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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Por un puñado de hechizos (53 page)

BOOK: Por un puñado de hechizos
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Miré la pajita y Jenks, que se lo tomó como un sí, y me la metió entre los labios. Contuve el aliento y chupé mientras pensaba que aquella agua herrumbrosa sabía mejor que la última cerveza fría que me había tomado. Empecé a derramar más lágrimas con las emociones fuera de control por completo. Pensé en Ivy haciéndome lo mismo, desangrándome con ese mismo sabor metálico, mi sabor, en la boca.

Empecé a llorar y me atraganté con el agua. Maldita fuera, ¿pero qué coño me pasaba?

—Ya es suficiente —dijo Ivy en voz baja. Con los ojos llenos de lágrimas, la vi estirar el brazo, preocupada, y tocar con la mano el hombro de Jenks. Este dio un salto e Ivy se apartó de repente con la cara llena de un dolor interior insoportable.

Creía que era un monstruo. Creía que no podía tocara nadie sin destrozarlo y yo le había demostrado que era verdad.

La enormidad de la desgracia de la vida de mi amiga cayó sobre mí y empecé a temblar como una loca.

—Está entrando en estado de
shock
—dijo Ivy sin ser consciente de la verdadera razón. Le había hecho daño a mi amiga. Había creído que era lo bastante fuerte como para sobrevivir a ella y al fracasar, le había hecho daño.

Jenks dejó el vaso en la mesa y se levantó.

—Voy a por una manta.

—Ya voy yo —dijo Ivy, que ya se había ido.

Batí las manos y me di cuenta que estaba salpicando toda la cama de sangre pegajosa. Estaban intentando ayudarme, pero yo no me lo merecía. Pensé que ojalá nunca hubiera ocurrido. Yo había cometido un error y ellos dos estaban portándose como auténticos ángeles.

Me invadió otro temblor. Intenté acurrucarme para conservar el calor. Con los ojos verdes arrugados, Jenks me incorporó y se deslizó detrás de mí. Me rodeó con los brazos y evitó que me rompiera en mil pedazos con los temblores.

Ivy no se puso muy contenta.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó desde el otro lado de la habitación, con los labios apretados mientras abría una manta marrón del motel.

—Esto y evitando que tenga frío.

Jenks olía a cosas verdes. Me envolvía con los brazos y tenía el torso pegado a mi espalda. La cabeza me daba vueltas y tenía el cuello muy dolorido. Sabía que no debería estar así sentada pero no recordaba cómo se decía «echada». Creo que todavía estaba llorando porque tenía la cara mojada y esos ruidos de fondo que se oían se parecían un poco a mi voz.

Ivy suspiró y después se acercó a la cama.

—Se va a desmayar si le sujetas la cabeza así, levantada —murmuró mientras nos abrigaba a los dos con la manta.

—El polvo de pixie la mantendrá consciente durante un rato —dijo Jenks en voz baja—. Y no quiero que Jax tenga que luchar contra la gravedad del flujo sanguíneo cuando le ponga los puntos.

Abrí los ojos de repente. ¿Puntos? Mierda, otra vez no. Pero si acabo de deshacerme de las últimas cicatrices.

—Espera —dije, estaba rígida de pánico al pensar en lo que iba a ser aquello con la saliva de vampiro inactiva—. Nada de puntos. Quiero mi amuleto del dolor.

No parecieron entenderme. Ivy se inclinó sobre mí y me miró los ojos, no a mí.

—Podríamos llevarla a urgencias. Detrás de mí, Jenks sacudió la cabeza.

—Los lobos nos rastrearían desde allí. Me sorprende que no nos hayan encontrado ya. No me puedo creer que la mordieras. Tenemos cuatro manadas de hombres lobo buscando el rastro de nuestra sangre ¿ya ti se te ocurre que es el mejor momento para hacer cambios en vuestra relación?

—Cállate de una puta vez, Jenks.

