por mí, vale —contesta por contestar.

—¿Seguimos —pregunta el camarero— con el vino y la cañita?

—¡Seguimos, seguimos!

Mi hijo y yo nos lamentamos de que no se pueda fumar en el Manolo antes de instarle a que me dé de una vez la noticia.

—Mamá, he pensado —intenta poner tono solemne— que prefiero que la novela se publique en Uriarte.

—¡Qué bien! ¿Y eso? —digo instantes antes de meterme un trozo de pulpo en la boca.

—Al final lo he pensado mejor y creo que va a ser bueno para todos.

—¡Está buenísimo! —digo señalando el pulpo con el tenedor—. ¡Come, come!

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