Read Para Ana (de tu muerto) Online
Authors: Juan del Val y Nuria Roca
Tags: #Erótico, humor, romántico
—¿Yoli?
—Hola, Ana. ¿Has hablado ya con Carlos?
—Sí, estaba hablando con él. Me lo acaba de contar… Enhorabuena… ¿Cómo estás?
—Asimilándolo, pero muy contenta. Enhorabuena a ti también.
—¿Qué vais a hacer Carlos y tú?
—No lo sé. Tenemos que seguir hablando.
—Creo que deberíais intentar estar juntos en este momento.
—No es fácil, pero puede que lo intentemos.
—Yo me alegraría.
Cuelgo con Yoli y vuelvo a llamar a Carlos. Me dice que esta noche hablarán y que después me cuenta. Estoy un poco confusa sobre mis sentimientos, pero me parece que puedo adivinar entre un buen puñado de ellos uno que se parece mucho a la alegría. En la agenda de mi móvil voy a la C y busco a «Carlos camarero». Está delante de «Carlos hijo».
—¿Sí?
—Hola, soy Ana. ¿Dónde estás?
—En el Manolo.
—¿A qué hora sales?
—A las siete.
—Me gustaría verte.
—Vale, quería pasarme por El Olivo a ver qué tal. ¿Te vienes?
—No quiero ir a El Olivo. Quiero ir a tu casa o que vengas a la mía.
—¡Vale! A las siete en tu casa… ¡Que le den a El Olivo!
Hay tres propuestas para la portada de la novela. Una de color negro con tipografía roja y verde y el dibujo de una sandía, cogiendo la idea del cuadro que Fernando pintó de Elena; otra en la que aparece una mujer guapa con actitud de coger un taxi, ésta no tengo ni idea de por qué, y otra en la que se ven las piernas de una chica pisando unos lienzos que me gusta bastante. Se las he pasado a mi hijo por mail a ver qué le parecían y coincide conmigo en que la de las piernas de la chica es la mejor. También me ha hecho referencia a que el nombre de Carlos Santos sale más pequeño que el de Carlos Pacheco. Le he dicho que eso es normal y que es una práctica habitual cuando la obra se escribe a cuatro manos y uno de los autores tiene una «marca» consolidada. Su nombre aparece más pequeño, pero no hay demasiada diferencia. Carlos lo ha entendido con agrado.
En cuanto al anticipo, es menor que el que le daban en Tierra, pero tampoco está mal. Con esto, y siendo el único heredero de los derechos de todos los libros de su padre, el económico no es desde luego un problema para mi hijo. Eso relaja mucho, y más en estos tiempos.
Le he contado a Enrique los detalles de la publicación de la novela para que lo explique en la radio. Es bueno ir calentando al público y que sepa que dentro de poco la obra póstuma de Carlos Pacheco estará a la venta. La reedición de las anteriores sigue yendo muy bien en la lista de ventas, tres de ellas están entre los diez primeros y otra más entre los quince.
Enrique ha contado la noticia en la radio tal y como se lo he pedido:
32Carlos Pacheco dejó escrita una novela antes de morir. Un texto que no pudo acabar y que en una experiencia muy novedosa, casi única diría, por parte de la editorial, ha sido terminada por su hijo, que también es escritor y que utiliza el seudónimo de Carlos Santos. El lector podrá disfrutar en un mismo libro de la obra póstuma de un escritor que ya es un clásico y del inicio de la carrera de su hijo, por el que Carlos Pacheco siempre apostó y que tiene, según los expertos que ya han leído su obra, un enorme talento y un futuro muy prometedor en el mundo de la literatura. Sin duda, es el libro más esperado del año por unir estos dos alicientes y en apenas unas semanas estará en las librerías.
E
lena vive por inercia después de romper con Fernando. Entró a trabajar en una tienda de ropa en el barrio de Salamanca y a los pocos meses la hicieron encargada. El motivo fue que era algo mayor que el resto y, sobre todo, que desde que entró nunca tuvo ningún problema de horarios. Prefería estar allí ocupada que en cualquier otro sitio, así que siempre cubría turnos, hacía suplencias y abría y cerraba el local. Era un buen negocio para su jefe, que cada vez se pasaba menos por la tienda. Elena tiene cinco compañeras de trabajo veinteañeras a las que algunas veces se esfuerza en escuchar sus problemas con los novios, sus ganas de que llegue el fin de semana, sus intenciones de casarse, la pena que les dio que ayer expulsaran a la chica que mejor cantaba en un concurso de televisión. Las chicas no notan que a Elena no le interesa nada de lo que dicen.
La tienda cierra los domingos. Es el día que aprovecha para descansar en casa viendo la tele. Ha habido algunos que ni siquiera ha llegado a quitarse el pijama.