El estómago me daba vueltas. Quería mi amuleto del dolor. Yo nunca he sido valiente. Había visto una película en la que cosían al tío con alambre de granja y sin anestesia. Dolía.

—¿Dónde está mi amuleto? —rogué con el corazón disparado—. ¿Dónde está Keasley? Quiero a Keasley.

Ivy se apartó.

—Cada vez es menos coherente. —Se le crispó la frente y arrugó la por lo general plácida cara—. ¿Rachel? —dijo en voz muy alta y con una lentitud exagerada—. Escúchame. Habría que darte unos puntos. Solo cuatro puntitos de nada. No te rasgué la piel. Todo irá bien.

—¡No! —exclamé, empezaba a perder la vista—. ¡No tengo mi amuleto del dolor!

Ivy me sujetó el hombro a través de la manta. En sus ojos había una gran compasión.

—No te preocupes. Con la cabeza así levantada, vas a desmayarte en unos tres segundos.

Tenía razón.

24.

—Jenks, deja de manosearlo todo, vas a romper algo —dije, después le quité la mano de uno de los chismes de cerámica que había muy bien colocaditos en los estantes de la tienda. Era una calabaza con un gatito al lado, me recordaba a
Rex
.

—¿Qué? —Con una gran sonrisa, Jenks tiró tres campanitas de cerámica al aire y empezó a hacer malabares con ellas.

Yo señalé el cartel manuscrito que decía: «Si lo rompes, lo pagas». Estaba cansada, tenía hambre y me dolían los puntos nuevos ocultos bajo el jersey de cuello alto rojo porque era estúpida y me merecía que dolieran. Con todo, lo último que me hacía falta era tener que pagar por la mercancía rota.

Jenks observó mi humor y su sonrisa traviesa se desvaneció. Tiró las tres campanas a lo más alto y después las fue cogiendo una por una y las colocó en su sitio.

—Perdón —dijo con tono sumiso.

Resoplé y le toqué el hombro para decirle que no pasaba nada. Entre la pérdida de sangre y el azufre que me había embutido Ivy a la fuerza, estaba muerta de cansancio. Con las manos a la espalda, Jenks continuó examinando los estantes en busca de un trozo de hueso. El día anterior no había encontrado nada y yo lo necesitaba para terminar el trabajo que teníamos entre manos y volver a casa de una buena vez.

Bajo el amuleto de disfraz, Jenks tenía un aspecto muy diferente, con el pelo negro y la tez más oscura. Llevaba su nueva cazadora de aviador encima de la camiseta que se había comprado en la tienda anterior, y todo ello lo convertía en un auténtico macizorro pixie en vaqueros, un macizorro sexi y con las piernas muy largas. No me extrañaba que tuviera cincuenta y cuatro críos y Matalina sonriera como la Mona Lisa.

Pixie casado, me dije mientras me obligaba a mirar otra vez el estante de animales de cerámica. Cincuenta y cuatro hijos. Una esposa preciosa, dulce como el azúcar y capaz de matarme mientras duermo al tiempo que se disculpaba por las molestias.

A Jenks no le hacía mucha gracia que hubiera salido, pero cuando había despertado a las tres de la tarde, tardísimo ya, me había encontrado con que Ivy y Nick habían cogido el autobús para cruzar al estrecho y recoger la camioneta de Nick. Tenía que salir. Como siempre, el azufre me había dado hambre y náuseas a la vez, y también me había llenado de una estupidez presuntuosa que estaba segura que procedía de la anfeta que convertía el azufre en una sustancia tan popular en las calles. Al parecer si tomabas el grado medicinal, todavía tenías un pequeño subidón.
Pues muchas gracias, Ivy, qué maja
.

Era culpa suya que yo estuviera tan inquieta y moverme parecía ayudar. Aunque sabía que Ivy no estaría de acuerdo, no me pareció muy probable que los lobos vinieran a buscarnos allí cuando era mucho más probable que hubiéramos salido pitando hacia Cincinnati. Pero no pensaba irme a casa hasta terminar con aquel asunto. No iba a llevarme una guerra a casa, con mis vecinos.

—Oh,
uau
—dijo Jenks sin aliento—. ¡Rachel, mira esto!

Me volví y me lo encontré delante de mí, muy orgulloso con un sombrero de rayas rojas y negras en la cabeza. Aquel trasto debía de medir como treinta centímetros, como una especie de sombrero de copa raro.

—Qué bonito, Jenks —dije.

—Voy a comprarlo —dijo con una sonrisa radiante.

Cogí aire para protestar y después lo solté. Estaba de rebajas. Cinco pavos. ¿Por qué no?

Me temblaban los dedos mientras iba mirando un surtido de cuentas e intentaba decidir si estaban hechas de hueso. Llevaba una hora por ahí con Jenks y aunque él se había cargado de dulce de azúcar, camisetas y demás chucherías inútiles que solo le gustarían a un crío de doce añoso a un pixie, yo no había encontrado nada adecuado. Sabía que no era muy inteligente andar por ahí, pero yo era cazarrecompensas, maldita fuera, y sabía cuidarme sola, o por lo menos siempre que tuviera a Jenks para cubrirme las espaldas. Eso y mi pistola de hechizos metida en el bolso, cargada con pociones para dormir a quien fuera. Una sonrisa hizo curvar las comisuras de mis labios cuando vi a Jenks devorar con la mirada un estante con dinosaurios de plástico. Todavía llevaba el sombrero puesto, pero con semejante físico, aquel tío podía ponerse cualquier cosa. Al sentir que lo miraba, Jenks levantó la cabeza y apartó los ojos. Pues sí, babeaba con las cosas más horteras, pero sus ojos no dejaban de ir de un sitio a otro y examinar la zona con más atención que el dueño de una tienda de chuches con el chiringuito lleno de escolares.

Sabía lo que estaba pensando, que ojalá estuviera Jax con nosotros para ser nuestro avezado explorador, pero el pixie se había ido con Ivy y Nick. Ivy no pensaba perder de vista a Nick ni un segundo, sobre todo desde que Jenks lo había encontrado en el Hogar de la Ardilla intentando ahogar sus penas en un vaso. Si ya antes Ivy no lo hubiera odiado, lo odiaba después de ver que el tipo lo hubiese puesto todo en peligro por echar unos tragos con la consoladora compañía de unos humanos.

—Rache. —De repente tenía a Jenks a mi lado—. Ven a ver lo que he encontrado. Está hecho de hueso. Creo que es perfecto. Vamos a comprarlo y largarnos de aquí.

Tenía el ceño arrugado de preocupación por culpa de mi creciente cansancio, así que decidí que ya había tentando a la suerte demasiado y arrastré los pies tras él. Estaba cansada, y la pérdida de sangre estaba empezando a imponerse a los cócteles de azufre de Ivy. Me subí un poco más el bolso y me detuve junto a una vitrina de artículos hechos por indios americanos: hachas, tambores pequeños, tótems tallados, sartas de cuentas y plumas. Había algo turquesa allí dentro y al darme cuenta por los precios de que no eran chorradas para turistas sino auténtico arte, me incliné sobre la vitrina. ¿Los indios no tallaban cosas en hueso?

—Mira ese collar —dijo Jenks con orgullo mientras señalaba el cristal—. Tiene un buen trozo de hueso en el colgante. Podrías comprar eso. Pones la maldición demoníaca en él y ¡
bang
! No solo tienes un foco nuevo sino que encima tienes un pedazo de joyón de los indios americanos.

Encorvada sobre la vitrina, levanté la cabeza y lo miré con cansancio.

—¡Oh! —exclamó y yo seguí su mirada hasta un tótem feísimo metido en una esquina de la vitrina—. ¡Mira eso! ¡Eso quedaría fenomenal en mi salón!

Exhalé poco a poco y le eché un vistazo, no muy convencida. Aquel trasto medía unos diez centímetros y los animales retratados eran tan estilizados que fui incapaz de distinguir si eran castores, ciervos, lobos u osos. Dientes como bloques y ojos grandes. Era feo, pero un feo que quedaba bien.