Hay un día de la semana que Elena sale por la noche, casi siempre los jueves, aunque algunas semanas también sale los miércoles. Suele ir a los tres o cuatro bares de Madrid donde tocan grupos en directo, a los que ve con envidia mientras se toma un vodka con Coca-Cola. Ha aprendido a ser muy cortante con los hombres que se le acercan continuamente al comprobar que esa chica tan guapa ha venido sola al concierto. Al principio, le costaba más, pero ahora, antes casi de que la saluden, los mira y les dice: «Vete, que estoy viendo el concierto». Le costó unos diez jueves perfeccionar la frase, su entonación y la mirada fija al pronunciarla. Diez jueves a unos cuatro hombres por jueves. Unas cuarenta veces pronunció la frase hasta que le salió tan bien que a ninguno se le ocurría insistir.
Elena pensó durante mucho tiempo que no había sido una buena idea dejar a Fernando. Mil veces tuvo la tentación de volver con él. En momentos en los que la soledad apretó con fuerza ni ella misma se acordaba del motivo de su decisión, se sentía ridícula cuando no sabía explicar las razones por las que le había dejado. A ratos sentía rabia por no encontrar nada que reprochar a Fernando. Ni en eso se lo puso fácil para olvidarle.
Ha tardado en entender que, cuando se cambia de camino, el nuevo no tiene por qué ser mejor. Simplemente es distinto. La vida de Elena ahora no es mejor que la de antes, pero al menos es suya.
Hola, Ana, cuando leas esta carta, yo ya estaré muerto. Es lo que quiero. Supongo que cuando los médicos hagan mi autopsia no tendrán dudas, pero si les quedara alguna, aquí está la prueba —de mi puño y letra— de que voy a morirme porque quiero hacerlo.
Estoy cansado: no tengo nada más que escribir, no me queda nada por vivir…
E
nrique y yo hemos quedado para tomarnos una copa a la salida del trabajo. Quiero darle las gracias por cómo dio la noticia en la radio el otro día. Desde que lo dijo, se han hecho eco casi todos los periódicos y los libreros han comenzado a hacer pedidos masivos. Enrique está mucho más animado que las últimas veces que nos hemos visto después de la muerte de su madre. Me cuenta que está deseando leer la novela y le digo que para él será el primer ejemplar que llegue a la editorial desde la imprenta.
—Ana, yo di la noticia de la manera que me pediste —me recuerda Enrique—. Ahora tienes que cumplir tu parte del pacto.
Mi parte del pacto está dentro de mi bolso. Es la carta de Carlos. Le prometí que se la enseñaría.
—¡Me la he dejado en casa! —le miento.
—Sé que nunca me la enseñarás —dice sin creerme.
—Tú eras su mejor amigo, pero la carta es demasiado personal. ¿Sabes cómo la encabezó?
—¿Cómo?
—«Para Ana, de tu muerto».
—¡Joder, qué comienzo!
—Al fin y al cabo, era escritor —le respondo con tono de haberlo ya superado.
Hablamos mucho de Carlos: de sus pasiones, de cómo le gustaba el sexo, de cómo se comía la vida y de su forma de morir, tan literaria y tan coherente con él mismo.
—Yo he intervenido como policía —me cuenta— dos veces en casos de hombres que han muerto practicando sexo.
—¿Y?
—La muerte siempre es desagradable, pero aquellos dos tipos tenían como una especie de felicidad en el rictus —dice riendo, no sé si en broma o en serio.
—¿Y fue durante el acto o nada más terminar?
—No lo sé, mujer. ¡Qué morbosa! Eso sí, ninguno de los dos estaba con su mujer.
—¿Ah, no?
—No. Uno estaba con una amante y el otro con una prostituta.
—¡Pobrecitas! —se me ocurre decir.
—La prostituta estaba desolada, tenía mucho miedo por si tenía alguna responsabilidad en su muerte. Pensaba que ella era la culpable. Tuvimos que ser nosotros los que la tranquilizamos.
—¿Y el que estaba con su amante?
—Ésos estaban en un hotel de lujo en Barcelona. Cuando llegamos, la chica seguía todavía desnuda, histérica y sin parar de llorar a los pies de la cama. Él estaba tumbado en la cama con los brazos en cruz, las piernas separadas y los ojos abiertos. Parecía un nudista tomando el sol.
—¡Qué bruto eres! —le digo antes de reírnos los dos.
—Woody Allen dice en una de sus películas que «comedia es tragedia más tiempo». —Se disculpa por la risa que le ha dado al acordarse de aquel tipo espanzurrado en la cama de un hotel.
… Siempre le he tenido mucha manía a los nostálgicos, ya lo sabes, y llevo demasiado tiempo siendo uno de ellos. El recuerdo de lo que era y de lo que hacía es el único motor que tengo y eso me convierte en alguien que no me gusta…
Carlos nunca miraba para atrás, nunca creyó que ningún tiempo pasado fuera mejor. En nada. Carlos, hasta que yo viví con él, jamás se arrepintió de nada de lo que había hecho por mal que le saliera. La vida era para él un coche sin marcha atrás, sin retrovisores y, lo que fue peor, sin frenos. A mí me costó mucho acoplarme a esa forma de entender la vida, aunque, cuando la dejé, no fue fácil acostumbrarme a la contraria.
M
i hijo y Yoli traen pasteles. Al principio me enfado porque han llegado media hora antes de lo que me dijeron y todavía no estaba preparada. No la había visto al entrar, pero Yoli trae también una botella de champán en una bolsa.