—Se lo voy a comprara Matalina —dijo Jenks, muy orgulloso y yo abrí mucho los ojos, intenté imaginarme en medio del salón de Matalina lo que para un pixie sería algo parecido a un tótem de dos metros. Yo no tenía ni idea de cómo decoraban los pixies pero no me imaginaba a la mujer muy contenta al ver aquello.

—¿Señora? —exclamó, muy erguido e impaciente—. ¿Cuánto cuesta esto?

Me apoyé todavía más en el mostrador mientras la mujer terminaba en la caja y se acercaba a toda prisa. Desconecté de la conversación entre ella y Jenks mientras negociaban el precio y miré el collar. Estaba fuera de mi alcance pero a su lado había una estatua de un lobo. También era cara, pero si no funcionaba, siempre podía devolverla.

Tomé una decisión y me erguí.

—¿Me enseña esa estatua de lobo? —pregunté, interrumpiendo a Jenks, que estaba intentando camelarse a la mujer para que le diera un descuento de jubilado. La dependienta no se tragaba que tuviera críos y una hipoteca. Y no me extrañaba. Con ese sombrero tan marchoso, más bien daba la sensación de que debería estar en el instituto.

Con las cejas alzadas y una expresión cautelosa, la mujer abrió la vitrina y me puso la estatua en la mano.

—Es de hueso, ¿no? —pregunté, le di la vuelta y vi la pegatina de «Made in China». Pues no es tan auténtico, después de todo, pero tampoco me voy a quejar.

—Hueso de buey —dijo la mujer con cautela—. No hay normas contra la importación de hueso de buey.

Asentí y puse la estatua en el mostrador. Era cara, pero yo quería irme a casa.

0 por lo menos volver a mi habitación de motel.

—¿Nos haría un buen precio si compráramos las dos piezas? —pregunté, por la cara de la mujer se extendió una sonrisa satisfecha.

Encantado, Jenks se puso al mando de la situación y la supervisó mientras la mujer envolvía las dos obras y las metía en cajas individuales. Con el pulso lento y letárgico, rebusqué la cartera en mi bolso.

—Ya pago yo —dijo Jenks, en sus juveniles rasgos había una expresión inocente y sofocada—. Vete saliendo o algo.

¿
Paga él
?
Pero si todo sale del mismo sitio
. Levanté las cejase intenté mirar tras él, pero se puso en medio, se quitó el sombrero y lo usó para esconder algo que había dejado a escondidas en el mostrador. Me pareció ver un frasco de esmalte de uñas Sun-Fun, uno de esos que cambia de color, después sonreí y me di la vuelta. ¿El regalo de solsticio del año que viene, quizá?

—Estaré fuera —dije al ver un banco vacío al aire libre en medio del centro comercial. Jenks murmuró algo y yo me apoyé en la puerta de cristal, que por suerte se movía con facilidad. El aire olía a dulce de azúcar y agua, y con pasos lentos me dirigí en línea recta al banco antes de que una joven familia con cucuruchos de helado pudieran ocuparlo.

Exhalé una bocanada de aire y me acomodé en el banco de madera. La brisa era ligera en aquella zona protegida, y el sol calentaba un poco. Respiré hondo y aspiré el aroma de las maravillas que tenía detrás. Estábamos en el momento justo para poder plantar las plantas anuales allí arriba, y además estarían protegidas de la escarcha con toda la piedra que nos rodeaba.

Aunque la temporada turística no había empezado de forma oficial, había mucha gente. Muchas personas con bolsas de colores que vagaban sin rumbo y dibujaban un patrón satisfecho de diversión ociosa que era un consuelo ver; había humanos sobre todo, con alguna que otra bruja, o brujo, haciendo una declaración de principios con su modo de vestir. De otro modo no era fácil saber quién era qué, a menos que te acercaras lo suficiente como para olerlos.

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