—Está fría —me dice—, pero métela un segundito en el congelador y ahora la abrimos.
—¡Qué contentos os veo! —me alegra decir.
—¡Hay cosas que celebrar! —dice Carlos mientras me entrega un manuscrito.
Mi hijo lo ha encuadernado con un canutillo negro y le ha puesto unas tapas de color azul clarito.
—¿Qué es esto?
—La novela terminada.
—¿Ya la has rehecho entera?
—Sí, ahora quiero saber qué te parece —me confiesa Carlos.
—¿La has leído? —le pregunto a Yoli.
—Todavía no. He decidido hacerlo cuando esté terminada.
—Esta misma noche me la leo —prometo.
Saco del congelador la botella de champán y tres copas del armario.
—¿Tú puedes beber? —pregunto a Yoli.
—Sí, un sorbito para brindar no hace daño, pero será el último. Después, no volveré a beber alcohol.
Me sorprende haber hecho esa pregunta. Prefiero no recordar las cosas que yo hice cuando estaba embarazada de Carlos. La menos perjudicial fue fumarme casi un paquete de tabaco al día. A consecuencia de eso, Carlos fue prematuro, pesó poco y tuvo que pasar varias semanas en la incubadora. El brindis me ha hecho recordar este episodio que había borrado de mi memoria.
—¡Bueno, contadme qué vais a hacer! —les pido con un tono alegre.
—Nos vamos a separar definitivamente —contesta Yoli.
—¡Vaya! —exclamo decepcionada.
—¡Es lo mejor! —apoya mi hijo.
—Lo hemos hablado y que vayamos a tener un niño no significa que tengamos que estar juntos —me explica Yoli.
—Yo voy a reconocerlo y tendremos la custodia compartida, pero es mejor que Yoli y yo no vivamos juntos.
Me irrita tanta cordialidad entre ellos, aunque hago un esfuerzo para que no se me note.
—¡Pero si hace tres días que estabais juntos! Creo que, por el bien del niño, lo deberíais intentar al menos.
—Nosotros ya lo habíamos dejado —me contesta Carlos—. Precisamente por el bien del niño, no debemos estar juntos.
—No habléis tanto de niño —interviene Yoli—, que a lo mejor es niña.
—¿Habéis pensado algún nombre?
—Si es niño, seguro que Carlos —se anticipa mi hijo sin que Yoli diga nada.
—¿Otro Carlos? —pregunto con tono de hartazgo.
—Sí, ¿qué pasa? —contesta Carlos.
Tengo alguna esperanza de que Ana sea la respuesta a la pregunta que voy a hacer a continuación. Me haría mucha ilusión.
—Y si es niña, ¿cómo la vais a llamar?
—¡Miryam!
—¿Miryam? ¿Y por qué Miryam?
—Porque mi mejor amiga se llama Miryam —contesta Yoli.
—Y además es muy bonito —añade mi hijo.
Carlos y Yoli se quedan a cenar. Después de proponérselo, me he dado cuenta de que a lo mejor no era buena idea y ellos han pensado lo mismo después de haberme contestado que sí. En la tele hay un partido de fútbol y el ruido de la voz de los comentaristas nos acompaña de fondo.
—¿Tú vas a seguir viviendo en el piso de la calle Carretas? —pregunto a Yoli.
—Claro. Es mi casa, ¿dónde voy a ir?
—Es que no creo que el centro sea el mejor sitio para un niño.
—A mí me encanta el centro.
—Ya, pero aunque a ti te guste el centro, si para el niño no es bueno, tendrás que irte de allí.
—Y dale con decir niño, que a lo mejor es una niña… —se enfada Yoli—. Y además, el centro es un sitio estupendo para un niño… o una niña.
—¡Mamá! —interviene mi hijo—. Te veo muy conservadora.
—Es que tener un niño es mucha responsabilidad.
—¡Ja! —exclama Yoli con ironía.
—¿Cómo que ja? ¿Qué quieres decir con ja? —me enfado.
—¡Que mira quién fue a hablar! —insiste Yoli.
—¿Me estás juzgando tú a mí?
—Sólo digo —me responde Yoli— que tú no eres quién para dar lecciones de cómo se educa a un hijo.
Carlos no interviene. Yoli llevará razón, supongo, pero me entristece el reconocimiento que hace mi hijo con su silencio. En la tele marcan gol y Carlos aprovecha para levantarse a ver quién ha sido. Yoli me ayuda a recoger los platos. La tele y el sonido de los tenedores arrastrando la comida sobrante es el único ruido que hay en el salón.
—¡Lo siento, Ana! —dice Yoli—. Es que me ha molestado lo que has dicho, pero creo que me he pasado un poco.
—¡Yoli, no se te ocurra compadecerme!
Mi hijo deja de mirar a la tele y nos mira a nosotras.
—¡Venga, vale ya! —dice desde el sofá.
—¡No vale! —digo yo—. Y deja la tele y ven aquí.
Mi hijo la apaga al verme enfadada y se viene a donde estamos nosotras.
—¡Estoy harta de justificarme como madre! —levanto la voz a mi hijo—. Y más aún de que me juzgues.